sábado, 1 de enero de 2022
Los hermanos Belafonte
Una mujer para recordar
jueves, 30 de diciembre de 2021
La Rocío
No había cumplido los 18 años, cuando la Rocío saltó de La Teja al bajo. Nacida en cuna de avería empezó a caminar de chica y, caminando, llegó a Juan Carlos Gómez y Piedras. Y se quedó.
Era hija de Floreal Antúnez, apodado el Manso, un cafiolo fracasado, chorro de poca monta que una noche, en una batida, terminó en gayola y con un balazo en la canilla debido a que el botón que lo corría tropezó con una baldosa floja y se le escapó un tiro. Quedó rengo de por vida y sin posibilidad de escalar muros, ni de salir rajando ante el grito de: ¡araca, la cana! Sin laburo y maltrecho recién logró subir un escalón entre el malandrinaje que empezó a tenerle un poco de respeto, cuando se casó con la lunga Aurora Cortés. Una mechera de abolengo. ¡Ligera como ninguna! Se daba el lujo de entrar a las tiendas del Centro vestida de sierva y salir como la esposa de un doctor. Nunca la pescaron in fraganti, ni visitaba dos veces el mismo comercio. ¡Sabía su oficio la flaca Aurora!
Enemistada con las fábricas donde laburaban sus hermanas, odiaba los telares y las ollas populares. Siempre creyó que su intelecto estaba para algo más redituable que las ocho horas, hacia donde nunca se dejó arrastrar. Rechazó de plano el yiro, que no iba con su decencia, despreciando a los macrós verseros que viven del cuerpo de una mujer. No tuvo sin embargo la suerte de encontrar en su camino a un guapo yugador que le arrastrara el ala, con quien vivir sin sobresaltos. De modo que, sin mucho espamento, se dedicó a perfeccionar el arte del afano hasta llegar a dominarlo. Y hubiese podido llegar lejos y hacer mucho vento si hubiera seguido sola. Pero un día conoció al Manso que le chamuyó de ternura —único hombre de su vida a quien amó de verdad—, y se perdió.
Juntaron sus desventuras, se casaron, y se dedicaron a criar hijos con la esperanza de verse reflejados en ellos. Y así les nacieron cinco, cuatro varones y la Rocío. Para entonces el Manso no pasaba de robar morrones en la feria y a la Aurora las alarmas de los supermercados, le truncaron la carrera. Fue así que, sin abandonar por completo el choreo, pasó el resto de su vida al servicio de su marido y de los varones que trajo al mundo, muchachos pintunes, bien empilchados: asiduos visitantes a la seccional del barrio.
Tres de ellos eran carteristas cualunques. Lanzas. Rateros. Hacían la diaria. Pero el más chico, gran visionario, se interesó por la importación y la exportación. Su familia afanaba para no trabajar. Él trabajaba para afanar. Consiguió entrar a la estiva del Puerto y en poco tiempo se hizo tan hábil, que en el barrio llegamos a pensar que se estaba trayendo el Puerto de a poco y que un día veríamos un par de buques anclados en el frente de su casa.
Y en ese ambiente nació la Rocío, que para sacar a flote su existencia hizo lo que mejor sabía hacer. Gurisa muy bonita, supo desde muy chica que la plata está en la calle y que sólo hay que salir a buscarla. Y ella salió. Y la encontró. Paraba los relojes cuando llegaba al barrio vestida de vampiresa, con zapatos altos de pulserita, cartera plateada colgada al hombro a lo guarda y la boca pintada en forma de corazón. Se bajaba de un Citroen negro en la puerta de su casa, revoleando la cartera y acompañada de un facha encadenado, que lucía semejante sarzo en el anular derecho y reloj con cadena, del cinto al bolsillo del pantalón. Rufián de medio pelo, pulido y aceitado gracias a la Rocío.
El fiolo arrugaba trajes de alpaca y camisas de seda, desprendidas hasta la mitad del pecho, para poder lucir su terrible cadenaje de oro, que en el barrio dejaron boquiabiertos a más de un pinta. Usaba botas de punta fina y taquito, patillas, y en el índice de la zurda tintineaba un llavero con tres llaves: la del Citroen, la del bulín y la de una celda del primer piso de la cana de Miguelete, donde alternaba sus estadías por hurto y rapiña con la de trata de blancas y afines.
El camba, que tenía cierto cartel entre el ambiente del escolazo, copó la banca el día que empezó a administrarle los bienes a la Rocío. Pasó del conventillo a vivir en telo de superlujo por 18 y Cuareim. A fumar extra largos L. y M. y a desayunar Ballantines on the rocks. Un día la Rocío se dio cuenta que su administrador la estaba timando. Que la que yugaba era ella y que el fiolo vivía encurdelado y encima la engañaba con otras minas. Ni corta ni perezosa le tocó la polca del espiante y se quedó solari. Dueña y administradora de su propio negocio. Y pelechó. Cambió el Citroen por un Cadillac descapotable y ante la envidia de todos nosotros, llegaba al barrio manejando y acompañada de un perro peludo de Afganistán. Llena de brillos y pedrerías.
Las vecinas que criaban a sus niñas en el más puro recato, la ponían como ejemplo del mal. A la espera de que una vuelta de tuerca la volviese a dejar en la vía. Para que las niñas aprendieran que: en la vida lo que vale es la decencia; que quien mal anda mal acaba; que quien vive en pecado termina mal. O sea: que el crimen no paga.
Los hombres no opinaban. Se babeaban disimulando y la miraban con ojos lascivos, sin poder ocultar que la deseaban, conscientes, sin embargo, de que sus haberes no les permitían ni acercarse a la naifa. No pasaba lo mismo con los muchachos de su edad, de quienes fue compañera de escuela. Ellos la aceptaban como era y la trataban como a una más.
Por años la Rocío bancó a sus padres a quienes jamás dejó a la deriva. Que yo recuerde nunca perdió su belleza ni su posición. Cuando los viejos murieron dejó de venir al barrio y no la volvimos a ver. Se empezaron entonces a correr mil rumores que se daban por ciertos y que todos creímos: que una noche en el bajo un chino la asesinó; que en un accidente quedó con la cara desfigurada; que vivía en Italia, vieja y en la ruina; que la habían visto pidiendo limosna en la Catedral; que...
Por eso me alegré y me reí a carcajadas cuando anoche vi en la tele recibir con todos los honores, a un ministro que llegaba al país acompañado de su esposa: la Señora Rocío Antúnez Cortés.
Ada Vega, edición 1996 -
Carta de Estocolmo
La carta que aquella mañana recibió doña Adela venía de Suecia. Casi todos los meses, el cartero traía una carta de alguno de sus hijos que andaban por el mundo. Cuando el hijo mayor se fue a Suecia, ella trataba de imaginar cómo sería ese país tan lejano y desconocido. Nunca tuvo la idea exacta de donde quedaba. Le dijeron al norte de Europa, pero Europa es tan grande...Si se hubiese ido a España, a Italia o quizá a Francia. De esos países tenía idea. Sabía que estaban ahí no más, cruzando el Atlántico.
La mañana luminosa de enero avanzaba desperezándose, hacia un mediodía bochornoso de un verano desparejo. En el jardín, el aroma tímido de la madreselva. El gato relamiéndose al sol y el ayer volviendo a su presente. Por ahí andaría su marido, regando el jardincito o limpiando las jaulas de los dorados. No hay apuro por anunciar la llegada de la carta. Más o menos, todas dicen lo mismo. Sus hijos deben ser felices. En las fotos siempre sonríen.
Doña Adela y don Juan se habían casado hacía más de cuarenta años. Criaron cinco hijos: cuatro varones y una niña. Los recuerdos invaden su memoria. Fueron años de mucho trabajo para criar a sus hijos. Con privaciones, muchas veces, para que los muchachos estudiaran. Aún le parece verlos corriendo por el patio o escondiéndose detrás de la Santarrita. Sonríe al recordar.
Los tres mayores terminaron sus estudios y se recibieron. La niña apenas terminada la secundaria se casó con el secretario de un diplomático y se fue a vivir a España. No ha vuelto al Uruguay. Su marido viaja mucho y ella lo acompaña. Tiene dos niños nacidos en Madrid, pero los abuelos aún no los conocen. En las cartas siempre promete que: “En cuanto pueda voy a ir a verlos”. Besos y fotos, para que vean lo bien que viven.
Los varones mayores son Ingenieros de Sistema. Se fueron hace unos años contratados por una empresa sueca. Primero se fue el mayor, al poco tiempo llamó al segundo para trabajar con él en la misma compañía. Antes de terminar el contrato se casaron por lo que decidieron radicarse en Suecia. Trabajan mucho y ya tienen hijos. Nunca volvieron. En las cartas recuerdan que: “En cualquier momento estamos por ahí”. Besos y fotos, para que vean lo bien que viven.
El tercer varón se especializó en motores de barco y se fue a Estados Unidos a probar fortuna. Tuvo suerte, trabaja en una empresa naviera muy importante que le ha permitido viajar por el mundo. Vive en Los Ángeles. Se casó, hace ya varios años, con una norteamericana y no ha vuelto al país. No escribe muy seguido. Cuando lo hace, en las cartas dice que: “En cuanto tenga un tiempito me doy una vuelta para verlos”. Besos y fotos, para que vean lo bien que vive.
A doña Adela le gusta recordar el tiempo en que eran todos niños. No dieron trabajo. Eran buenos chicos.
Los tres varones más grandes fueron siempre aplicados y estudiosos. Los amigos y los maestros los felicitaban por esos hijos. La niña, no tan brillante como sus hermanos, fue también buena alumna y buena hija. Cuando Jorge entró a la escuela los mayores estaban en el liceo. Desde muy niño fue independiente y no le gustaba estudiar. Vivía con el ceño fruncido ideando siempre alguna diablura. Tan distinto era a sus hermanos que los maestros llegaron a pensar que Jorge era adoptado. Amigos y maestros los compadecían por ese hijo, presagiando para el chico un futuro amargo.
En aquel entonces José trabajaba en una fábrica y Adela cosía camisas para un registro. Cuando Jorge salió de la escuela, no hubo forma de hacerlo ir al liceo ni de que aprendiese un oficio. Se dedicó a vagabundear. Se hizo dueño de la calle ante la constante preocupación de los padres, temiendo siempre que algo malo le sucediera. Un día llegó con una novedad: había conseguido trabajo. Un reparto de diarios. Estaba feliz. Los padres decidieron aceptar la situación, pues ¡qué le podía durar a Jorge un trabajo! Resultó el desconcierto total. Madrugaba tanto para ir a buscar los diarios que a la madre le dolía. Lo veía por las noches manipular un enorme despertador, cuya campana lo despertaba sí o sí y se levantaba al alba, antes de salir el sol.
El trabajo de Jorge fue en realidad de gran ayuda. Con los hermanos estudiando el sueldo de Juan no se veía y el registro que le daba trabajo a Adela, hacía unos meses que había cerrado. Jorge todos los días le entregaba al padre el dinero que le pagaban por su trabajo. A Juan, el primer salario de su hijo de trece años le quemó las manos. Sintió tal emoción, que abrazó al chico sintiéndolo todo un hombre. Desde entonces Jorge fue, para los padres, un apoyo invalorable. De manera que, comprendiéndolo, decidió progresar. Juntó plata, pesito a pesito y se compró un reparto. Tomó dos chicos para ayudarlo y comenzó a repartir diarios de mañana, de tarde y de noche. Sin darse cuenta se había convertido en patrón. Redobló esfuerzos, trabajando y ahorrando logró abrir, en una de nuestras principales avenidas, un puesto de diarios y revistas.
Cuando los hermanos mayores, terminados sus estudios, pudieron ayudar a mantener la casa, se fueron. Suele suceder.
Jorge nunca se separó de sus padres ni piensa hacerlo, vive allí con ellos. Un día también se casará y tendrá su propia familia, pero ellos saben que siempre van a poder contar con él. Estos días lo hemos visto emocionado y feliz. Acaba de comprar, para sus padres, la casa donde viven, donde nacieron los cinco hijos. Los viejos aman esa casa.
Doña Adela recuerda cuando eran todos chicos. No dieron trabajo, eran buenos niños. El problemático fue Jorge, el menor. No hay apuro por anunciar la llegada de la carta, más o menos, todas dicen lo mismo. Sus hijos deben ser felices. En las fotos, siempre sonríen.
Ada Vega, edición 2011 -
Los pumas del Arequita
Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día, ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
Jaque mate
Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera. Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y vos subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo.
Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida me senté y pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar.
Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste. —Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona.
Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien?
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me siento bien con ella y no quiero perderla ¿entendés? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste vos. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer.
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días?
Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar.
En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que sólo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan.
Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad vos ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua. No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver.
Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te volvés. Encontrás hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañás. Querés saber de mí.
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! vení amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años. Hoy va a almorzar con nosotros.
Ada Vega, edición 2007 -
Siempre en domingo.
Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
Las campanas de la Catedral
A las siete de la tarde las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus. Las señoras piadosas de la ciudad se acercaban con sus niños pequeños y sus hijas adolescentes, a rezar el Ave María. Montevideo aún conservaba vestigios de aldea, aunque las cúpulas de sus edificios se elevaban en el inútil impulso de acariciar el cielo. A esa hora, las escasas luces de la Ciudad Vieja, comenzaban a encenderse.
El arbolado de la Plaza Matriz, plantado tardíamente, a lo largo de sendas pavimentadas, mostraba árboles escuálidos atados a sus tutores. En el medio de la plaza, donde confluían las sendas, se encontraba la fuente de mármol, en homenaje a la primera Constitución de 1830, y en derredor se alineaban bancos y faroles.
Yo iba de la mano de mamá.
En el camino se unía a nosotras mi madrina, la tía que nunca se casó, que se llamaba Gloria y vivía con mis abuelos en una casona del barrio de La Aguada
Atravesábamos la plaza al sesgo, para desembocar en las puertas de la Iglesia Mayor. Al finalizar el Ángelus el sacerdote elevaba el Santísimo y bendecía a todos los feligreses. Luego nos retirábamos y volvíamos a cruzar la plaza, pero entonces dábamos una vuelta alrededor de la fuente.
A mí me encantaba ese paseo, porque la tía y mamá se sentaban en algún banco a conversar y yo me quedaba junto a la fuente a observar a los niños y a los querubines, a los faunos y a los delfines entrelazados, jugando bajo el agua de la vertiente.
Por un rato, después del Ángelus, la escalinata y la calle de la Catedral se veían colmadas de gente que se saludaba y conversaba, mientras enfrente, la plaza se convertía en un sarao.
Gloria fue la primera en nacer y designada por ello, a quedarse con los abuelos para cuidarlos en su vejez. Fue también, en compensación, la madrina de todos sus sobrinos. Estuvo en mi bautismo y en la fiesta de mis 15, pero no pudo venir a mi boda porque el abuelo es esos días no se encontraba bien de salud. Al poco tiempo cuando el abuelo falleció, siguió solícita, cuidando a la abuela.
Un día las campanas de la Catedral dejaron de llamar a oración y las campanas de todas las parroquias de la ciudad, dejaron de doblar.
En esos días falleció la abuela, y mi madrina, la tía solterona, la madrina de todos sus sobrinos, la que no se casó nunca, no tuvo hijos, ni conoció hombre alguno, se quedó sola. Sin serenatas, ni cartas de amor. Entonces comencé a ir a verla todos los domingos.
Había en la casa una cocina a leña que en invierno estaba siempre encendida, y allí nos sentábamos las dos a conversar. Tomábamos mate con café, en un mate de porcelana, con flores de colores y filetes dorados, con una bombilla de plata y oro, que había sido un regalo de boda de mis abuelos. Comíamos unos bizcochos con azúcar negra y pasas de uvas, que ella horneaba para mí, porque sabía que desde niña me encantaban.
Cuando nació mi primer hijo, no quise pedirle que fuese la madrina, porque siempre creí que cada niño que amadrinaba era como una nueva condena, un nuevo dolor.
Al principio iba sola los domingos y mi esposo iba a buscarme al atardecer. Después comencé a ir con mi hijo pequeño, después con el segundo y luego con los tres.
Las tardes de los domingos fueron una obligación que nunca tuve el valor de abandonar. A mis hijos les gustaba ir, pues había en la casa un fondo grande, donde podían jugar sin peligro y sin molestar.
Durante mucho tiempo fui a verla los domingos.Sé que ella esperaba mi visita como algo preestablecido, y la hacía feliz.
Después, los años pasaron, mis hijos crecieron y yo comencé a quedarme los domingos en mi casa junto a mi esposo.
Los años también pasaron para ella que envejeció en soledad, sin pedir nunca nada a nadie.
Y una tarde fría de invierno, a la hora en que antaño, las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus, se fue en silencio. Abandonó este mundo impiadoso, en aquel caserón del barrio de La Aguada.
Ada Vega, edición 2017 -
La inalterable ruta de los Reyes Magos
Creo que a estas alturas los Reyes Magos están un poco desprestigiados. Por equivocarse tanto, digo, por no poner más atención en donde dejan los juguetes.
miércoles, 29 de diciembre de 2021
Aquella Retirada
Era enero del 59 y Los Diablos Verdes ensayaban en el Club Tellier. El coro afinaba atento, el director daba los tonos, atrás la batería: bombo, platillo y redoblante. Ese año mataron. Fueron, por primera vez, primer premio. Cantaban aquella retirada:
“Dejando un grato recuerdo a tan amable reunión
se marchan Los Diablos Verdes y al ofrecerles esta canción
tras de la farsa cantada viene evocada nuestra niñez.
Murga que fue de pibes y hoy sigue firme
tras los principios de su niñez”.
Era la murga del barrio. La murga de La Teja. Entonces nosotros éramos botijas y acompañábamos los ensayos desde la primera noche. Era emocionante, era grandioso; soñábamos con ser grandes y entrar a la murga y cantar y movernos como aquellos muchachos murgueros. Yo era amigo de todos los botijas del barrio, pero con el que más me daba era con el Mingo.
Entonces vivía por Agustín Muñoz y él a la vuelta de mi casa, por Dionisio Coronel. El Mingo era mi amigo. No hablábamos mucho, creo que no hablábamos casi. Pero estábamos siempre juntos. Íbamos a la escuela Cabrera, jugábamos al fútbol, en setiembre remontábamos cometas y, antes de empezar el Carnaval, íbamos a ver ensayar la murga. No faltábamos a ningún ensayo. Nos aprendíamos las letras de memoria, festejando de antemano la llegada del Dios Momo.
Una noche, mientras Los Diablos cantaban la retirada, vinieron a buscar al Mingo. La madre se había enfermado y estaba en el hospital. Al otro día no fue a la escuela y la maestra nos dijo que la madre había muerto. Cuando salí de la escuela fui a buscarlo a la casa. Estaba sentado en la cocina. Yo no le dije nada, pero me senté a su lado. Entonces se puso a llorar y yo me puse a llorar con él. Al rato mi vieja vino a buscarnos y nos fuimos los dos para mi casa. Comimos puchero y la vieja, aunque no era domingo, nos hizo un postre. De tarde vino el hermano a buscarlo para que se fuera a despedir. Fuimos los dos. La casa estaba llena de gente: el olor de las flores me mareó y me sentí muy mal.
El padre tuvo que levantarlo un poco, porque no llegaba para besar a la madre. El Mingo la besó y le dijo bajito: “mamá, hice todos los deberes”.
Esa noche se quedó en mi casa, se acostó conmigo y como se puso a llorar busqué entre mis cuadernos una figurita difícil, una sellada que le había ganado a un botija de sexto, y se la di. Pero no la quiso. Yo pensé en mi vieja y tuve miedo de que ella también se muriera. Nos dormimos llorando los dos.
El Mingo era de poco hablar, pero después que murió la madre hablaba menos. Pero yo lo entendía, a mí no necesitaba decirme nada. Entramos a la VIDPLAN el mismo año. Íbamos al cine Belvedere, a la playa del Cerro y en la “chiva” a pasear por el Prado. Tan amigos que éramos y un día nos separaron las ideas. Cuando al fin yo comprendí muchas cosas, él ya estaba en el Penal de Libertad. El padre y el hermano iban siempre a verlo.
Un día le di al padre la figurita difícil, aquella sellada que una noche le regalé para que no llorara y que él no quiso. Le dije al padre que se la diera sin decirle nada, que él iba a entender. Cuando volvieron, el padre puso en mi mano una hojilla de cigarro en blanco. Me la mandaba el Mingo. ¡Fue la carta más linda que he recibido! Estaba todo dicho entre los dos. En esa hojilla en blanco estaba escrito todo lo que no me dijo antes, ni me quiso decir después.
Nunca pude ir a verlo, pero siempre esperé su vuelta. Y una noche de enero del 81 en que yo estaba solo en el fondo de mi casa, fumando, tomando mate y escuchando a Gardel, él entró por el costado de la casa como cuando éramos pibes, como si nos hubiésemos dejado de ver el día anterior, como si se hubiese ido ayer. Se paró bajo el parral y me dijo:
“Cuántos habrá que desde su lugar por nuestros sueños bregan
cuántos habrá anónimos quizá soñando una quimera
Cuántos habrá que brindan con amor toda su vida entera
y con fervor se entregan por el bien, y nadie lo sabrá
(De la retirada de Los Diablos Verdes 1er. Premio 1981).
Ada Vega, edición 1996.