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sábado, 23 de abril de 2022

Agustina esposa de Dios

  




Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904, cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios, y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre; con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo; cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.

 La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida; que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original. Injusta herencia de nuestros primeros padres. También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz, para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es esta que vivimos, sino la que nos espera después de la muerte. 

Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando con un cilicio, su tierno cuerpo de niña, para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas, ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra. Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste, con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo, del cielo y de la tierra, que la abuela pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en esta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. 

Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano, porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela. Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. 

La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida, no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija. 

Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.

 La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo. El hombre seguía mirándola sin hablar. 

Ella esperaba un estallido y al no suceder nada se asustó y se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y si es real su vocación, déjala que se vaya. Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marid, tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado, prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento. 

Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable, pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa. En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012, en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más. De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes. 

El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras, por riqueza y por poder, al hambre de los pueblos más pobres del planeta, a las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño, cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio.

 También había, en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz. De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. 

Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados, abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias. 

Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad. ¿Y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...? Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta, rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. 

Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Solamente la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días, estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia, había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. 

Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. El día que Agustina llegó a su casa, el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. 

Le rogó que aceptara su ofrecimiento, pues estaba seguro de que era perfecta para ese trabajo. Agustina supuso que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa. No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios. 

Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta. 

El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano. 

Agustina se quedó veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables. Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas, a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años. Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.

Ada Vega - año edición, 2012

viernes, 22 de abril de 2022

Por mano propia




Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente, marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido, mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama. Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde solo a ella ponerle fin a la historia. Los primeros rayos de un sol que se esfuerza entre nubes, comienza a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén. Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete, que lo arrima hasta su trabajo. Clara quedó frustrada, anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba. La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda. Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas, oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta de que hablaban de ella, pero nunca les prestó demasiada atención. Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos. Volvió sin prisa. El barrio comenzaba su diario ajetreo. Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio, con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla. Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención. El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir, a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora. Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina, quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo, pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo era una patraña, una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora. —Por qué —preguntó el hombre. —No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre. —Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber. —No sé. No sé. Y la duda otra vez. Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más. Cuando se echa a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado, pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio. Fue el punto final. No más. Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero, el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día. En ese moment, una mujer joven abandona el negocio y se dirige a su domicilio situado frente a la casa de Clara. La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó, sin salir de su asombro, en la puerta de su casa. Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor, tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió. La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió. Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo, estirándose en otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del hijo, había una cuna con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida.


Ada Vega, edición 2013

jueves, 21 de abril de 2022

En el valle del Lunarejo









Cerca de Tranqueras, en el valle del Lunarejo, había nacido Ezequiel Montoya séptimo hijo varón de Luz Marina Inzaurralde, abnegada mujer hecha para el trabajo, casada con Antenor Montoya, un quilero fronterizo medio sabandija dueño de unas cuadras de campo al costado del Cerro Bonito.
Allí habían poblado, junto a una chacra que trabajaba Luz Marina. Campo inhóspito, no porque fuera mala tierra sino porque hervía de víboras. Para la serpiente de Cascabel el valle era una feria por donde solía lucirse haciendo sonar su cencerro, o silbando al pasar de refilón junto a la gran Ñacaniná, su pariente pobre, con quien no hacía buenas migas.
Al ser la región poco habitada por el hombre, las víboras dominaban todo el espacio, eran fuertes y poderosas. Luz Marina las enfrentaba a machetazos cuando le invadían su campito, consiguiendo, a duras penas, mantenerlas a distancia. Tenía, sin embargo, un extraño poder frente a la ponzoña de los reptiles. Tal vez, a fuerza de recibir tanta mordedura, estaba inmunizada contra su veneno, pues las afrontaba sin temor.
Las serpientes le reconocían el poder, teniéndole cierta consideración, no exenta de un rencor a duras penas disimulado. De todos modos era una lucha diaria, cuidar a las gallinas y a los patos, a la lechera y hasta a los perros.
Pero el mayor problema lo acarreaban los días de lluvia cuando el Lunarejo crecía y se desbordaba, entonces el bicherío se desparramaba por el valle, se llegaba hasta las casas y se metía en las habitaciones huyendo del agua que, en su descontrol, los arrastraba fuera de sus madrigueras. Luz Marina luchaba sola contra las inclemencias del lugar. Antenor no era hombre de querencia. Los hijos —decía—, eran cosa de la madre.
Le arrimaba ropa y algunos comestibles cuando bajaba del norte y se largaba otra vez a contrabandear. Recorría establecimientos y pequeños pueblos llevando y trayendo mercaderías varias, mientras, entreverado en fiestas, comilonas y chupandinas, dejaba correr la vida sin mayores preocupaciones.
Cuando Ezequiel cumplió siete años, la madre comenzó a notarle actitudes impropias. Al principio pequeñas facultades de entendimiento con los animales, que se fueron acentuando con el tiempo. A pesar de ser un gurí manso como el apereá, poseía la sagacidad del puma y la vista aguzada del águila.
En sus recorridas por el valle los animales se apartaban para darle paso, bajaban la cabeza cuando él los miraba y las aves detenían el vuelo, quietas en las ramas, al verlo pasar. Ante su presencia, las víboras permanecían arrolladas sobre sí mismas, quietas las cabezas, observándolo quisquillosas con sus ojos oblicuos.
El dominio que Ezequiel ejercía sobre los animales del monte, era solo comparable con el que ostentaba sobre ellos, el gran lobo negro, que en noches de luna llena recorría el valle del Lunarejo hasta la Cascada del Indio y más allá, imponiendo su presencian ante todas las alimañas rastreras o voladoras que habitaban el intrincado monte. Un lobo hermoso, de gran talla, de pelaje reluciente y ojos como brasas, que la gente de Tranqueras asociaba con Ezequiel, por aquello de: séptimo hijo varón, en fija lobizón. Nadie pudo afirmar con certeza que el séptimo y último hijo de Luz Marina y Antenor era en realidad lobizón, a pesar de que los vecinos de los alrededores así lo afirmaban. Lo cierto es que cuando Ezequiel cumplió los dieciocho años se fue del valle, no se supo si para el norte o para el sur, lo que sí supieron en Tranqueras es que el lobo negro que en noches de luna llena recorría el monte, también desapareció en esos días.
En los años que siguieron poca cosa se conoció de Ezequiel. Solo que había andado por Fraile Muerto, por Cardona, que lo habían visto por el Yí, por Dolores y un día desembocó en la capital. Y en Montevideo lo conocimos nosotros. Trabajaba de albañil y vivía en una pensión. Era un hombre tranquilo, taciturno, vivía solo. Nunca le conocimos compañera. De vez en cuando desaparecía por unos días y volvía sin dar explicaciones. En una oportunidad nos contó que había nacido en Rivera, en el valle del Lunarejo, que hacía fácil unos veinte años que se había ido y que nunca había vuelto. Y un día, porque sí, no más, dejó el trabajo y dijo que se iba. Adónde —le preguntamos. Por ahí —nos contestó. No volvimos a verlo.
Por aquel entonces contaba gente que vivía en Tranqueras, que la casa de los Montoya estaba muy abandonada. Los hijos de Luz Marina y Antenor fueron, poco a poco, abandonando la casa paterna. Antenor hacía años que no bajaba hasta el valle. Se había conchabado en el Brasil y allá se quedó con nueva mujer y otros hijos. Luz Marina estaba sola, vieja y cansada. Dicen que una noche sintió que la muerte venía reptando a buscarla y no tuvo fuerzas ni ganas de salir a pelear. Las víboras, envalentonadas, habían rodeado el campito. Hacía mucho tiempo que nadie las dominaba, serpientes y culebras se acercaban en apretado círculo. Ya habían pasado los hilos del alambrado cuando un extraño refucilo, las detuvo en seco. Un lobo negro de ojos luminiscentes, con las garras arañando la tierra, estaba esperándolas a la entrada de las casas.
Los filosos colmillos relampagueaban iluminados por la luna llena. Atropelladas, envueltas en un sonido sibilante, las víboras huyeron por los cuatro rumbos.
Al otro día comentaban los vecinos, que Ezequiel, el hijo más chico de Luz Marina y Antenor, había vuelto con su madre. Alguien lo había visto arreglando el alero de la casa que se había vencido.
El bicherío del valle del Lunarejo, junto al Cerro Bonito, volvió a mantener distancia.

Ada Vega, edición 1997

domingo, 17 de abril de 2022

Andando





Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco. Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. 

Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión, armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó. 
—Buen día, doña. 
—Buen día. 
—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco. ¿Pa’qué corre tanto? 
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle un disparate y me encontré con sus ojos sinceros, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté: 
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo. 
—¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.
 Desde ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un cafecito y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana, apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera, fumando pausadamente y me contaba historias. 

Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando este se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. 

Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada La Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera. Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos, me confesó que solo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. 

Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos. Una primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Solo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir.

 Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio. Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo, con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. 

Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías. Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio. La tarde empezó a escaparse por las rendijas. 

Él armó lentamente su cigarro, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido. Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo. Murió como vivió: andando.


Ada Vega, edición 2000