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sábado, 24 de abril de 2021

La intrusa



Nos conocimos un verano de sol y arena. Éramos muy jóvenes y jugamos a amarnos. En el juego el Amor nos desbordó. Fue tan grande y tan pleno que no supimos qué hacer con él y se quedó confundiéndonos. Entendimos entonces que ya nunca otro, que eran sin final su rostro y mis manos. Su piel y mi piel.
Nos casamos casi niños en un juzgado de barrio. El juez, con la bandera de la patria atravesada en el pecho y los lentes apenas apoyados en su nariz, nos miraba muy serio sin entender nuestra risa, nuestra radiante felicidad, nuestro irresponsable amor. Rodeados de familiares y amigos juramos que sí. Recibimos besos, estrechamos manos, lanzamos al aire el blanco ramo de flores y huimos juntos bajo la nube de arroz que nos auguraba felicidad.
En los primeros años de casados vivíamos en un hotel céntrico cerca de nuestros empleos. Yo trabajaba en una tienda en la Avenida 18 de Julio. Y él en una sastrería de la calle San José. Nos íbamos juntos por la mañana, casi corriendo. Él tironeándome de la mano, yo medio dormida siempre más atrás. Volaba la mañana y apenas sonaba el timbre que anunciaba el final de la media jornada, salíamos apresurados para encontrarnos en un bar de la calle Convención. Almorzábamos mirándonos a los ojos, tocándonos a cada instante para comprobar que estábamos. Que éramos de verdad el uno del otro. Era una fiesta esperarlo a las siete de la tarde, cuando pasaba a buscarme. Nos íbamos abrazados por aquellas veredas angostas, llenas a esa hora de empleados de todos los comercios del Centro de aquel perdido, inocente Montevideo. Llegábamos a nuestra pequeña pieza del hotel donde hacíamos el amor descubriéndonos cada día. Afirmando aquel amor con la absoluta seguridad de que jamás, nada ni nadie lograría separarnos. Soñando después con la casa que algún día tendríamos y con los hijos que vendrían. Dos años nos llevó la espera. Un día alquilamos un departamento en Andes y Colonia. Fuimos construyendo nuestro hogar paso a paso.
Despreocupados y felices.
No sé bien qué pasó entonces. Tal vez lo nuestro era demasiado hermoso, demasiado perfecto. Los dioses nos envidiaron y apareció la intrusa. Surgió de la nada. De las sombras. Calladamente. Fijó en mi hombre sus ojos seductores y abriendo una brecha entre los dos, trató en vano de minar mi amor. Lo conquistó con astucia y comenzó a llevárselo lentamente.
Siempre supe que él no quería irse y dejarme sola. Que intentó resistirse. Pero ella es muy hábil. Desplegó ante él todo el poderío de su atracción. Lo envolvió quebrando su resistencia. Doblegándolo. Adueñándose de su vida que era mía. Cuando reconocí su existencia ya estaba instalada entre los dos. Intenté sacarla de mi terreno enfrentándola en una lucha desigual. Ella se ocultaba, no se dejaba ver. Siempre supo que triunfaría, que podía más. Yo no lo sabía y en una jugada desesperada puse sobre la mesa todo lo que tenía para alejarla. Para que lo olvidara. Le ofrecí mi vida a cambio. Mi presente, mi futuro. Pero no alcanzó. Más de una vez me dio esperanzas y me engañó. No me dio chance. Me cerró los caminos. Lo fui perdiendo sin saber, casi sin darme cuenta. Tampoco él se dio cuenta de que estaba dejándome, hasta el día que se fue para no volver. Me miró desde lo más profundo de sus ojos cansados y tristes. Intentó hablarme, despedirse, y no pudo. Ella ya estaba allí. Esperando.
Impotente lo vi partir. Me quedé con los brazos extendidos queriendo retenerlo. Se quebró en mi garganta su nombre mil veces repetido. Quise partir también mas, no era mi momento. Desafiante la intrusa me hizo a un lado, condenándome a vivir sin él. Perdimos el futuro y nuestros hijos dibujados en el viento.
Caía la tarde cuando lo acompañé por el camino de los altos pinos. Junto a su nombre, dejé una flor.


Ada Vega, edición 1996 -

martes, 20 de abril de 2021

Pesadilla de una noche de verano

 


Todo ocurrió durante las fiestas de fin de año. Creo yo.
El 15 de diciembre, nos reunimos varios amigos para despedir el año en la casa de uno de ellos en La Floresta. El día estaba ideal. A las siete y media empezaron a llegar los primeros. Se instalaron junto al parrillero, comenzaron por prender el fuego, preparar el mate, destapar la primera botella de whisky y disponer el cordero en la parrilla.
A las once de la mañana se había completado el cuadro. Algunos muchachos cantaban alrededor de un guitarrista improvisado, otros mentían enfrascados en un truco de seis, el dueño de casa aliñaba las ensaladas y el encargado de la parrilla, alardeaba de su condición de asador repartiendo picadas de chorizos, morcillas y chinchulines. Se habían abierto dos botellas de whisky y había entrado en escena la primera damajuana de tinto.
A las cinco de la tarde terminamos de comer. Algunos se fueron a dormir un rato y otros a la playa a jugar al fútbol en la arena. Los demás continuamos. A las ocho de la noche, empezamos a comer otra vez el asado frío, el resto de las ensaladas, el helado, el vino y el whisky que habían sobrado del mediodía. A las diez de la noche, más alegres que nunca y próximos a un ataque al hígado, nos volvimos.
Yo llegué a mi casa cerca de las doce de la noche, le di un beso a Daniela, y no sé si me saqué la ropa o me la sacó ella. Me dormí de un tirón, y allí empezó mi pesadilla. Me había convertido en un gato.
Parece que yo, o el gato, era un vagabundo que andaba maullando por las calles de un barrio desconocido. Y de pronto entre esas casas extrañas descubrí mi casa y traté de entrar. Busqué mi llave, pero no tenía llave, ni pantalón ni nada, sólo cuatro patas y una larga cola. Recordé entonces que la ventana de la cocina podría estar entornada, salté el muro con una agilidad que me desconcertó, entré y me dirigí al dormitorio donde mi esposa dormía.
Subí a la cama y hecho un ovillo me acomodé en mi lugar. A la mañana siguiente cuando Daniela se despertó yo estaba en el fondo de la casa echado al sol. Cuando me vio se alegró: —¡Pero gatito! Qué hacés ahí echado al sol. Yo me acerqué e intenté decirle quién era, pero sólo me salió un maullido. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó a la cocina. Me dio leche tibia en un plato y me dijo: mi amor, no te podés quedar. Tenés que irte. A mi esposo no le gustan los gatos.
Me destrozó el corazón.
De pronto como un ventarrón entró el Pelé y se me vino al humo ladrando como un desaforado. Pegué un salto y quedé parado encima de la heladera con el lomo arqueado y los pelos erizados. Daniela trató de calmar al perro, que al parecer él sí me había reconocido. Era evidente que quería vengarse de mis malos tratos y de algún par de patadas que le había dado por echarse sobre la cama. Por fortuna el perro adora a mi mujer, le hizo caso y por el momento me dejó en paz.
Y en eso estaba cuando sentí las caricias de Daniela. Me desperté transpirando y aterrado, pero agradecido de que todo aquello hubiese sido sólo un sueño. Entonces al ver que estaba despierto me dijo mimosa: —Gatito, ¿con quién soñabas? La miré y la encontré tan seductora, mientras me extendía los brazos, que me olvidé del bendito gato. Recordé que yo era un hombre, el hombre que ella estaba esperando…
Desde el 16 de diciembre hasta Nochebuena no probé una gota de alcohol. En Nochebuena me tomé todo. Pasamos en casa, con un matrimonio amigo y mis cuñados con sus esposas. Comimos una cena fría preparada entre todas las mujeres. Empezamos temprano con los brindis, y terminamos en la tardecita de Navidad. Mi esposa y las esposas de mis cuñados limpiaron la casa. Cuando se fueron yo estaba muerto. Quedé dormido hecho piedra, en el sofá del living. Daniela, que no logró despertarme, se fue a dormir sola y dejó que yo siguiera durmiendo tranquilo.
Entonces volvió mi pesadilla. Esta vez yo andaba por los techos de las casas del barrio peleando con otros gatos. Los vecinos tiraban piedras y los perros ladraban. Anduve corriendo por las calles, casi me pisa un auto. Hasta que al fin llegué a mi casa. Como ya sabía lo de la ventana de la cocina, entré por ahí. En mi plato en el suelo había leche, la tomé con gusto, fui al dormitorio y me ovillé junto a Daniela que me oyó y me dijo:
—Gatito, y siguió durmiendo. Me dormí ronroneando.
Cuando el 26 de diciembre desperté, me sentí bien, ágil, despejado. Preparé el baño. Mientras me bañaba creí advertir que mis uñas habían crecido demasiado y que el vello, que normalmente cubría mi cuerpo, era más oscuro y abundante. Tal vez eran figuraciones mías. No le di importancia, me sequé la cabeza y fui a la cama con Daniela que dormía voluptuosa. Esta vez la desperté yo.
Daniela. Daniela es maravillosa. Es una muchacha buena, simple y crédula. Cree en cosas que ya nadie cree. En el mal de ojo, en la paletilla caída y en que todos somos iguales ante la ley. Cree que si sos buena persona Dios te premia. Cree en Dios, en los políticos de su partido y en la garra charrúa. Cree que un día vamos a vivir mejor y cree en los sueños. Por eso nunca le conté de mis sueños infernales. Con seguridad se hubiese puesto a rezar por la salvación de mi alma, que ella vería en peligro de perdición. Era preocuparla sin motivo. Aunque hoy no sé si no hubiese sido bueno contarle, por lo menos, lo del gato.
Del 26 al 31 de diciembre, estuve un poco extraño, me daba por dormir de día y de noche tenía deseos de salir a caminar. El 31 pasamos en la casa de mis suegros. Éramos como treinta. Todos llevaron comida, asaron un lechón. Había de comer como si no fuésemos a comer nunca más. Y de tomar: dos boliches y medio. Llegamos a casa a las 10 de la mañana del 1º de enero, yo no sabía donde estaba ni quién era. Dormí todo el día, de noche me levanté sigilosamente, salí afuera, y desaparecí por los techos.
Daniela desconcertada por mi desaparición, preguntó a mis amigos, a mis familiares y a los vecinos. Nadie pudo darle noticias sobre mi paradero. Por lo tanto esperó un par de días y empezó a llorar. Creyó que la había abandonado. Nunca la abandoné. El día que supuso que la había dejado, encontró echado en el fondo de casa un gato negro. Lo tomó en sus brazos le dio leche tibia y le dijo que tenía que irse porque su marido no quería gatos en la casa. Yo le dije medio serio: —Mami, soy yo, tu marido, qué decís.
Ella no entendió, me sacó para afuera y cerró la puerta.
Poco a poco fue dejando de esperar a su marido, convencida de que ya no volvería. Por lo tanto me fui quedando en casa, me daba leche tibia y carne cruda. No estaba mal y era abundante. Los primeros meses lloró mucho, salió a buscarme por los hospitales y las comisarías. Fue hasta la morgue. Y no me encontró, claro. De modo que al no encontrarme ni muerto, ni enfermo se puso como loca, al pensar que me habría ido con otra mujer.
Mientras tanto me hice dueño de casa. Mi mujer y yo teníamos una extraña relación. Desde mi condición de gato la seguía amando, me gustaba dormir en su regazo, le andaba detrás por la casa y le maullaba mimoso. Por su parte, ella me acariciaba, me acunaba en sus brazos, y volcaba en mí toda su ternura pues, en cierto modo, creo que había reemplazado a su marido, al llenar en su afecto el espacio que él dejó.
Nuestra convivencia era casi perfecta. Por las noches yo la abandonaba y durante el día era su más ferviente adorador. Era un gato feliz. No necesitaba nada más. Y ella, bueno, yo creía que ella tampoco necesitaba nada más.
Hasta que un año después, cerca de la Navidad, vino a cenar un antiguo amigo mío. Cuando llegó el invitado ella me tomó en sus brazos me dijo:
—Gatito lindo, y me sacó para afuera.
Eran las leyes del juego. De todos modos la noche y su misterio me llaman. Recorro los techos, los tarros de basura. Los vecinos me tiran piedras y los perros me ladran. Anoche, después de una trifulca, volví a casa cansado y con el cuerpo dolorido. Tomé la leche que Daniela me deja siempre en la cocina y fui al dormitorio a dormir con ella como todas las noches. Pero no pude. Mi lugar estaba ocupado.


Ada Vega, edición 2001 - 

domingo, 18 de abril de 2021

Condiscípulos

 



Hoy lo volví a ver. Pasó caminando por la puerta de mi casa.
Éramos niños cuando un día su familia vino a vivir a mi barrio y lo inscribieron en mi escuela. Entró a cuarto año. Yo estaba en quinto. Nos mirábamos en el recreo. El me esperaba a la salida y me acompañaba hasta mi casa, no hablábamos, creo, solo caminábamos juntos. 

En las vacaciones nos vimos pocas veces porque él pasaba el verano en el campo, en la casa de los abuelos. Al año siguiente él entró a quinto yo a sexto. Nos seguimos mirando en el recreo y él esperándome a la salida. Un día al llegar a mi casa me besó en la mejilla, junto a la boca, y se fue corriendo. Quedé mirándolo y pensé que éramos novios. 

Esas vacaciones no nos vimos porque su mamá se enfermó y pasó, con ella, todas las vacaciones en el campo. Cuando comenzaron otra vez las clases en la escuela, él fue a sexto, pero yo entré al liceo. Los meses pasaron y nos dejamos de ver. De todos modos, siempre pensé que trataría de verme. Que algún día iría a esperarme a la salida del liceo. Pero nunca sucedió. Durante años lloré por dentro aquel amor de adolescentes. 

Nunca me fui de mi barrio, pero ya no vivo en aquella casa de mi niñez. Supe que estudiaba en la facultad de Agronomía, que un día se recibió y se fue a vivir al departamento de Río Negro. No sé si se casó. Si tuvo hijos. 

Hoy, detrás de los cristales de mi ventana, lo volví a ver. Mi hija menor se parece a mí, salía por la puerta de calle y se cruzaron en la vereda. Se entre paró al verla, ella no se dio cuenta y siguió de largo. Él miró hacia la puerta, miró hacia la ventana y nos volvimos a ver. Por unos segundos fuimos aquellos dos condiscípulos. 

El tiempo apenas antes que mis ojos se llenaran de lágrimas. Las lágrimas que no lloré nunca. Las lágrimas que lloré por dentro durante tanto tiempo. Hice al fin mi duelo por aquel primer amor que caló muy hondo en mí, que pudo haber sido y no fue. Y me sentí libre de carga, liviana de bagaje. Sé, ahora, que si lo encuentro un día en la calle lo podré saludar, y reírme de aquellos niños que un día tan solo, jugaron a amarse.


Ada Vega, edición 2018
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