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sábado, 11 de marzo de 2023

No no y no.

  


—No, no y no.
—Pero escúchame, mi amor.
—No, Jorge, no insistas.
—Pero es que no es asunto mío, me mandan del trabajo, no puedo decir que no voy.
—Mira, Jorge, si vos este fin de semana te vas a Punta del Este yo me voy con los chiquilines a la casa de mi madre ¡y no vengo por un mes!
—No seas caprichosa, soy el encargado de la sección, tengo que ver como marcha el trabajo allá. Me manda el gerente de la compañía ¡tengo que ir!
—¿Y por qué el fin de semana?
—Ya te expliqué, el trabajo hay que terminarlo, se va a trabajar todo el fin de semana.
—¿Y por qué no mandan al jefe de sección?
—Porque el jefe de eso no sabe nada, estoy yo a cargo del trabajo.
—Pero tú no vas.
—Dime, ¿a santo de qué tengo que darte tantas explicaciones, si tú no entiendes nada? ¿De qué tienes miedo? ¿De que me quede a vivir en Punta del Este?
—No, tengo miedo que, con el cuento del trabajo que te mandan hacer, te vayas a pasar el fin de semana con alguna ficha amiga tuya.
—¿Qué decís, mujer? ¿Qué amiga tengo yo?
—No sé, pero a mí no me vas a agarrar de estúpida como el Víctor a su esposa, con esa mona que tiene de amante.
—¿Y yo qué tengo que ver con Víctor? Él es él y yo soy yo.
—¡Mira qué letrado estás para defender a tu amigo!
—Yo no defiendo a nadie, cada cual hace su vida. Si Víctor tiene otra mujer por algo será. Buscará por ahí lo que no tiene en su casa.
—¿Cómo es eso? A ver, a ver, explícamelo mejor.
—Que si en la casa no es feliz con su mujer, busca otra y chau.
—¿ Por qué no es feliz con su mujer?
—¡Yo qué sé!
—¿Y qué quiere Víctor? Tiene cinco hijos, la mujer trabaja como una mula.
—Sí, pero ellos está bien ¡tienen flor de casa!
—Sí, flor de casa que hay que limpiar y que estén bien no quiere decir que no haya seis camas que tender, cocinar para siete personas, lavar los platos, los pisos, la ropa; cuidar dos perrazos, vigilar los deberes, los dientes, los piojos, las juntas. Esa mujer de noche termina muerta. No le deben quedar muchas ganas de perfumarse, vestirse con un body transparente y bailarle una rumba a su marido, arriesgando que encima le haga otro hijo.
—¡Qué manera de hablar! Eres tajante para tratar ciertos temas.
—Mira, Jorge, cuando yo hablo quiero que el que me escucha me entienda. Yo también quiero entender cuando me hablan. Y este viaje tuyo a Punta del Este me rechina. ¿Qué quieres que te diga?
—Escúchame, Valeria…
—No me llames Valeria.
—¿No te llamas Valeria?
—Sí, pero tu sabes que no me gusta que me digas Valeria, decime Val.
—Está bien Val. Dime, ¿a ti te parece que yo puedo tener otra mujer? ¡Si yo no le puedo pagar ni el boleto a una mina! ¿Te piensas que las minas se regalan, que se canjean por seis tapitas?
—Bueno, algunas se regalan.
—No te creas, para tener una mujer fuera del matrimonio hay que tener mucha guita. Tienes que pagar alguna cena, regalar algo de vez en cuando, el hotel dos veces por semana…
— ¿Dos veces? ¡Más que en casa!
—Déjate de suspicacias.
—¿ Y, decías?
—Y decía, que tú sabes bien, que yo no puedo ni ir al Estadio a ver a mi cuadro, ¡cómo se te ocurre que pueda tener otra mujer! A una mujer tienes que llevarla al cine, al teatro, a bailar a comer. ¿Y la ropa? Tienes idea del tiempo que hace que no me compro un traje, un saco sport, ¡una campera! No se habían inventado los botones la última vez que me compré un saco. ¿Y los zapatos? ¡Los mocasines que tengo los hicieron a mano los últimos indios! Y tienes que sacarte la ropa ¿a ti te parece que con los calzoncillos que yo uso quedo sexi, que puedo enloquecer a alguna mina?
—Bueno, pará un poco. Porque al final me estás convenciendo de que soy una tarada, que me conformo con cualquier cosa. Porque visto como me lo cuentas ¡eres un desastre! Sin embargo no sé, fíjate tú, a mí me sigues gustando. Para mí eres lo máximo. Y no te creas, en calzoncillos no estás nada mal. Después de todo creo que tienes razón, es bravo tener otra mujer, por lo menos con lo que tú ganas.
—¿Viste? Lo que pasa es que tú ves fantasmas, Miras mucha televisión, las novelas les lavan el cerebro a las mujeres. Convéncete, no tengo otra mujer. No tengo, no quiero, no puedo.
—Está bien, mi amor. Me convenciste, pero me hubiese gustado más: no tengo, no puedo ni quiero. Tú sabes que eres mi vida, te quiero, te adoro, pero a Punta... ¡no vas!

Ada Vega, año edición 2005

viernes, 10 de marzo de 2023

Amor virtual

 


Se llamaba Antón Sargyán. Era un armenio alto y moreno, que siendo un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay, después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923. En aquel tiempo, después de navegar más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español, fue a una escuela del estado y en el liceo se enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron a Uruguay a fines del siglo XIX. Los chicos se conocieron, se enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las familias de ambos se enteraron. A los dos les prohibieron ese amor, pero para Antón no existían prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que siguieron viéndose a escondidas hasta que los padres de Alejandrina decidieron irse del país. Fue entonces que Antón ideó un plan audaz para impedir esa mudanza.


La novela de los enamorados avanzaba con interés cuando un día Antón adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y mientras yo escribía en la computadora, la historia de amor de Antón y Alejandrina comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas: 

—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia y llévame contigo. 

Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No obstante, envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca contestaron. La novela iba avanzando fluida, yo estaba entusiasmada en como se iban dando los hechos y no tenía intenciones de abandonarla. Antón por días no se comunicaba, entonces yo adelantaba la historia, pues creía que se había terminado la odisea, pero al rato volvía con sus frases de amor cada vez más audaces. Supuse que podría ser alguno de los web master de los sitios donde yo participaba, algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir averiguando porque supuse que opinarían que estaba volviéndome loca. 

Mientras tanto, Antón no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba apasionado conmigo —decía—, conocía mi alma y quería habitar en mí.

 Le contesté, siguiendo el juego, que no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar en mí. Me contestó que si lo liberaba y le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría más a mi esposo, ni a mis amigos, ni a nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseos humanos. Todos mis deseos. Además, me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo —imploró— si no lo haces mátame en tu historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome. 

En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él no solo leía lo que yo escribía en la computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme: 
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame! 

Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor de Antón y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio junto a cuentos que nunca puse fin. Algunas noches entrada la madrugada, cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que solo pidió habitar en mí y que dejé encerrado en un cuento inacabado. 

Muchas noches entrada la madrugada, cuando el cansancio me vence, entre mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi escritorio, el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora. 

Ada Vega - año edición 2013

jueves, 9 de marzo de 2023

Casamiento accidentado

   



Había amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba m’hijo, el menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas de los árboles, ya casi secas, en la plaza principal. Asomando entre los cerros, arrancaba reflejos dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.

Los preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los vestidos, el traje del muchacho, la iglesia. ¡La fiesta! Me he pasado firmando boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado, ¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos casaba.

Pensar que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Pa´que tuvieran mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El cura decía que estábamos en pecado, que pa´casarnos teníamos que confesarnos y arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡pa´ nosotros fueron un regalo!

Siete muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El  mayor y el menor ¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al principio me opuse:

—¡No señor, qué casorio ni casorio,  es muy gurí, tiene tiempo, que viva un poco primero! ¡Tiene tiempo!

Pero no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:

—No es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!

Y ¿qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los muchachos!

Bueno, la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—, el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando sucedió la hecatombe!

Abriéndose paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.

Dirigiéndose al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que se casaba era el padre de esos tres gurises. Y ahí nomás se suspendió el casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando. El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó. Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada, m´hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.

—¿Conocés esta mujer? —le pregunté indignado.

—Yo no la conozco, ni sé quién es —¡me dijo delante de ella! ¡Qué indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…

—¿Quién es este hombre? —dijo la morena.

—Cómo quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.

—¿Qué dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!

—¿A sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es m´hijo?

En medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, m´hijo mayor, que andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice, mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros dos.

—¡Tina! ¿Qué hacés acá?

—Me dijeron que te casabas…

—¿Yo?

—Me dijeron…

Él le dio un beso y le dijo:

—Zonza, yo ya me casé contigo.

—Entonces vos… —le dije al Hugo.

—Sí papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y estos son sus nietos.

Hubo que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y los invitados no se habían ido esperando para ver como terminaba el  lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita fuimos todos a la iglesia.

Mientras el cura les hablaba a los novios yo, que era el padrino , miré para la primera fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba, pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a pensar que a ellos habría que armarles casamiento y bautismos. Me gustó eso de tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de Peñarol! Si, otro casamiento en puerta.

 Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel  de abril.


Ada Vega, año edición 1995 

miércoles, 8 de marzo de 2023

Mis derechos humanos




-Terminala, Daniel. Terminala con los Derechos Humanos. ¡Las clases sociales, los derechos de los trabajadores!...

-¿Que decís? ¿Estás loca?

-No, no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace años que repetís las mismas letanías.

-Pero y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que luchan por una vida digna?

-¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo, por ejemplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.

-Marta, vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...

-Daniel, no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que se ha convertido mi vida?

-No, yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...

-Daniel, a mí la menopausia no me ha afectado. Estoy bien, me siento bien, no tengo por qué ir al médico. Sólo quiero que me escuches. Nunca hablo de mí ¿te habías dado cuenta?

-Pero ¿y que tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi mano.

-¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme. Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.

-No digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!

-Sí, también soy la madre de tus hijos

-Y ¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra el ala? ¿Es ése el problema? Decí, decí.

-No, Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...

-No, no, no hay otras cosas. No digas pavadas.

-¿Me dejás hablar?

-Sí, sí, dale. Hablá nomás.

-Yo me levanto a las seis de la mañana medio dormida, pechándome con los muebles llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se viste voy a buscar el pan para que lo coman calentito con manteca, cuando se va para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras hierve el agua ordeno el cuarto de Nico, tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua en el termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados, dejo el mate para después. Mientras voy a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo que me quede para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la cama con el jugo de naranjas. Vos estás escuchando la radio y mirando la tele. Yo me pongo a cocinar. A las doce está pronta la comida. Llega Nico: “mami, me muero de hambre, ¿qué hiciste? hm... ¡que rico!” Salgo corriendo a buscar a Naty. Se sientan a comer, yo también me siento con ellos y me traigo el mate, pero vos me gritás del baño:

-- ¡Marta, no hay champú! Dejo el mate, voy al saloncito de al lado, traigo el champú. Vos avisás:

-- Mirá que ya salgo. Te sirvo la comida, yo almuerzo caminando entre la cocina y el comedor. Y te vas. Es la una y media. Entro al dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las medias adentro, y la toalla mojada encima de las sábanas. Junto, guardo y llevo la ropa para lavar, tiendo la cama, llevo los vasos, paso un paño en el piso, son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina, paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco:

-- Naty, vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!

-- Mami, esta cuenta no me sale, ¿iba, va con hache?

-- Ahora tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico! Son las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once.

--Viejo ¿querés cenar ya, o tomás unos mates?

-- No, dame la cena. Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar con vos de nosotros, de mí. Vos te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto. Daniel, pero...Vos seguís hablando, y a mí me da sueño.

-- Che, Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo. ¡que te tiró!

--Estoy cansada

-- ¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?

-- Si, pero vos trabajás ocho horas.

-- ¿Y?

-- Y yo ya llevo diecisiete.

-- Pero vos estás en casa.

-- Si, Daniel, yo estoy en casa, pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te pagan un sueldo.

-- Y ¿ qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?

-- No, es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.

-- Gratis no, tenés la casa y la comida.

-- Si, pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.

-- Marta, vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos no estás bien, ¡te está fallando algo!

-- Daniel, ¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate y una silla, y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.

-- ¿Escribir? ¿ A quién le querés escribir?

-- A nadie, quiero contar cosas. ¡ Tengo tantas cosas que decir!

-- La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir para no escribirle a nadie?

-- Pero mirá que la podemos comprar a crédito.

-- Marta, vos me asustás. ¿ De veras te sentís bien? ¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico!

-- … Sí, Daniel... mañana... mañana voy a ir al médico.



Ada Vega, año edición 1998


martes, 7 de marzo de 2023

Malena




Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía, con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda. Alguien una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre. Así la conoció la grey noctámbula que por los setenta, a duras penas, sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad. Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado. Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró Malena. Ensopada. La vi venir por 18 bajo las marquesinas y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte. Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó a mi lado en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a compartir el último café. Me calentó el alma. Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo, esa noche,al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van. —Por qué cantas temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó: — ¿Tristes? — la miré un segundo. —Tu repertorio es amargo, ¿no te das cuenta? Por qué no cantas tangos del cuarenta. Demoró un poco en contestarme. —No tengo voz —me dijo. Su contestación me dio entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara. — ¡Cómo no vas a tener voz! Canta algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Aníbal Troilo. —Los tangos son todos tristes —afirmó—, tráeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca. Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo. Ceferino terminó de hacer la caja. — ¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté. —Una historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tienes tiempo? —Todo el tiempo. Era más de media noche. Paró un “ropero” y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso. —Yo conozco la vida de Malena —comenzó a contar Ceferino—, porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo, de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría sin ningún tipo de contratiempos. Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel le había causado. Según parece, el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico. Al poco tiempo se convirtieron en amantes y como tales se vieron casi tres años. El muchacho, enamorado de ella, le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos. Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación, pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos. Esta postura nunca la llegó a comprender Ariel, que sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho, le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos. Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y negándose a escuchar una explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo. María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó. Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía, de su exmarido supo que se había vuelto a casar y de Ariel que continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida que de lo ocurrido, la culpa había sido de sus dos hombres, que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos y no quería renunciar a ninguno. Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue mi amigo, me dijo convencido: — Pobre muchacha, ¡está loca! — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca, loca no está. Todo esto me lo contó Ceferino aquella madrugada lluviosa de invierno, en The Manchester. Malena siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez que la vi fue una madrugada, estaba cantando en El Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche. Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó ha pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue. Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca. Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni con los más íntimos. Podemos, alguna vez, enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además, lo que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a la mujer le está vedado. Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches montevideanos, de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir, desde el fondo de mis recuerdos, a aquella Malena que una noche de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que yo conocí su historia y admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella. Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra y tenía penas de bandoneón.” Ada Vega, edición 2007

El legado de los Charrúas

  


Hace muchos años el Uruguay estaba habitado por indígenas. Hacia las orillas del Río de la Plata, existía un poblado de aborígenes llamados Charrúas. Poblado de gente pacífica, pero altiva y valerosa. El cacique de la tribu tenía un hijo llamado Yatapí. Era un niño de piel bronceada, ojos oscuros y serenos, y cabello lacio y negro como ala de cuervo. Con la agilidad del yaguareté y la osadía del jabalí. El pequeño indio, que era solitario y amante de la naturaleza, pasaba el día recorriendo montes y cerros; tensando su arco y alimentándose de frutos silvestres.


Un día, a su paso por las sierras, conoció al Águila Mora que habitaba en la cima del monte más alto de la región. Y el ave y el niño se hicieron amigos. El hermoso animal de pico y patas potentes, y majestuoso vuelo, le hablaba de Yasí, la luna, diosa de la noche, protectora de los pueblos indígenas, y del dios Tupá, el sol, dueño y señor de todo ser viviente, de plantas y piedras, cuyo hogar —le dijo una vez— se encuentra bajo el mar.

Yatapí, que escuchaba con atención los relatos de su amiga, puso en duda eso de que el sol tuviese su morada en el mar. 

— ¿Cómo es eso? —Le preguntó a su amiga— si el sol es fuego es imposible que habite en el mar. 

Entonces el águila que en su planear todo lo veía, le contestó: 

—Si no me crees, si dudas de mi palabra, ven conmigo hasta los altos arenales del oriente y verás al alba, al gran Tupá surgir del mar detrás de las sierras, para luego entre nubes dirigirse hacia el poniente. Allí, donde el Río de los Pájaros se une en un abrazo, al Río como Mar, lo verás descender desde alto cielo y hundirse en las aguas hasta desaparecer. 


Las palabras del águila llenaron de confusión al pequeño indio, que incitado por la curiosidad, decidió hacer caso a su amiga y verificar por sí mismo la historia que esta le contara. Esa tarde cuando volvió a la aldea, después de relatarle a su padre la conversación con el águila le dijo: 
—Necesito saber si lo que me contó el Águila Mora es cierto. Quiero ver con mis ojos al gran Tupá ocultarse en el mar. Solicito tu permiso para alejarme por unos días del poblado. 
—Hijo mío—, le contestó el padre— eres muy pequeño y no es momento de someterte a las pruebas exigidas, para alcanzar tu mayoría de edad. Pero confío en tu prudencia, y sé de tu destreza para manejar el arco y la flecha. Ve con tu amiga. Cumple con lo que has propuesto, ese viaje te dará sabiduría y aplomo y contribuirá a hacer de ti un guerrero digno de nuestra raza. Pero escucha: debes traerle a tu pueblo un presente que justifique tu aventura. 
Con el gran Tupá que sonreía tras una nube, salió Yatapí con su arco y sus flechas, siguiendo al águila por montes y cuchillas, siempre hacia el oriente. Vadeando ríos y arroyos, por empedrados cerros y altísimos arenales. Varias veces pasó Tupá sobre sus cabezas. Fueron varias las noches que se durmió cansado de andar, comiendo lo que cazaba, esquivando al tigre y a las cruceras, con la sola compañía del águila que vigilaba su sueño, ahuyentando a las alimañas que dificultaban y hacían más lenta su marcha. 

Un atardecer al llegar a lo alto de un arenal vieron extenderse desde la playa, un mar inmenso que se perdía en el infinito. Yatapí bajó hacia la orilla y se recostó en la arena tibia, maravillado ante tanta belleza, hasta que el cansancio lo venció y se durmió arrullado por las olas. La noche no se había retirado, Yasí en su diáfana belleza reinaba aún, cuando el águila despertó al joven indio y le dijo: 
—Pon atención y espera. Y se sentó Yatapí a observar el mar. En el horizonte una línea blanca anunciaba el amanecer. La luz del día, tímidamente, comenzó a expandirse cada vez con más fuerza, pintando la aurora en el oriente de rosados, naranjas y amarillos. De pronto el sol irrumpió en una línea brillante y fue emergiendo diáfano y triunfal derrochando luz y vida. Ante esa explosión de belleza inenarrable, con que el astro rey en su dorada divinidad, se manifestaba anunciando el nuevo día; el pequeño indio se puso de pie y con los ojos enormes de asombro, como en éxtasis, caminó hacia la orilla con los brazos extendidos hacia el gran Tupá, mientras en su pecho, por un instante, sintió detenerse su corazón. Tupá al ver el arrobo del niño, ordenó al mar que lo detuviera, y una ola enorme lo dejó sobre la arena. El águila, entonces lo rodeó con sus alas, y vieron juntos el nacimiento del sol.

Volvieron indio y águila sobre sus pasos. Pasaron cerca de la aldea y siguieron rumbo al oeste donde el sol se pone. Cruzaron valles y ríos. Praderas sin sierras ni dunas y al llegar donde termina la tierra y el Río de los Pájaros vierte su caudal en el Río como Mar, en la misma fina línea que une el cielo y la tierra, vieron al sol hundirse lentamente en las aguas llevándose con él la luz del día. Y a pesar de que la puesta de sol es un espectáculo sorprendente, de gran belleza, sintió el niño estrujado su corazón y lloró con amargura la muerte del Dios de su pueblo. Al comprobar Yatapí que el gran Tupá, nacía y moría cada día en el mar, iniciaron el camino de regreso a la aldea. Con preocupación recordó entonces el pequeño indio, que aún debía conseguir el presente para llevar a su pueblo. Un día antes de entrar a la aldea, se encontraba descansando junto a una laguna, cuando Tupá desde el alto cielo, le envió un brillante rayo de luz. Al verlo, el niño extendió la mano para apresarlo. Aquella luz semejaba un hilo de oro que formó en su mano un sol resplandeciente. Entonces se oyó la voz del gran Tupá que dijo: 
—Yatapí, te has impuesto una meta y con voluntad y constancia la has alcanzado. Ese sol que brilla en tu mano, es el premio a tu esfuerzo. Llévalo a tu pueblo, jamás lo mancillen, no permitan que nadie se apodere de él. Bajo su fulgor serán libres y valientes. Y tú — le dijo al Águila Mora, por tu amistad desinteresada y protectora, reinarás desde lo más alto de todo el territorio oriental. 

Yatapí, cumpliendo la promesa hecha a su padre, llevó el sol a su pueblo que lo cuidó y defendió aún a costa de sus vidas. Muchos años después, cuando a las playas del Río de la Plata llegaron las naves de los conquistadores, los indígenas escondieron el sol en lo alto de las sierras, dominios del Águila Mora, siendo custodiado por varias generaciones. Hasta que un día, cuando fueron al fin “libres de todo poder extranjero”, recobró su libertad. Y hoy ese sol, legado de los charrúas, es el que  luce con orgullo el Pabellón Patrio de nuestra pequeña gran nación, que late libre y valiente al costado de América del Sur. 

Ada Vega, año edición 2001

domingo, 5 de marzo de 2023

Por mano propia

 




Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente, marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido, mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
Los primeros rayos de un sol que se esfuerza entre nubes, comienza a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén.
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete, que lo arrima hasta su trabajo. Clara quedó frustrada, anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas, oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos. Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio, con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo era una patraña, una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre.
—No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.
—Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber.
—No sé. No sé. Y la duda otra vez. Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se echa a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado, pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final. No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero, el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día. En ese momento una mujer joven abandona el negocio y se dirige a su domicilio situado frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó, sin salir de su asombro, en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor, tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del hijo, había una cuna con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida .




Ada Vega, año edición 2013

Pasó en mi barrio


                                                  “no habrá ninguna igual, ninguna nunca
                                                     Como mi vieja Teja no habrá igual.”
                                                                Reina de La Teja. 1981


Hay que llegar a la punta de la cuchilla dejar atrás el Liverpool y en Belvedere, donde Agraciada no quiere más, doblar por Carlos María Ramírez como quien va para el Cerro, donde el sol se ahoga.
Ahí, ya vas camino a La Teja. Tal vez el Pueblo Victoria se entrecruce al llegar al Cementerio, pero siguiendo adelante, siempre hacia adelante, hacia el sur y hacia el norte, hacia el este y el oeste: canta La Teja con voz de murga.
La Teja solidaria, combativa, a la izquierda de la ciudad y del progreso. Aquella del cine Miramar, la fábrica de vidrios Vidplan, de jabón El Bao, del Frigorífico Castro. La Plaza 25 de mayo y la Palza Lafone. La Aceitera Montevideo, la Textil Sedalana, La Cachimba del Piojo y la Casilla Obrera. La escuela Yugoeslavia; la Cabrera; la Beltrán, la 170 “de la Ancap” y del colegio de los Salesianos. La Teja del grana y oro del Club Progreso, del Tellier, el Artigas, el Venus, el Real, el Vencedor, el Bienvenido; el Banfield y el Unión y Fuerza.
La Teja de Los Diablos Verdes; de Araca la Cana del “paraguayo” y del inolvidable Pianito. La Teja de los zanjones, las calles cortadas, la Cantera del Puerto y del Dique Flotante; del 210 de AMDET y del tranvía 16 de la Transatlántica.
Y allí está, en aquella esquina, bajo aquel parral junto a la cortada. Donde pasó mi infancia, mi juventud y mi vida toda. Y los recuerdos y las vivencias crecen y se agigantan. Y quisiera contarles tantas cosas de mi barrio. Decirles que La Teja que yo viví, era un montón de botijas jugando al fútbol en los campitos; era el ir y venir de los obreros en los distintos turnos, eran muchachos y muchachas llenando las fábricas, eran los boliches en cada esquinas y el Amor por las veredas.
El Amor. El viejo Amor que se olvidó de Elenita. De aquella Elenita rubia y dulce de colegio de monjas y lecciones de piano, que se quedó para vestir santos. Tal vez por capricho, o tal vez no. Pudo, quizá, haber sido por amor. ¡Vaya a saber!
Tendría Elenita no más de seis años cuando se enamoró del Pepe, uno de los hijos del gallego Fernández, que tenía el almacén en Heredia y Berinduague. Su niñez de muñecas y jueguitos de té se asomaba al balcón para ver jugar a la pelota a aquel botija flaco, de pantalón corto, que tenía unos dientes tan grandes y blancos que cuando abría la boca parecía reírse. El Pepe Fernández, inteligente, buen dribleador. Jugaba bien al fútbol. Nunca se enteró de aquel amor y ella lo guardó por siempre en su corazón. Hoy hubiese sido distinto y yo no tendría tema de cuento.
En aquellos años la Administración Nacional de Combustibles Alcohol y Portland, se instalaba en La Teja y extendía un brazo sobre la misma desembocadura del arroyo Miguelete en la Bahía en un puente que nos unía con Capurro, donde se encontraba la destilería de alcoholes. El Ente le robó espacio al río y nos dejó sin una playita de arena blanca y fina que llegaba hasta Luis José de la Peña. Mil veces recorrimos de niños ese puente, hoy en desuso, para ir a la Playa y al Parque Capurro.
En aquella Teja que por el cuarenta tenía la Plaza Lafone alambrada como un potrero, y el puente giratorio que no hermanaba con la Villa del Cerro, que se abría para dar paso a las chatas y a los lanchones que llevaban carbón a la planta de Frigorífico Artigas; sobre un arroyo Pantanoso que alguna vez tuvo el agua clara y transparente, que al desembocar en el Río de la Plata bañaba a su paso, las piedras de la Playa Rompeolas. Ya para entonces los Gauchos del Pantanoso habían estrenado sus pantalones largos, saliendo Campeones de la Divisional C, en el 38 y en el 39.
Allí, en aquel barrio de La Teja al sur, crecimos el Pepe Fernández, Dante Pinaglia, el Negro Vázquez, Walter Vega, el Toto Orlandi y un montón de botijas más. Íbamos a la escuela Yugoeslavia y a nadar y juntar cangrejos a la Cantera del Puerto. Si los domingos íbamos a misa, los curas nos dejaban jugar en la cancha del colegio, a una cuadra de la Plaza Lafone. Algunos oficiaban de monaguillos. Existía un problema: madrugar los domingos.
Cuando terminó la escuela el Pepe fue al liceo de los padres Salesianos en Colón. Era pupilo y salía sólo a fin de año. Elenita seguía esperándolo y tocando el piano. Y puso al fin una chapa dorada en la puerta de su casa que decía: Profesora de Música.
Un año para las vacaciones el Pepe no vino al barrio. Había entrado al Seminario y por mucho tiempo lo dejamos de ver. Recuerdo que fue un sábado de tardecita a principios de marzo, estaba toda la barra reunida en la esquina de la Plaza Lafone, cuando por Humbolt vimos venir hacia nosotros aquel cura de sotana nueva y zapatos relucientes, que traía las manos juntas sosteniendo un libro sobre el pecho. Cuanto más se acercaba aquella boca de dientes tan grandes y blancos me recordaba a alguien…¡es el Pepe! dijo uno de los muchachos. ¡Un cura, se metió de cura! dijo otro. Pero el Pepe ya estaba entre nosotros y nos saludaba sonriendo: ¿Qué tal muchachos? ¡Volví al barrio! Vengo para el colegio de mis hermanos Salesianos. Alguien le preguntó: ¿y ahora cómo tenemos que llamarte, señor cura, padre o Pepe? Y él contestó: para ustedes yo sigo siendo el Pepe. Se quedó un momento con nosotros y se despidió diciendo: mañana celebro misa a las ocho, los invito a que compartamos juntos el milagro de la Eucaristía. Mientras se iba le contestamos: ¡no vengas con inventos, Pepe! Nosotros no creemos en Dios. No vamos a la iglesia. Yo soy comunista. Y yo protestante. El Pepe volvió la cabeza y levantando una mano dijo: “Los caminos que conducen al Señor son infinitos” y recalcó: mañana a las ocho.
Estaba feliz. Había vuelto a su barrio, a sus vecinos y a sus amigos sin sospechar siquiera que, esperanzado, lo aguardaba el amor de una mujer.
Dejó a sus viejos amigos y siguió caminando hacia el colegio. Pasó bajo el balcón de Elenita que lo miró incrédula, como quien ve pasar el Amor por su puerta sin detenerse. Él saludó respetuoso: Buenas tardes. Ella contestó inclinando apenas la cabeza. Su voz dolida murió en un susurro. Se quedó mirando aquel Ministro de Dios, que borraba la imagen del muchacho de barrio que ella amara y por años esperó. Y comprendió que no debía esperar más. El hombre que ella amaba prefirió a Dios. Mirá qué rival. ¿Con qué iba a competir?
Desde entonces sólo escuchamos su piano. Aquella tardecita de principios de marzo, Elenita cerró el balcón para siempre y le puso un candado a su corazón. Pasó en mi barrio, en La Teja del cuarenta.




Ada Vega, edición 1996.

El fantasma de la calle Ariosto

 


El viento que esa noche soplaba desde la rambla silbó una funesta melodía entre los altos muros del presidio. Era invierno y amenazaba lluvia. Se apagaron las luces y el silencio cubrió los pabellones. Un sueño pesado y profundo mitigaba apenas tanta soledad y sufrimiento, encerrados en el alma de aquellos hombres confinados. Dentro de la institución, los guardias dormitaban. Afuera, los guardias vigilaban. En la penumbra de la celda se animaron sombras que nadie vio, se arrastraron. Treparon. Hacia la calle García Cortinas saltaron tres hombres. El primero, tras el revolcón, corrió hacia la rambla y se perdió en la oscuridad. Detrás, el segundo se enredó al caer y al no lograr ponerse de pie, quedó inerte sobre la vereda. Saltó el tercero, vio a su compañero caído, lo cargó sobre su hombro, cruzó García Cortinas y entró en Ariosto.

Las luces del penal se encendieron. El penado que corría cargando a su compañero tuvo que decidir entre abandonarlo o ser apresados los dos. Mientras una lluvia inoportuna se descolgaba entorpeciendo la huida, se detuvo frente a una casa de techo a dos aguas con jardín al frente y abrió el portón. Recostado a la verja junto a unos arbustos, dejó a su compañero, no sin antes advertirle que permaneciera oculto hasta que él viniera a buscarlo. Luego corrió por Parva Domus, hacia Bulevar. 

Los silbatos y sirenas se multiplicaron. Los guardias empuñando sus armas corrían rastrillando el barrio. En la noche somnolienta de Punta Brava, los ecos de los disparos retumbaban como truenos. En medio de la calle, con los ojos fijos bajo la lluvia, quedó el penado que huía alcanzado por la balacera. Mientras confiado, el herido seguía esperando al amigo que prometió volver. Nunca volvió. Sin embargo, el que sí volvió a aquella casa de la calle Ariosto fue Felisberto Hernández, quien en aquellos días vivía en el barrio. 

Cuentan que el músico, escritor y bohemio hombre de la noche, al volver a su casa esa madrugada, se encontró con el convicto y al comprobar que se encontraba herido, le brindó su ayuda. Compartió con él su cena y le dio una cama. Al otro día consiguió que un médico amigo atendiera la pierna fracturada. Casi tres meses estuvo el penado compartiendo la casa de Felisberto, sin que nadie advirtiera su presencia. Hasta que una noche, ya completamente restablecido, vistiendo ropas del escritor, y después de abrazarlo, continuó la fuga que iniciara tres meses antes con dos compañeros de cautiverio.

 Por aquellos años Punta Carretas tenía otra fisonomía. El propio penal le infundía al barrio un rasgo peculiar. Era entonces una zona muy tranquila, habitada en su mayoría por emigrantes y sus descendientes. Emigrantes que llegaban a nuestro país trayendo en las manos la diversidad de sus oficios que aquí desarrollaron como medio de vida. Entre ellos se encontraban sastres, peluqueros, carpinteros, zapateros y albañiles. Y también músicos, pintores y poetas. Pero fue el penal, aquel bloque austero y gris, quien le dio al barrio y a sus lugareños una vivencia especial. 

Precisamente en esos días, cuando la fuga de los tres convictos, los vecinos de la calle Ariosto comenzaron a murmurar. Primero una vecina dijo haber visto el fantasma de un penado en la misma puerta de la casa de Felisberto. Con su traje a rayas - aseguró. Aunque en ese momento no se le dio demasiada importancia a lo dicho por la buena mujer, pues, se adujo que, como era una señora de avanzada edad, podrían quizá ser solo divagues. De todos modos, un tiempo después, cuando otro vecino del barrio afirmó que había visto un fantasma, en más de una oportunidad, recorrer la calle Ariosto, tuvieron que reconocer que la señora estaba en lo cierto. 

Después de esta aseveración, varios vecinos reconocieron que ellos también lo habían visto y afirmaron que dicho fantasma visitaba la cuadra y aunque nunca supieron quién era ni por qué venía, se acostumbraron a verlo. Durante mucho tiempo el espíritu del penado apareció frente a la casa de Felisberto. Algunos vecinos que lograron verlo de cerca comentaron que tenía un rictus de amargura en la boca y una mirada extraña. 

En 21 de setiembre y Ellauri, donde hoy se encuentra Mc Donald´s, estaba entonces el Bar de Añón. Allí Felisberto Hernández solía reunirse con amigos, en las escasas noches que sus múltiples ocupaciones se lo permitían. Una noche, al pasar junto al reloj de La Curva, se encontró de improviso con el prófugo que una noche cobijó en su casa y ambos se reconocieron. Entraron juntos al bar y al calor de una copa amiga recordaron viejos tiempos. El recién llegado quería saber qué había sido de sus dos compañeros de fuga. Felisberto le contó que al primero nunca lo encontraron y que el amigo que lo dejó en la entrada de su casa, no volvió a buscarlo porque le habían dado muerte, apenas lo dejó. Que aunque él lo supo esa misma noche, prefirió no comentarlo.

 El epílogo de aquella aventura desconcertó al ex presidiario. Se sintió culpable del trágico fin de su amigo. Dedujo que el tiempo que perdió en ayudarlo le faltó para escapar y salvarse. Fue entonces que el músico — escritor le contó del fantasma, que desde aquellos días visitaba la cuadra. Le contó que aquel espíritu vestido como un penado, era, sin dudas, el de su amigo que venía a cumplir la promesa que le hiciera cuando lo dejó. Y que posiblemente ahora — le dijo, que se enteraba de la verdad, podría al fin descansar en paz. 

Dicen que esa noche, en el bar de Añón, se despidieron por última vez y no volvieron a verse. El ex presidiario salió atribulado del bar. Tomó por Ellauri y pasó por la puerta del penal de Punta Carretas, dobló por García Cortinas, se demoró un momento en el lugar donde cayera años atrás, cruzó la calle y entró en Ariosto. Era noche cerrada y hacía frío. Al llegar a la casa donde su amigo lo dejara aquella noche, se detuvo, sintió en ese momento una presencia a su espalda y se volvió. Frente a él, su viejo compañero de fuga, con su traje de presidiario, le sonreía. Intentó abrazarlo, pero el fantasma con los brazos extendidos hacia él se fue alejando hasta perderse en las sombras.

 Nunca más vieron los vecinos, el espíritu del presidiario, recorrer u calle. Nunca más su rictus de dolor y sufrimiento. Aquella noche, al fin, el fantasma de la calle Ariosto, se fue en paz, para no volver. 

Ada Vega, edición 2003

La magia de los alfileres

 


Mi madre no creía en brujas, ni en lobisones, ni en muertos que se aparecen. Sin embargo, cuando niñas, con mi hermana Laurita, por mucho tiempo creímos que mamá hacía magia. Y no era que alguien lo dijera. Nosotras a veíamos realizarla y nunca se lo contamos a nadie. Mamá era muy laboriosa, aparte de trabajar en el hospital, nos hacía vestidos y blusas en su máquina de coser a pedal. Cuando cosía pinchaba las prendas con muchos alfileres que se caían a su alrededor. Nosotras las queríamos juntar, pero ella decía que las dejáramos que después, cuando terminara su trabajo, ella las recogería. Para ese momento tratábamos las dos de estar presentes, a fin de ser testigos de su espectáculo de magia. Cuando terminaba la costura desenhebraba la aguja, retiraba el carretel de hilo y lo guardaba junto con el centímetro y el alfiletero en un costurero de mimbre con forma de corazón, que en la tapa, por dentro, tenía un espejo. Doblaba la prenda que estuvo cosiendo y la dejaba sobre el ala de la máquina. Luego tomaba la tijera, la empuñaba con las hojas hacia abajo y así, sentada en su silla, hacía con ella unos círculos sobre un costado, hacia atrás y hacia adelante, luego, con la otra mano, repetía la operación sobre el otro costado. Entonces, los alfileres que se encontraban diseminados por el suelo se erguían y subían en el aire, atropellados y en racimos, para prenderse de las hojas de la tijera cuando pasaba sobre ellos. Después retiraba los alfileres y repetía la operación una y otra vez hasta que la tijera volvía sin ningún alfiler prendido a sus hojas. Dejaba entonces la tijera sobre la máquina, guardaba todo, tomaba la prenda de ropa y cerraba la máquina. Por ese día, la función había terminado. Muchos años después, cuando Gabo dio al mundo su obra cumbre, y yo tuve la oportunidad de conocerla, supe de Melquíades —el gigantón barbudo del circo que llegó a Macondo—, quien mostraba a los habitantes del pueblo la octava maravilla de los sabios de Babilonia. El grandote arrastraba por las calles dos lingotes imantados a los cuales se prendían todo cacharro, herramienta, clavos y tornillos que anduvieran más o menos cerca de su paso. Al conocer esta historia mi corazón —joven aún—, dio un vuelco y golpeó mi pecho con énfasis porque yo —muchos años antes de 1967—, había conocido la magia de Melquíades en el cuarto de costura de mi madre, quien, sin alharaca y solo para Laurita y para mí, realizaba casi a diario la magia de los alfileres. Con mamá me sucedió algo sorprendente. Cuando niña siempre creí que hacía magia, que tenía poderes. Que veía lo que los demás no veíamos: sabía, aunque no los viera, donde estaban los alfileres. Cuando crecí supe que todo lo que nos sucede a los humanos tiene una explicación científica irrefutable. Sin embargo, los años me han enseñado a dejar una pequeña puerta abierta para la Duda. Para un Quién sabe. Para un Tal vez. Para la Magia. Por eso, cuando estoy triste y angustiada, entro al cuarto donde mamá cosía, me acerco a su máquina —cerrada hace tantos años—, y la invoco desde el fondo de mi corazón. Entonces la veo aparecerse ante mí, de cofia y túnica blanca, envuelta en la capa azul de su uniforme de Nurse. Me mira con sus ojos tiernos y toda mi angustia y mi tristeza desaparecen. Yo quisiera contarle, decirle qué me pasa. Pero las palabras se niegan. Ella sonríe, pone un dedo sobre sus labios y desaparece. Lo que me acongoja, es que no puedo comentar esto con nadie. La mayoría de las personas, no cree, que los seres que amamos y ya han partido, caminan entre nosotros.

 Ada Vega, edición 2011