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viernes, 20 de agosto de 2021

Los pumas del Arequita

  



       Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día,  ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
 Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía,  un caballo pampa y un  montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
 Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo  lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros,  mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El  indio, mientras  daba vuelta  el  amargo le dijo:
 —Una  hembra de puma, será.      La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho  quedó pensando  que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían  entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba   algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
 —Vi un puma —le dijo.
 —Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
 —Vi un puma  —le repitió él.  
  —Es una mujer —le insistió ella.
 —¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
  La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
 —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del  amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
        
    —¿Y qué mal les hace un puma?
    —Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar  de cachorros.
   —¡Ojalá!
   —Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
   Una noche, mientras  meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera  —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo,  ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
 El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros,  yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
  Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la  muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo: 
   —La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
  —¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
  —Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
 El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance  del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
  —No la busques más  —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó  el calor de  la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su  compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre  y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
         El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera  sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma. Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan  de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.

Ada Vega, edición 1999 

miércoles, 18 de agosto de 2021

Aquella Retirada

 



Murga Los Diablos Verdes 1981 - Primer Premio.
   


Era enero del 59 y los Diablos Verdes ensayaban en el Club Tellier. El coro afinaba atento, el director daba los tonos, atrás la batería: bombo, platillo y redoblante. Ese año mataron. Fueron, por primera vez, PRIMER PREMIO. Cantaban aquella retirada:

“Dejando un grato recuerdo a tan amable reunión
se marchan los Diablos Verdes y al ofrecerles esta canción
tras de la farsa cantada viene evocada nuestra niñez.
Murga que fue de pibes y hoy sigue firme
tras los principios de su niñez”.

Era la murga del barrio. La murga de La Teja. Entonces nosotros éramos botijas y acompañábamos los ensayos desde la primera noche. Era emocionante, era grandioso; soñábamos con ser grandes y entrar a la murga y cantar y movernos como aquellos muchachos murgueros. Yo era amigo de todos los botijas del barrio, pero con el que más me daba era con el Mingo.
Entonces vivía por Agustín Muñoz y él a la vuelta de mi casa, por Dionisio Coronel. El Mingo era mi amigo. No hablábamos mucho, creo que no hablábamos casi. Pero estábamos siempre juntos. Ibamos a la escuela Cabrera, jugábamos al fútbol, en setiembre remontábamos cometas y, antes de empezar el Carnaval, íbamos a ver ensayar la murga. No faltábamos a ningún ensayo. Nos aprendíamos las letras de memoria, festejando de antemano la llegada del Dios Momo.

Una noche, mientras los Diablos cantaban la retirada, vinieron a buscar al Mingo. La madre se había enfermado y estaba en el hospital. Al otro día no fue a la escuela y la maestra nos dijo que la madre había muerto. Cuando salí de la escuela fui a buscarlo a la casa. Estaba sentado en la cocina. Yo no le dije nada, pero me senté a su lado. Entonces se puso a llorar y yo me puse a llorar con él. Al rato mi vieja vino a buscarnos y nos fuimos los dos para mi casa. Comimos puchero y la vieja, aunque no era domingo, nos hizo un postre. De tarde vino el hermano a buscarlo para que se fuera a despedir. Fuimos los dos. La casa estaba llena de gente: el olor de las flores me mareó y me sentí muy mal.
El padre tuvo que levantarlo un poco, porque no llegaba para besar a la madre. El Mingo la besó y le dijo bajito: “mamá, hice todos los deberes”.

Esa noche se quedó en mi casa, se acostó conmigo y como se puso a llorar busqué entre mis cuadernos una figurita difícil, una sellada que le había ganado a un botija de sexto, y se la di. Pero no la quiso. Yo pensé en mi vieja y tuve miedo de que ella también se muriera. Nos dormimos llorando los dos.

El Mingo era de poco hablar, pero después que murió la madre hablaba menos. Pero yo lo entendía, a mí no necesitaba decirme nada. Entramos a la VIDPLAN el mismo año. Íbamos al cine Belvedere, a la playa del Cerro y en la “chiva” a pasear por el Prado. Tan amigos que éramos y un día nos separaron las ideas. Cuando al fin yo comprendí muchas cosas, él ya estaba en el Penal de Libertad. El padre y el hermano iban siempre a verlo.
Un día le dí al padre la figurita difícil, aquella sellada que una noche le regalé para que no llorara y que él no quiso. Le dije al padre que se la diera sin decirle nada, que él iba a entender. Cuando volvieron, el padre puso en mi mano una hojilla de cigarro en blanco. Me la mandaba el Mingo. ¡Fue la carta más linda que he recibido! Estaba todo dicho entre los dos. En esa hojilla en blanco estaba escrito todo lo que no me dijo antes, ni me quiso decir después.

Nunca pude ir a verlo, pero siempre esperé su vuelta. Y una noche de enero del 81 en que yo estaba solo en el fondo de mi casa, fumando, tomando mate y escuchando a Gardel, él entró por el costado de la casa como cuando éramos pibes, como si nos hubiésemos dejado de ver el día anterior, como si se hubiese ido ayer. Se paró bajo el parral y me dijo: —¿Qué hacés? ¿ No vas a ver la murga? Yo dejé el mate, levanté la cabeza y lo miré. Sentí como si el corazón se me cayera. —¡Mingo!, y fue una alegría y unas ganas de abrazarlo, Pero él ya me daba la espalda y salía. —Dale, vamos —me dijo—, ¡Que la murga está cantando !

“Cuántos habrá que desde su lugar por nuestros sueños bregan
cuántos habrá anónimos quizá soñando una quimera
Cuántos habrá que brindan con amor toda su vida entera
y con fervor se entregan por el bien, y nadie lo sabrá

(De la retirada de los Diablos Verdes 1er. Premio 1981)



Ada Vega, edición 1996 -




Vinería "El Infierno"

 




— Por los años 60, en la calle San José entre Andes y Florida, había una Vinería llamada “El Infierno” cuyo propietario era Luis Alberto Fleitas —no sé si usted se acuerda—, un cantor de tangos muy conocido en aquellos tiempos.
—Me acuerdo, sí. De la vinería no, de la vinería no me acuerdo. Pero del flaco Fleitas, sí. Cantaba con Racciatti. Me acuerdo de un vals donde nombra todos los barrios de Montevideo!
—Sí, ese mismo. “Barrios uruguayos” se llama ese vals que usted recuerda. La vinería era un local amplio con barra, y varias mesas. En las noches había guitarreada y canto. Los cantantes eran los mismos mozos que atendían las mesas y también algún cliente que se animara.

Una noche Charles, un noctámbulo que andaba en la noche, asiduo cliente de los boliches montevideanos, llegó con un tipo desconocido para los habitués. Se llamaba Jacinto Heredia. Un uruguayo que hacía varios años vivía en España. Era un hombre de unos 40 años. Melancólico. Casi triste, le diría. Había venido por unos días a Montevideo, a vender una casa y unas cuadras de campo que su padre, que había fallecido, le dejara como herencia. Que se le estaba haciendo larga la estadía —explicó—, y había comenzado a extrañar a su familia. De todos modos entre vinos y tangueces, de pronto pidió una viola y se puso a cantar. Cantaba bien el hombre, con sentimiento. Después de tres o cuatro temas, devolvió la viola, y como si se le hubiese abierto la cabeza y la memoria, se puso a conversar. Hablar de la vida, y su sinsabor. Y contó su historia.

Era hijo de un matrimonio de la Coruña, que había venido a vivir a Uruguay en tiempos difíciles de España, y se había afincado en un pueblo del interior. Allí nació él, y dos años después murió su madre de parto, al dar a luz una niña.
Fue una situación muy triste, —contaba—, pues el padre no podía trabajar y cuidar a los dos niños. De modo que un matrimonio joven, vecino y conocido del pueblo, cuya esposa no podía concebir, le pidió la niña para criarla como hija propia. Y así fue, el hombre les entregó la niña, a quien bautizaron como Gabriela y él crio el varón. Los años pasaron, los chicos crecieron sin saber que eran hermanos, un día sus caminos se cruzaron en el jardín del Amor, y una flecha que Cupido lanzó al azar, los atravesó. 

Al principio nadie supo de aquel amor juvenil que fue creciendo sincero y apasionado. De todos modos como todo lo que tiene que suceder, sucede. Los padres de Gabriela se enteraron y pusieron el grito en el cielo, prohibiéndole a la joven esa relación. Lo mismo sucedió con el padre del joven, que al enterarse de la situación le contó a su hijo que Gabriela y él eran hermanos.

Jacinto estuvo días y días cavilando sobre qué hacer, si contarle a Gabriela la verdad, y el motivo de sus padres de no permitir la relación de ellos dos; no contarle nada y abandonar el pueblo como un cobarde; o irse lejos y no volver nunca más, para vivir por ahí como un apátrida, sin patria, sin familia y sin amor. Esperando la muerte justiciera porque sin Gabriela, no podría vivir. Pero nada se pudo ocultar, muchos vecinos sabían lo sucedido años atrás, cuando el nacimiento de Gabriela. De modo que la joven se fue enterando, fuera de su casa, de la realidad que estaban viviendo ella y su Jacinto. Una noche salió de su casa sin ser vista y fue a encontrarse con su amor. Llevaba consigo la solución que Jacinto no había encontrado. Sin rodeos le propuso al joven, la idea de irse juntos, una de esas noches, en el primer ómnibus que pasara por el pueblo hacia la capital.

Jacinto estuvo de acuerdo, de modo que le comentó al padre lo que pensaban hacer, y el padre le dio todo el dinero que tenía y el que pudo conseguir. Y los enamorados se fueron. Primero a Montevideo, a un barrio de las orillas. Mientras, los padres de Gabriela denunciaron a las autoridades la desaparición de los jóvenes, sin obtener nunca una respuesta.

Y un día, Jacinto cruzó el Atlántico y se fue solo a la Coruña donde sabía que tenía parientes. Cuando logró establecerse, le envió el pasaje a Gabriela y se volvieron a encontrar allende el mar. Pasó el tiempo y los jóvenes enamorados tuvieron 2 hijos. De modo que decidieron unirse en matrimonio civil. Y se casaron. El matrimonio entre hermanos está prohibido en Uruguay. De modo que al anotarse y pedir algunos datos al Poder Judicial de Uruguay, la ley los encontró.

Ya habían pasado más de cinco años de la llegada de los jóvenes a España, cuando los citaron. Los hicieron volver a Montevideo y al pueblo donde nacieron. Les ofrecieron una separación mediante un divorcio. Los aburrieron yendo y viniendo buscando una solución acorde a la ley. Cuando las autoridades pensaron que los habían convencido, la pareja dijo que no se divorciarían, ni se separarían. Que seguirían viviendo juntos, trabajando y criando a sus hijos. Y se volvieron a España. Y allá están.

Aquella noche en “El Infierno”, Jacinto Heredia puso fin a su historia diciendo a los parroquianos que lo escucharon en un silencio místico, que confiaba, que en los próximos días podría al fin, volver a su casa de La Coruña.


Ada Vega edición 2020 -

La casa de los alemanes






En Montevideo siempre hubo casas abandonadas. Por todos los barrios. Cada una con su historia. Si hurgamos en el pasado habrá siempre alguien que nos cuente el cómo y el porqué del tal abandono.

En Pocitos, a unas cuadras de la playa, hubo por muchos años una casa abandonada. Un vecino que ya no vive en el barrio, recuerda que allí, donde hoy se encuentra un edifico de más de 10 pisos, había un predio donde él iba a jugar al fútbol con sus amigos.
Ese predio lo compró en 1948, un matrimonio alemán, que vivía en La Patagonia Argentina, para construir una casa de veraneo. La casa se construyó en dos años. Recuerda que era una casa espléndida, con todos los adelantos y ornamentos de la época. Apenas terminada, el matrimonio con sus hijos y el personal de servicio, comenzó a instalarse allí, todos los veranos, de principios de diciembre hasta fines de marzo. Desde entonces en el barrio fue conocida como: “la casa de los alemanes”.
Durante muchos años vino la familia alemana a veranear en su casa de Pocitos. A mediados de 1960 dejaron de venir. La casa entonces estuvo cerrada y abandonada varios años. Hasta que en 2001, por intermedio de una inmobiliaria, fue vendida a un consorcio, que la derribó para levantar un edificio de apartamentos. Esto es parte de la historia de la casa.
Cuando los alemanes comenzaron la edificación de la que sería su casa de veraneo, comenzaron también los comentarios no creídos, pero comentados, de que la familia había enterrado un cofre, a varios metros de profundidad, bajo el piso donde se construyó la casa. Algo ilógico. Enterrar un cofre debajo de una casa, a metros de profundidad, era irracional. Al pasar el tiempo, los comentarios cesaron. Hasta que una constructora vino a derribar la mansión, para dar inicio al nuevo edificio.

Parece que cuando los obreros entraron a la casa que, por supuesto se encontraba desocupada, encontraron una llave grande que, por su tamaño no correspondía a puerta ni mueble alguno, colgada en la pared de una de las habitaciones.
Y volvió al tapete, por algún memorioso vecino de entonces, el entierro de aquel cofre. Se volvieron hacer mil conjeturas. Pero hasta ahora no se le ha encontrado vuelta. Algunos vecinos piensan que la llave pertenece a otra historia más reciente, que no tiene nada qué ver con aquel cofre.
De todos modos han pasado muchos años. El barrio ha cambiado, no quedan vecinos de aquella época y “la casa de los alemanes” como tantas casas de ayer, abandonada, ya pasó a ser historia.

Ada Vega, edición 2021 -

domingo, 15 de agosto de 2021

La alianza


Era invierno. Atardecía en Montevideo. Las luces comenzaron a encenderse. Poca gente en la rambla. Entre los paseantes, artero y obcecado, el Corona – 19 se escurría furtivo dando sus últimos coletazos.
Sentada en un banco, una mujer observaba el mar. Una mujer joven, de una belleza serena. Estaba sola. Vestía pantalón oscuro y chaqueta de abrigo. Una cartera, a su lado, descansaba sobre el banco. Sobre la falda sus manos, una sobre la otra, dejaban ver en el anular de la derecha, una alianza matrimonial.
De pronto, caminando, llegó un hombre. Se detuvo junto al banco. La joven lo miró. Él se inclinó para besarla. Ella le tendió la mano. El hombre titubeó primero, pero correspondió al saludo y se sentó en el banco. La mujer lo miraba. Él comenzó a hablar. La mujer lo miraba. Él seguía hablando y hablando. Movía las manos y hablaba. La mujer lo miraba y sin decir una palabra volvía la cabeza y miraba el mar. El hombre habló sin detenerse y en un momento, resignado, bajó la cabeza, se miró las manos y quedó en silencio.
La mujer tomó la cartera y se puso de pie. Él también se puso de pie. Ella se quitó la alianza y la dejó en la mano del hombre. Dio media vuelta se acercó al cordón de la vereda y detuvo un taxi que pasaba en ese momento. El hombre apretó la alianza en su mano. Se acercó al murallón y con fuerza lo lanzó al mar.
Se fue por donde vino. Poca gente en la rambla. Un viento frío comenzó a soplar desde el mar. La noche se había cerrado sobre la ciudad.


Ada Vega, edición 2021 -