Powered By Blogger

sábado, 2 de septiembre de 2023

La capital te atrapa

 





Con mi hermano, el Nando, teníamos allá en mi pueblo una barra de amigos a los que nunca olvidé. Amigos de cuando éramos niños. De aquella primera infancia confiada, sin vueltas. Hoy, al recordar, los veo como éramos entonces, tan felices antes de crecer.
Con ellos jugábamos todo el día, pero las horas más lindas eran las de la siesta. Aquellas siestas de verano en que todo el pueblo dormía. Nos escapábamos hacia la calle sin hacer ruido, y allí nos reuníamos todos, gurises y perros, y nos íbamos al monte que había detrás del molino viejo, pasando la casa de los Ortiz.
Por allí corría un arroyo que en verano solía secarse hasta quedar convertido en una pequeña laguna, donde pasábamos la tarde pescando renacuajos y mojarras. Les tirábamos migas de pan, que llevábamos en los bolsillos, las pescábamos con un cucharón viejo y las dejábamos en un balde con agua. Después, antes de volver a casa, las devolvíamos a la laguna. Los días de tormenta o de lluvia juntábamos unas ranitas chiquitas, que nunca volví a ver fuera de aquella laguna, las poníamos en unos frascos de boca ancha y las soltábamos todas a la vez. Algunas no querían salir y teníamos que sacudir los frascos con fuerza para que se fueran. Nos acostábamos bajo los árboles panza arriba y comíamos nísperos y grafiones, que crecían silvestres en el monte; o tirábamos piedras al agua que al caer iban formando grandes círculos, hasta desaparecer.
El monte estaba lleno de pájaros: chorlitos y tijeretas, sabiás y benteveos. De arteros, nomás, subíamos a los árboles y les cambiábamos los nidos de lugar mientras los pobres, revoloteando a nuestro alrededor, armaban tremendo alboroto.
Casi todos los del grupo éramos varones, aunque algunas veces iban también las dos hermanas de Marcelo y la hermana menor del Gonchi. Pero la que no faltaba nunca era Carmencita. Andaba siempre detrás de mí. Donde yo iba, iba ella. No podía sacármela de encima. Al final ya ni me molestaba. Me había acostumbrado a tenerla siempre pegada a mis talones.
Carmencita parecía una india. Era flaca y fea. Tenía el pelo negro y lacio, con un cerquillo que le cubría los ojos y unos dientes tan grandes que no le dejaban cerrar la boca. Andaba siempre de pantalones porque, de machona que era, vivía trepada a los árboles como un varón y, según decía la madre, era la única manera de protegerle las piernas de rayones y lastimaduras. Huraña y medio salvaje, jugaba más con los varones que con las niñas. Era de poca conversación, pero observaba todo con una mirada aguda y desconfiada. Según decían en el pueblo, sus antepasados habrían sido indios minuanos. Ella nunca lo aprobó ni lo negó, pero cuando alguno, en su presencia, sacaba el tema, sus ojos despedían flechas que silbaban en el aire.
Era la única que sabía pelar los higos de tuna. Nosotros con una caña los arrancábamos de la tuna y ella los pelaba con un pedazo de caña y un cuchillo que, junto a otras porquerías, llevaba siempre en los bolsillos del pantalón. Los pinchaba con la caña para que no se moviesen. Les cortaba las dos puntas y los abría con un corte de extremo a extremo, entonces sacaba el fruto dulce de adentro que se desprendía entero. Había que tener cuidado con los higos de tuna, no se pueden tocar con las manos, las espinas son tan finitas que ni se ven y si te llegás a pinchar ¡no sabés como duele!
Un año por la Navidad, el Nando se agarró la varicela y me la contagió. Después de la varicela tuvimos los dos, el sarampión. Carmencita venía todos los días a verme. Mi madre le decía que no viniese, que se podía contagiar. No se contagió, y nosotros pasamos el sarampión con ella metida en casa. Leíamos revistas, jugábamos al Ta-Te-Ti, al Veo-Veo. Un día me trajo en un frasco una mariposa grandota de Peñarol. La había cazado ella misma en el fondo de su casa.
Creo que fue ese verano por febrero, cuando al viejo se le puso entre ceja y ceja que teníamos que venir a vivir a la capital. No sé qué bicho lo habría picado, pero lo cierto fue que no hubo manera de hacerlo desistir de la mudanza. Él se vino primero a buscar trabajo y casa, cuando consiguió todo fue a buscarnos. Y un viernes de marzo, a la hora de la siesta con el Nando, en un mar de lágrimas, nos despedimos de todos. Nunca creí que pudiese llegar ese día. Allí, en la estación del ferrocarril, estaban mis tíos, mis primos, los vecinos y mis amigos: Marcelo, Gardelito, el armenio Boruc, el rengo Julio, el Gonchi, el Negro Vidal, el Luis Alberto y Carmencita. Les prometí llorando que todas las vacaciones las iba a pasar con ellos. El jefe de la estación hizo sonar la campana, la locomotora echó al aire una bocanada de humo negro y el ferrocarril comenzó a moverse lentamente sobre los rieles. Carmencita, sin dejar de mirarme, comenzó a correr por el andén junto al ferrocarril que se alejaba. Sin saludar, sin sonreír. Tan solo mirándome. Sin comprender por qué me iba. Y su imagen se fue achicando, se fue perdiendo y se quedó en la estación. Adiós.
Mi padre había conseguido trabajo en una barraca de depósito y venta de lana en la calle Paraguay, de modo que cuando vinimos a Montevideo fuimos vivir a una casa que mi padre había alquilado en el barrio de La Aguada, en la calle Médanos y Nueva York. Frente a mi casa los muchachos jugaban al fútbol. Apenas llegamos, el Nando y yo, nos entreveramos a jugar con ellos. Íbamos a la escuela Piedra Alta y a la matiné del cine Montevideo. Y la capital y su bullicio me envolvieron, me maravillaron y ese verano, pese a mi promesa de volver, no volví a mi pueblo. Muchas noches me dormía pensando en mis amigos y en aquella Carmencita corriendo junto al tren, convencido de que a la mañana siguiente les escribiría. Prometiéndome a mí mismo volver para el próximo verano. Pero ese regreso era siempre postergado.
Pasaron seis años. Ya había cumplido los dieciséis cuando volví para los quince de mi prima Dorita. Esa noche en la fiesta me reencontré con todos mis amigos y con Carmencita. Me costó reconocerla. Se había convertido en una joven hermosa y delicada. Ya no usaba cerquillo y su pelo renegrido caía en bucles sobre sus hombros. Los enormes dientes se habían emparejado y lucían perfectos en su boca. Esa noche me sentí enormemente atraído hacia ella, bailamos juntos toda la noche, al despedirme la besé y le prometí que en diciembre volvería. No volví.
Fui para el casamiento de mi prima Dorita cuatro años después. Pese a mi vida en la ciudad, estaba convencido de que Carmencita sería la madre de mis hijos. Ya estaba terminando mis estudios y tal vez en un par de años podríamos casarnos. Y con la ilusión de formalizar mi noviazgo, volví a mi pueblo.
En la boda de mi prima nos volvimos a encontrar. Cuando llegué al salón de fiesta todo era alegría, música y brindis. Busqué esperanzado a Carmencita entre mis amigos que bailaban, pero no se encontraba allí. De pronto la vi llegar. No oí la música. Desapareció la gente. Solo tuve ojos para ella. Estaba más linda que nunca, la felicidad brillaba en sus ojos y la envolvía en una áurea de serenidad que la hacía aún más hermosa.
Acunaba en sus brazos un hermoso bebé igual a ella. No quise acercarme. Mientras la observaba de lejos, negándome a comprender, oí, como entre sueños, que se había casado hacía dos años con el Gonchi.
No he vuelto más a mi pueblo. La capital te atrapa.

Ad
a Vega, edición 1997 



viernes, 1 de septiembre de 2023

El fresno

   




Un año el Municipio plantó árboles en mi barrio. Sobre la vereda de mi casa dejó un fresno adolescente y altanero. Desde la ventana del comedor lo veíamos crecer y desarrollarse.  A los dos años coronado de flores, se hizo hombre.
 Mi casa tenía un jardín con un muro y un portón. 
                   En esos días mi padre había comprado, en el invernadero, una Palmera Canaria de pocos meses para un cantero del frente.
 La palmera, exuberante, comenzó a crecer en belleza y  regocijo. Con cada nueva palma su tronco se iba engrosando  y entre  su ramazón, fuerte y segura, comenzaron a anidar los gorriones sin querencia.
Una primavera el fresno descubrió a la palmera llena de frutos y trinos. Y comenzó a estirarse hacia el muro para observar a la princesa.
Al principio creímos que era solo  su copa  quien se inclinaba curiosa, pero al llegar el invierno, vimos su tronco encorvado con las ramas ateridas apoyadas en el muro. El fresno trató siempre de llegar a la palmera. Acariciarla, quería. Cada año que pasaba su pobre tronco se encorvaba más, pero la princesa, de aquel amor, nunca se enteró.
 Indiferente y altiva cada día lucía más esbelta.
Los vecinos comenzaron a quejarse porque sus ramas puntiagudas  podían pinchar los cables de la luz y dejar el barrio a oscuras. De modo que mi padre decidió un día quitarla del jardín y se la regaló a  un amigo.
 Desde la ventana viví el dolor del árbol de mi vereda.
 Ese invierno pasó, el fresno no volvió a florecer y ni a dar frutos.  Su cuerpo vencido nunca se enderezó.
Una tarde gris de lluvia anunciada llegó  un niño con una sevillana,  jugando se acercó al fresno y le hizo un corte alrededor del tronco.
Al otro día volvió y paralelo al primero, hizo otro corte más abajo.

Al tercer día,  con la punta de la navaja, fue retirando la corteza entre ambos cortes. Tal vez no era un niño. Tal vez era un ángel, que algún dios compasivo, envió  a conocer el mundo y sus habitantes. Nunca volví a ver al ángel-niño. 
Y sucedió que un día al final de ese invierno, que al fresno de mi vereda, por aquella herida absurda,  se le escapó la vida.

Ada Vega, 2015

lunes, 28 de agosto de 2023

Para Bellum

    






"A fines del siglo XVIII surge en Inglaterra una nueva corriente que pondrá los cimientos del próximo Romanticismo: esto es el Gótico, historias que incluyen elementos mágicos, fantasmales y de terror, poniendo en tela de juicio lo que es real y lo que no".

..............................................................................................................................

La Luger, apostada sobre el anaquel de la armería, observaba al hombre que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los pies, lo observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas. Pidió ver rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. Bien dispuesto, el vendedor se dirigió hacia una vitrina reservada, de donde retiró dos rifles excepcionales. Tomó uno de ellos con mira telescópica y culata estilo Europeo, lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos le fue explicando.

—Este es un rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida, montería, espera y hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic, con culata de cerrojo, en madera de nogal seleccionada.

Lo dejó en las manos del hombre para que le tomara el peso y lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle bajo su brazo derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo mayor, apoyado apenas en la cola del disparador, mientras su mano izquierda recorría lentamente el caño desde la recámara hasta la boca de fuego. Lo tomó luego con sus dos manos, lo observó de ambos lados, apoyó la culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo del arma hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador. Luego, casi morosamente, lo devolvió.

La Luger, desde el anaquel, continuaba observando al hombre, las manos, le observaba y se estremecía. Percibía sobre su propio cuerpo las caricias que el hombre le prodigaba al rifle y una ola de fuego comenzó a devorarla. Las pasiones más ocultas afloraron y los ardores despertaron sus ansias. Y deseó a aquel hombre con desespero.

Anhelaba el calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en la ternura de una caricia. Pero estaba allí, en aquel estante alejado del mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su mente, el alma acaso. El espíritu de la Luger con su poder diabólico. Si él se fijara en ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese hombre sería suyo, y ella de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los días.

El vendedor dejó a un lado el rifle y tomó el segundo mientras le explicaba:

—Este es también un excelente rifle para caza mayor especialmente para caza de jabalí. Es un Rémington semiautomático modelo 750 de cerrojo, con mira telescópica y calibre 35 whelen.

Fíjese —continuó diciendo—, que tiene la culata moldeada, con una carrillera elevada para un rápido alineamiento del ojo con el visor. Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.

Igual que con el rifle anterior, el cazador examinó minuciosamente el Remington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó luego la culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira telescópica lo distrajo, por un segundo, un brillo intenso y fugaz surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del mostrador. Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció ver una chispa de luz. Victoriosa, desde el anaquel, la Luger lo seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro había logrado entrar en la mente del cazador.

El segundo rifle, el Remington semiautomático, fue el preferido. El precio le pareció aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un cheque. Antes de retirarse, intrigado, intentó descubrir qué exhibía el estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al vendedor quien lo acompañó solícito.

—Son armas cortas —le indicó, mientras las recorría con la vista— revólveres, pistolas antiguas. Algunas originales.

—Esa es un Luger alemana —se interesó el comprador, al reconocer el arma.

—Sí, está aquí hace unos días —afirmó el vendedor—, perteneció a una familia alemana. El dueño murió y los deudos quieren deshacerse de ella. Es una Luger Parabellum 9 mm, original —y agregó—, la pistola semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren promoción —continuó diciendo—, desean que se venda sin dar demasiada información sobre ella. Si fuese posible a algún comprador que no le interese su pasado bélico.

Tomó entonces el arma en sus manos y se la pasó al cazador, mientras le explicaba su estructura y funcionamiento. Le comentó que el 9 mm Luger, o la Parabellum 9 mm, era un cartucho para pistolas de uso militar, creado en 1902 por el ingeniero austríaco Georg Luger.

—Actualmente —agregó—, es el calibre adoptado por la OTAN, y por varios ejércitos del mundo. Y, además, usada también como arma deportiva, se la considera muy adecuada para cierta cacería menor y en algunos casos especiales, para caza mayor de montaña.

El cazador escuchaba las referencias del vendedor, sin apartar la vista de la Luger que tenía en sus manos. Nunca le habían interesado las armas cortas, no entendía entonces por qué sentía una especie de atracción por esa pistola de tan mala fama. Sin aclarar demasiado sus ideas decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a fin de que volviera a colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento de entregarla, cambió de parecer y resolvió llevársela consigo. Firmó un nuevo cheque y pidió que no se la enviaran a su casa con el rifle pues —según explicó—, él mismo la llevaría.

Un empleado colocó la Luger en su canana y luego en un estuche de cuero. Después de envolverlo con mucho cuidado, como si fuese una joya de gran valor, se lo entregó al cazador.

Si bien esa tarde la venta se había realizado sin tropiezos para la armería, que se deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus anteriores dueños; no sucedió lo mismo con el cazador que subió al auto y en una acción imprevista abrió el estuche, retiró la pistola, la colocó junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta y resuelto, hundió a fondo el acelerador. Después de hacer 200 Km sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa de campo, Adriano Sabatini llegó a punto para la cena donde lo esperaban su esposa y sus hijos.

La familia Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de Edmundo Sabatini, padre de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a mediados del siglo XX con la idea de comprar tierras para sembradío; una vez establecido decidió consultar con sus vecinos linderos, quienes le informaron que era éste un país netamente ganadero, debido a la buena pastura y al agua abundante de sus ríos y arroyos. Por lo tanto, el recién llegado, decidió cambiar su visión y dedicarse a la empresa ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona que luego, ante los avances científicos y tecnológicos, se convirtió en una moderna estancia ganadera.

La propiedad constaba de extensas zonas de pastoreo como también de espesos montes cerriles, cruzados de arroyos, donde se albergaban feroces familias de jabalíes que diezman constantemente las majadas.

Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún puma que dos por tres se avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se había formado cazador.

Esa noche, después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su familia, Adriano dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola Luger que comprara en la armería. No habló de ella. No la mencionó. Sí, comentó del rifle y avisó que lo enviarían en breve.

De todos modos, esa misma noche antes de retirarse a su dormitorio entró a su oficina y se detuvo un momento con la Luger en sus manos, acariciándola, mimándola como si hubiese nacido entre ambos el hechizo de un amor prohibido.

Los días y los meses se fueron sucediendo y Adriano fue poco a poco apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a entender el real motivo de su actitud. En los últimos tiempos solía permanecer largas horas encerrado solo en su oficina.

Nina, la esposa de Adriano, percibió el alejamiento de su marido mucho antes de que él mismo se percatara. Trató en varias oportunidades de hablar con él, pero Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema con su mujer. Nina entendió que la causa del alejamiento de Adriano debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día, pasaba más tiempo. De modo que, en la primera oportunidad que se le presentó, se dirigió a la oficina de su esposo. Lo primero que hizo, una vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del escritorio. Y encontró la pistola. No dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una pistola tan antigua —pensó—, tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a un costado casi con desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina buscaba algo distinto, fino, delicado, perfumado tal vez. Algo que le hablara de otra mujer. Sólo por ese motivo —creía—, su marido dejaría de amarla. Ella le había dado tres hijos, lo había amado y lo amaba todavía. Si había llegado el fin de aquel amor necesitaba conocer a su rival. Saber quién era la otra, como era, por quién la estaba dejando. Saber si era más joven, más inteligente, más hermosa.

—Y esta pistola ordinaria molestando —se dijo—, y desdeñosa la tiró al fondo del cajón.

La Luger, cegada por el odio, leía los pensamientos de la mujer. Maldita, maldita —pensaba—, y la envidia la corroía. Sabía que con una mujer no podría nunca. Jamás lograría invadir la mente de una mujer. Son fuertes —se decía—, ven mucho más allá de lo que ven los hombres. Saben conquistarlos, seducirlos, enamorarlos, poseerlos. Maldita —y dejó de mirarla—: Nina había cerrado el cajón.

En los días que siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de vida, la situación ya establecida con su pareja se tornaba cada momento más tensa y él no intentaba una solución. Permanente, en su conciencia, la imagen de la Luger le hablaba sin voz y sin palabras. Ordenaba, decidía por él, su vida y su futuro.

Poco a poco abandonó el trabajo en el campo y últimamente, había delegado en el administrador de la hacienda todo lo concerniente a su heredad, a su patrimonio. Se había despojado de sus bienes y pertenencias que no eran solo suyos, sino de su esposa y de sus hijos, para que el administrador se encargara de manejarlos. Fue así perdiendo interés en todo lo que lo rodeaba. Enfocadas las cosas de esa manera Nina pensó intervenir por última vez. Una tarde en que Adriano se encontraba encerrado en su oficina, Nina entró decidida a poner punto final a la historia.

Adriano se encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja pistola que encontrara ella una tarde en un cajón de su escritorio.

La sostenía, no como se toma un arma para limpiarla o cometer suicidio. La sostenía como…con afecto. Casi… ¿con amor...? Adriano le hablaba muy despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a aquel pedazo de fierro viejo? Intuía que el hombre, se estaba volviendo loco. No sabía que ya había enloquecido del todo. Decidida se acercó al escritorio.

—Adriano, qué haces con esa arma en la mano. Te has vuelto loco —le gritó enojada. Y trató de quitársela de entre las manos. Pero él no se lo permitió.

— No la toques —le gritó. Y la apretó junto a su pecho.

—Adriano, haz perdido la razón, te haz enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.

—No es una pistola vieja ni arruinada. Es una Luger, legítima. De colección. Y es mía y me necesita.

—Ella te necesita. Hazme caso: si no quieres perder tu casa y tu familia apártate de esa pistola diabólica que te está volviendo loco. Reacciona, por favor. Desde cuándo las armas tienen sentimientos. No te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento de Satanás, vaya a saber cuándo y por qué. Tienes que tirarla al mar para que se entierre en la arena y nadie la vuelva a encontrar.

—Nina, tú no entiendes, no puedo separarme de ella porque la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.

La esposa de Adriano no quiso esperar más y esa misma tarde se fue con los niños para la capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el divorcio. Volvió a los pocos días a buscar sus pertenencias y la de los chicos y cargó todo en la camioneta. Antes de partir se dirigió a la oficina de Adriano. No había nadie. Abrió el cajón y tomó el arma: —No te vas a salir con la tuya pedazo de fierro viejo —le dijo a la Luger— voy a llevarte conmigo y voy a tirarte al fondo del mar.

La Luger la observaba con odio: no podía influirla, ni manipularla no podía entrar en la mente de la mujer. Sintió que el odio la consumía, hubiese querido huir, esconderse, escapar de las manos de la mujer. Llamó al hombre con gritos mudos y desesperados para que la librara de las garras de la mujer. Entonces entró Adriano que al ver a Nina trató de quitarle el arma. La voy a tirar al mar —dijo ella— y se trabaron para ver quién se la quitaba a quién. Se enfrentaron, cara a cara, Adriano y Nina con la Luger en medio de los dos. Y en el forcejeo sonó un disparo que atravesó el aire y el corazón de Nina.




La noche vistió de luto la arena y el agua del río. Sólo el rumor de las olas al morir una tras otra, junto a la orilla. Sobre la rambla los automóviles, con sus luces encendidas, se cruzaban, en un ir y venir de vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad. Inmutables anónimos de los dramas que, por las noches, acechan en cada esquina, en cada rincón.




El hombre abandonó su escondrijo. Caminó a tumbos sobre la arena húmeda. Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que, como luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos alucinados. Qué buscaba el hombre. Hacia donde iba. Intentó cruzar la calzada y un auto lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó tirado sobre la banquina. Los coches que pasaban no se detuvieron. El hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del auto y fue hacia el que estaba caído, para comprobar que ya no necesitaba auxilio.

Observó que sobre el pecho del hombre la chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo de un arma de fuego. Se detuvo un momento a observarla. Parece una Luger —se dijo. La tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin pestañar.

—Es una Luger Parabellum, de colección. Qué hacía este vagabundo con una Luger de colección —se preguntó extrañado. Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta deportiva, volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.

Mientras la Luger, arrebujada junto al pecho del hombre, se encaminaba, maligna y victoriosa, hacia un nuevo destino.




Ada Vega, edición 2010

El collar de caracoles

 




Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar sobre la arena erizada. De todos modos, en cuanto llegamos salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura. Los cangrejos, barridos por el agua, se escabullían entre las grietas. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. 

El océano comenzó a rugir ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno. Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce uno la pequeñez del ser humano frente a la fuerza devastadora del océano. De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse.

 Andrés dijo que era hora de almorzar, de modo que volvimos sobre nuestros pasos, pasamos junto a las barcas de los pescadores, donde algunos de ellos trabajaban con las redes, y otros calafateaban o ajustaban los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido. A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. 

Todos los veranos compraba algo para mí, y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa. Ese medio día pasamos por allí. Andrés se había adelantado un poco y me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención un collar de caracoles. Eran seis caracoles nacarados de distintas formas, pero de igual tamaño, unidos a una cadena de plata. En medio de los seis lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para estrenarlo, esa misma noche, en una cena especial que teníamos programada con Andrés.

 Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una botella de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados. 

Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar aquella noche y que, cuando al día siguiente fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido. Aquel collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días. 

El vínculo amoroso que me unía a Andrés, comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos, no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios altibajos. Andrés demostró siempre ser un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros quince reformarla. Llevábamos seis años de casados cuando nació nuestro primer hijo, porque yo decidí un día no esperar más. 

A los ocho años de casados nació el segundo varón y a los diez años nació Camila. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar sobre nuestras vidas. Ayudarnos, si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita.
 Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante llamado Atilio con quién mantuvo una relación de varios años. Ella se había enamorado, pero el hombre estaba casado y aunque no habló jamás de separarse de su mujer, siempre pensó que la amaba. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba todas las peripecias de su amor prohibido. Al principio la aconsejaba, era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba muy enamorada y no aceptaba consejos. 

Corrieron los años y para mí la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me contó, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas pertenencias, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. 

—Un collar —le pregunté. 
—Sí, —me contestó— un collar que me trajo hace años al volver de unas vacaciones. 
No me acordaba si me contó o si se lo vi alguna vez. Micaela tenía mucha bisutería que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. Le comenté que me alegraba su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie y le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila. 

Esos días previos a la fiesta anduve muy complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar. El mismo día de la fiesta, buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La había visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guardaba planos y proyectos y, semi oculto, al fondo de un estante, encontré un estuche azul. 

Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar. Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve. 

Ada Vega, año edición 2004