Maduraron a destiempo las frutas de aquel verano. Los duraznos jugosos y aterciopelados, las manzanas rojas y tentadoras. Los damascos, las sandías, las uvas y las naranjas.
Fue aquel un verano agobiante, con un sol abrasador que mantenía a las personas tumbadas, sin deseos de trabajar, esperando el refresco de la tarde.
A la salida del pueblo, un camino bordeado de palmeras llegaba hasta la finca de don Emilio Acosta Píriz. Ubicada al norte de Treinta y tres, la propiedad consistía en una amplia extensión de tierra dedicada a la labranza. Don Emilio junto a sus hijos y algunos peones, salían muy temprano a sus labores del campo y volvían cuando el sol del mediodía caía vertical.
Con ellas también se encontraba Merceditas, la hija menor de la familia Acosta Piriz, que acababa de cumplir sus quince años.
En la cocina doña Elvira, la esposa de Don Emilio, rodeada de latas de melaza y azúcar rubia, de canela y clavos de olor, iba preparando el almíbar y el caramelo a punto en ollas de cobre, donde se cocinarían los dulces y las mermeladas para consumir en el próximo invierno.
Aquellas dulzuras eran luego guardadas en frascos herméticos, y almacenadas en las amplias alacenas de la despensa. Todos los veranos la casa se inundaba de aquel aroma a frutas y dulces caseros.
Merceditas sentada bajo los árboles contaba muy entusiasmada a las muchachas, que esa tardecita había retreta en la plaza del pueblo y que ella concurriría con sus padres.
El paseo a la plaza a escuchar las interpretaciones de la banda, era para el pueblo un acto de importancia social.
Allí se congregaban los vecinos más relevantes del lugar con sus hijas y sus hijos casamenteros. Las señoras se ponían al tanto sobre las tendencias de la moda, los caballeros se reunían a conversar de política y las chicas paseaban del brazo con sus primas y amigas alrededor de la pérgola donde se ubicaba la banda. Al pasar junto a los jóvenes reunidos en grupos, cambiaban con ellos saludos y miradas cargadas de intención animándolos, de ese modo, a que se les acercaran.
Aquella tarde la familia de don Emilio Acosta Piriz llegó a la plaza en una volanta. Doña Elvira tomó asiento en un banco junto a unas señoras de su amistad, mientras don Emilio, en grupo de correligionarios, se ponía al día con las últimas noticias llegadas desde la capital.
Mientras la banda interpretaba un vals de Strauss, Merceditas, con un grupo de amigas, fue a dar una vuelta por la plaza. A un costado de la banda, se encontraba un joven alto, de cabello y ojos oscuros, que la miró interesado. Ella también se sintió tocada. Quedó pensando en él hasta el otro día en que volvió a verlo en la esquina de la iglesia, cuando pasó con su madre para la misa de once.
Para la próxima tarde de retreta ya sabían ambos quién era quién. Presos del destino, se habían enterado que nada podía ser posible entre los dos. La familia de don Emilio pertenecía al partido político que gobernaba el país. La familia del joven era gente de Saravia. De todos modos, la primera tarde en que volvieron a encontrarse en la plaza, el muchacho se acercó y le confesó su amor. Ella lo aceptó de buen grado y le comunicó que pediría permiso a sus padres para que la visitara.
La madre juró que nunca, bajo ningún concepto, permitiría ella que un “blanco” pisara su casa. Demasiados familiares habían enterrado, caídos en batallas a manos de los blancos saravistas.
El padre se puso rojo de ira y gritó que nunca. Ni sobre su cadáver. La joven lloró, imploró. Las batallas ganadas y perdidas habían quedado atrás. Ellos ni siquiera habían nacido cuando esos hechos luctuosos ensangrentaron al país. Pero los padres no tranzaron. Jamás lo harían.
Desde entonces Merceditas fue solo una sombra recorriendo la casa. Un día recibió un mensaje.
Enterado el padre dijo que no permitiría esa unión bajo su techo. Que no había nacido el “colorado” que tuviese la osadía de atravesar la puerta de su casa. Y que si él se obstinaba en esos amores, abandonara la casa y se olvidara de que alguna vez tuvo padres.
La joven a medianoche estaba allí. El muchacho llegó y en ancas de su caballo se la llevó. Llegaron a la estación del ferrocarril y con los boletos en la mano corrieron por el andén. La campana del tren, que salía rumbo a la capital, amortiguó apenas el sonido seco de dos disparos.
Un viento porfiado intentó desprender de la mano del muchacho, los dos boletos marcados con destino a la gran ciudad del sur.
Maduraron a destiempo, las frutas de aquel verano.
Ada Vega, año edición 2003