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viernes, 4 de agosto de 2017

Volando bajo



En los campos de Rocha,  hacia el norte y sobre la costa, tenía su casa don José  Pedro Segovia. Una casa de piedra de estilo español mirando al sur,  del tiempo del coloniaje, que don José Pedro heredara por cuarta generación. Allí vivía con su mujer, Ana Luisa, y sus seis hijos.
La familia llevaba una vida apacible cultivando campos y criando animales. Sólo distorsionaba un poco la tranquilidad del lugar, la mala costumbre de su hija más pequeña de pasarse el día volando.
Extravagancia que nació con ella. Cuando normalmente los niños comienzan a intentar sus primeros pasos, ella desde el corralito  trataba de levantar vuelo. Tenían que cuidarla porque en lugar de caerse al suelo como los niños cuando aprenden a caminar, ella se golpeaba la cabeza contra el techo.  Y no volaba con alas, que lógicamente no tenía, ni como Superman con el cuerpo horizontal y  los brazos extendidos. No, nada de eso. Ella volaba de pie, no se impulsaba ni pronunciaba palabras mágicas. Al igual que nosotros caminamos, ella volaba con el sólo deseo de hacerlo. A veces recorría la casa a veinte centímetros del suelo, sin mover los pies. O paseaba recorriendo el  campo por encima de los animales, poniéndolos nerviosos, o andaba por las copas de los árboles revisando nidos.
Sus padres no estaban de acuerdo con esa singularidad. Se lo tenían prohibido, argumentando que los seres humanos no estábamos hechos para esas veleidades, y que si Dios hubiese querido que voláramos, nada le hubiera costado agregarnos un par de alas como hizo con los ángeles.
Por lo tanto le ordenaban que pusiera los pies sobre la tierra y que caminara como todo el mundo. Pero María José, que así se llamaba la niña, era tan dulce y sensible como libre y desobediente, y en cuanto los padres se distraían, se elevaba por los aires y desaparecía entre los eucaliptos.
Temiendo entonces que se perdiera, andaba toda la familia buscándola, mirando para arriba cayendo y  tropezándose unos con otros.
A medida que fue creciendo, la chica fue ampliando su espacio de vuelo. Comenzó a pasar revoloteando sobre los campos vecinos llenando de pánico a sus habitantes, quienes  dudaban entre bajarla de un escopetazo, para después averiguar quién era, o aceptar lo que decían la mujeres de los campos vecinos: que era un ángel que Dios había mandado a la tierra, para ver qué hacíamos los seres humanos con el mundo que nos dio para administrar. Pronto se enteraron que la niña voladora era la más chica de los Segovia, se acostumbraron a verla, creyeron que era un poco excéntrica, y agradecieron que no fuese una mensajera de Dios en plan de inspección divina.
María José comenzó entonces a aterrizar en  las fincas  vecinas haciendo amistad con los jóvenes que allí vivían, y con sus padres y parientes con quienes conversaba animadamente, pues, dejando de lado su extraña manía, era una chica muy alegre, de buen corazón y muy sociable.
Los padres de los muchachos casamenteros veían con recelo la amistad de éstos con la chica, temiendo que alguno se enamorara, llegara al matrimonio, y vieran un día a sus nietos volando como pájaros sobre sus cabezas, peligrando a que algún desprevenido los llenara de perdigones. Así que cuando Luis Machado, hijo de uno de los matrimonios temerosos, declaró su amor por la joven los padres se opusieron, lloraron, se desesperaron, y terminaron aceptando, bajo la firme promesa del muchacho de que cuando María José fuera su mujer, no abandonaría la casa para andar volando por ahí.
Los jóvenes se casaron en una boda sencilla. Ella entró a la iglesia del brazo de su padre, caminando con paso seguro sobre la alfombra roja. Estaba tan hermosa vestida de novia con su cabello rubio y su cuerpo tan grácil, que muchos recordaron cuando la vieron por primera vez y creyeron que era un ángel que Dios había mandado a la Tierra.
Reconocieron entonces que era toda una mujer y le pidieron al Creador que los hiciera felices y que ella abandonara  de una buena vez la manía de volar.
La nueva pareja fundó su hogar en Treinta y Tres donde los padres de Luis tenían unas hectáreas de campo. De modo que para allá se fueron, se amaron apasionadamente y, aprovechando el joven esas noches de amor y deseo, trató de lograr de su adorada esposa la promesa hecha a sus padres, de que no volvería a andar planeando, escandalizando a la gente.
María José lloró amargamente en sus brazos. Prohibirle volar, le dijo, era como cortarle las alas; le prometió  en cambio que sólo volaría dentro de sus tierras. Fue un acuerdo.
Viajaba en Charré para visitar a sus padres y a sus suegros, y llevándoles a conocer cada año un niño rubio, llegó a completar la media docena.
Mientras tanto, ayudada por una mestiza que vivía con ellos, cocinaba, atendía la casa y criaba a los niños con amor y paciencia tratando de terminar lo más pronto posible con los quehaceres, para volar al encuentro de su marido y acompañarlo mientras trabajaba en el campo.
 Él la esperaba impaciente todas las tardes, hasta que al fin la veía venir volando bajo como las gaviotas. Volvían luego a la casa juntos y abrazados. Tranquilizado porque nunca vio a sus hijos tratando de ganar altura, supuso que no habían heredado la chifladura de su madre.
Los abuelos  de ambos lados, que ya no temían ver a sus nietos atravesando el cielo, se sentían felices cuando los niños pasaban unos días con ellos.
Los seis hijos de María José y Luis crecieron y fueron muchachos formales y muy trabajadores. Un día se casaron,  se radicaron en distintos departamentos, fueron felices y comieron perdices. Sin embargo hubo quienes juraron que cuando María José murió, siendo una adorable viejecita, vieron a seis hombres que al finalizar el sepelio, elevándose, desaparecieron entre las copas de los árboles en distintas direcciones. Pero no sé si será cierto. La gente que no tiene nada que hacer, es muy de inventar cosas.


Ada Vega -  2002   Sígueme: http://adavega1936.blogspot.com/

Jugar con la muerte



Aquella tarde  de domingo el bar se encontraba  desierto. Jugaban los dos grandes en el estadio y desde temprano, los fanáticos aguardaban en las tribunas.
 Yo caí  a Los Yuyos como a las tres de la tarde. Arnoldo, sentado en la caja, estaba pendiente de una película sueca de  los años sesenta llamada Adorado John,  una película que dio que hablar en aquellos años.  En el otro extremo del mostrador, Dante leía el diario. Me servía un café cuando entró la muerte restregándose las manos.
 Dos por tres venía la fulana a jugar  a las cartas con Guillermo,   un muchacho motoquero que le gustaba jugar con ella. A mí nunca me gustó jugar con la muerte. No porque le tenga miedo, le tengo respeto por vieja, y desconfianza por tramposa.
 Se sentó en una mesa junto a una de las ventanas que da sobre Luis Alberto de Herrera,  pidió un mazo de cartas y me hizo señas invitándome a jugar.
—No quiero jugar —le dije.
—¿Me tenés miedo? —me contestó.
—Sabés que no me gusta jugar con tramposos.
—A veces hay que transar para conseguir una tregua.
Tenía razón. Guillermo demoraba, estaría en el estadio. Me senté a jugar.
—¿Por qué tan temprano por el boliche?
—Yo no tengo horario.
—Por lo general venís de noche.
—Porque es cuando hay más trabajo, hoy terminé temprano.
—Trabajo ingrato el tuyo.
—Cortá. Trabajar es ingrato, no se debería.
— Pero tu trabajo es inhumano.
—Jajaja, ¡tal vez!
Jugamos dos partidos y ganamos uno cada uno. No quise jugar el bueno por no darle chance.
En el estadio había terminado en empate. El bar comenzó a llenarse de parroquianos.
Dejé a la muerte y me acerqué al grupo a escuchar los comentarios del partido. En medio del revuelo, las opiniones a los gritos y las risas, llegó un vecino  a contar que Guillermo había muerto en un accidente. Me di vuelta hacia la mesa donde minutos antes había estado jugando a las cartas.  La muerte se había ido.
—¿Cuándo pasó? ¿A qué hora fue?
—Chocó con la moto  cuando iba para el estadio a ver el partido.
Me quedé pensando en la muerte.
—Hoy terminé temprano —había dicho.
“…esa puta vieja y fría, nos tumba sin avisar.”

Ada Vega, edición 2014 

martes, 1 de agosto de 2017

Romería, Café y Bar




Cada tanto en la noche tácita, cuando el barrio duerme y solamente los gatos y las almas en pena recorren sus calles, con mi padre y mi hermano llegamos hasta la esquina de Bompland y José María Montero. Allí, sobre Bompland, abría su puerta el ROMERÍA – CAFÉ Y BAR. Un boliche casi centenario. Angosto. Con la caja a la entrada, un mostrador de mármol a lo largo y cinco ventanas a la calle. De barrio. De amigos. Tuvo sus días memorables y sus noches para el recuerdo.
 Allí  escuché   narrar cuentos fantásticos a  parroquianos que sabían de qué hablaban. Anécdotas y  alegrías de Defensor como la de 1976, cuando rompiendo la hegemonía de los grandes logró salir Campeón Uruguayo. Donde oí  a hombres mayores,  de los que no se podía dudar, contar historias sobre personajes que  caminaron  las mismas empedradas calles del barrio.
 Empecé a ir  al bar de botija, con mi padre y mi hermano. Íbamos de tardecita, mi padre se quedaba con los amigos y nosotros cruzábamos a la plazoleta Azaña a jugar al fútbol. 
Cuando lo conocí,  el Romería estaba en Bompland y José María Montero, pero mi padre lo frecuentaba desde los años en que estuvo en la esquina de Williman y Montero, y Pascale vendía los diarios dentro del boliche.
En esos años mi hermano enfermó y falleció antes de terminar el liceo. Entonces papá  abandonó sus atardeceres de caña y mostrador y se encerró en casa.  Mi madre me decía que fuera con él hasta el Romería para que aliviara un poco su tristeza y se distrajera. Pero a mi padre volver le costó más de dos largos años. Un día  comenzamos a ir  un rato de mañana, antes de almorzar. Creo que su vuelta lo ayudó a recuperarse. Conversar con sus amigos, comentar las últimas noticias de los diarios. Hablar del viejo Defensor.
Recuerdo que mi padre nunca se sentaba. Siempre lo vi tomar de pie con dos o tres amigos  junto a la caja donde estaba don Julio, que también entraba en la rueda de conversación. Yo me quedaba a esperarlo en una mesa junto a  la ventana,  mientras miraba para afuera y tomaba una coca. Y los años se sucediron.
Cuando falleció mi padre, yo ya estaba casado. Nunca más fui al  bar.  Entonces tenía mi vida muy ocupada. No me daba el tiempo para perderlo haciendo boliche. Entendía que aquella era una costumbre del pasado. Que las copas junto al mostrador, las charlas de amigos,  no tenían razón de ser. Que era aquella una vieja costumbre de gente que no valoraba el tiempo, gastando en copas y hablando trivialidades. Eso pensaba yo.
En los últimos tiempos mi madre solía llamarme por teléfono, para pedirme que "te des una vueltita  un día de éstos, así  acompañás  a papá, que anda con ganas de ir un ratito al  bar”. Y allá íbamos los dos. Nunca dejé de acompañarlo. Él podía tomar una…bueno papá ... dos. Yo tomaba un liso y me quedaba con él  junto al  mostrador mientras sus ojos grises buscaban, sin encontrar, algún amigo de antes para hablar de fútbol o comentar de política. Muy de vez en cuando encontraba algún conocido. La clientela había cambiado. Los veteranos como él ya casi no frecuentaban el café. Poco a poco se habían ido retirando a cuarteles de invierno. Sólo entraba gente de paso: a comprar cigarrillos, chicles, un par de cervezas. A mirar fútbol en el televisor. A leer el diario.  Mi padre sufría la ausencia, la pérdida de los amigos. Aunque nunca lo dijo cuando volvíamos caminando lento por las callecitas arboladas camino a casa, él tenía en sus ojos una mirada empañada de nostalgia.
Fue largo el tiempo que me llevó entender el amor que mi padre le tuvo siempre, al boliche del barrio. Dicen que el tango espera a que cumplas los cuarenta. Que sabe esperar. Creo que los boliches de barrio, hubiesen querido esperarnos. Pero no pudieron. Se fueron quedando en el tiempo que los devoró. Desaparecieron sin ruido. Humillados. Fuimos nosotros, las nuevas generaciones, quienes los dejamos morir en soledad.  Quienes, de ex profeso, despreciamos su cátedra señera de copas y mostrador donde, hablando poco y escuchando mucho, los muchachos aprendían a caminar en  el mundo tal cual es. Donde, juntos, compartían la noche el estudiante de ingeniería, con el muchacho metalúrgico y el aduanero. Donde escuchando a los más viejos los más jóvenes aprendían las reglas, no escritas en los textos, de los límites, la mesura.  Materias que no  se enseñan en  el taller ni en la universidad.
Pero nosotros no supimos. O no quisimos. Cuando reaccionamos y llegamos a entender la sabia filosofía bohemia de los boliches de barrio,  ya la noche del olvido  se había cerrado sobre ellos. Galiano una vez me lo dijo. No el Galeano de Malvín. El de nosotros. Una mañana pasó por la vereda rodeado de sus perros, yo venía de comprar el diario en el quiosco de  Pascale,  me crucé con él  frente a las ventanas del bar y me dijo: cuiden ese boliche, cuiden el Romería, si no lo cuidan se les va a morir...cuiden ese boliche. No entendí lo que quiso decirme  sino mucho tiempo  después, cuando el Romería bajó definitivamente la cortina. Hoy  sé que me hubiese gustado venir al bar a tomarme una con mis amigos del barrio, como hacía mi padre, mientras mis hijos jugaran en la plazoleta. Me hubiera gustado, pero no me alcanzó el tiempo.
Con mi hermano y mi padre venimos algunas noches a recorrer el barrio. Cuando todos duermen. Cuando sólo hay sombras recorriendo las callecitas empinadas. Cuando sólo los gatos maúuuuullan un saludo, al vernos pasar. 
Entonces nos quedamos un rato junto a la puerta clausurada del viejo bar. Junto a sus ventanas herméticas. Junto a su soledad.
Rara vez  vemos cruzar algún vecino. De todos modos, a nosotros, nadie puede vernos. Sólo Galiano, perdido en su mundo, creo que  nos vio una noche.
 Pasó junto a nosotros por Montero hacia el sur, cabizbajo, rodeado de perros.  Se los dije más de una vez —le oímos decir--, no abandonen al Romería, si lo abandonan lo van a perder. No lo ayuden a morir. ¡Se los dije más de una vez…! Nos  quedamos mirando su paso inseguro, su conocida figura  tan lejos del bien y del mal. Tan cerca de Dios. Antes de llegar a De la Torre se lo tragó la oscuridad.
Muchas veces, en la alta noche, venimos con mi hermano y mi padre a recorrer el barrio y pasamos por el Romería. Permanecer  un poquito allí, junto a sus cansadas paredes, junto a sus ventanas tapiadas, es como volver a un pasado  lejano. Perdido. Es como detener el tiempo  para volver a vivirlo.
Sin embargo la vida pasa, se va y no vuelve. Y el Romería, como nosotros, también se fue de Bompland y Montero. Se fue del barrio. Cayeron a pedazos sus paredes sobre la vereda. Arrancaron sus puertas. Sus ventanas.
 Otro edificio comienza a levantarse sobre sus ruinas. Se fue el viejo café, nacido en el arrabal montevideano. Aquel arrabal de esquinas ochavadas,  de faroles tristes, callecitas empedradas,  de  glicinas en los tejidos de alambre y zaguanes a media luz. Como se fue el tranvía  35, el reloj de la curva y  la penitenciaría.
Será por lo tanto el Romería, para los vecinos que lo conocieron y los parroquianos que lo frecuentaron, desde hoy y para siempre, solamente un  recuerdo.  Un grato recuerdo de un tiempo, que también se fue.
Ada Vega, 2012