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martes, 29 de diciembre de 2015

El que primero se olvida



    
María  Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones.  Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes. Y ella llegó una tarde como obsequio del buen  Dios.                                                                                                             
María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido  y por ende a sus hijos.  Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.
 Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por  haber comido una manzana  del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero  hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede,  por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.
Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas  era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
 De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó  casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el  terror hizo presa de su pobre alma.
 El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron.  Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha  para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella  le servía a él.
 La madre del novio opinó que los recién casados deberían  vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su  casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban.  Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita.  Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y  cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al  comprobar que no era tan  bravo el león como se lo habían pintado. 
A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer.
María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven  juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en  el pueblo una casa para alquilar. Encontró una  a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.
Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada.  Y  a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y  que por nombre me puso Germán.  Igual que mi padre.


Cuando terminó de contarme esta historia,  mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.

domingo, 27 de diciembre de 2015

Primer actor de reparto




Ese año, una primavera anticipada se anunciaba en  los jardines y en los árboles de las veredas. Los niños llenaban las plazas y  el viento de septiembre elevaba las cometas madrugadoras que coleaban bajo el sol.
Delia en su casa trataba de controlar la preocupación que hacía unos días la atormentaba,  debido a la salud de su esposo que, al parecer,  se iba deteriorando día a día. Hacía un tiempo que Julián no se sentía bien. Se le notaba en la cara y en el genio. Había sido siempre un muchacho dispuesto,  de buen carácter. Sin embargo, últimamente se lo veía molesto, nervioso, distanciado de su familia y sus afectos. No se sentía bien. Él mismo lo decía. Que estaba enfermo, le repetía a su mujer. Que no iba a vivir mucho tiempo más. Y se iba como apagando.
                                                                                                                                              —Tienes que ver un médico —le decía Delia—, tú  no puedes diagnosticarte. Si sigues inventándote dolores y malestares vas a enfermarte de verdad.
Delia trataba de minimizar la postura de su marido ante una eventual enfermedad, a fin de que el hombre no se preocupara más de lo que estaba.
De todos modos él insistía:
 —Yo me conozco, si te digo que no me siento bien por algo te lo digo, el médico no va a saber más que yo. A mí se me terminó el tiempo. ¡Ya vas a ver!
Y la pobre sufría, callada, tratando de ocultar su angustia.
—Pide que te adelanten la licencia y vete unos días al campo a ver a tus hermanos. Descansa, estás muy estresado.
 Estaba convencida de que el malestar de Julián era debido al cansancio, al excesivo trabajo, a sentirse presionado ante la responsabilidad de la casa, de los hijos ¡de ella misma! Su marido se exigía demasiado.
Una mañana cuando Julián salía para el trabajo creyó verlo de mal color. Se acercó a la ventana y lo vio marchar encorvado, con la cabeza baja. Mordía las lágrimas mientras preparaba el desayuno de los niños que iban a la escuela. El más pequeño dormía en la cuna.
Cuando los hijos se fueron pudo aflojarse. Se sentó en un banco de la cocina con los codos apoyados en la mesa, ocultó la cara con sus manos y lloró. Lloró de dolor y de miedo. Lloró por él y por ella. Y por primera vez desde que se conocieron, percibió el impacto de una amenaza golpeando la tranquilidad del hogar. Una amenaza velada que iba tomando cuerpo, al pasar  los días, como una sombra fatídica. Trató de sobreponerse,  secó sus lágrimas y permaneció sentada, sin fuerzas ni voluntad para ponerse de pie y continuar con las tareas de todos los días.
La enfermedad de Julián la había encontrado  desprevenida.  Hasta ese momento.
Nunca había  pensado que él o ella pudieran enfermarse de gravedad. Voló su imaginación y se vio sola  con sus hijos. Pensó que el mundo se le caería encima, que sin su marido no podría vivir. Decidió no dejarse vencer por la inquietud. Tenía el deber de ser fuerte. Su marido la necesitaba y ella no lo defraudaría. Más tranquila comenzó a ordenar la casa mientras recordaba el día aquel en que se conocieron. Fue en tiempos de estudiantes. Delia  abandonó sus estudios para casarse. Julián  eligió una carrera corta  y consiguió trabajo en un laboratorio. Después vinieron los hijos. A medida que Julián progresaba, Delia se dedicaba por entero a su familia. La vida  para ellos transcurría dichosa, sin que ninguna sombra la oscureciera. Hasta el día que Julián comenzó a sentirse mal. Entonces todo cambió.
La primavera venía adelantada. Tal vez fueron esos días tibios y luminosos que lo convencieron a pedir licencia en su trabajo, para pasar unos días en el campo. Como bien decía su esposa, el descanso y el aire puro, posiblemente, mejorarían su salud. Lejos de la ciudad y del trabajo, en la quietud del campo encontraría la paz y la tranquilidad que su cuerpo  y su  espíritu necesitaban
Trata de no fumar mucho, mi amor. Y de nosotros no te preocupes que vamos a estar bien —mintió para no preocuparlo.
Le preparó una mochila con todo lo que necesitaría: ropa de frío y de lluvia (estaba anunciado mal tiempo). Se fue  cuando el sol se extinguía. Besó a los niños  y a ella sin mucho calor.
Delia quedó con sus hijos en la puerta de calle. El más pequeño en sus brazos, el varón abrazado a sus piernas, la niña más grande, apretada a su costado.
Lo vieron alejarse encorvado, la cabeza gacha, arrastrando la mochila.

Se levantó un viento frío, ¿o a Delia le pareció?
El hombre siguió caminando. Dobló en la primera esquina. Enderezó la espalda, levantó la cabeza, echó la mochila al hombro y se fue, calle arriba, del brazo de otra mujer.

Ada Vega,