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sábado, 12 de marzo de 2022

Por mano propia

  




 

         Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente, marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna  alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido, mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.

Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
 Los primeros rayos de  un sol que se esfuerza entre nubes, comienza  a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén. 
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete, que lo arrima hasta su trabajo.  Clara quedó frustrada,  anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
 La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
 Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas, oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó  demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos. Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio, con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
 Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y  encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un  cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo  era una patraña,  una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre. 
—No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y  hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.  
—Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber. 
—No sé. No sé. Y la duda otra vez.  Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no  iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se echa a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado,  pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final.  No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero,  el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día.  En ese momento una mujer joven abandona  el negocio y se dirige a su domicilio situado  frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque  pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó, sin salir de su asombro, en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor,  tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en  otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del  hijo,  había una cuna  con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida .


Ada Vega, año edición 2013

viernes, 11 de marzo de 2022

En el nombre del hijo

 




 A José Gervasio Artigas Zabaleta el nombre le pesaba una enormidad. Y le pesaba por varias razones. En primer lugar, porque era un nombre demasiado grande para llevarlo sobre su cuerpo menudo. Y le pesaba, además y principalmente, por las bromas que siempre soportó y de las que nunca logró zafar. En sus pagos de Tacuarembó, los amigos al conversar con él le decían: sí, mi general; no, mi general; positivo; negativo; a la orden jefe. Se cuadraban haciendo la venia cuando él llegaba, y le preguntaban por Ansina o si quedaba algún lugar en las carretas para acompañarlo de excursión  hasta las costas del Ayuí. Sus coterráneos lo tenían cansado con las chanzas, así que cuando sus padres decidieron bajar a Montevideo a probar mejor suerte, si bien no se alegró, pensó que tal vez acá su nombre podría pasar inadvertido.


   José Gervasio había nacido en un paraje muy pintoresco a doce kilómetros de la ciudad de Tacuarembó llamado Capón de la Yerba, al costado del camino que va hacia la Gruta de los Helechos, y aunque se adaptó con facilidad a la capital, siempre llevó en su memoria y en su corazón, el recuerdo de su pago al que volvería mucho tiempo después.
   Cuando vino a vivir a Montevideo tenía trece años. Ese verano lo anotaron en la Escuela Industrial para ser tornero. El padre era un gaucho grandote que trabajaba en la construcción. Andaba de bombacha bataraza y boina de vasco, y usaba una faja negra alrededor de la cintura. Buenazo el gaucho. Y batllista. Eso sí: hablar de política con él, mejor no. A los blancos los ignoraba y cuando Zelmar, el Hugo y otros, fundaron el Frente Amplio, él dijo convencido que eran todos una manga de locos, y que el Frente no era partido político ni era nada, ¿Desde cuándo? —decía. ¿Qué invento es ese? ¿Quién los va a votar a esos dementes? ¿Mire usted dejar el partido colorado por un experimento sin pie ni cabeza con el que no van a llegar a ninguna parte…?

   Tan patriota, colorado y artiguista era el hombre, que al nacer su único hijo le tiró con el código y le dio por estigma, más que por apelativo, el nombre de nuestro prócer, padre de la patria, don José Gervasio Artigas. Nombre que el muchacho llevó, hay que reconocer, lo mejor que pudo, entre chistes, guiñadas y codazos de todos quienes llegaron a conocerlo. Los muchachos del barrio, cuando él llegó, lo empezamos a llamar Josecito. La madre se puso furiosa: ¡Qué Josecito ni qué cuernos!, nos dijo.
— ¡Él se llama José Gervasio Artigas, así que a lo sumo lo pueden llamar José Gervasio y punto! ¡Qué embromar!
   Doña Carlota era una india regordeta, mala como el ají, pero tierna con su hijo como la malva. De todos modos, en el barrio llegamos a un acuerdo. Un vecino de esos que ponen los apodos al pelo, le empezó a llamar: Artiguitas, y Artiguitas quedó con el beneplácito de la madre india y el padre batllista. 

Los años pasaron y el chico creció. Se hizo hombre, se recibió de tornero y comenzó a opinar sobre los problemas que atravesaba el país. No fue blanco ni colorado y, ante el desconcierto de su padre, arrancó para la izquierda.
   Acaso por esa razón, porque jamás estuvo afiliado ha partido alguno, ni actuó en grupos guerrilleros, una noche negra de fines del 81  lo vinieron a buscar y se lo llevaron encapuchado. Lo tuvieron de plantón y cuando iban a dar comienzo los “interrogatorios” uno de los uniformados leyó el nombre en voz alta: José Gervasio Artigas, dijo, y el otro quedó tieso y sin respirar.
  Contaron después los susodichos, jurando con los dedos en cruz, que en ese mismo momento, de la pared sucia de sangre y orines, surgió la impresionante figura del Jefe de los Orientales, de botas y uniforme de General, como una visión fantástica venida del otro mundo y que, plantándose ante ellos les dijo:                                                                          
“Ya es tiempo de que vayan terminando esta guerra despareja”. Dicho lo cual, después de atravesarlos con su mirada de águila, como llegó, se fue, esfumándose por la pared como un espectro.

   Los uniformados, que tardaron en reaccionar, no tocaron a Artiguitas y aunque hasta el día de hoy siguen jurando que vieron al General Artigas en persona y que se fue por la pared, a los dos los pasaron al calabozo como chicharras de un ala. De todos modos, por extraña coincidencia, esa misma noche comenzaron las tratativas entre civiles y militares que lograron, tiempo después, ponerle fin a aquellos años de ignominia.
Artiguitas, por las dudas y por si acaso, quedó suelto y absuelto. Esa noche lo sacaron encapuchado del cuartel y así lo dejaron por el Camino de la Redención. Y hay quienes afirman que el alto mando, poniendo en duda la historia de la aparición del Jefe de los Orientales, aceptó que Artiguitas no era sedicioso, y tal vez temiendo represalias de ultratumba decidió que no era bueno un enfrentamiento con espíritus que atraviesan paredes de bloque vestidos de General de la patria.

   Fue así como José Gervasio Artigas Zabaleta se salvó de la tortura que sufrieron cientos de uruguayos. Desde entonces Artiguitas le agradeció a su padre el nombre que le asignara ante la pila bautismal de Tacuarembó. Nombre que llevaría con orgullo hasta el día de su muerte, acaecida muchos años después en su lugar de “Capón de la Yerba”.

   Pasada la dictadura, Artiguitas se casó y se quedó a vivir en el barrio. Lo que sucedió aquella noche en un cuartel de Montevideo fue creído por algunos y puesto en duda por otros. Como siempre pasa. Hasta que hace unos años, cansado de vivir en la capital, decidió volver a su pueblo. Y cuentan los que estaban, que un atardecer, a principios de aquel invierno, vieron venir por el Camino de los Helechos, al General José Gervasio Artigas cabalgando en su moro. La noche avanzaba como un ejército de sombras rodeando al Protector de los Pueblos Libres. Dicen que Artiguitas supo, no más al verlo, que venía en su busca. Dicen que no quiso esperar, que salió a su encuentro, sin poncho y de alpargatas, sin facón y sin divisa y que al pasar el General, se fue con él.

 


Ada Vega - edición 2001 - 

jueves, 10 de marzo de 2022

Después del café

  



Era invierno. Recostado a la puerta de calle miraba llover. El viento silbaba austero entre las copas de los sauces. Pasó la muerte y me miró.

—A la vuelta paso por vos —me dijo.
Seca, sin mojarse, pasó la muerte bajo la lluvia.
—Por mí no te apures —le contesté resignado.
Ella volvió a mirarme desdeñosa y siguió de largo sin contestar.

Se venía la noche. Entré, cerré la puerta y encendí la luz. Busqué en derredor algo en qué ocupar el tiempo que me quedaba. Demoré buscando un libro en la biblioteca. Recorrí la estantería sin leer los títulos. Mis manos iban acariciando los lomos sin decidirse. Arriba, en la estantería más alta, junto a una vieja Biblia, un libro encuadernado en blanco y negro, de tapas envejecidas, se recostaba en el anónimo y antiquísimo: Las Mil y Una Noches. Lo reconocí en el momento de retirarlo. Se llamaba: Huéspedes de paso, del francés André Malraux. Esa novela autobiográfica la había leído muchos años atrás. Relata gran parte de la vida del autor. Cuenta que vivió las dos guerras mundiales. Como corresponsal recorrió Europa, vivió en África, volvió a Francia y fue ministro de cultura del presidente De Gaulle.

Observo el libro en mis manos. En la tapa, la foto del escritor sentado en su escritorio. La cabeza apoyada en su mano derecha. Viste traje. Lleva corbata y camisa de doble puño con gemelos. Abro el libro al azar.
“—Creo probable la existencia de un dominio de lo sobrenatural —dice—en el sentido en que creía en la existencia de un dominio de lo inconsciente antes del psicoanálisis. Nada más usual que los duendecillos. Rara vez son los que uno cree ver; se domestican poco a poco, y luego desaparecen. Otrora los ángeles estaban por doquier. Pero ya no se los ve. Me inclino a mirar con buenos ojos el misterio; protege a los hombres de su desesperanza. El espiritismo consuela a los infortunados.”

Afuera seguía lloviendo. Pensé en la muerte que quedó de pasar. —A la vuelta —dijo. Mientras esperaba me dirigí a la cocina a preparar café. Siempre me gustó el café: fuerte, sin azúcar. Los médicos, entre otras muchas cosas, me lo habían prohibido. Parece que mi corazón no quería más. Siempre cuidé de mi salud, pero en ese momento, ya no tenía caso.

La muerte demoraba. Pasó caminando. Muy lejos no iría. Dejé el libro en su lugar. Yo también creía en el misterio, en el espiritismo. En los espíritus que cohabitan entre nosotros. El café me cayó de maravilla. Lo disfruté. Se hizo la media noche y el sueño comenzó a rondarme. Preferí quedarme en el living, cerca de la puerta. Me arrellané en el sofá con la luz de la lámpara encendida, por si alguien venía a buscarme. Dormí sin soñar y desperté en la mañana como si nunca hubiese estado enfermo. No sentía cansancio ni fatiga. Salí a la calle a caminar entre la gente.
Desde ese día volví a ser el hombre sano que había sido. 

Pensé en volver a mi casa. Me fui, aconsejado por el médico, cuando la dolencia de mi corazón se agudizó. Cambié de ciudad para estar más cerca del hospital donde me atendían. Mi esposa quedó con los niños. Son muy pequeños y no podíamos mudarnos todos. Ella venía a verme los fines de semana. No quise esperar y tomé el primer ómnibus para mi ciudad. Me bajé en la plaza principal. No vi a nadie conocido. Caminé hasta mi casa y llamé a la puerta. 

Esperé un momento, como no me contestaron volví a llamar. No obtuve respuesta. Busqué la llave en el bolsillo del saco y entré. Mi esposa estaba en la cocina, no me oyó entrar, me detuve en la puerta y la llamé. 
—Elena. Estaba de espaldas preparando el almuerzo. Volví a llamarla. 
—Elena. Me asusté. Ella se dio vuelta, no me miró, abrió la heladera retiró una bolsa de leche y volvió a darme la espalda. Fui al dormitorio donde oí jugar a los niños. Me acerqué a acariciarlos. Los llamé por sus nombres. No me miraron, no me oyeron. No me vieron.

No sé si la muerte vino antes o después del café.


Ada Vega,edición 2010 

miércoles, 9 de marzo de 2022

Qué quiere que le diga

    





Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos, que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público, dejando sin trabajo a miles de empleados, para apostar a las modernas "Galerías" que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Cerraban los cines y los grandes bares y el clásico paseo de los sábados al Centro desapareció.
En esa década, a partir de aquel abril de 1959 cuando las inundaciones causadas por treinta días de lluvia continua produjeron una catástrofe nacional, dejando al país con carreteras cortadas y prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo. Los comercios del Centro abrían sus puertas   de diez de la mañana a seis de la tarde, con un descanso para el personal, de una hora al medio día.
En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar y tomar un cortado largo con una medialuna de jamón y queso. En ese bar muchas de nosotras aprendimos a fumar con los Marlboro y los L & M americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer la famosa pizza con mozzarella que ofrecía como una novedad, El Subte, la pizzería de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.
El Támesis tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.
Un medio día una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande con boquilla dorada. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió. Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia, cinco por ocho, sacada en un estudio. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio de 1933”.
Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel, en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau y no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—, era un cantor argentino - uruguayo - francés, de tangos, que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. Era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de unos cuarenta años, alta, delgada, de piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo:
 —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta.
Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril se puso nerviosa.
 —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada.
 —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo:
—Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.
—Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana vengo a buscarla.
 Cuando se fue nos quedamos comentando que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel!
Según Abril, ella no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto, la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital, y a la mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó:
—¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!
Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel y sé que hasta el día de hoy le rezan y le hacen peticiones que, según ellas, él les concede. No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar la mujer de rojo a preguntarle a mi compañera por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto se recibió de santo. Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos cómo una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo:
—¡Carlitos! Y él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de 1935.
Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por 18 de julio y la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara, esa foto que era milagrosa, se perdiera.
Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, un gran tipo. Acepto que fue un mago. Pero de lengue y gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga! 

Ada Vega, edición 2010 

martes, 8 de marzo de 2022

Cuento con martingala

  



El Negro Contreras era un individuo de poca prosa. Medido. Circunspecto.  Pero acertado en el decir y muy leído. No era  hombre de andar hablando no más por hablar, palabra que salía de su boca era palabra bien dicha, con tino. Pensada. Que en este mundo donde la mayoría de la gente pasa el día diciendo tanta guasada, cosas sin fundamento alguno, la parquedad del Negro era de elogiar. Para qué hablar de bueyes perdidos —decía—  si están perdidos, que queden.

 Encerrado en un mutismo terco no derrochaba plata que no tenía, ni palabras que sí tenía, pero que ahorraba como un avaro por si algún día tenía que echar mano y decirlas todas a la vez. Que el que guarda siempre tiene y para echar el resto en un apuro, se debe contar primero con un resto. Las palabras para el Negro Contreras eran para leer y guardar, no para andar desparramándolas por ahí sin ton ni son. Por ese motivo al pasar saludaba inclinando la cabeza, agradecía en el boliche levantando la copa y se despedía al retirarse tocándose la frente, cuasi un saludo militar.


A los hombres, dispuestos siempre a comentar sobre fútbol, política o mujeres, esa posición tan arbitraria no les caía muy bien. Alegaban que para conocer verdaderamente a un ser humano, no hay cómo oírlo hablar. Que la gente muy callada, decían, era de desconfiar y que los “mata callando” nunca fueron de fiar. Eso decían. De todos modos, aunque le buscaban la boca lo único que conseguían del Negro Contreras era un amago de sonrisa. Opinaban algunos que era un “pecho de lata” que al principiar una conversación por no ponerse a discutir soserías, le decía al contrario: —Será cómo usted dice. Y ahí quedaba la cosa. Que no fueron pocas las veces que por no hablar se vio envuelto en problemas.


En Rivera y Larrañaga, donde ahora está La Pasiva,  estaba en aquel tiempo el Bar  "Carlitos", de José y Amador. El boliche tenía un mozo llamado Ramón y un pizzero que vivía en el Cerro. Era el boliche del barrio y los que parábamos allí éramos todos conocidos. Una noche estábamos con el Dante Scaramo y el Carlitos Acosta tomando una cerveza,  cuando un forastero que había caído de paso, expuso con puntos y comas, el detalle de una Martingala  segurísima para ganar en la ruleta.


Según explicaba, sólo se necesitaba tener conducta. Era cuestión de ir todos los días al Casino y hacer la diaria. Trabajo astillero, decía. Según explicaba el forastero, el asunto consistía en apostar en primer y segunda en chance y cubrir ocho números a pleno en el paño de la tercera docena, dejando libres solamente cuatro números y el cero. —¡Una fija!, afirmaba sobrándose. Se gana poco, pero se gana siempre…o casi.  El bar estaba a full, los parroquianos escuchaban con gran atención mientras el hombre daba datos sobre lo que se podía ganar apostando tanto y cuanto.


A un costado del mostrador, tranquilo, el Negro Contreras tomaba su caña. Miraba de vez en cuando al expositor sin demostrar ningún interés en la charla. Ajeno. Al forastero le molestó la actitud del Negro, que rozaba su ego. Interpretó su silencio como reprobatorio de lo que estaba exponiendo, por lo que medio ofendido se le acercó y haciéndose el canchero, le dijo que era un contrera.


Con otro personaje hubiese tenido problema, pero el Negro lo miró ni frío ni caliente, levantó la copa, la saboreó hasta el fondo, la dejó sobre el mármol y
 —¡Soy un Contreras!, le dijo, pagó y se fue. Al conversa lo descolocó, lo dejó bramando. Diga que los habitúes le aseguraron que efectivamente, el Negro era un Contreras.

Yo lo conocía de vista, pero me simpatizaba. Lo oí hablar por primera vez cuando los festejos de los quinientos años el Descubrimiento. En el barrio se estaba preparando una gran fiesta. 


 —Cosa de locos, festejar, dijo. Y  agregó: 
 —Si Colón en lugar de desembarcar en Las Antillas hubiese desembarcado acá, los indígenas se lo hubiesen comido y otra sería la historia. Pero ni Colón sabía que el sur existe y los del norte siempre nos han j&dido. 

 A los organizadores del evento los dejó con la boca abierta y pensando que tal vez no estaba muy errado. Cuando quisieron reaccionar, él daba vuelta la esquina, camino a su casa.


Los vecinos del barrio decían que era un tipo raro. Yo creo, más bien, que era un tipo inteligente. La política nunca llegó a preocuparlo. Ni los blancos,  ni los colorados, ni estos ni aquellos, que según decía era los mismos perros con distintos collares. Que el que tiene, siempre va a tener y el que no tiene, no tiene y punto, suban o bajen del gobierno los blancos o los colorados y esto ni Dios lo arregla, que ya alguien lo dijo una vez: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege  a los malos cuando son más que los buenos”, y entonces para qué, decía, ¡si ni Dios!


 El Negro Contreras nunca trató de convencer a nadie sobre un tema u otro. Solía escuchar en silencio lo que los demás comentaban, guardándose la opinión que le merecía. Tenía, eso sí, la pasión del fútbol, pero tanto iba al Paladino a ver a Progreso como al Franzini a Defensor. Le alegraban los triunfos de Peñarol y los de Nacional.


 Los manyas no lo querían de hincha y a los bolsilludos los desubicaba.


Una noche lluviosa de invierno venía en un taxi. Sentado atrás para no tener que hablar con el hombre de volante. El taxista, que no conocía el barrio, entró por una calle flechada en contra. El Negro, calculamos, pudo haber avisado con tiempo. También calculamos que por no hablar… el Fiat se dio de frente con un semi-remolque que iba para el Puerto.


El taxista la sacó barata, pero el Negro Contreras se fue sin decir ni ¡ay! Ya lo expliqué antes: el Negro Contreras era un tipo de poca prosa.


Ada Vega -  año edición 2012 -

domingo, 6 de marzo de 2022

Aquella retirada

   



Era enero del 59 y Los Diablos Verdes ensayaban en el Club Tellier. El coro afinaba atento, el director daba los tonos, atrás la batería: bombo, platillo y redoblante. Ese año mataron. Fueron, por primera vez, primer premio. Cantaban aquella retirada:

“Dejando un grato recuerdo a tan amable reunión
se marchan Los Diablos Verdes y al ofrecerles esta canción
tras de la farsa cantada viene evocada nuestra niñez.
Murga que fue de pibes y hoy sigue firme
tras los principios de su niñez”.


Era la murga del barrio. La murga de La Teja. Entonces nosotros éramos botijas y acompañábamos los ensayos desde la primera noche. Era emocionante, era grandioso; soñábamos con ser grandes y entrar a la murga y cantar y movernos como aquellos muchachos murgueros. Yo era amigo de todos los botijas del barrio, pero con el que más me daba era con el Mingo.

Entonces vivía por Agustín Muñoz y él a la vuelta de mi casa, por Dionisio Coronel. El Mingo era mi amigo. No hablábamos mucho, creo que no hablábamos casi. Pero estábamos siempre juntos. Íbamos a la escuela Cabrera, jugábamos al fútbol, en setiembre remontábamos cometas y, antes de empezar el Carnaval, íbamos a ver ensayar la murga. No faltábamos a ningún ensayo. Nos aprendíamos las letras de memoria, festejando de antemano la llegada del Dios Momo.

Una noche, mientras Los Diablos cantaban la retirada, vinieron a buscar al Mingo. La madre se había enfermado y estaba en el hospital. Al otro día no fue a la escuela y la maestra nos dijo que la madre había muerto. Cuando salí de la escuela fui a buscarlo a la casa. Estaba sentado en la cocina. Yo no le dije nada, pero me senté a su lado. Entonces se puso a llorar y yo me puse a llorar con él. Al rato mi vieja vino a buscarnos y nos fuimos los dos para mi casa. Comimos puchero y la vieja, aunque no era domingo, nos hizo un postre. De tarde vino el hermano a buscarlo para que se fuera a despedir. Fuimos los dos. La casa estaba llena de gente: el olor de las flores me mareó y me sentí muy mal.

El padre tuvo que levantarlo un poco, porque no llegaba para besar a la madre. El Mingo la besó y le dijo bajito: “mamá, hice todos los deberes”.

Esa noche se quedó en mi casa, se acostó conmigo y como se puso a llorar busqué entre mis cuadernos una figurita difícil, una sellada que le había ganado a un botija de sexto, y se la di. Pero no la quiso. Yo pensé en mi vieja y tuve miedo de que ella también se muriera. Nos dormimos llorando los dos.

El Mingo era de poco hablar, pero después que murió la madre hablaba menos. Pero yo lo entendía, a mí no necesitaba decirme nada. Entramos a la VIDPLAN el mismo año. Íbamos al cine Belvedere, a la playa del Cerro y en la “chiva” a pasear por el Prado. Tan amigos que éramos y un día nos separaron las ideas. Cuando al fin yo comprendí muchas cosas, él ya estaba en el Penal de Libertad. El padre y el hermano iban siempre a verlo.

Un día le día al padre la figurita difícil, aquella sellada que una noche le regalé para que no llorara y que él no quiso. Le dije al padre que se la diera sin decirle nada, que él iba a entender. Cuando volvieron, el padre puso en mi mano una hojilla de cigarro en blanco. Me la mandaba el Mingo. ¡Fue la carta más linda que he recibido! Estaba todo dicho entre los dos. En esa hojilla en blanco estaba escrito todo lo que no me dijo antes, ni me quiso decir después.

Nunca pude ir a verlo, pero siempre esperé su vuelta. Y una noche de enero del 81 en que yo estaba solo en el fondo de mi casa, fumando, tomando mate y escuchando a Gardel, él entró por el costado de la casa como cuando éramos pibes, como si nos hubiésemos dejado de ver el día anterior, como si se hubiese ido ayer. Se paró bajo el parral y me dijo: 
—¿Qué hacés? ¿ No vas a ver la murga? Yo dejé el mate, levanté la cabeza y lo miré. Sentí como si el corazón se me cayera. 
—¡Mingo!, y fue una alegría y unas ganas de abrazarlo, Pero él ya me daba la espalda y salía. 
—Dale, vamos —me dijo—. ¡Que la murga está cantando !

“Cuántos habrá que desde su lugar por nuestros sueños bregan
cuántos habrá anónimos quizá soñando una quimera
Cuántos habrá que brindan con amor toda su vida entera
y con fervor se entregan por el bien, y nadie lo sabrá


(De la retirada de Los Diablos Verdes 1er. Premio 1981)
.

Ada Vega, edición 1996. 

Un árbol junto a la medianera

   



Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose a trechos. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas.

Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.

Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un viejo piletón, una o dos veces por semana.

Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme. Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si la luz del sol le molestara.

Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.

Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez.
—Los años pasan para todos, dijo mi madre.
—La mamá ya hace ocho años que falleció y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.

Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.

Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño.

Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol.

—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó.
—No sé, le contesté, él vive en esa casa.
—¿Y qué hace arriba del árbol?
—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo misma sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado:
— ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza!
—¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco—, son cosas de chiquilín.
—¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande! me contestó, ¡es un hombre!

¡Un hombre! pensé, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que sólo me miraba.

Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de mis piernas.

—No te cases con Enrique —me dijo—, espérame dos años.
—Dos años, para qué —le pregunté.
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y podremos vivir juntos.
—Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede ser!
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treintaicuatro ¿cuál es el problema?
—Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡me estoy por casar!
—Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre?
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido! Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre aquí, ¡por favor!
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve.
—No, no me esperes —le dije—, porque no voy a venir.
—Vas venir —me contestó.

Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho deseaba volver a vivirlo. No sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores. Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.

La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y estrellada. La luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí, sin encender la luz, por la puerta de la cocina como una sombra.

Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje. Y yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro. Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos. Enrique vive en EE.UU.

La quinta de mi padre está un poco abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su cuenta, decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera.


Ada Vega, edición 2012