No sé si ya conté como
conocí a Gerardo. Revivo tantas veces la historia que tuvimos, que nunca sé cuándo la cuento, la recuerdo o la sueño.
Fue un invierno. Eran las nueve de la mañana y yo acababa de entrar al edificio
donde trabajaba, hacía más de diez años. Él
salía. Nos cruzamos en el hall. Lo vi venir hacia mí y su figura aún la
llevo grabada. Vestía de sport con una cuidada desprolijidad. El cabello
oscuro, un poco largo, le caía desmayado a un costado sobre la frente. Caminaba
mirándome y no dejó de hacerlo cuando nos cruzamos.
Adiós bombón, me
dieron ganas de decirle, pero no quise de entrada jugar el dos de la muestra. Giré
mi cabeza para volver a mirarlo y tuve que correr porque se me iba el ascensor.
Subí y él subió detrás. Íbamos un poco apretados, a esa hora comienza la
actividad en todas las oficinas. Puso la mano sobre la botonera y me miró.
Octavo, dije. Bajamos los dos en el octavo, me tomó de un brazo, ¿a qué hora
salís? me preguntó.
No era un bombón: era una caja de bombones de licor que,
embriagada, me llevaron del cielo al fondo mismo de los círculos concéntricos.
Tenía la sensualidad de sus veinte años y
la experiencia de los hombres al llegar a los cuarenta. Era hermoso como
un ángel. Taimado como el demonio. Podía ser mi hijo: mi madre me tuvo a los
quince. No trabajaba. Estaba cursando una carrera universitaria.
En aquel entonces yo vivía con mi madre en la calle Osorio, a
dos cuadras del Zoológico. No podía llevarlo a mi casa. Mi madre, mis vecinos,
mis amigos, pensarían que estaba
desquiciada… ¡y estaba desquiciada! Estaba loca, atormentada. Enloquecida por
él. Alquilé un departamento escondido en la Ciudad Vieja , en una calle por
donde sólo pasaba el viento. Y nos fuimos a vivir juntos. Contaba con un buen
sueldo, podíamos vivir bien los dos. Él estudiaba. Estudiaba. No perdía un
examen. Tenía apuro por recibirse. Tenía proyectos. Teníamos proyectos.
El trabajo de la oficina era agobiante, al finalizar la
jornada en lo único que pensaba era en estar con él. Me moría por estar con él. Por estar en sus brazos. Besar su
rostro, su pecho púber, su vientre plano, su sexo arrogante. Por respirarlo,
sentirlo dentro de mí hasta ese grito ahogado del paroxismo final donde no importa
morir o seguir viviendo… pero él estaba siempre con la cabeza metida en los
libros. Así que al llegar al apartamento me besaba, me acariciaba apenas y
seguía enfrascado en sus litigios. De modo que, vencida, me ponía a preparar la
cena. Cenábamos y me acostaba a esperarlo. Y me dormía esperándolo. A las mil y
quinientas llegaba al fin y se tendía a mi lado reclamándome imperioso. Sentía
sus manos recorrerme abusivas, la respiración agitada sobre mi nuca, la boca
húmeda mordiendo mi espalda. Y era el
sueño y la noche. Y era el amor. Para ese sólo momento vivíamos los dos. Para
ese sólo momento vivía yo. Pasé en aquel apartamento de la Ciudad Vieja los cinco años más
plenos de mi vida. Estaba apasionada con Gerardo que nunca dejó de demostrarme
su amor.
Pero un día se recibió. Los padres le hicieron una fiesta, y a mí no me invitaron. Yo no existía para
ellos. Nunca me quisieron conocer. No quisieron conocer a quien
durante cinco años les mantuvo al hijo para que estudiara. Que
hacía cinco años era su mujer. Gerardo
me dio una explicación ya conocida: yo era una mujer mayor que me había
aprovechado de su juventud y su inexperiencia. No quise llorar frente a él.
Se fue a las nueve de la noche estrenando traje, camisa y
corbata. Nunca lo había visto tan seductor, tan sexi. Tan hombre. Sin duda
había crecido a mi lado. —En tres horas estoy de vuelta —dijo—, y soy
todo para vos. Te amo, esperame despierta. A las doce de la noche dejé un sahumerio en el living,
encendí velas en el piso, en las mesas de luz, sobre la cómoda, arriba del
ropero y en el baño. Me duché, me perfumé y
estrené el portaligas y el body negro más fascinante que encontré
recorriendo galerías. Gerardo volvió —como me lo había dicho— en cuanto terminó la reunión: a las ocho de
la mañana. Yo me había dormido sentada
en el sofá del living. Me despertaron las bocinas y los cánticos de los amigos
que lo trajeron. Tuve que ayudarlo a subir. Lo llevé al dormitorio y se tiró en
la cama vestido. Antes de cerrar los ojos y quedar completamente dormido me
dijo: —mami, el apartamento se está prendiendo fuego.
Tiré las cenizas del
sahumerio, terminé de apagar las velas y las tiré a la basura y antes de acostarme me paré frente al espejo
y a la mujer que me miraba luciendo un
precioso body negro le dije: ¡estúpida! y me acosté.
Era domingo, me
levanté antes del mediodía junté un poco de ropa la metí en un bolso y me fui a
llorar a la calle Osorio. Él dormía plácido y feliz. Cuando llegué a mi casa y,
entre lágrimas, le conté a mi madre mis vicisitudes, me dijo: —¡Pero m´hija,
usted no cambia más! ¿hasta cuándo va a andar corriendo atrás de los muchachos
jóvenes? Usted está grande, m´hija,
búsquese un hombre de su edad con un buen pasar, ¡déjese de andar criando
entenados! ¿Qué puede tener un muchacho joven que no tenga un hombre mayor, de
respeto? ¡Dígame! Dejé de llorar para mirar a mi madre…cómo podría explicarle —pensé. Subí a mi viejo dormitorio y pasé allí el
resto del día. Al llegar la noche estaba cansada, con sueño. Me dormí temprano. A las tres de la mañana me despertaron el
timbre de la casa y los gritos de Gerardo llamándome desde la vereda. Bajé a pedirle que no hiciera
escándalo, ¡vamos para casa! —dijo.
Estaba con la misma ropa con la que fue a la fiesta, con la misma ropa que se
acostó a dormir. Entré a buscar un tapado y me fui con él. Esa noche me juró por la madre, por el padre,
las cenizas de los abuelos y los santos sacramentos que jamás me dejaría. De
rodillas me juró. Que antes de fin de año estaríamos casados. De rodillas me
juró.
Comencé a guardar la ropa que
iba dejando tirada. Recogí el pantalón del piso, lo sacudí, lo alisé y lo
coloqué doblado en una percha. Tomé de las solapas el saco tirado a los pies de
la cama y mientras lo sacudía, de uno de
los bolsillos internos, un sobre blanco y alargado voló al piso. Lo dejé donde
cayó mientras colocaba el saco encima del pantalón y lo guardaba en el placard. Volví, y
mientras me agachaba a tomarlo del suelo miré a Gerardo, desnudo, tirado sobre
la cama: la imagen viva de un ángel perverso.
Me puse de pie y, frente a él,
abrí el sobre. Era un pasaje de avión para un viaje de tres meses a
Europa, con un grupo de estudiantes de derecho.
Lo que más bronca me da, es
que… ¡de rodillas me juró!
Ada Vega
Ada Vega