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sábado, 11 de marzo de 2017

Vacaciones de enero


   Parecía inevitable. Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de terminar las clases de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma discusión: dónde íbamos a pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en cuanto mi padre dejaba sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca y  se concentraba en revisarlo. Era el pie. Arremetía cautelosa pero tenaz.

  •  —El verano pasado me prometiste que este año iríamos a Piriápolis.

    —Mirá, Laurita, vos sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a Valizas. Es más barato para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua tiene más yodo y el aire es más puro.

    —Yo me aburro en Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!

    —Podés ir al Chuy y comprar todo lo que necesites.

    —Yo no necesito nada del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la despensa todavía guardamos  aceite y ticholos de hace dos años.

    Imposible. No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a Piriápolis porque allí pasaron su luna de  miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra causa nunca habían vuelto.

    —Yo quiero volver a aquel hotel y pasear con los chiquilines por donde paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!

    Mi padre, entusiasmado con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha atención. De todos modos, cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir aquellos días de luna de miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus brazos le rodeaba la cintura.

    —Mi amor, no necesitamos ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel. La luna de Valizas es también muy romántica y se refleja como una moneda de plata sobre el negro manto del océano.

    Poeta y pico mi padre. Cuando había que serlo. 

    Entonces la besaba y, creyendo que ponía fin al debate, seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en un lugar solitario. Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo golpeaba con furia como si quisiera echarlo de sus dominios.

    Mi madre, en cambio, prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y por las noches salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo menos para elegir donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi padre, pues, aunque todos los años le prometía que las próximas serían en Piriápolis, esas vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:—Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis. Hay muchos lugares para visitar, andarían en bicicleta y la playa no es tan peligrosa.

    Y papá hacía cintura:

    —Yo no quiero salir de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y tranquilidad. Necesito descansar, Laura. Entendeme.

    —¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un desierto de arena agreste y salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en cualquier momento vamos a estar rodeados de charrúas!

    Total, perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal. De más está decir que ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en Valizas. Pero fue el último. El último verano que pasamos juntos.

    Valizas, es una de las playas más hermosas al este de nuestro país.  Agreste, sí, pero con enormes arenales de arena blanca y fina salpicados de palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el Océano Atlántico.

    En aquellos años había en el paraje un pequeño pueblo de pescadores, con ranchos de techos quinchados y paredes de paja, y tres o cuatro casitas modestas, distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había hecho mi padre con unos  amigos para, justamente, ir en vacaciones a pasar unos días. 

    Tenía un viejo Ford, que cargaba con algunas cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las vacaciones de enero enderezaba rumbo al balneario.

    En los primeros años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién empezamos a ir cuando cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante nuestro primer veraneo cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí decir  a un compañero de papá, la tarde que nos conoció. 

    Aquellos fueron  buenos tiempos.Un año las discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La discusión sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.

    —Vos sos un sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!

    —Estás loca, ¿qué decís? ¿qué te contaron?

    —No me contaron nada. ¡Yo los vi!

    —Vos tenés que estar mal de la cabeza. ¿ Qué viste?

    —No te hagas el inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida.

    Tampoco esa vez lograron ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir. No se hablaron más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre cargó sus cosas en el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.

    Nos quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.

    En los años que siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más trámite, nos comunicó que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se enteró. 

    Nunca pisamos la casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a vernos. Cuando fuimos más grandes íbamos nosotros a verlo al Banco donde trabajaba, para su cumpleaños y para Navidad. También algunas veces fue a esperarnos al liceo, nos llevaba a comer algo, dábamos una vuelta en el auto y nos dejaba en la puerta de casa. Después, no recuerdo cuando, ni en qué momento, poco a poco nos dejamos de ver.

    Un verano mamá nos anunció que había reservado alojamiento en un hotel de Piriápolis, para pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también una amiga de ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.

    Una tarde salimos con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el jardín de una casa, un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con su esposa. Ella no parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier señora, con el físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo no  lo comentamos hasta que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera alguna de esas tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese momento las empezamos a cuidar. Averiguábamos a dónde iban y por qué camino. Hasta que una tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la rambla. La amiga de mamá estaba en la peluquería y  habíamos salido los tres a tomar un helado.

    Yo iba del brazo de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le apoyaba su brazo sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso. Justo en ese momento nos cruzamos con papá y su esposa. 

    Ella, sin advertir nuestra presencia, siguió caminando. Él se entre paró, abrió la boca para saludar o decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le llenaron los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y hablar con él. Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no me animé. Sólo le dije: chau. Y seguí caminando. Nunca pude descifrar lo que pasó en aquel momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad, alegría? Nunca pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo en la rambla con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de aquella familia que un día formó, luego abandonó y en aquel momento veía pasar a su lado como ante un extraño.

    Para mamá el impacto no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su regreso, estaba empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros. Nos sonrió, quedó un momento pensativa y luego dijo:

    —Al fin papá vino de vacaciones a Piriápolis.

    Mientras la tarde moría en un cielo celeste y rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la rambla, yo pensé en Valizas. 

    En Fede y en mí corriendo por los arenales. En mamá, con el cabello al viento, descalza en la orilla, mirando el mar. En papá colocando dos, tres cuatro cañas en hilera, revisando las tanzas, curtido de sol y arena. Feliz. Siempre los recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados, o besándose bajo la redonda luna de Valizas, que según mi padre: es muy romántica. 

    Mamá nunca volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento me mira distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la tele. En sus brazos, cansado de corretear, se ha dormido Darío, mi hijo menor.

    En fin, ya llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días Fede, su esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos abarrotados de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.

     ¿Qué  adónde vamos?

    ¡ A Valizas!... ¿Dónde, si no?  

  • Ada Vega, 2002

jueves, 9 de marzo de 2017

Feminista, yo?

     
                                                                          Simone de Beauvoire
                                                        
 

Al principio fui feminista. Cursaba la secundaria y Sartre había revolucionado a la juventud con su ponencia del existencialismo y del marxismo humanista, sus frases célebres y el sumun que representó en el 64 su rechazo al codiciado Premio Nobel de Literatura.
Los jóvenes se embanderaban con la declaración de Jean Paul de que “Dios no existe, por lo tanto la vida carece de valor”. La corriente filosófica de Sartre se había puesto de moda, pues lo más importante en el movimiento existencialista era la declaración de que “el hombre nace libre, responsable y sin excusas”. Que, en traducción libre, quiere decir que cada quién viva como se le dé la gana.
Parte de la juventud de aquellos años asimiló con entusiasmo todo lo proclamado por el famoso pensador hasta que dichos conceptos caducaron, ante la imposibilidad de mantenerlos vigentes, bajo el peso de la realidad. Pero antes, el mundo se sorprendió con la aparición de la joven Simone de Beauvoire. Novelista francesa, existencialista y compañera de Sartre, que al entrar en escena se declaró feminista, filósofa y libre pensadora. Feminista. Para muchas de las jóvenes de aquellos años la palabra Feminista, era ante todo romántica y audaz. Pese a que en Uruguay, dichos movimientos, comenzaron hacia 1900 logrando hasta la fecha importantísimos logros, en aquel momento la aparición de la Beauvoir produjo entre las jóvenes universitarias una especie de deslumbramiento. La gran mayoría de las estudiantes querían ser feministas y muchas lo fueron. Otras quedaron por el camino al comprender que Feminismo no es sólo una palabra tendenciosa sino un camino duro de lucha, sacrificio y renunciamientos. Pues bien, yo quedé a la zaga en el segundo grupo. Porque hay cosas en la vida que se hacen bien o no se hacen. Y las luchas por la igualdad de los géneros y las oportunidades, como a los derechos reproductivos y el derecho a denunciar la violencia familiar, ha llevado a los grupos feministas a una lucha sin cuartel durante más de un siglo. Y continúa. Además, las mujeres que conforman estos grupos son mujeres de lucha, de trabajo duro, de enfrentamientos. Saben bien que ser Feminista no tiene nada de romántico. Como dije antes, al principio fui feminista, concurrí a actos y reuniones, leí libros referentes. Siempre reunida con mujeres comprobé que es absorbente trabajar para una causa determinada con miras de éxito. Por lo tanto fui apartándome de la relación con el “sexo fuerte”.
Comenzó a pasar el tiempo y mis compañeras de estudio y mis amigas del barrio comenzaron a casarse, a tener hijos y yo ni novio, ni amigo, ni simpatizante, ni nada. Hasta que un día un posible candidato que rechacé, me preguntó si me gustaban las mujeres. Le dije que no. Me preguntó: y entonces qué pensás hacer con el sexo, porque a un convento de monjas, si no crees en Dios, no creo que ingreses. De modo que me puse a pensar seriamente y me dije: no, ni tanto, ni tan poco. Yo quiero tener una familia. Voy a hacer un poco de lugar en mi vida para dar cabida a un hombre que me lleve al altar. No fue nada fácil: casi me quedo de a pie. En aquellos años si no te casabas antes de los veinte, te quedabas para vestir santos. Y a mí los veinte se me estaban yendo. No podía tampoco salir de cacería y dejar mi lugar en el grupo feminista así como así, que todo lleva su tiempo. Por lo tanto comencé a mirar para los costados por si pasaba algo que me interesara. Y pasaban, pero yo no les interesaba. A los hombres no les caían bien las mujeres declaradas feministas, por lo menos para llegar al matrimonio. Entendían que una mujer que se dedicaba a explorar los dilemas del existencialismo sobre la libertad y la responsabilidad del individuo, en lugar de preocuparse por aprender a cocinar y a zurcir la ropa, no pintaba justamente como un modelo de esposa y madre.
Así estaban las cosas cuando una tarde al salir de la facultad me encontré con Aldo, un ex compañero del liceo que siempre me había gustado. Había hecho arquitectura y se encontraba trabajando en un proyecto auspicioso. Se interesó por mí y nos quedamos de ver ese fin de semana para ir al cine. Fuimos al Cine Censa y vimos “Nunca en domingo”, una película griega con Melina Mercuori sobre una prostituta y un intelectual americano que intenta retirarla de la prostitución. Salimos del cine casi abrazados y fuimos caminando y comentando la película, hasta el Walford, aquel bar que estaba en 18 y Ejido donde, hasta hace unos días, estaba La Pasiva que tenía un luminoso enorme en la ochava, sobre la puerta de entrada. Cuando nos sentamos a fumar y tomar un café, éramos casi novios. Allí me enteré que vivía solo en un apartamento propio, se estaba construyendo una casa en Pinamar y que su economía era estable.
Y él se enteró que yo era Feminista. No tenía nada nuevo que contarle de mi vida. Seguía viviendo con mis padres en la misma casa, trabajando como programadora de IBM en una empresa comercial y continuaba soltera y sin compromiso. ¿Que sos, qué? preguntó con un tono desconfiado como si le hubiera dicho que me había convertido en astronauta. Feminista, le repetí. Sentí como si se desmoronara. Y lo comprendí. Él estaba viviendo bien, en calma, con trabajo y sin complicaciones. Lo menos que necesitaba a su lado era una mujer peleando sus derechos.Esa noche hablamos muchos temas, pero no llegamos a nada. Me di cuenta que mi posición de feminista ante el mundo no le había caído muy bien. No quiso saber detalles. No preguntó y cuando intenté exponer los motivos de mi incorporación a la causa, no me dejó hablar. Dijo que no le interesaba dicho movimiento, que era mi vida y yo sabría lo que hacía. Confieso que me había ilusionado con aquella cita, pero al salir del bar ya no éramos casi novios, ni casi nada. Me acompañó a tomar el ómnibus para mi casa, me dio la mano y no lo volví a ver.
Entonces me di cuenta que no sabía nada de los hombres. Que no sabía como piensan, cuando piensan; de qué hablan, cuando hablan; cómo reaccionan, cuando reaccionan. Y aunque en mi interior reafirmé mi feminismo, entendí que si persistía en la idea de dormir con un hombre para el resto de mi vida, debía aceptar su juego. Que es muy sencillo. Basta con regirse de dos puntos: 


A) A los hombre hay que decirles lo que ellos quieren oír.


B) No contarles todo.                                                                                   
De la desilusión que sufrí en aquella cita con Aldo, me costó recuperarme. Por mucho tiempo, guardé la esperanza de que un día volviera a encontrarlo. En fin, el tiempo pasa y aquella cita quedó en el recuerdo. Ocho años después me casé. Tengo dos hijos preciosos y vivo feliz en Pinamar. ¡Ah! Creo que no lo dije: me casé con Aldo. Volvió a los ocho años. Me dijo que había cometido un error conmigo. Que la vida le enseñó a respetar, aunque no se compartan, las ideas del prójimo. Que nunca dejó de pensar en mí y que si no era demasiado tarde, aceptara casarme con él. En el Registro Civil nos dieron fecha para quince días después. Nos casamos a los quince días de haber vuelto por mí.
Si no hubiese sido sincera y no le hubiese contado mi militancia, me hubiese casado ocho años antes. Le dije, cuando me preguntó, que había dejado el grupo feminista hacía muuucho tiempo. Total, qué más daba. Era lo que él quería oír.



Ada Vega, 2011