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viernes, 8 de mayo de 2015

Si vuelvo alguna vez

      


 Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que sólo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por  familiares muy queridos. Creía que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me atacaba por primera vez.
      Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una súper mamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni  reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Sólo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena.
     Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse  dijo. —Véame en cuanto los estudios estén prontos.
     La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro.
    Desde pequeña Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes.
No podía fracasar.
      Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas  la escuela y al liceo.  Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina. Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de  mamá  que  ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro.   
      Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo,  para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio.
    Después se fue Analía. Era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas.
     Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres el cuidado del jardín, que mantenía todo el año con flores, y el de un jaulón lleno de pájaros que atesoraba mi padre y que ella sufría. No toleraba ver pájaros enjaulados.
      El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con alguien de mi familia. Yo me opuse. Le dije que  por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad.
      Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje  se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio  se llevó a cabo de mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel.
      Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aún con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron y no los volvimos a ver. Pero otros, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar.  Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron. Querida mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros.
      Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles antes de ir a la intervención quirúrgica, en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con  mi familia.
      Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causa no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos.
     De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su  profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días.
       Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda  la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tenés que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tenés mala cara mami, te vemos bien.
      —El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes
     —arriesgué durante la conversación.
     —Voy yo —se apresuró a decir mi esposo.
     —Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá.
     —Sí, claro  —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance.
    Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad, dio un respiro a su inquietud.
    Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal. No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra.
  

Ada Vega - 2009 - 

martes, 5 de mayo de 2015

La capital te atrapa

                     


  Con mi hermano, el Nando, teníamos allá en mi pueblo una barra de amigos a los que nunca olvidé. Amigos de cuando éramos niños. De aquella primera infancia confiada, sin vueltas. Hoy al recordar, los veo como éramos entonces, tan felices  antes de crecer.
Con ellos jugábamos todo el día, pero las horas más lindas eran las de la siesta. Aquellas siestas de verano en que todo el pueblo dormía. Nos escapábamos hacia la calle sin hacer ruido y allí nos reuníamos todos, gurises y perros, y nos íbamos al monte que había detrás del molino viejo, pasando la casa de los Ortiz.
Por allí corría un arroyo que en verano solía secarse hasta quedar convertido en una pequeña laguna, donde pasábamos la tarde pescando renacuajos y mojarras. Les tirábamos migas de pan, que llevábamos en los bolsillos, las pescábamos con un cucharón viejo y las dejábamos en un balde con agua. Después, antes de volver a casa, las devolvíamos a la laguna. Los días de tormenta o de lluvia juntábamos unas ranitas chiquitas,  que nunca volví a ver fuera de aquella laguna, las poníamos en unos frascos de boca ancha y las soltábamos todas a la vez. Algunas no querían salir y teníamos que sacudir  los frascos con fuerza para que se fueran. Nos acostábamos bajo los árboles panza arriba y comíamos nísperos y grafiones, que crecían silvestres en el monte; o tirábamos piedras al agua que al caer iban formando grandes círculos, hasta desaparecer.
El monte estaba lleno de pájaros: chorlitos y tijeretas, sabiás y venteveos. De arteros, nomás, subíamos a los árboles y les cambiábamos los nidos de lugar mientras los pobres, revoloteando a nuestro alrededor, armaban tremendo alboroto.
Casi todos los del grupo éramos varones, aunque algunas veces iban también las dos hermanas de Marcelo y  la hermana menor del Gonchi. Pero la que no faltaba nunca era Carmencita. Andaba siempre detrás de mí. Donde yo iba, iba ella. No podía sacármela de encima. Al final ya ni me molestaba. Me había acostumbrado a tenerla siempre pegada a mis talones.
Carmencita parecía una india. Era flaca y fea. Tenía el pelo negro y lacio con un cerquillo que le cubría los ojos y unos dientes tan grandes que no le dejaban cerrar la boca. Andaba siempre de pantalones porque, de machona que era, vivía trepada a los árboles como un varón y, según decía la madre, era la única manera de protegerle las piernas de rayones y lastimaduras. Huraña y medio salvaje, jugaba más con  los varones que con las niñas. Era de poca conversación, pero observaba todo con una mirada aguda y desconfiada. Según decían en el pueblo sus antepasados habrían sido indios minuanes. Ella nunca lo aprobó ni lo negó, pero cuando alguno, en su presencia,  sacaba el tema, sus ojos despedían flechas que silbaban en el aire.
Era la única que sabía pelar los higos de tuna. Nosotros con una caña los arrancábamos de la tuna y ella los pelaba con un pedazo de caña y un cuchillo que, junto a otras porquerías, llevaba siempre en los bolsillos del pantalón. Los pinchaba con la caña  para que no se moviesen. Les cortaba las dos puntas y los abría con un corte de extremo a extremo, entonces sacaba el fruto dulce de adentro que se desprendía entero. Había que tener cuidado con los higos de tuna, no se pueden tocar con las manos, las espinas son tan finitas que ni se ven y  si  te llegás a pinchar ¡no sabés como duele!
Un año por la Navidad, el Nando se agarró la varicela y me la contagió. Después de la varicela tuvimos los dos el sarampión. Carmencita venía todos los días a verme.  Mi madre le decía que no viniese, que se podía contagiar. No se contagió, y nosotros pasamos el sarampión con ella metida en casa. Leíamos revistas, jugábamos al Ta-Te-Ti, al  Veo-Veo.  Un día me trajo en un frasco una mariposa grandota de Peñarol. La había cazado ella misma en el fondo de su casa. 
Creo que fue ese verano por febrero, cuando al viejo se le puso entre ceja y ceja  que teníamos que venir a vivir a la capital. No sé que bicho lo habría picado, pero lo cierto fue que no hubo manera de hacerlo desistir de la mudanza. Él se vino primero a buscar trabajo y casa, cuando consiguió todo fue a buscarnos. Y un viernes de marzo a la hora de la siesta con el Nando, en un mar de lágrimas, nos despedimos de todos. Nunca creí que pudiese llegar ese día. Allí, en la estación del ferrocarril, estaban mis tíos, mis primos, los vecinos y mis amigos: Marcelo, Gardelito, el armenio Boruc, el rengo Julio, el Gonchi, el Negro Vidal, el Luis Alberto y Carmencita.  Les prometí llorando que todas las vacaciones las iba a pasar con ellos. El jefe de la estación hizo sonar la campana, la locomotora echó al aire  una bocanada de humo negro y el ferrocarril comenzó a moverse lentamente sobre los rieles. Carmencita, sin dejar de mirarme, comenzó a correr por el andén junto al ferrocarril que se alejaba. Sin saludar, sin sonreír. Tan sólo mirándome. Sin comprender porqué me iba. Y su imagen se fue achicando, se fue perdiendo y se quedó en la estación. Adiós.
Mi padre había conseguido trabajo en una barraca de depósito y venta de lana en la calle Paraguay, de modo que cuando vinimos a Montevideo fuimos vivir a una casa que mi padre había alquilado en el barrio de La Aguada,  en la calle Médanos y Nueva York. Frente a mi casa los muchachos jugaban al fútbol. Apenas llegamos, el Nando y yo, nos entreveramos a jugar con ellos. Íbamos a la escuela Piedra Alta  y a la matinée del cine Montevideo. Y la capital y su bullicio me envolvieron, me maravillaron y ese verano, pese a mi promesa de volver, no volví a mi pueblo. Muchas noches me dormía pensando en mis amigos y en aquella Carmencita corriendo junto al tren, convencido de que a la mañana siguiente les escribiría. Prometiéndome a mí mismo volver para el próximo verano. Pero ese regreso era siempre postergado.
Pasaron seis años. Ya había cumplido los dieciséis  cuando volví para los quince de mi prima Dorita. Esa noche en la fiesta me reencontré con todos mis amigos y con Carmencita. Me costó reconocerla. Se había convertido en una joven hermosa y delicada. Ya no usaba cerquillo y su pelo renegrido caía en bucles sobre sus hombros. Los enormes dientes se habían emparejado y lucían perfectos en su boca. Esa noche me sentí enormemente atraído hacia ella, bailamos juntos toda la noche, al despedirme la besé y le prometí que en diciembre volvería. No volví.
Fui para el casamiento de mi prima Dorita cuatro años después. Pese a mi vida en la ciudad estaba convencido que Carmencita sería la madre de mis hijos. Ya estaba terminando mis estudios y tal vez en un par de años podríamos casarnos. Y con la ilusión de formalizar mi noviazgo, volví a mi pueblo. 
 En la boda de mi prima nos volvimos a encontrar. Cuando llegué al salón de fiesta todo era alegría, música y brindis. Busqué esperanzado a Carmencita entre mis amigos que bailaban, pero no se encontraba allí. De pronto la vi llegar. No oí la música. Desapareció la gente. Sólo tuve ojos para ella. Estaba más linda que nunca, la felicidad brillaba en sus ojos y la envolvía en una áurea de serenidad que la hacía aún más hermosa.
Acunaba en sus brazos un hermoso bebé igual a ella. No quise acercarme. Mientras la observaba de lejos, negándome a comprender, oí como entre sueños que se había casado hacía dos años con el Gonchi.
No he vuelto más a mi pueblo. La capital te atrapa.
Ada Vega, edición1997