Con mi hermano,
el Nando, teníamos allá en mi pueblo una barra de amigos a los que nunca
olvidé. Amigos de cuando éramos niños. De aquella primera infancia confiada, sin
vueltas. Hoy al recordar, los veo como éramos entonces, tan felices antes de crecer.
Con ellos
jugábamos todo el día, pero las horas más lindas eran las de la siesta.
Aquellas siestas de verano en que todo el pueblo dormía. Nos escapábamos hacia
la calle sin hacer ruido y allí nos reuníamos todos, gurises y perros, y nos
íbamos al monte que había detrás del molino viejo, pasando la casa de los
Ortiz.
Por allí corría un
arroyo que en verano solía secarse hasta quedar convertido en una pequeña
laguna, donde pasábamos la tarde pescando renacuajos y mojarras. Les
tirábamos migas de pan, que llevábamos en los bolsillos, las pescábamos con un
cucharón viejo y las dejábamos en un balde con agua. Después, antes de volver a
casa, las devolvíamos a la laguna. Los días de tormenta o de lluvia juntábamos
unas ranitas chiquitas, que nunca volví
a ver fuera de aquella laguna, las poníamos en unos frascos de boca ancha y las
soltábamos todas a la vez. Algunas no querían salir y teníamos que sacudir los frascos con fuerza para que se fueran. Nos
acostábamos bajo los árboles panza
arriba y comíamos nísperos y grafiones, que crecían silvestres en el monte; o
tirábamos piedras al agua que al caer iban formando grandes círculos, hasta
desaparecer.
El monte estaba lleno de pájaros: chorlitos y tijeretas, sabiás y venteveos. De arteros,
nomás, subíamos a los árboles y les cambiábamos los nidos de lugar mientras los
pobres, revoloteando a nuestro alrededor, armaban tremendo alboroto.
Casi todos los del grupo éramos varones, aunque
algunas veces iban también las dos hermanas de Marcelo y la hermana menor del Gonchi. Pero la que no
faltaba nunca era Carmencita. Andaba siempre detrás de mí. Donde yo iba, iba
ella. No podía sacármela de encima. Al final ya ni me molestaba. Me había acostumbrado
a tenerla siempre pegada a mis talones.
Carmencita parecía una india. Era flaca y fea.
Tenía el pelo negro y lacio con un cerquillo que le cubría los ojos y unos
dientes tan grandes que no le dejaban cerrar la boca. Andaba siempre de
pantalones porque, de machona que era, vivía trepada a los árboles como un
varón y, según decía la madre, era la única manera de protegerle las piernas de
rayones y lastimaduras. Huraña y medio salvaje, jugaba más con los varones que con las niñas. Era de poca
conversación, pero observaba todo con una mirada aguda y desconfiada. Según
decían en el pueblo sus antepasados habrían sido indios minuanes. Ella nunca lo
aprobó ni lo negó, pero cuando alguno, en su presencia, sacaba el tema, sus ojos despedían flechas que
silbaban en el aire.
Era la única que sabía pelar los higos de tuna.
Nosotros con una caña los arrancábamos de la tuna y ella los pelaba con un pedazo de caña y un cuchillo que, junto a otras porquerías, llevaba siempre en los
bolsillos del pantalón. Los pinchaba con la caña para que no se moviesen. Les
cortaba las dos puntas y los abría con un corte de extremo a extremo, entonces
sacaba el fruto dulce de adentro que se desprendía entero. Había que tener
cuidado con los higos de tuna, no se pueden tocar con las manos, las espinas
son tan finitas que ni se ven y si te llegás a pinchar ¡no sabés como duele!
Un año por la Navidad , el Nando se agarró la varicela y me la
contagió. Después de la varicela tuvimos los dos el sarampión. Carmencita venía
todos los días a verme. Mi madre le
decía que no viniese, que se podía contagiar. No se contagió, y nosotros
pasamos el sarampión con ella metida en casa. Leíamos revistas, jugábamos al
Ta-Te-Ti, al Veo-Veo. Un día me trajo en un frasco una mariposa
grandota de Peñarol. La había cazado ella misma en el fondo de su casa.
Creo que fue ese verano por febrero, cuando al viejo se le puso entre ceja y ceja que teníamos que venir a vivir a la capital. No sé que bicho lo habría picado, pero lo cierto fue que no hubo manera de hacerlo desistir de la mudanza. Él se vino primero a buscar trabajo y casa, cuando consiguió todo fue a buscarnos. Y un viernes de marzo a la hora de la siesta con el Nando, en un mar de lágrimas, nos despedimos de todos. Nunca creí que pudiese llegar ese día. Allí, en la estación del ferrocarril, estaban mis tíos, mis primos, los vecinos y mis amigos: Marcelo, Gardelito, el armenio Boruc, el rengo Julio, el Gonchi, el Negro Vidal, el Luis Alberto y Carmencita. Les prometí llorando que todas las vacaciones las iba a pasar con ellos. El jefe de la estación hizo sonar la campana, la locomotora echó al aire una bocanada de humo negro y el ferrocarril comenzó a moverse lentamente sobre los rieles. Carmencita, sin dejar de mirarme, comenzó a correr por el andén junto al ferrocarril que se alejaba. Sin saludar, sin sonreír. Tan sólo mirándome. Sin comprender porqué me iba. Y su imagen se fue achicando, se fue perdiendo y se quedó en la estación. Adiós.
Creo que fue ese verano por febrero, cuando al viejo se le puso entre ceja y ceja que teníamos que venir a vivir a la capital. No sé que bicho lo habría picado, pero lo cierto fue que no hubo manera de hacerlo desistir de la mudanza. Él se vino primero a buscar trabajo y casa, cuando consiguió todo fue a buscarnos. Y un viernes de marzo a la hora de la siesta con el Nando, en un mar de lágrimas, nos despedimos de todos. Nunca creí que pudiese llegar ese día. Allí, en la estación del ferrocarril, estaban mis tíos, mis primos, los vecinos y mis amigos: Marcelo, Gardelito, el armenio Boruc, el rengo Julio, el Gonchi, el Negro Vidal, el Luis Alberto y Carmencita. Les prometí llorando que todas las vacaciones las iba a pasar con ellos. El jefe de la estación hizo sonar la campana, la locomotora echó al aire una bocanada de humo negro y el ferrocarril comenzó a moverse lentamente sobre los rieles. Carmencita, sin dejar de mirarme, comenzó a correr por el andén junto al ferrocarril que se alejaba. Sin saludar, sin sonreír. Tan sólo mirándome. Sin comprender porqué me iba. Y su imagen se fue achicando, se fue perdiendo y se quedó en la estación. Adiós.
Mi padre había conseguido trabajo en una barraca
de depósito y venta de lana en la calle Paraguay, de modo que cuando vinimos a
Montevideo fuimos vivir a una casa que mi padre había alquilado en el barrio de
La Aguada , en la calle Médanos y Nueva York. Frente a mi
casa los muchachos jugaban al fútbol. Apenas llegamos, el Nando y yo, nos entreveramos
a jugar con ellos. Íbamos a la escuela Piedra Alta y a la matinée del cine Montevideo. Y la
capital y su bullicio me envolvieron, me maravillaron y ese verano, pese a mi
promesa de volver, no volví a mi pueblo. Muchas noches me dormía pensando en
mis amigos y en aquella Carmencita corriendo junto al tren, convencido de que a
la mañana siguiente les escribiría. Prometiéndome a mí mismo volver para el
próximo verano. Pero ese regreso era siempre postergado.
Pasaron seis años. Ya había cumplido los
dieciséis cuando volví para los quince
de mi prima Dorita. Esa noche en la fiesta me reencontré con todos mis amigos y
con Carmencita. Me costó reconocerla. Se había convertido en una joven hermosa
y delicada. Ya no usaba cerquillo y su pelo renegrido caía en bucles sobre sus
hombros. Los enormes dientes se habían emparejado y lucían perfectos en su
boca. Esa noche me sentí enormemente atraído hacia ella, bailamos juntos toda
la noche, al despedirme la besé y le prometí que en diciembre volvería. No
volví.
Fui para el casamiento de mi prima Dorita cuatro
años después. Pese a mi vida en la ciudad estaba convencido que Carmencita
sería la madre de mis hijos. Ya estaba terminando mis estudios y tal vez en un
par de años podríamos casarnos. Y con la ilusión de formalizar mi noviazgo,
volví a mi pueblo.
En la boda de mi prima nos volvimos a encontrar. Cuando llegué al salón de fiesta todo era alegría, música y brindis. Busqué esperanzado a Carmencita entre mis amigos que bailaban, pero no se encontraba allí. De pronto la vi llegar. No oí la música. Desapareció la gente. Sólo tuve ojos para ella. Estaba más linda que nunca, la felicidad brillaba en sus ojos y la envolvía en una áurea de serenidad que la hacía aún más hermosa.
En la boda de mi prima nos volvimos a encontrar. Cuando llegué al salón de fiesta todo era alegría, música y brindis. Busqué esperanzado a Carmencita entre mis amigos que bailaban, pero no se encontraba allí. De pronto la vi llegar. No oí la música. Desapareció la gente. Sólo tuve ojos para ella. Estaba más linda que nunca, la felicidad brillaba en sus ojos y la envolvía en una áurea de serenidad que la hacía aún más hermosa.
Acunaba en sus brazos un hermoso bebé igual a
ella. No quise acercarme. Mientras la observaba de lejos, negándome a
comprender, oí como entre sueños que se había casado hacía dos años con el
Gonchi.
No he vuelto más a mi pueblo. La capital te
atrapa.
Ada Vega, edición1997
Ada Vega, edición1997
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