Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quédate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, puedes elegir — le dijo él—, te quedas con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedas en mi cama y te doy mi jubilación.
La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el rancho con dos vueltas de llave, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
El hombre, que tomaba mate en la cocina, la vio entrar dirigirse a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atado de ropa. Cuando Edelmira volvió, él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cébalo tú.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y Edelmira. Ellos no soltaban prenda. De modo que solo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama, concluyeron. Y por esas quedó.
Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo, por cualquier eventualidad; porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡era inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor! Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de eslip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días. Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡Tenía uña, sí!
La misma noche del entierro llegaron los sobrinos en un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que iba a quedarse dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.
Ada Vega, edición 1997 -