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sábado, 6 de febrero de 2021

Aquella retirada

 

      Murga Los Diablos Verdes 1981 - Primer  Premio


Era enero del 59 y los Diablos Verdes ensayaban en el Club Tellier. El coro afinaba atento, el director daba los tonos, atrás la batería: bombo, platillo y redoblante. Ese año mataron. Fueron, por primera vez, primer premio. Cantaban aquella retirada:

“Dejando un grato recuerdo a tan amable reunión
se marchan los Diablos Verdes y al ofrecerles esta canción
tras de la farsa cantada viene evocada nuestra niñez.
Murga que fue de pibes y hoy sigue firme
tras los principios de su niñez”.


Era la murga del barrio. La murga de La Teja. Entonces nosotros éramos botijas y acompañábamos los ensayos desde la primera noche. Era emocionante, era grandioso; soñábamos con ser grandes y entrar a la murga y cantar y movernos como aquellos muchachos murgueros. Yo era amigo de todos los botijas del barrio, pero con el que más me daba era con el Mingo.

Entonces vivía por Agustín Muñoz y él a la vuelta de mi casa, por Dionisio Coronel. El Mingo era mi amigo. No hablábamos mucho, creo que no hablábamos casi. Pero estábamos siempre juntos. Ibamos a la escuela Cabrera, jugábamos al fútbol, en setiembre remontábamos cometas y, antes de empezar el Carnaval, íbamos a ver ensayar la murga. No faltábamos a ningún ensayo. Nos aprendíamos las letras de memoria, festejando de antemano la llegada del Dios Momo.

Una noche, mientras los Diablos cantaban la retirada, vinieron a buscar al Mingo. La madre se había enfermado y estaba en el hospital. Al otro día no fue a la escuela y la maestra nos dijo que la madre había muerto. Cuando salí de la escuela fui a buscarlo a la casa. Estaba sentado en la cocina. Yo no le dije nada, pero me senté a su lado. Entonces se puso a llorar y yo me puse a llorar con él. Al rato mi vieja vino a buscarnos y nos fuimos los dos para mi casa. Comimos puchero y la vieja, aunque no era domingo, nos hizo un postre. De tarde vino el hermano a buscarlo para que se fuera a despedir. Fuimos los dos. La casa estaba llena de gente: el olor de las flores me mareó y me sentí muy mal.

El padre tuvo que levantarlo un poco, porque no llegaba para besar a la madre. El Mingo la besó y le dijo bajito: “mamá, hice todos los deberes”.

Esa noche se quedó en mi casa, se acostó conmigo y como se puso a llorar busqué entre mis cuadernos una figurita difícil, una sellada que le había ganado a un botija de sexto, y se la di. Pero no la quiso. Yo pensé en mi vieja y tuve miedo de que ella también se muriera. Nos dormimos llorando los dos.

El Mingo era de poco hablar, pero después que murió la madre hablaba menos. Pero yo lo entendía, a mí no necesitaba decirme nada. Entramos a la VIDPLAN el mismo año. Íbamos al cine Belvedere, a la playa del Cerro y en la “chiva” a pasear por el Prado. Tan amigos que éramos y un día nos separaron las ideas. Cuando al fin yo comprendí muchas cosas, él ya estaba en el Penal de Libertad.El padre y el hermano iban siempre a verlo.

Un día le dí al padre la figurita difícil, aquella sellada que una noche le regalé para que no llorara y que él no quiso. Le dije al padre que se la diera sin decirle nada, que él iba a entender. Cuando volvieron, el padre puso en mi mano una hojilla de cigarro en blanco. Me la mandaba el Mingo. ¡Fue la carta más linda que he recibido! Estaba todo dicho entre los dos. En esa hojilla en blanco estaba escrito todo lo que no me dijo antes, ni me quiso decir después.

Nunca pude ir a verlo, pero siempre esperé su vuelta. Y una noche de enero del 81 en que yo estaba solo en el fondo de mi casa, fumando, tomando mate y escuchando a Gardel, él entró por el costado de la casa como cuando éramos pibes, como si nos hubiésemos dejado de ver el día anterior, como si se hubiese ido ayer. Se paró bajo el parral y me dijo: —¿Qué hacés? ¿ No vas a ver la murga? Yo dejé el mate, levanté la cabeza y lo miré. Sentí como si el corazón se me cayera. —¡Mingo!, y fue una alegría y unas ganas de abrazarlo, Pero él ya me daba la espalda y salía. —Dale, vamos —me dijo—, ¡Que la murga está cantando !

“Cuántos habrá que desde su lugar por nuestros sueños bregan
cuántos habrá anónimos quizá soñando una quimera
Cuántos habrá que brindan con amor toda su vida entera
y con fervor se entregan por el bien, y nadie lo sabrá


(De la retirada de los Diablos Verdes 1er. Premio 1981)
.

Ada Vega, edición 1996

jueves, 4 de febrero de 2021

El collar de caracoles


 




    Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar sobre la arena erizada. De todos modos en cuanto llegamos salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura.

Los cangrejos, barridos por el agua, se escabullían entre las grietas. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. El océano comenzó a rugir ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno. Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce uno la pequeñez del ser humano frente a la fuerza devastadora del océano.

De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse. Andrés dijo que era hora de almorzar, de modo que volvimos sobre nuestros pasos, pasamos junto a las barcas de los pescadores donde algunos de ellos trabajaban con las redes, y otros calafateaban o ajustaban los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido.

A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. Todos los veranos compraba algo para mí, y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa. Ese medio día pasamos por allí. 

Andrés se había adelantado un poco y me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención un collar  de caracoles. Eran seis caracoles nacarados de distintas formas, pero de igual tamaño unidos a una cadena de plata. En medio de los seis lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para estrenarlo, esa misma noche, en una cena especial que teníamos programada con Andrés.

Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una botella de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados.

Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar aquella noche y que, cuando al día siguiente fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido. Aquel collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días.

El vínculo amoroso que me unía a Andrés, comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios altibajos. Andrés demostró siempre ser un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros quince reformarla. 

Llevábamos seis años de casados cuando nació nuestro primer hijo, porque yo decidí un día no esperar más. A los ocho años de casados nació el segundo varón y a los diez años nació Camila. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar sobre nuestras vidas. Ayudarnos, si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de nosotros. 

Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita. Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante llamado Atilio con quién mantuvo una relación de varios años. Ella se había enamorado, pero el hombre estaba casado y aunque no habló jamás de separarse de su mujer siempre pensó que la amaba. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba todas las peripecias de su amor prohibido. 

Al principio la aconsejaba era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba muy enamorada y no aceptaba consejos.
Corrieron los años y para mí la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté más de lo que ella me contaba. 

Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me contó, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas pertenencias, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. 
—Un collar —le pregunté. 
—Sí, —me contestó— un collar que me trajo hace años al volver de unas vacaciones. 

No me acordaba si me contó o si se lo vi alguna vez. Micaela tenía mucha bisutería que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. Le comenté que me alegraba su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie y le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila.
Esos días previos a la fiesta anduve muy complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar.

El mismo día de la fiesta buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La había visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guardaba planos y proyectos y, semioculto, al fondo de un estante, encontré un estuche azul. Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar.

Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve.

Ada Vega, edición 2004 - 

martes, 2 de febrero de 2021

Historia en dos ciudades

   


"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación". 

De la novela "Historia en dos ciudades" de
Charles Dickens, Libro primero, cap. I



Nos conocimos una tarde de enero, en la plaza de un barrio castizo, en los aledaños de Madrid. Yo tenía 15 años y él 16. Estaba sentada en un banco comiendo churros. Pasó caminando con las manos en los bolsillos del pantalón. Me miró y lo miré. Se llamaba Manuel, era guapo y tenía ojos verdes. Yo tenía fina la cintura y el pelo negro. 

En aquellos días estudiaba en un colegio de monjas, y él trabajaba con su padre que era fontanero. Fuimos novios a escondidas. Nos veíamos los domingos en la plaza, y por las noches, a hurtadillas, en los portones del convento de las Esclavas Vicentinas, que estaba pegado a la Iglesia del Santísimo Sacramento.

España, inmersa en una devastadora crisis económica, salía de una feroz guerra civil que la había extenuado. Había hambre y desasosiego. Mientras una Europa, alucinada, afilaba sus garras, antes de sumergirse en la segunda Guerra Mundial, los jóvenes españoles emigraban a raudales hacia América del Sur.

También el padre de Manuel, preocupado por el futuro de su hijo, había conseguido que el capitán de un barco mercante le diera trabajo como ayudante de cocina, y lo dejara en el puerto de Buenos Aires, donde la familia tenía parientes.

II

Nuestro amor adolescente creció y se hizo carne en el portal del convento de las Esclavas. Hacía unos meses que estábamos de novios cuando un día, de pronto, tuve la impresión de que estaba embarazada. Esperé unos días hasta confirmar lo que imaginaba y decidí hablar con Manuel esa misma noche. Tenía prisa por contarle. Antes de comenzar a hablar oí que me decía: 

—Dentro de cinco días me voy para Sud América. Iré en un barco de carga que me dejará en el puerto de Buenos Aires donde tengo unos tíos. Sentí que el mundo se me venía encima. Cuando le conté que estaba esperando un hijo suyo, dudó y me dijo: 
— Entonces, me quedo. Le contesté que no, que habláramos primero con mis padres. Que yo esperaría a que él se ubicara, consiguiera trabajo y tuviésemos un lugar donde vivir los tres. De modo que nos armamos de coraje, enfrentamos a mis padres y les contamos, ahorrando palabras y explicaciones, la situación que afrontábamos. 

Al escuchar la novedad mi padre se puso furioso. Le gritó a mi madre que la culpa era suya por no cuidarme. Mi madre comenzó a llorar. Traté de decirle a mi padre que ella no tenía culpa, puesto que yo me escapaba por las noches, para encontrarme con Manuel sin que nadie lo advirtiera.
No pude defender a mi madre porque ordenó que me callara la boca y se dirigió a Manuel: le preguntó quién era, como se llamaba, donde vivía, cuantos años tenía y si estaba estudiando. Manuel se puso nervioso, aclaró la garganta, y contestó:
— Estee…
Mi padre se pasó una mano por la frente, mi madre pensó que le iba a dar un soponcio y le dijo:
—Siéntate José.
— ¡No puedo sentarme, — contestó —, si me siento no oigo bien! Manuel aprovechó el lapsus y agregó:
—El problema no es esto que estamos hablando…
— ¡Ah, esto no es un problema! ¿Qué falta entonces? —Vociferó.
Quise contarle lo del viaje a América, pero él me gritó:
— ¡Tú cállate la boca! Entonces Manuel más calmado le contó del viaje a la Argentina donde tenía parientes, le dijo, y que en cuanto consiguiera trabajo me mandaría a buscar.
Mi padre lejos de calmarse arremetió enojado:

— ¡Tú con tu vida has lo que te venga en ganas, de mi hija y de su hijo me haré cargo yo! Entonces sucedió algo que me llenó de orgullo. Manuel se enfrentó a mi padre y le dijo que de su mujer y de su hijo se haría cargo él.
—Me voy para América porque acá no hay futuro, pero en cuanto consiga trabajo Julieta y mi hijo se irán a vivir conmigo. Mi padre se sentó y mi madre dejó de llorar.

II

El barco en que viajaría Manuel, partía del puerto de la Coruña en tres días. Él debía abordarlo en dos días. No había tiempo para boda por el Registro Civil, y tampoco para boda en la iglesia con cirios y flores. Sin otra alternativa, se armó en mi casa un altar en el comedor, vino el cura de la parroquia y nos casamos al otro día. Yo con mi vestido blanco de los 15, la mantilla que mi madre, los domingos llevaba a misa, y un ramo de jazmines blancos. Los padres de Manuel fueron los padrinos y el cura bendijo sus alianzas, que desde entonces llevamos puestas.

Después, Manuel viajó para América yo dejé de estudiar, y a los 9 meses nació Sebastián. Cumplió un año, cumplió 2 años y nunca recibimos carta de Manuel, ni yo, ni su madre.
Pese a que lloré y extrañé a Manuel, Sebastián colmó mis horas, y alegró mi vida y la de los abuelos.
Una mañana de otoño llegó a mi casa, la madre de Manuel con una carta de su hijo para ella y dentro del mismo sobre, una para mí. Pocas palabras: que nunca dejó de amarme, que soñaba con conocer a su hijo y, entre otras cosas, que cuando llegó a América el primer puerto que tocó el barco, fue el puerto de Montevideo. Que se enamoró de la bahía y su Cerro vigilante, y decidió en el acto que no iría a Buenos Aires. Que se quedaría a vivir en Uruguay. También decía la carta que en los próximos días iría a buscarnos.

III

Manuel entró a trabajar en el puerto de Montevideo, como peón asalariado, y pasó a vivir en una pensión junto a unos compañeros de trabajo. La paga no era mala para un joven sin experiencia, pero él había llegado al país con una responsabilidad y una promesa que cumplir. Mientras trabajaba como estibador, un día se enteró de que en el norte de Chile tomaban gente para trabajar en las minas de cobre. Que el trabajo era duro, le dijeron, pero que lo pagaban muy bien y que en poco tiempo se podía ahorrar para comprar una casa. De manera que se puso en contacto con la persona que reclutaba gente y en pocos meses consiguió un contrato para trabajar en las minas de Atacama. Primero no escribió porque no tenía novedades que contar, y después no le fue fácil comunicarse. Así que esperó a terminar el contrato para escribir. A su vuelta a Uruguay, volvió a trabajar en el puerto.

IV

Veinte días después de recibir la carta, llegó Manuel a mi casa. Me encontraba con Sebastián en la puerta de calle, y lo vi venir. Me costó reconocerlo. Estaba más alto, más moreno, ¡más guapo! Antes de abrazarme levantó a Sebastián en sus brazos y lo apretó junto a su corazón. Días después, en el puerto de La Coruña, nos despedimos de mis padres y de mis suegros, cruzamos el Atlántico, y el 15 de febrero de 1945, desembarcamos en el puerto de Montevideo.  Manuel había comprado una casa en la Ciudad Vieja, con una puerta muy alta a la calle y un balcón de cada lado. Con tres habitaciones, dos patios dameros: uno con claraboya y otro con un aljibe en el centro, y un fondo con parral y dos ciruelos. Un año después, nació Alfonso. 
En esta casa de la Ciudad Vieja criamos a nuestros hijos, y fuimos felices. Pasaron veinte años como un suspiro. En los años 60, Uruguay no escapó a los problemas económicos de América Latina. Los jóvenes no conseguían trabajo y emigraban hacia Europa y Estados Unidos. 

Sebastián fue quien primero decidió volver a España. Tenía su documentación en regla y no tuvo inconvenientes en regresar al país donde nació. Después se fue Alfonso. Y allá están, se casaron y tienen hijos. A veces vienen, y a veces vamos. Manuel y yo nunca quisimos volver a España para quedarnos. Al cabo, somos más uruguayos que españoles. Seguimos aquí, en la casa de balcones y patios dameros; con aljibe, y fondo con parrales y ciruelos. Hace muchos años llegamos a Uruguay con la ilusión de formar aquí, una gran familia. La formamos allá, en España. Pero sin nosotros.

Y los años volvieron a pasar inclementes. Estamos solos. Estamos viejos. Eras guapo y tenías los ojos verdes. Y yo tenía fina la cintura y el pelo… mi pelo era negro. ¿Te acuerdas, Manuel…? 


Ada Vega, edición 2017 -