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sábado, 3 de septiembre de 2022

Amor virtual

 





Se llamaba Anton Sargyán. Era un armenio alto y moreno, que siendo un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay, después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923. 
En aquel tiempo, después de navegar más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español, fue a una escuela del estado y en el liceo se enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron a Uruguay a fines del siglo XIX. 
Los chicos se conocieron, se enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las familias de ambos se enteraron. A los dos les prohibieron ese amor, pero para Anton no existían prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que siguieron viéndose a escondidas hasta que los padres de Alejandrina decidieron irse del país. 
Fue entonces que Anton ideó un plan audaz para impedir esa mudanza. La novela de Anton Sargyán avanzaba con interés cuando un día Anton adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y mientras yo escribía en la computadora, la historia de amor de Anton y Alejandrina comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas: 
—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia y llévame contigo. 

Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No obstante, envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca contestaron. La novela iba avanzando fluida, yo estaba entusiasmada en como se iban dando los hechos y no tenía intenciones de abandonarla. Anton por días no se comunicaba, entonces yo adelantaba la historia pues creía que se había terminado la odisea, pero al rato volvía con sus frases de amor cada vez más audaces. 
Supuse que podría ser alguno de los webmaster de los sitios donde yo participaba, algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir averiguando porque pensé que opinarían que estaba volviéndome loca. 
Mientras tanto, Anton no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba apasionado conmigo —decía—, conocía mi alma y quería habitar en mí. 
Le contesté, siguiendo el juego, que no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar en mí Me contestó que si lo liberaba y le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría más a mi esposo, ni a mis amigos ni a nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseos humanos. Todos mis deseos. 
Además, me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo —imploró— si no lo haces mátame en tu historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome. 
En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él no solo leía lo que yo escribía en la computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme: 
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame! 
Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor de Anton y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio junto a cuentos que nunca puse fin. 
Algunas noches entrada la madrugada, cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que solo pidió habitar en mí y que dejé encerrado en un cuento inacabado. Muchas noches entrada la madrugada, cuando el cansancio me vence, entre mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi escritorio, el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora. 

Ada Vega - año edición 2013

viernes, 2 de septiembre de 2022

Las sandalias rojas de Simone

 




Cuando era niña me gustaba vestirme con la ropa de mamá. Principalmente calzarme los zapatos de tacos altos. Pero mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos pues toda su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra Mundial y las mujeres se había liberado de algunas prácticas tradicionales.
Un verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa con la manga al codo para usar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la calle vestida con tanto blanco. Olvidada de los colores en su ropa no pudo, aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió vistiendo hasta el final de sus días.
Más de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba usar sus zapatos, que no solo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos.
Los zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda la casa. Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia, en una oportunidad me hizo con una cortina floreada, una falda que me llegaba al suelo y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo de donde salió un chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia como en aquellos días.
Mamá era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro, para que fuese a su casa a confeccionarle la ropa. De modo que comenzó a ir una vez por semana a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja.
Un día mi madre me contó que desde los balcones de aquel departamento los automóviles se veían así de chiquitos, también se veía el Cerro de Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.
Nosotros vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi corta existencia, era una casa con altillo.
Por aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber cómo vivían diez familias una encima de otra, salí de mi casa de la mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa.
No bien llegamos al edificio mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas cabíamos las dos.
—Este es el ascensor —dijo.
Mientras subíamos en el ruidoso artefacto, creí que el corazón se me saldría por la boca. De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba un respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó.
Cuando llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer, todavía joven, que vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido en rodetes uno a cada lado de la cabeza. De baja estatura, regular belleza y piel muy blanca.
El apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y adornos; se oía una música que saldría de alguna parte y mientras un perfume dulzón me impregnaba la nariz, pasamos a su dormitorio.
En el medio de la habitación, atestada de mesitas cargadas de bibelots, portarretratos, y almohadones diseminados sobre las alfombras, había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de pluma, todo en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con seis puertas de espejos biselados— y comenzó a sacar vestidos que fue dejando sobre la cama.
A un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de cine, en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. Después supe que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho aparato se hiciera conocido en Uruguay y, mediante antenas, pudiésemos ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles, desde aquella altura, se veían chiquitos así. Entonces la francesa, para probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda.
Yo no podía creer lo que estaba viendo. Miré a mi madre para ver si se escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente. Yo tendría que haber aprendido de ella.
Me senté en la cama de reina, entre los vestidos y los almohadones de raso mientras Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el tallo de una rosa”. Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca desnudez por seis de la francesa; sólo tuve ojos para aquellas sandalias rojas que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado.
Eran unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan rojo y tan hermoso, que me dejaron sin respiración. Me moría por ponérmelas. Mientras tanto Simone, para estar más cómoda, se la quitó y las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en ellas creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que adivinó mis intenciones, me tomó de una mano y me dijo:
—Ven, siéntate aquí —y me sentó a su lado en un sofá.
Esa tarde la francesa apartó un par de vestidos que —según dijo— no usaba y se los dio a mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme dos vestidos pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé mientras fui niña. Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas.
No sucedió así. En los años que siguieron y mientras fui estudiante no tuve oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades. Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies.
Sin embargo la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la moda —al igual que la historia— siempre se repite.
He visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo, en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben como vienen al mundo, pues ven los nacimientos desde las mágicas pantallas, igual que los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes de terminar la primaria.
Todo en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador; sin embargo, las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus zapatos de tacos altos, porque antes de que este mundo de hombres que habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe apagarse. Y alguien tiene que llevar la antorcha.

Ada Vega, año edición 2001

Desde el laptop

  

 


Era invierno. A las cinco de la tarde ya era noche. En aquellos días había comenzado a ver una novela brasileña, que emitía un canal de televisión, precisamente a esa hora; impropia para mí, que me encontraba en plena faena en el quehacer de la casa. Pero la novela había logrado interesarme, porque, aparte de mostrar al mundo la belleza paisajística de Brasil, tenía un reparto de actores muy interesante. De modo que decidí seguirla desde el Laptop, directamente de YouTube, donde se encontraban todos los capítulos. Elegí las seis de la tarde y seguí viéndola sin cortes de publicidad sentada en mi escritorio. Una tarde mi hija, al volver del liceo, colocó su Laptop sobre una mesa a mi espalda, y se puso a ver una serie española ambientada en los años cuarenta, a la misma hora en que yo veía mi novela. Su ordenador quedaba de frente a mi monitor. Mi novela se iba desarrollando en una trama compleja que me mantenía en vilo esperando el desenlace, cuando en uno de los últimos capítulos, sin motivo aparente, desapareció una actriz que participaba con un papel secundario, pero muy sugestivo. A pesar de que el suyo no era el papel protagónico, el que representaba era necesario para el desarrollo de la obra, de modo que su imprevista cesación solo podía ser debido a un hecho fortuito. Pasaron tres capítulos y subsanaron el hecho cambiando el parlamento de algunos actores, y así quedó hasta el fin de la obra. Una tarde abandoné un momento mi novela para ir a la cocina a prepararme un café. Al pasar junto a mi hija miré distraída el monitor de su Laptop, y me detuve un momento, pues, me pareció ver a la actriz desaparecida de mi novela brasileña, actuando junto a un actor en la serie española. Aunque vestía la misma ropa, se veía deslucida. Le pregunté a mi hija qué hacía esa joven en la novela con la ropa y el peinado tan fuera de época. Me contestó que no sabía, que hacía dos capítulos que había aparecido en la pantalla y que no habían dado ninguna explicación. 

—Es un engendro, me dijo. Está siempre pegada a ese actor. Aunque parece que él no la ve, no la mira ni le habla. Entonces le conté lo sucedido en mi telenovela, me miró escéptica y me dijo: 
—¡Ay mami, por favor! ¡No pensarás que la actriz se enamoró desde tu monitor del actor de mi novela y se cambió como quien se cambia de vestido! 
—No pienso ni creo nada, solo que tampoco entiendo como logran que las personas hablen y se muevan en la televisión o en la computadora y nosotros lo aceptemos como lo más natural. 
—Bueno, mamá —me contestó—, nosotros no tenemos por qué saber cómo y de qué manera se logra. Para eso están los técnicos y la ciencia que avanza. 
—¿En eso sí creemos? 
—Si lo estamos viendo, ¡cómo no vamos a creer! 
—La actriz de mi novela, también la vi y la viste. 
—Mamá, ¡mañana tengo un examen! 
De todos modos, pensándolo bien, mi hija tenía razón. A veces creo que estas máquinas nos están invadiendo para volvernos locos y llegar un día a esclavizarnos. Mi novela brasileña terminó unos días antes que la española que veía mi hija. La actriz que cambió de novela fue día a día transformándose en otro ser. Ya no tuvo ropa ni cuerpo humano, se convirtió en un ser irreal, un robot. Una mujer digital. Siguió, de todos modos, abrazada, besando y acariciando al actor español sin que el joven se enterara. Desde ese momento quedé pendiente del final de la serie. Mi hija se conformó pensado que la actuación misteriosa de la actriz brasileña, era solo una parte fantástica que le habrían agregado a la historia española. Las dos telenovelas empezaban y terminaban en el mismo horario. Unos minutos antes de terminar el último capítulo, la actriz digital trató de volver a la novela de mi computador. De manera que viajó en la luz del monitor de mi hija y se insertó en el haz de luz del mío, pero no logró introducirse en su novela, pues la misma había finalizado hacía dos días. Quedó, por lo tanto, fuera del monitor. Suspendida en el aire, entre el visor y yo, parecía una pequeña muñeca de finos hilos de cristal que, como un prisma, se tornasolaba en un sinfín de colores brillantes. Se había detenido un momento sobre la luz que la había traído de regreso, cuando mi hija cerró su Laptop. Fue entonces que en medio de un gemido semejante a una nota musical desconocida, tal vez a la música que, según dicen, emiten los astros al girar en el espacio, la vi desintegrarse. Y en el zigzaguear de un rayo eléctrico, delante de mis ojos, se desvaneció en el aire. 

Ada Vega, año edición 2013

miércoles, 31 de agosto de 2022

Por mano propia









Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente, marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido, mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
Los primeros rayos de un sol que se esfuerza entre nubes, comienza a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén.
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete, que lo arrima hasta su trabajo. Clara quedó frustrada, anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas, oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos. Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio, con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo era una patraña, una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre.
—No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.
—Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber.
—No sé. No sé. Y la duda otra vez. Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se echa a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado, pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final. No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero, el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día. En ese momento una mujer joven abandona el negocio y se dirige a su domicilio situado frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó, sin salir de su asombro, en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor, tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del hijo, había una cuna con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida .




Ada Vega, año edición 2013

lunes, 29 de agosto de 2022

Cuento con martingala

   



El Negro Contreras era un individuo de poca prosa. Medido. Circunspecto.  Pero acertado en el decir y muy leído. No era  hombre de andar hablando no más por hablar, palabra que salía de su boca era palabra bien dicha, con tino. Pensada. Que en este mundo donde la mayoría de la gente pasa el día diciendo tanta guasada, cosas sin fundamento alguno, la parquedad del Negro era de elogiar. Para qué hablar de bueyes perdidos —decía—  si están perdidos, que queden.

 Encerrado en un mutismo terco no derrochaba plata que no tenía, ni palabras que sí tenía, pero que ahorraba como un avaro por si algún día tenía que echar mano y decirlas todas a la vez. Que el que guarda siempre tiene y para echar el resto en un apuro, se debe contar primero con un resto. Las palabras para el Negro Contreras eran para leer y guardar, no para andar desparramándolas por ahí sin ton ni son. Por ese motivo al pasar saludaba inclinando la cabeza, agradecía en el boliche levantando la copa y se despedía al retirarse tocándose la frente, cuasi un saludo militar.


A los hombres, dispuestos siempre a comentar sobre fútbol, política o mujeres, esa posición tan arbitraria no les caía muy bien. Alegaban que para conocer verdaderamente a un ser humano, no hay cómo oírlo hablar. Que la gente muy callada, decían, era de desconfiar y que los “mata callando” nunca fueron de fiar. Eso decían. De todos modos, aunque le buscaban la boca lo único que conseguían del Negro Contreras era un amago de sonrisa. Opinaban algunos que era un “pecho de lata” que al principiar una conversación por no ponerse a discutir soserías, le decía al contrario: —Será cómo usted dice. Y ahí quedaba la cosa. Que no fueron pocas las veces que por no hablar se vio envuelto en problemas.


En Rivera y Larrañaga, donde ahora está La Pasiva,  estaba en aquel tiempo el Bar  "Carlitos", de José y Amador. El boliche tenía un mozo llamado Ramón y un pizzero que vivía en el Cerro. Era el boliche del barrio y los que parábamos allí éramos todos conocidos. Una noche estábamos con el Dante Scaramo y el Carlitos Acosta tomando una cerveza,  cuando un forastero que había caído de paso, expuso con puntos y comas, el detalle de una Martingala  segurísima para ganar en la ruleta.


Según explicaba, sólo se necesitaba tener conducta. Era cuestión de ir todos los días al Casino y hacer la diaria. Trabajo de astillero, decía. Según explicaba el forastero, el asunto consistía en apostar en primer y segunda en chance y cubrir ocho números a pleno, en el paño de la tercera docena, dejando libres solamente cuatro números y el cero. 
—¡Una fija! Afirmaba sobrándose. Se gana poco, pero se gana siempre…o casi.  El bar estaba a full, los parroquianos escuchaban con gran atención, mientras el hombre daba datos sobre lo que se podía ganar apostando tanto y cuanto.

A un costado del mostrador, tranquilo, el Negro Contreras tomaba su caña. Miraba de vez en cuando al expositor sin demostrar ningún interés en la charla. Ajeno. Al forastero le molestó la actitud del Negro, que rozaba su ego. Interpretó su silencio como reprobatorio de lo que estaba exponiendo, por lo que medio ofendido se le acercó y haciéndose el canchero, le dijo que era un contrera.


Con otro personaje hubiese tenido problema, pero el Negro lo miró ni frío ni caliente, levantó la copa, la saboreó hasta el fondo, la dejó sobre el mármol y
 —¡Soy, un Contreras!, le dijo, pagó y se fue. Al conversa lo descolocó, lo dejó bramando. Diga que los habitúes le aseguraron que efectivamente, el Negro era un Contreras.

Yo lo conocía de vista, pero me simpatizaba. Lo oí hablar por primera vez cuando los festejos de los quinientos años el Descubrimiento. En el barrio se estaba preparando una gran fiesta. 


 —Cosa de locos festejar, dijo. Y  agregó: 
 —Si Colón en lugar de desembarcar en Las Antillas hubiese desembarcado acá, los indígenas se lo hubiesen comido y otra sería la historia. Pero ni Colón sabía que el sur existe; y los del norte siempre nos han j&dido. 

 A los organizadores del evento los dejó con la boca abierta y pensando que tal vez no estaba muy errado. Cuando quisieron reaccionar, él daba vuelta la esquina, camino a su casa.


Los vecinos del barrio decían que era un tipo raro. Yo creo, más bien, que era un tipo inteligente. La política nunca llegó a preocuparlo. Ni los blancos,  ni los colorados, ni estos ni aquellos, que según decía era los mismos perros con distintos collares. Que el que tiene, siempre va a tener y el que no tiene, no tiene y punto, suban o bajen del gobierno los blancos o los colorados y esto ni Dios lo arregla. Que ya alguien lo dijo una vez: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege  a los malos cuando son más que los buenos”, y entonces para qué, decía, ¡si ni Dios!


 El Negro Contreras nunca trató de convencer a nadie sobre un tema u otro. Solía escuchar en silencio lo que los demás comentaban, guardándose la opinión que le merecía. Tenía, eso sí, la pasión del fútbol, pero tanto iba al Paladino a ver a Progreso como al Franzini a Defensor. Le alegraban los triunfos de Peñarol y los de Nacional.


 Los manyas no lo querían de hincha y a los bolsilludos los desubicaba.


Una noche lluviosa de invierno venía en un taxi. Sentado atrás para no tener que hablar con el hombre de volante. El taxista, que no conocía el barrio, entró por una calle flechada en contra. El Negro, calculamos, pudo haber avisado con tiempo. También calculamos que por no hablar… el Fiat se dio de frente con un semi-remolque que iba para el Puerto.


El taxista la sacó barata, pero el Negro Contreras se fue sin decir ni ¡ay! Ya lo expliqué antes: el Negro Contreras era un tipo de poca prosa.


Ada Vega -  año edición 2012 -

domingo, 28 de agosto de 2022

Dale que va

 



Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que perdiera el sueño y pasara las noches en vela.María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando de no despertarla. Un frío intenso acosaba. Ante los primeros intentos del sol, la noche se resistía. Puso a hervir el agua para el mate y se sentó junto a la mesa con los ojos fijos en la llama celeste del gas que lamía los costados de la caldera.

Hacía un par de días que el jefe de su sección les había comunicado, a él y a varios compañeros, que dejarían de hacer horas extras. Las extras, para Antonio, eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso a la temida privatización con su consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un problema grave. Antonio, con más de cincuenta años de edad, sabía con certeza que si perdía su empleo, no conseguiría otro.

Dejó el mate, se afeitó y terminó de vestirse. Cruzó la bufanda bajo la campera y subió el cierre. Apagó la luz, cerró con dos vueltas de llave y salió. Comenzaba a amanecer. Un viento helado soplaba desde el río. Mientras la Villa del Cerro dormía bajo el faro vigilante de la Fortaleza, caminó por Grecia hacia la salida del 125  frente a la playa. Tomó asiento junto a la ventanilla, aferrado a sus pensamientos. Llegaron el chofer y el guarda a ocupar sus puestos. El ómnibus se puso en movimiento.

Un hombre viejo pidió permiso y se sentó a su lado.
—Buen día, saludó. Antonio lo miró con fastidio. Interrumpía su intimidad.
La cabeza blanca enfundada en un gorro de lana. Dibujado en la cara un mapa de arrugas. De cuerpo enjuto. Se restregaba las manos para calentarlas.
—Buen día, masculló. Subió el cuello de la campera y se arrellanó en el asiento, pegado a la ventanilla.
—Cuando levante la helada va a hacer más frío, pienso. Antonio no se dignó contestar. El viejo siguió hablando. Antonio no quería escuchar, ni hablar con nadie. Necesitaba sufrir, torturarse, enojarse con todo el mundo porque tenía problemas económicos. Intentó no oírlo volviendo a su problema: (Los portuarios estamos liquidados, hasta que no nos refundan, no van a parar…)
—... y nos vinimos del norte con los gurises chicos pa´ver si en la capital repuntábamos un poco. Los del interior del país venimos todos con la misma ilusión, sabe. En la campaña cada día hay menos trabajo. Acá es más fácil. Siempre alguna changa sale. Aunque sea pa´la comida, ¿no?... Yo me vine hace muchos años. Con la patrona, me vine. Con la patrona y los gurises. Trabajé en el frigorífico. En el Nacional. Más de veinte años trabajé. Sí, más de veinte años. Nos habíamos comprado una casita con un campito atrás del Cerro y lo trabajábamos lindo, no más. Pero la capital nos empezó a cobrar. ¡Demasiado se sabe que nada viene de regalo! Fue cuando se nos murió el más chico. Andaba gateando y se nos cayó en un pozo que estábamos haciendo para el agua. Una infamia, mire. Sí, una infamia (y Antonio, vencido, se puso a escuchar). 

Al final criamos tres, dos machitos y una niña. La mujercita en cuanto cumplió quince años entró en amores con un mocito que yo le dije a mi patrona que no me gustaba. Usaba el sombrero requintado, golilla blanca, siempre fumando andaba. De mirada huidiza el mozo. No me gustaba no. Un día la gurisa se fue con él. Después supimos, se dio a la mala vida. Nunca dejó de venir a vernos, pero del todo no volvió más. Hizo plata. Sí. Mucha plata. Se compró una casa por el Hipódromo con un terreno grande. Yo vivo allá, sabe. Lo tengo plantado, buena tierra, lo que usted plante viene, fíjese. Buena tierra. Tuvo un hijo, se lo criamos con la patrona hasta que terminó la escuela. Después ella lo puso en los Talleres Don Bosco para que aprendiera un oficio. Salió como a los dieciocho años, con oficio y con trabajo. Buenísimo el gurí. De ley. ¡Sí señor! Lindo muchacho, alto y fuerte. Toca la guitarra, sabe. ¡Si lo viera...! Vive conmigo, es lo que me queda. Gana buena plata, muy trabajador, en eso de la electrónica, sabe, en eso trabaja. La madre murió, se agarró una peste y se fue en menos de un mes. Él casi no la conoció, mire usted. Tengo un hijo que se fue para la Argentina hace años. Cuando la dictadura, sabe. No supimos más de él. Pero no se fue por la política, no, era demasiado vago para que le interesara la política. Él se desapareció solito, no más. Se fue de mochilero con otros dos. Cosa de muchachos.
El tercero sí, una desgracia, las malas juntas, terminó en la cárcel; vendimos la casita y el campito del Cerro para pagar un abogado. Al poco tiempo, en un ajuste de cuentas, lo mataron. Sí, así fue. No tuvimos suerte con los gurises. Mi patrona decía que la capital nos había castigado por dejar el campo solo. Pobrecita. Ella también me dejó hace dos años. Las vueltas de la vida, ¿no? Mire usted. Ahora vengo del Cerro. Fui a visitar a un hermano. Fui ayer, querían que me quedara, pero ya me voy para casa. Le prometí al nieto que llegaba temprano. Siempre almorzamos juntos. Me espera con el amargo. ¡Abuelo!, me dice cuando me abraza. Es muy pegado conmigo. Se me tenía que dar una buena, ¿no le parece?... ¡Mi nieto, carajo! Es lo que me queda.
Entrecerró los ojos para mirar hacia fuera, por la Estación Central se puso de pie. Me bajo en esta, dijo. Se quitó la gorra, le tendió una mano.
—Adiós, que le vaya bien. Antonio también se puso de pie, estrechó con fuerza, con sus dos manos de hombre joven, fuerte, vital, la callosa mano de aquel viejo desconocido que en menos de una hora le contara su vida.
—¡Suerte, don!
—Gracias, m´hijo.
—¡Y gracias! —le gritó Antonio, y el viejo quedó mirándolo desde la vereda...

Se bajó del 125 en el Neptuno, cruzó el empedrado de la rambla y entró al Puerto por Yacaré. Se dirigió a su puesto de trabajo por la senda. Se puso a silbar.
—¿Te sacaste el Cinco de Oro, flaco?
—Casi... (Al lado de este viejo yo soy Gardel). ¡Dale, que va...!

Ada Vega, año edición 1997