Presentación:´
Sylvia Lago, novelista, cuentista, crítica literaria, catedrática de
literatura uruguaya y directora del Departamento de Literatura
Uruguaya y Latinoamericana en la Facultad de Humanidades de Montevideo, Uruguay.
“Al ritmo de un candombe uruguayo, cumpliendo su sueño más querido”, Aurora, la morena que baila y desfila en uno de nuestros últimos carnavales, descubre “detrás de los ojos de la mama vieja”, “un mundo recóndito y desconocido que la atrae”. Es noche de llamadas, y los blancos también festejan junto a los negros, integrándose al legendario acontecimiento.
Con estilo atractivo y personal, Ada Vega compone una narración que incluye hermosas descripciones de la ciudad de Montevideo, sus barrios Sur, Palermo, la Ciudad Vieja, La Unión—, sus construcciones y lugares típicos —el conventillo, por ejemplo, con su población de morenos e inmigrantes, o el Café Tupí Nambá, con sus tertulias de intelectuales y poetas—.
Y, ensayando una cierta estructura circular, la autora nos desplaza en el tiempo y en el espacio a un mundo imaginario que no se desentiende de lo real. Dentro de un contexto histórico preciso cuyo acontecer pauta, hasta la actualidad, la acción ficcional, se suceden las diversas peripecias de los personajes, creados con sensibilidad, simpatía y comprensión.
Ada Vega nos hace participar emocionalmente en las historias de vida de una comunidad fuertemente arraigada en nuestra realidad nacional, y a partir de esa “noche de Llamadas” donde la “negritud montevideana” es convocada para su ”fiesta mayor”, nos va develando un mundo pintoresco donde crecen y se definen figuras inolvidables.
Elaborada con singular destreza narrativa, la novela atrapa al lector desde sus comienzos, permitiéndole compartir con los personajes sus aventuras y sus sueños".
Sylvia Lago
Detrás de los ojos de la
mama vieja
2005 – 1
La luna redonda y
blanca de febrero iluminaba a pleno la noche carnavalera. La ciudad vibraba
bajo el tronar de los tambores. Era noche de Llamadas y evocando el llamado
tribal de sus ancestros africanos, la negritud montevideana acudía al encuentro
en los barrios Sur y Palermo.
Al
principio la fiesta mayor de los negros se celebraba en Montevideo. Después, ante el influjo de la
convocatoria, orgullosas representaciones de distintas etnias diseminadas por
los departamentos del interior del país, comenzaron a bajar a la capital
para unirse al festejo.
Contagiados por el ritmo caliente del tambor los blancos también festejan
junto a los negros. En noche de Llamadas se entreveran unos con otros y
colman las aceras en espera del ansiado desfile. Hoy todas las comparsas
tienen integrantes blancos pintados de negros. A estas comparsas se las
denomina lubolas, y lubolos a sus componentes. Denominación que no tiene
significado en la lengua española, pues es extraído del nombre de una
tribu existente en el territorio angoleño.
Angola fue con Guinea en los siglos XVII y XVIII, el mayor centro de trata de
esclavos para América del Sur. Posiblemente de sus costas, martirizados,
los lusitanos trajeron a sus antepasados hasta el Río
de la Plata. De ahí el nombre.
Cada vez
más blancos integran las comparsas de los negros. Es que el tambor y el
candombe forman parte de la cultura uruguaya. En todos los barrios existen
cuerdas de tambores. Por las noches su tronar se escucha en los
barrios altos y rueda y resuena por las calles de los barrios más alejados de
la ciudad. En nuestro país las dos razas se han emparentado y es común
ver parejas de blancos y negros, de negros y blancos. Nacidos de estas
parejas son los mulatos.
Esa noche
de Llamadas, las comparsas lubolas avanzaban por la calle Isla de Flores tras
sus enormes banderas representativas, sus medias lunas y sus estrellas. Los
escoberos, de taparrabos con brillos y ondulantes movimientos felinos,
desplegaban sus habilidades con el manejo de la escoba engalanada en un
baile atávico del África profunda. Las bailarinas, con sus trajes
de colores, se movían al ritmo del candombe de una acera a la otra, las bocas
llenas de risas, brillantes los ojos, excitantes las caderas.
Detrás de
ellas acompañada de su partenaire, semi desnudo su cuerpo escultural adornado
de plumas, perlas y lentejuelas, la vedette, tras unos pasos al ritmo de los
tambores, saludaba al público que aplaudía entusiasmado desde las veredas,
enviándoles besos con sus manos de embrujadas uñas
rojas.
Las abuelas se
entrecruzaban bailando junto a los gramilleros. Ellos de galera y
valija médica, apoyados en el bastón, trataban de seguir el cadencioso
baile de sus compañeras que los superaban ampliamente en ritmo y alegría.
Ángeles
estaba entre el público. Los ojos, la mente y el corazón embotados con las
luces, el baile de los lubolos y el toque de los tambores retumbando en el
pecho. Ya se acercan los tamborileros. Ya pasan junto a ella. Son setenta,
ochenta, cien tal vez. Llevan sombreros de paja con flecos de seda. Túnicas
extrañas, alpargatas blancas con cintas que cruzan, sobre medias negras hasta
las rodillas. Caminan al compás de los tambores: “chico, repique y piano
invitándome a bailar.”
Las manos negras,
las manos blancas, golpean con fuerza los cueros. Los dedos vendados,
sangrantes las palmas que manchas las lonjas. No importa el dolor. Los
tamborileros siguen tocando. El sonido del llamado legendario los
transporta, los embriaga. La comparsa sigue al son. Ya pasa y
se aleja. La sigue otra y otra, con la misma alegría y distinto sonido
arrancado a la cuerda de tambores. Son más de cuarenta las comparsas
que desfilan esta noche. Cada una lleva alrededor de cien componentes
entre tamborileros, bailarinas, abuelos, escoberos y
mamas viejas. Mostrando a su paso la destreza de los muchachos que
manejan los pesados estandartes y las enormes banderas. El público aplaude con
frenesí. Es noche de Llamadas y la ciudad se ha volcado por entero
para ver el desfile de la nación negra, en todo su esplendor y colorido.
Avanza ahora una
vieja comparsa montevideana. Eriza su redoble. Ángeles se encuentra muy atrás
entre la gente. Trata de acercarse un poco más. Quiere verlos de
cerca. Pero el público se cierra en un bloque infranqueable que le impide
moverse. Y se queda allí, en tercera fila, después del cordón de la vereda.
Pasan ante ella los estandartes, los escoberos, las chicas bailando y la
vedette tirando besos. Los tambores levantan el repique para que el
continente negro baile en suelo oriental. Bailan los negros y los lubolos.
Bailan. “¡Yamba, yambó, yambambé!”
También al
embrujo acompasado del tambor una mama vieja se acerca hasta la vereda
donde Ángeles se encuentra. La joven la observa con atención. Es una
morena que lleva vestigios de blancos en los ojos y en la piel. Con su mano
izquierda recoge, apenas, la falda de volados de su vestido blanco. Sonríe, mientras
baila ensimismada como en una ensoñación. Agita el abanico en un sinuoso movimiento que refleja una gracia antigua.
Tal vez la
muchacha la atrajo con la insistencia de su mirada pues la mama vieja despierta un instante del ensueño, gira la cabeza y sobre el hombro sus ojos,
entre la gente, se encuentran con los ojos de Ángeles. Como una chispa
esotérica encendida entre ambas permanecen mirándose un instante.
Detrás de
los ojos de la mama vieja la joven vislumbra un mundo recóndito y
desconocido que la atrae.
Ya la
morena se desentiende, vuelve a su ensueño y se va bailando con el
compañero calle abajo por Isla de Flores. Ángeles siente el impulso de hablar
con la mulata, pero no es posible, la pierde de vista entre los
morenos de la comparsa.
Siguen
pasando los tamborileros. “¡Sensemayá, serembe, serembó!”.
El público se
apiña. Hay muchachos subidos en los árboles de las aceras. Gente en los balcones, en las terrazas, en las
azoteas. La noche montevideana festeja la alegría del tambor.
Ángeles queda
intrigada. Fijos en su mente los ojos de aquella morena que la atravesaron, encendiendo en su interior la llama de la creación.
Especula tratando de entender qué quiso trasmitirle, cuando la miró insistente,
al pasar en el desfile. Esa noche de Llamadas quedó entre la joven escritora y
la mama vieja, en el aire, una cita pendiente.
Y Ángeles
comenzó a buscarla para contar su historia.
II
Febrero se fue llevándose el carnaval con su magia y su alegría. La ciudad
tornó a su trajinar diario dejando atrás las vacaciones y el agobio del
verano. Ya los primeros soles del otoño se anunciaban, invitando a
reanudar estudios y trabajo. En ese contexto los meses comenzaron a
sucederse.
Mientras tanto Ángeles, a pesar de realizar algunas averiguaciones por su
cuenta, no encontraba la forma de llegar hasta la mama vieja del último
febrero. Averiguó el nombre de la comparsa y a qué barrio pertenecía.
Sin embargo, no alcanzaba a transitar esa vía que la pusiese en contacto
con alguno de sus componentes. Pese a todo como los hechos que
tienen que suceder, más tarde o más temprano suceden, hubo un
acontecimiento que le permitió, al fin, concertar la cita pendiente.
Una noche en
una peña por la Ciudad Vieja donde Ángeles había concurrido con
unos amigos, conoció a un moreno que vivía en el mismo barrio de la comparsa en
cuestión. El muchacho, pese a conocer a todos los componentes, no ubicaba a la
mama vieja a quien la joven tenía interés en conocer. No obstante un tiempo
después fue él, quien sirvió de nexo entre ambas mujeres. Y una tarde de
los primeros días de este invierno, Ángeles llegó a la casa de la morena.
Aurora
vivía en el quinto piso de un edificio de apartamentos en Colonia y
Cuareim. Llamó ansiosa a la puerta y una morena, que no aparentaba
su edad, la atendió. La joven se presentó y preguntó por Aurora.
-Yo soy Aurora – le dijo la morena, mientras la invitaba a pasar – la mama
vieja que según me dijeron querías conocer.
¡Claro que era ella! Ángeles jamás olvidaría esos ojos. Aurora era una morena
clara, llevaba el cabello negro y crespo recogido en un broche sobre la
nuca. De nariz chata y respingona. Boca voluptuosa, dientes grandes y
blancos.
¡Y unos ojos!... Unos ojos magníficos “color del
tiempo”. Los ojos de Aurora podían, por las noches, ser tan negros como el azabache o de
un azul profundo. Podían a veces, en los días soleados del estío, tener
la tonalidad celeste del mar. Otras veces, en las tardecitas de abril, era su
mirada de un intenso verde turquesa. Y otras, otras veces en los días de
tormenta, cuando en el cielo se apretujan las nubes cargadas de agua, los ojos
de Aurora se tornaban grises, muy grises, de un gris oscuro, preludio del
aguacero.
La joven entró en la casa de la morena y mientras tomaba
asiento, junto a la mesa del comedor, le fue explicando el motivo
de su visita. Le contó que a partir de la noche del último carnaval, en
que la viera desfilar en las Llamadas, tenía la intención de escribir una
novela cuya protagonista principal fuese una mama vieja y a partir
de ella, plasmar historias de otras mujeres negras. Yendo hacia
atrás en el tiempo, le dijo.
— ¿Una
novela? ¿Y cómo entro yo en esa historia? – Pregunta la morena - ¿Qué es en
realidad lo que querés saber para incluirme en ella?
Ángeles,
duda un momento, piensa que es un poco atrevido lo que va a preguntar. De todos
modos, ante la franca actitud de Aurora, le dice:
—Yo querría que me contaras algo de tu vida. ¿Te
parece bien?
—¿Querés saber cómo vivimos los negros?
Pregunta directamente la morena.
— Cómo viven ahora no. Yo querría saber cómo
vivía una familia típica de negros en Uruguay, hace más de sesenta años. Qué tipo de dificultades tuvieron que sortear, si es que tuvieron dificultades.
En grandes rasgos. ¿Entendés lo qué quiero que me cuentes?
— ¿Querés saber si existía la discriminación en
aquel entonces? Existía, sí. La discriminación siempre existió en el Uruguay.
No en toda la población. Y muchas veces solapada. A nosotros, a mi familia,
digo, nunca nos creó mayores problemas. Siempre fuimos pobres. Al igual
que tantos blancos pobres. En ese sentido, negros y blancos compartimos las
mismas dificultades. Sin embargo, a nosotros nos ha costado más acceder
al estudio y a cargos importantes. Aunque vamos en camino. Fijate que yo
tengo una hija médica que hizo la carrera en la Facultad de Medicina
del país. Y sé también que antes y después de ella otros negros han
obtenido títulos y diplomas en distintas disciplinas. Diplomarte en Uruguay si
sos afro-uruguayo, no es tan complicado. El problema radica luego, cuando
intentás vivir de esa profesión de la cual recibiste el Título o el Diploma.
Muchas veces aparecen trabas. También quiero decirte que mi familia, no
sé hasta dónde, pudo haber sido una familia típica. Te explico: Cuando se habla
de los negros en Montevideo se los asocia con los barrios Sur y Palermo. Pero
negros hay y hubo siempre, en todos los barrios y en todo el país. Nosotros
somos hermanos por raza y por uruguayos. Pero somos negros de la Unión.
Te puedo hablar de mi familia, de cómo y dónde
vivíamos. Si es lo que necesitás saber no tengo
inconveniente en contarte mi vida.
-Sí, eso es lo que necesito. Quiero
saber donde vivió, cómo fue la niñez de esta mama vieja. Que cuente ella misma
desde sus propios recuerdos. Mi historia comenzará en el siglo XXI, contando su vida. De ahí irá hacia atrás, hasta mediados del siglo XIX, dando a
conocer otras historias de mujeres negras. Unidas todas ellas por un
hilo conductor de sangre.
—¿Y se puede saber a quién vas a consultar
para contar esas historias?—Pregunta Aurora.
—De ahí en adelante apelaré a mi
imaginación —le contesta Ángeles sonriendo.
—De acuerdo — dice Aurora— y
entrecierra los ojos buscando en su memoria el recuerdo más lejano a
partir del cual, comenzará a contar su vida.
Y las dos mujeres,
desconocidas hasta esa tarde, supieron, con sinceridad y simpleza, crear un
vínculo de afecto que las mantendrá unidas mucho más allá del tiempo que le
lleve a Ángeles escribir su novela.
Mientras la narradora
prepara el grabador, una libreta de apuntes y una birome, Aurora
arrima una tetera y un par de pocillos. Ha refrescado mucho y un café caliente siempre viene bien.
Afuera la tarde comienza a
caer sobre la ciudad. Las tardes de invierno en Montevideo tienen
aroma de garrapiñada, del humo de los carritos maniseros y de salsa
pizzera. Y tienen el viento.
Bendito viento que en la
ciudad sopla desde los cuatro puntos de la rosa.
1940
- III
Aurora, cumplió
hace pocos días, sesenta y cinco años. Nació, el día de Santa Rosa de
1940, en un conventillo de la calle Cipriano Miró. En la Unión.
Su madre se llamaba Julieta y su padre Gumersindo. Tiene cinco hermanos.
Cuatro varones y Fátima que vive en Durazno. Todos se llevan un año, los dos
varones mayores, después ella, su hermana y dos varones más chicos.
Aurora va
desgranando los recuerdos, que vienen a ella desde tiempos muy lejanos.
Inmersa en aquellos años vividos, siente que una agüita salobre quiere y no
quiere convertirse en lágrima.
Se ha perdido en aquel
tiempo de malvones. De patios de luna y tamboril.
Vuelve a vivir los años
de su infancia y se sorprende de recordar, con tanta nitidez, vivencias que
creía descolgadas de su memoria.
Mi madre era lavandera, dice.
Lavaba para gente del barrio. Los varones eran los encargados de entregar los
paquetes de ropa limpia y traer la ropa sucia. Fui a la
Escuela de la Junta. Mi padre trabajaba en una barraca de lana.
Guardo lindos recuerdos de esa época. En el convento fuimos felices. Era un
convento chico. Vivíamos allí sólo ocho familias todas con hijos. No
todos éramos negros. Había
también un matrimonio ruso con un hijo. Era un muchacho rubio. Se llamaba
Vládimir Prokobik o Prokópich, no sé bien, dice. Nunca aprendí a
pronunciar el apellido de Vládimir. Fue a la misma escuela que fuimos
nosotros. Después consiguió trabajo en una metalúrgica donde estuvo hasta que
se jubiló.
Los padres hablaban muy poco español a pesar de que hacía
años habían llegado con él a nuestro país, desde un pueblo ruso llamado
Gorki. Los vi pocas veces. Creo que eran muy viejitos. O tal vez me lo parecían
a mí. Rara vez salían de la pieza. Así que el joven se encargaba de todos los
mandados.
Mi mamá les
lavaba la ropa y a veces la llamaban para hacer alguna limpieza. Vládimir
era un muchacho alegre aunque era un poco mayor que nosotros, se había hecho
muy camarada de mis hermanos que le enseñaron a tocar el tambor.
Al
principio del aprendizaje era un castigo escucharlo golpear los parches. Los
otros morenos del conventillo le pedían por favor que no insistiera. Yo creo
que al fin aprendió solamente por tozudez. Se había empeñado en aprender a
tocar y aprendió no más. Al final nos dio el ejemplo a todos de que si uno
persevera, a la larga, consigue lo que se propone. En Carnaval se pintaba la
cara con carbón y salía con los morenos del conventillo a tocar por
la vereda. Su pelo, de un rubio-anaranjado, semejaba una llamarada entre
los tamborileros. Ahora que lo pienso bien: fue el primer lubolo que conocí.
También vivía en el convento un matrimonio asturiano. Tenían dos hijas que iban
a la escuela de las monjas. Les decíamos: los gallegos. Y ellos se enojaban.
Somos asturianos de Asturias, decían, los gallegos son de Galicia. Para
nosotros los españoles eran gallegos, los italianos eran tanos y
los demás extranjeros eran gringos.
La madre de las niñas asturianas no trabajaba. El padre era mozo de
un boliche por Larravide. Con el tiempo lo compró y estuvo unos años sentado en
la caja. Después lo vendió, se compró un bar por Río Negro y San José y se
fueron del convento. No sé qué habrá sido de las niñas asturianas. Tal vez ya
no se acuerden que vivieron en un conventillo de la calle Cipriano Miró.
Aurora bebe su café. - Se ha enfriado, comenta y sonríe.
El
convento tenía una puerta de entrada —continúa diciendo— que
permanecía entreabierta con una cadena por dentro. Después, una cancel que
estaba siempre abierta. Esa cancel daba a un patio de ladrillos gastados.
Sobre la pared del fondo, mirando hacia el frente, había cuatro
cocinas. Eran pequeñas piezas sin puertas con una mesada angosta como para el primus, la tabla de picar y una pileta con una canilla
que casi nunca tenía agua. A los costados del patio estaban
los escusados. Cuatro. Del ancho de la puerta y menos de un metro de largo. En
el centro del patio tenía su reino el aljibe. El agua para lavar se
sacaba de allí. Junto al aljibe se alineaban las ocho piletas para lavar
la ropa. Algunos vecinos tenían en el patio la palangana en su soporte para
lavarse las manos y la cara, pero por lo general las palanganas estaban en las
piezas. Sólo había dos duchas con un chorro de agua fría. El patio estaba
atravesado de cuerdas para tender la ropa. Casi todas las morenas eran
lavanderas. A un costado de las cocinitas había una escalera de hierro que
llevaba a las dos piezas de arriba. Al principio nosotros vivimos en una de
ellas. En esa época los vecinos no nos daban mucho corte. Nos llamaban:
los negros de arriba.
El conventillo
tenía dos piezas al frente. Una de cada lado de la puerta. Con dos
balcones y ventanas de dos hojas, con vidrios y postigos. Esas piezas eran
privilegiadas. Y más caras. En una de ellas vivían los asturianos. A la
otra, un día, nos mudamos nosotros. Por las tardes mi hermana y yo
salíamos a uno de los balcones. El otro no se podía abrir porque mi madre le
había puesto una cama adelante. Nos apoyábamos en la reja de hierro que
tenía un barandal de madera y desde allí veíamos pasar la vida.
Esas piezas
tenían forma de ele. Eran tan espaciosas que mi madre había hecho unas
divisiones con unas cretonas floreadas y teníamos entonces dos dormitorios y un
pequeño comedor. Al fondo de la habitación estaba la cocinita y el
escusado. Como los del fondo, pero adentro. También la palangana en su soporte,
la jabonera y su jabón y una toalla colgada de un clavo.
Mi padre era muy hábil
y de la canilla de la cocina que, sí, tenía siempre agua, sacó una manguera y
la enchufó en la pared del escusado y tuvimos así, baño con lluvia. En
invierno a los más chicos mamá nos bañaba en un latón, adentro de la
pieza. En verano todos los niños nos bañábamos en el patio. Las otras dos piezas
que seguían a las del frente, tenían cocinita. Pero no escusado.
Cuando nos mudamos a la
habitación con baño, cocina y balcones a la calle estaba por nacer Daniel, el
menor de mis hermanos. Mi madre se enteró que los morenos que vivían allí se mudaban
y convenció a mi padre para que nos cambiáramos. A partir de esa mudanza
elevamos nuestro estatus entre los vecinos que ya no nos decían: los negros de
arriba, por el contrario, cuando veían a mi padre le decían:
— ¿Cómo está don
Gumersindo? Y a mi madre que, como todos los días, iba a lavar la ropa,
las vecinas la saludaban:
— Buen día doña Julieta, hoy está lindo para
asolear.
Como ya dije, en
la otra pieza con balcones vivían los asturianos. La señora no era lavandera.
Lavaba en las piletas sólo la ropa de ellos. A nosotros nos saludaba
siempre sin sonreír y aunque nos mudamos después a las piezas de
categoría nos siguió saludando de la misma manera. Con las niñas nos llevábamos
mejor. Pese a que se pasaban el día en el colegio, muchas veces
jugamos juntas.
En verano mi madre
llenaba de agua un latón muy grande, donde solía dejar la ropa en remojo, y
nosotras nos metíamos adentro a jugar. Entonces íbamos a buscar a
las niñas asturianas para que se bañaran con nosotras. Primero la mamá decía
que no, pero ellas se ponían a llorar de tal manera, que al final la
madre consentía. Se ponían entonces unos trajes de baño rosados y se metían con
nosotras al latón. En verano los latones de las lavanderas eran las
piscinas que teníamos los gurises del convento.
En 1950,
cuando fuimos Campeones del Mundo, se hizo una fiesta. Yo entonces tenía diez
años, no sabía bien qué se festejaba, pero como todos estaban contentos, yo
también estaba contenta. Me acuerdo que mis hermanos y los muchachos del
conventillo tocaron los tambores y yo bailé, claro, con todos los chiquilines
de los vecinos.
En la década del
setenta, yo ya estaba casada, no vivía en el convento, pero sé que en esos años
no se hicieron fiestas ni se tocaron tambores. También me enteré que una noche
vinieron los milicos y se llevaron a Vladimir. Mientras estuvo detenido una
morena muy trabajadora, que se llamaba Anunciación y tenía como diez hijos, les
hacía la comida a los viejitos.
Una tarde, hacía cuatro
meses que se lo habían llevado, la viejita se murió. Lo tuvieron preso ocho
meses. Y un día lo soltaron. El día antes de quedar libre, murió el viejito.
Dicen que cuando Vladimir entró al convento a los vecinos les costó reconocerlo.
Fue derecho a su pieza y se encerró. Los vecinos se asustaron y uno de ellos
fue a buscar a mi hermano Aldo, el que quedó soltero, porque sabían que eran
muy amigos. Mi hermano fue a verlo y se lo llevó con él para la casa de mis
padres. Vladimir se quedó un tiempo viviendo allí, y después volvió
al convento. Sin duda, la vida le había reservado un trago muy amargo a
nuestro amigo. Una zancadilla cruel que trató de sortear lo mejor que pudo,
pero que lo marcó para el resto de su vida. Cada tanto sé de Vladimir, porque
nunca dejó la amistad con mis hermanos.
Hoy, a la distancia,
reconozco que no he vuelto a vivir otros veranos más felices que aquellos
veranos en que, siendo niños, compartimos juegos con mis hermanos y mis amigos
en el patio de ladrillos. Aquellos años en que vivíamos la pobreza como lo más
natural. Porque era nuestra vida. Y porque creíamos que todo el mundo era pobre
como nosotros. Ajenos al egoísmo, a la envidia. A los males que
tendríamos que enfrentar el día que creciéramos, atravesáramos la cancel, y
desenganchando la cadena de la puerta de calle,
saliéramos rumbo a la vida que nos esperaba afuera.
Esa vida que, con los
años, nos fue mostrando otras pobrezas que lastiman mucho más
que no tener nada para comer.
Pero eso lo fui
conociendo con el transcurrir del tiempo.
IV
Después que nos mudamos
para el frente —continúa Aurora, mi madre tenía que ir al fondo solamente a
lavar y tender la ropa. Nosotros íbamos a jugar con nuestros amigos y
para las fiestas de Navidad y fin de año. En las fiestas de Navidad y Año Nuevo
se ponían unos tablones sobre las piletas de lavar la ropa y se formaba una
mesa enorme. Se forraba con papel cometa y allí arriba todas las vecinas
ponían comidas caseras, empanadas, pan dulce y ensaladas de
frutas.
Los hombres compraban
damajuanas de vino, lo embotellaban y ponían las botellas en el aljibe.
Algunas veces prendían fuego y hacían asado a la parrilla. Pero se
llenaban las piezas de humo y las vecinas se quejaban porque la ropa de
los clientes se ensuciaba de tizne. Las cuerdas de la ropa se adornaban
con papeles de colores y unos farolitos chinos que se vendían en el
almacén y que después se guardaban para el próximo año.
Para los bailes de Carnaval
el patio se desocupaba todo lo posible, se adornaba con guirnaldas y se
colocaban más luces. Vládimir traía una victrola que había que darle cuerda con
una manivela, y muchos discos de pasta para bailar. Vládimir siempre estuvo
enamorado de mi hermana Fátima. La esperó durante años por si un día ella lo
aceptaba. Pero a Fátima nunca le gustaron los muchachos blancos. Dejé de
verlo hace mucho tiempo. Sigue viviendo en la
Unión.
De mi padre, te diré que fue
muy celoso y muy severo con nosotros. Principalmente con mi hermana y
conmigo. Cuando terminó la escuela Fátima pensaba ir al liceo porque quería ser
maestra. Pero mi padre la convenció de que fuese enfermera. Hacer
magisterio una chica negra en aquellos años y llegar a ejercer como maestra no
era fácil. Creo que mi padre quiso librar a mi hermana de ciertas amarguras.
Estuvo bien don Gumersindo. Fátima fue muy buena enfermera.
Yo había cumplido los quince
años y mi hermana los trece cuando cerraron las barracas de lana en Montevideo
y mi padre se quedó sin trabajo. Al cabo de unos meses entró a trabajar en la
estiva del Puerto. En esos meses dejamos el conventillo y nos mudamos a una
casa en la calle Asilo. Una casa vieja pero muy cómoda. De allí salí para
casarme cinco años después. Nuestra vida había cambiado. Vivíamos en una
casa para nosotros solos. Pero ya nunca fue lo mismo. Aunque mudarnos para una casa fue una manera de prosperar, a nosotros nos
costó adaptarnos.
Durante mucho tiempo
nos escapábamos para ir a ver a nuestros amigos del convento. En aquel
conventillo de la calle Cipriano Miró habíamos nacido los seis hermanos. Allí
aprendimos a compartir. Allí habían transcurrido nuestros primeros años.
De tiempo en tiempo me entra como una nostalgia, sabés. Como una
tristeza. Como si hubiese perdido algo muy querido.
Es que la casa donde
pasó nuestra primera infancia nunca se olvida. Podremos olvidar, o archivar en
el pasado, otras casas donde también hemos vivido, pero aquella, la de
los primeros porrazos, esa, esa no la olvidamos jamás. Yo recuerdo los
dieciocho escalones, y la baranda de hierro de la escalera del convento que nos
llevaba a la pieza de arriba donde nací yo. Mirá, la recuerdo como si la
estuviera viendo y hace más de cincuenta años que me fui de allí. Ni mis hermanos ni yo
olvidaremos nunca aquella casa de inquilinato que un día se llevó “la piqueta
fatal del progreso”.
Mis padres vivieron hasta el final
de sus días en la casa de la calle Asilo. Nosotros fuimos formando
nuestras familias y abandonándola. Ellos al fin quedaron
solos con Aldo, uno de mis hermanos mayores que nunca se casó. Mamá murió hace
cinco años con ochenta de edad, y papá que no pudo superar su ausencia, la
siguió seis meses después.
V
De mis hermanos
varones, el mayor, Alfredo, fue siempre un muchacho serio y responsable. Se
casó muy joven, antes de los veinte años, con una chica rubia que vivía
por la Proa. Una chica muy bonita, hija de un intelectual
izquierdista, de los que se reunían en la Confitería La Liguria. Un
anarco, de ideas avanzadas y antirracistas, que cuando se enteró de los
amores de su hija con un negro de motas, del impacto perdió el habla
y casi abandona este mundo sin despedirse. Aunque pasado un tiempo, el hombre
apechugó, y haciendo de tripas corazón entregó a su blanca y rubia hija,
en el altar de la Iglesia de la Medalla Milagrosa, a un negro
salido de un conventillo.
Mi hermano por orden de
mi padre, preocupado siempre por nuestro futuro, había estudiado mecánica
en la Escuela Industrial y siempre tuvo trabajo. Tuvieron dos hijos
varones. Negros. De mota rubia y ojos verdes. Preciosos los chiquilines. Ya
están casados. Uno con una chica blanca y el otro con una chica negra.
Aldo, el varón que lo sigue, se jubiló de conserje del Banco
Hipotecario. Le había conseguido el puesto un amigo de mi padre, de los
tiempos en que vivíamos en el conventillo. Entró de mandadero siendo un
chiquilín. Después, con el tiempo, lo presupuestaron. Fue el que se quedó
con mis padres. Era un negro cachafaz. Muy bandido y mujeriego. Andaba siempre
de punta en blanco.
Una vez tuvo una mujer
en serio. Como para formar una familia. Una morena que vivía en Maroñas y
trabajaba en la ILDU. Se había comprado una casa preciosa en el
Prado, por intermedio del Banco, y se fueron a vivir juntos. Pero la muchacha
no pudo con la vida de aquel negro bandido. Lo aguantó un tiempo y
un día se le fue. Juntó sus petates y se volvió a Maroñas. Le dejó su preciosa
casa y sus vicios envueltos como para obsequio y no la volvió a ver. Él,
sabemos bien, anduvo en vueltas, para arriba y para abajo, tratando de
convencerla para que volviera. Pienso que la quería de verdad, pero con querer
no alcanza. A muchos hombres les cuesta entender esto. Mi hermano fue uno de
ellos. Cuando se desayunó ya era demasiado tarde. El día que se convenció de
que la morena no volvería más con él, volvió a su vida de mujeres, vino y
timba. Nunca más llevó una mujer a su casa del Prado. Hace años vive solo y
retirado de su vida libertina. Es un buen tipo. Lo veo poco. Pero lo
quiero mucho.
Los dos más chicos fueron siempre muy
compinches. Daniel, el menor jugaba al fútbol. Dicen que jugaba bien. Era
wing del Basáñez, que en esa época estaba en la Extra.
Un domingo fueron a jugar a La Teja, con el Artigas, en la cancha de
El Moscón en José Luis de la Peña. El Basáñez, por si las
moscas, había dejado los camiones cargados de piedras por la calle
Ascasubi. Como era lógico y previsible, antes de terminar el primer tiempo se
suspendió el partido. Al back derecho del Artigas lo sacaron entre cuatro y se
lo llevó una ambulancia después de un pequeño entredicho con el wing del
Basáñez que, acertándole con un cascote en la mitad de la cabeza, contestó
a un improperio relacionado con su madre. Se inició allí una gresca de
tremendas proporciones. Los equipos se dieron a mansalva. Se entreveraron las
hinchadas y se mataron a pedradas aunque, previamente, acordaron que volverían
a jugar de allí en dos domingos, en la Cancha de los Presos.
En la Unión.
Cuando aquel domingo el
Artigas se presentó, en la cancha del Basáñez, se notaba en el aire, cierto
nerviosismo. El juez miró el reloj y empezaron a llover piedras de todos
colores. Preparado el escenario, en cuanto se vieron, el wing del Basáñez y el
back del Artigas se agarraron a trompadas; y atrás de ellos intervinieron todos
los jugadores, las comisiones de ambos equipos, las hinchadas y en medio del
lío desapareció la pelota. Así que el juez, al no poder parar la camorra
que se armó, antes de empezar el partido lo suspendió por falta de garantías y
se retiró sin haber tocado el pito, dejando la Cancha de los Presos
convertida en tremenda batalla campal donde llovían insultos, botellazos y cascotes.
Esta vez le tocó a mi hermano, el wing del Basáñez, salir en camilla de la
cancha y con semejante corte en la cabeza.
Esa tarde mamá anduvo
buscándolo, de hospital en hospital, porque nadie sabía bien adónde lo habían
llevado. Mi padre cuando se enteró se fue del trabajo sin avisar, que por
poco le cuesta el despido. Daniel, por culpa del fútbol, fue más de
una vez a parar al hospital. Esa vez cuando volvió a casa traía la cabeza
vendada y cara de idiota. De la herida de la cabeza no demoró en curarse...
Aurora ríe y deja la frase sin terminar.
De Atilio, el otro
hermano, tengo una anécdota que siempre cuento. Ellos eran los que entregaban la ropa
que lavaba mi madre. Eran todos clientes fijos. A la vuelta de casa vivía una
familia de apellido Díaz Ganduglia. Un matrimonio con una nena rubia. Una
familia que estaba en buena posición. Tenían una casa preciosa. Recuerdo que
después de la cancel, en medio del patio con claraboya, había una fuente
redonda con una vertiente de agua en el centro. Mis hermanos iban siempre a
llevar la ropa y se quedaban conversando con la niña que se llamaba Mirta.
Atilio cuando era
chico, de siete u ocho años quería aprender a tocar el violín. Había en el
barrio un profesor. Mi hermano estaba subyugado con la música que aquel hombre
arrancaba al instrumento. Le pedía a mi madre que lo mandase a estudiar y le
comprara un violín. Mi madre nunca le hizo caso. Esperando que esa idea
se le pasara con el tiempo. Un día, como era de esperar, se enteró don Gumersindo
del antojo del hijo.
— ¿Qué querés, qué? – gritó mi padre a mi
hermano, un domingo al mediodía, dejando por un momento a un costado el
plato de tallarines.
— ¿Qué dijiste? – volvió a gritar.
Nosotros nos quedamos de una pieza presagiando
una tormenta, cuando Atilio, que tendría entonces unos ocho años, sin dejar de
comer y muy suelto de cuerpo, repitió con su voz aflautada:
—Que quiero tocar el violín.
Lo dijo como lo más natural. Como si hubiese
comentado que la comida estaba fría. Mi padre la miró a mi madre y le dijo:
— ¡Estas son cosas tuyas!
Mi madre que almorzaba al otro extremo de
la mesa, le contestó molesta.
-— ¿Lo qué son cosas mías?
— ¡Eso de que al muchacho se le ocurran
esas estupideces!
A Atilio le tocó su fibra más íntima.
— ¡No son estupideces! ¡Yo quiero tocar el
violín!
— ¡Yo te voy a dar violín a vos! ¡Lo único que
faltaba! —dijo enojado mi padre. ¡Un músico en la familia! ¡Casi
nada! ¿Me querés decir de dónde diablos sacaste vos, eso de ser
violinista? Mi madre intervino para que no pasara a mayores:
—Estuvo escuchando al músico que vive en
la esquina y le gusta como toca.
—Sí, dijo Atilio. Y yo quiero tocar
como él.
Desde entonces, y por mucho
tiempo, el violín fue una fijación para mi hermano que a los ocho años había
decidido su futuro. Hablaba del bendito violín con todo el que lo quisiera
escuchar. Por esa razón también comentaba con Mirta, cada vez que iba a
llevar la ropa, de su interés por estudiar violín y la negativa del padre en
comprarle el dichoso instrumento. Por lo tanto la niña, cada vez que llegaban
mis hermanos con la ropa, les preguntaba por el violín.
A mi padre no le cabía en la cabeza la idea de un hijo músico. Él
siempre manejó la idea de que nosotros debíamos aprender un oficio.
Creo que fue una meta que se impuso a sí mismo y de la que no desistió nunca.
Fue un hombre de trabajo duro. Creció en una estancia donde su madre fue cocinera,
que murió de parto cuando él nació. Para pagar su techo y su comida, trabajó
desde muy niño. Un día quiso venir a Montevideo y el estanciero lo mandó a una
barraca de lana con una recomendación suya. Acostumbrado por lo
tanto al trabajo, no concebía la vida de otra forma que no fuese trabajando.
Por lo que la musiquita y que un hijo suyo tocase el violín no estuvo jamás en
su mira. Esas son cosas de mujeres, decía.
VI
A mi madre no le molestaba que mi hermano
quisiese tocar el violín. Cuando él hablaba del asunto ella argumentaba la
realidad: no se lo podían comprar. Lo decía con sinceridad, si hubiese podido
se lo hubiera comprado. Lo cierto fue que, desde ese día, mi padre comenzó a
observar a Atilio. A mi hermano le gustaba mucho leer así que cuando lo
encontraba enfrascado en la lectura le preguntaba a mi madre:
—Decime un poco Julieta, ¿este
botija no juega a la pelota como todos los gurises?
—No le gusta el fútbol, le contestaba mi madre.
—Julieta, ¿qué vamos a hacer con él? insistía
preocupado.
—Comprarle el violín, contestaba mi madre.
— ¡Vos lo apoyás, Julieta! ¡Vos lo
apoyás! ¡Ojalá no tengas que arrepentirte! ¡Vos sabés bien que aunque
tuviese la plata no le compraría un violín! ¡Un violín!
¡Estamos todos locos…!
Pasaron
cuatro o cinco años y un día la familia Díaz Ganduglia se mudó. Se fueron
de la Unión y mis hermanos dejaron de ver a Mirta. Atilio, a todo
eso, empezó a practicar boxeo en un club del barrio. Y como quien no quiere la
cosa comenzó a entusiasmarse con el uppercut y el cross. Saltaba a la
cuerda. Peleaba de zurda. Comenzó como novicio absoluto. Al tiempo, ya
como novicio federado, hizo sus primeras presentaciones en Montevideo y en el
interior. Llegó, no obstante, a presentarse en combates en Argentina y
Chile. En el club decían que no iba a llegar a nada porque era frío como
un mármol, sin embargo, ganó algunas peleas, y por ende, hizo algún pesito y
comenzó a salir en los diarios. Poca cosa. Y sin mucho entusiasmo de su parte.
Porque la verdad es que a él nunca le interesó el boxeo por el boxeo, lo
que él quería era hacer plata para comprarse el violín.
Un día, Daniel,
el otro hermano que repartía la ropa, se encontró con la niña de los Díaz
Ganduglia, que ya era una señorita. Se reconocieron, se saludaron y ella
le preguntó por el otro hermano, el que quería estudiar violín, le dijo. Daniel
le contó que se había dedicado al boxeo y que le iba muy bien.
— Así que ahora se lo va a comprar,
le dijo la muchacha.
— ¿Y ahora para qué? Le
contestó Daniel.
Cuando mi hermano contó
en casa su encuentro con Mirta, traté de imaginarme el desconcierto de
la chica: ¡tantos años deseando el violín y lo cambió por un par de guantes de
boxeo! Parece no tener explicación. Es que la vida toma sus propias
decisiones. Nosotros hacemos planes, pero ella nos mueve el tablero y
coloca las fichas donde mejor le cuadre. Siempre fue así. Atilio, que se
había iniciado en el deporte de los ñatos sin real entusiasmo, pensó en un
momento que si ganaba algún peso podría comprarse el violín y por eso
dedicó al pugilismo un par de temporadas.
De todos modos el
tiempo, que en su andar todo lo distorsiona, logró que Atilio se olvidara del
violín y lo guardara entre sus sueños de niño. Y que también colgara
los guantes que nunca fueron su verdadera vocación. El día que
consiguió una novia arrancó para las ocho horas y se dedicó a su oficio
de carpintero. De él vive con su mujer y sus hijos en una casa por Avellaneda
y Pan de Azúcar.
Y Daniel, el más chico de
todos, el que jugaba al fútbol, volvió con el tiempo a su cara normal. Dejó el
fútbol, aunque era un crack, es chofer de CUTSA, está casado con una
mulata que es maestra, tiene una hija de dieciséis años y vive en Félix
Laborde y Juan Jacobo Rousseau.
VII
Dejé para el final a mi
hermana Fátima que se casó con un moreno de la ciudad del Yí, porque
quiero cerrar la historia de mi familia hablándote del primer monumento a las
Llamadas que existe en el Uruguay y que se encuentra precisamente en la
ciudad de Durazno.
La noche de la
inauguración, yo estuve allí.
Fátima conoció a quien es su marido en el
hospital de Clínicas donde ella trabajaba de enfermera. El muchacho, que
resultó ser entonces un cabo del ejército del cuartel de Durazno, había venido
a Montevideo a visitar a un amigo que estaba internado. Él estuvo
unos días yendo al hospital y ahí se relacionaron. Mi cuñado se fue, pero el
primer día libre que tuvo vino a verla. Entablaron una relación seria y
al poco tiempo se casaron y se fueron a vivir a la ciudad de Durazno. Mi
hermana pasó entonces a trabajar en el hospital de la ciudad y allí estuvo
hasta que, hace unos pocos años, se jubiló. Mi cuñado es de Sarandí del
Yí, donde los padres tenían unas cuadras de campo. De muchacho no quiso
quedarse a trabajar la tierra, se fue a la ciudad de Durazno y con la ayuda de
los padres se hizo una casita en el barrio Bertonasco. Y entró en el ejército.
Así que cuando mi hermana se casó ya tenía casa propia. Lo que para mis padres
no dejó de ser una tranquilidad. Con el tiempo reformaron y
agrandaron la casa.
Tienen tres varones que
están casados y viven en la ciudad de Durazno. Fátima y el marido pasan
mucho tiempo en la casa de Sarandí del Yí. De todos modos,
conservan la casa en el Bertonasco donde, generalmente, pasan el verano. Fue
justamente por medio de mi hermana que nos enteramos del monumento a las
Llamadas del Interior. Inauguración que se hizo el 20 de diciembre de 1996, en
el barrio Bertonasco, cuna del tamboril duraznense. Viene a ser una
réplica de un tamboril, de dos metros y medio de altura, ochenta
centímetros de base y dos metros en su diámetro mayor. Se encuentra en
una placita en la intersección de las calles Arrospide y Larrañaga. Es una
preciosa obra artesanal.
Con un
friso en cerámica pintada, realizada por el artista plástico Hugo
Rovira y sus alumnos. En el friso se pueden ver figuras como la mama vieja, una
comparsa, y la vedette. La más alta mide un metro veinte y la más chica sesenta
centímetros. Este monumento llamado también al Tambor Mayor, contiene en
su interior una caja de plomo con recuerdos del carnaval que deberá abrirse en
el año 2015. Es el primero y el único, de estas características, que existe en
el país.
El día de
la inauguración fuimos con mi esposo. Estuvimos allí. Recuerdo que vimos entre
otros a Lágrima Ríos, a Tina Ferreira y a Juan Angel
Silva. Fue una linda fiesta terminada con una Llamada y el desfile de las
comparsas de Durazno. Te conté este detalle porque creo que es interesante
saberlo.
Y la mama vieja comienza entonces a contar
su propia vida.
VIII
Cuando terminé la
escuela no tenía el más mínimo interés en ir al liceo, continúa Aurora. Yo
quería ser bailarina. Vestirme de rumba y salir en las comparsas de negros.
Nunca pude ni empezar a hablar del tema con mi padre. Jamás nos dejó ir a un
baile, a Fátima y a mí, como iban todas las muchachas de la época. Sólo
pude bailar en los bailes que hacíamos en Carnaval en el patio del
conventillo. Nosotros vivimos muy al margen del carnaval. No tuvimos nunca
contacto con comparsa alguna. Cuando terminé la escuela mi padre me
compró una máquina de coser y me mandó a la Escuela Industrial para
que aprendiera a bordar a máquina.
Lo hizo
para que tuviera un modo de ganarme la vida sin salir de casa. Así que
aprendí a bordar y lo hice con gusto. En mi casa bordé varios ajuares de
novias. También el mío. Me casé antes de los veinte con un moreno amigo de mis
hermanos que trabajaba en la Aduana. Un moreno retinto y alto que me robó
el corazón. A quien amé y sigo amando. Más celoso que un moro y más
desconfiado que mi padre. Al que le di dos hijos. Una niña y un varón que ya
están casados y con hijos grandes. Entonces vivíamos en Joanicó y Félix
Laborde, allí nacieron mis dos hijos.
Aurora queda un momento pensativa y comenta:
—La Unión es un barrio precioso.
--¿Y por qué
te mudaste? Pregunta Ángeles.
—Porque mis hijos viven acá, en el Centro. Y yo
quiero estar cerca de ellos. Mi hija es médica y el varón trabaja en una
inmobiliaria aquí cerquita. Los veo casi a diario. Y a mis nietos también. Mi
hija tiene dos varones que estudian y mi hijo dos hijas, una casada. – Y
Aurora vuelve al pasado:
—Cuando me casé con mi marido pensé que
me liberaba del yugo de mi padre y que al fin podría salir de bailarina en una
comparsa. Mi marido no quiso ni oír hablar del asunto. Que mire si yo iba a
andar bailando por la calle. Que eso era para las muchachas jóvenes no para mí
que era una señora casada. (Yo tenía entonces veinte años recién
cumplidos). Por lo tanto, mi deseo de bailar en una comparsa
con vestido de rumba tuve que enterrarlo entre mis sueños
imposibles.
Pero este
Carnaval pasado, con mis sesenta y cinco años de vida, se hizo al fin
realidad el sueño que guardé desde niña. Cuando mis hijos se casaron y se
mudaron nosotros alquilamos este apartamento. Conocí entonces a una morena
mayor que yo, que un día me dijo que salía en una comparsa de mama vieja.
Y volvió mi sueño al tapete.
La morena me invitó a salir en su comparsa. De modo que, sin pensarlo dos
veces, decidí salir de mama vieja a como diera lugar. Me propuse hablar con mi
marido pero de otra manera. No como siempre lo había hecho con él y con mi
padre, pidiéndoles permiso y así darles la oportunidad de decir que no.
Así que sin preámbulo una tarde le dije a mi esposo:
—Este Carnaval voy a salir de mama
vieja en una comparsa.
— ¿Qué, dijiste?
—Que voy a salir en una comparsa de mama
vieja.
— ¿Todavía tenés esa idea loca en la
cabeza?
—Sí, tengo esa idea, pero no es loca. Te lo digo
porque lo tengo decidido. Te digo más, prefiero salir ahora que estás vivo y no
esperar a que te hayas muerto para poder al fin salir una noche en una comparsa
de Carnaval.
Mi marido se
quedó mirándome sin decir ni una palabra. Fui al dormitorio y traje el vestido
blanco que me estaba haciendo, a escondidas, para el desfile de Llamadas, abrí
la máquina y me puse a terminarlo. Si esto hubiese pasado en los primeros años
de casados nos habríamos peleado a gritos y yo estoy segura, no hubiese
salido en Carnaval. Pero los años y el amor que aún nos tenemos le han dado un
vuelco a la historia. Mi marido se levantó del sillón desde donde miraba
televisión, se acercó a la máquina de coser tomó la tela del vestido y con ella
en las manos me dijo:
— ¿Así que cuando yo me muera vos tenés
pensado irte a bailar a la calle?
—No, no malinterpretes ni pongas en mi boca
palabras que yo no dije. ¿No ves que el vestido ya lo estoy haciendo para este
Carnaval y vos estás vivito y coleando?
— ¿Y cuando son las Llamadas? me preguntó.
—El sábado. Le dije.
— ¿Y si yo hubiese dicho que no quería que
salieses en una comparsa?
—Hubiese salido igual, porque durante
cuarenta años he vivido como vos has querido. Porque he sido una buena esposa y
una buena madre y no tengo por qué morirme sin realizar un sueño que guardo
desde niña y con el que no le hago mal a nadie. De todos modos quiero que sepas
que pretendo salir con la comparsa sólo una noche de Carnaval. Sólo una
noche. La noche de las Llamadas.
Aurora le había contado
su vida a Ángeles con fluidez y naturalidad. Y como una íntima
confidencia agregó: —sabés una cosa Ángeles, esa noche de Llamadas, mi esposo,
mis hijos y mis nietos, estaban en la vereda y yo ni siquiera los vi. Era
tal la felicidad que estaba viviendo, que no era yo la que bailaba, el espíritu
de alguno de mis ancestros estaba en mí. Ellos me llamaron y yo
acudí al llamado. No pretendo que me entiendas, pero es así. No sé
tampoco por qué te miré al pasar. Fuiste la única persona que recuerdo haber
visto esa noche. Por eso siempre supe que nos volveríamos a ver. Creo que
alguno de mis antepasados está interesado en esa novela que tenés en mente. Por
alguna razón, al espíritu de alguno de ellos le agradó tu idea y por mi
intermedio desea que cuentes la historia. Empezá a escribir. Ellos te van
a ayudar. Van a descorrer velos en el tiempo y en la historia para que
conozcas esos personajes sobre los cuales querés contar y que
vivieron hace más de cien años.
Era noche
cerrada cuando las dos mujeres se despidieron. Se volvieron a ver, un año
después, cuando Ángeles le llevó a Aurora la novela terminada. Que empieza así:
1850- IX
Eulalia era una
niña negra nacida esclava en 1850, en una plantación de café propiedad del
coronel Oliveira Iriarte, en Minas Gerais. Una plantación extensa, cerca
de Belo Horizonte, donde se podía apreciar, por la gran cantidad de
esclavos que allí trabajaban, que su propietario era un hombre de mucho poder.
La niña desde su nacimiento había vivido, junto a su madre, en las
barracas de los esclavos. Fue arrancada de su lado el día que el amo decidió vender
la esclava al dueño de una plantación de caucho, al norte de Bahía.
Eulalia, entonces, con
apenas ocho años, pasó a servir en la fazenda donde vivía la familia
Oliveira Iriarte. Destinada a ayudar en los quehaceres de la casa, la
niña gozaba de ciertos privilegios. Por ejemplo, el de permitirle dormir
en una despensa, cerca de la cocina, donde se guardaban el charque, las
barricas y las bolsas de harina. Aunque nunca dejó de sufrir el
desarraigo que le produjo la separación de su madre, a quien ya no volvería a
ver en esta vida.
Los años fueron pasando
y a sus catorce años poseía toda la belleza innata de su raza. De piel
renegrida y mota preta, un cuerpo estilizado y elástico, los ojos como dos
carbones, y la boca grande y voluptuosa.
El viejo
coronel, antes que nadie, había puesto sus ojos en la niña. Asediándola. Ya
hacía tiempo que se metía en su cama, cuando tuvo conocimiento de que
Eulalia estaba esperando un hijo. Para evitar que las suspicacias de su esposa
lo dejaran a la intemperie, cuando la viera embarazada, no demoró en
enviarla con otros esclavos a servir en otra de sus fazendas, en Río
Grande do Sul, a unas leguas de la frontera con Uruguay. Eulalia, ante tal
decisión, sintió regocijo al pensar que se libraría del asedio del coronel, un
hombre viejo y déspota, que trataba mejor a su perro que a ella.
Viajó pues hacia
el sur, en un viaje interminable, encadenada a otros esclavos apretujados todos
en una misma carreta y vigilados, durante el camino, por hombres
fuertemente armados. Brasil vivía en esos momentos levantamientos y guerrillas
continuas que asolaban de norte a sur y de este a oeste, todo
su territorio. En la nueva
fazenda la joven perdió todos los privilegios que tenía en Minas Gerais.
Trabajó en el campo con los demás esclavos y durmió en la barraca de las
esclavas. No le importó a la morena. Ella estaba elaborando planes de fuga. Por
lo tanto, una vez instalada en la hacienda riograndense, Eulalia trató de
recordar los comentarios oídos a unos farrapos que pasaron una tarde por el
cafetal de Minas Gerais. Comentaban ellos que en el pequeño país, al sur
del Brasil, llamado Uruguay, no existía la esclavitud. Pues había
sido abolida hacía más de veinte años.(*) De modo que, cuando el
amo mandó a Eulalia a parir en la fazenda cerca de Bagé la morena
sólo tuvo la idea de huir con su hijo, en cuanto naciera, a ese país donde los
negros eran libertos.
En esos
meses, mientras su vientre crecía, recorrió junto a los peones, a caballo o en
carreta, el camino hasta la frontera; trayendo mercaderías varias y
llevando cueros. Estudió el camino, grabándose en la memoria cada atajo.
Calculó,
guiándose por la altura del sol, el tiempo que le llevaría hacerlo a pie
y con el niño en brazos. No iba a ser fácil, pero valía la pena intentarlo,
aunque ella tuviese que volver y la castigaran. Su idea era cruzar la frontera
y dejar allí a su hijo. Estaba segura que alguien lo recogería. Planeó todo con
anticipación.
Para no extraviarse, el
Río Negro a su derecha sería su guía.
Eulalia no parió un
varón como pensaba. Dio a luz una niña hermosa como ella. Y como ella, negra.
Con más razón sintió la necesidad de escapar. Esperó unos días hasta recuperar
fuerzas y preparó la fuga. No comentó a nadie su decisión. Sola, sin ayuda ni
tener en quien confiar, estaba dispuesta a intentar una hazaña suicida guiada
solamente por el deseo de libertad.
Haría lo que fuese necesario para que la
niña creciera libre.
(*) Recordemos que el 25 de agosto de 1825
además de la Ley de Independencia, Ley de Unión y Ley del Pabellón se
votó en el país, entre otras leyes importantes, la libertad para todos los
esclavos que nacieran en el futuro. La Constitución de 1830 la
consagra como: Ley de libertad de vientres. En 1842, durante el gobierno del
General Rivera, fue ampliada teniendo por límite la zona ocupada por el
Gobierno de la Defensa. Y en 1846 el General Oribe
declara la Abolición de la esclavitud en toda la República
Oriental del Uruguay.
1865 - X
Una noche de
verano de 1865, ocultándose entre las sombras, abandona cautelosa la fazenda.
Lleva en sus brazos, apretada junto al pecho, a la hija recién
nacida. Sabe que cuenta con poco tiempo para llegar a la frontera. Pronto
notarán su falta y saldrán en su busca hombres y perros.
La joven no teme,
corre entre los pajonales infestados de víboras y alimañas rastreras evitando
los caminos trazados. El calor es sofocante. Cruza un pequeño monte y guiada
por el Río Negro continúa la huida por las arenas de sus orillas. En el
cielo falta la luna. Sólo las estrellas iluminan.
Un silencio, que
asusta, se extiende sobre el campo brasileño. El rumor del
río, que va en su misma dirección, la guía con certeza. Exhausta y bañada
en sudor, deja un momento a su hija sobre la arena y entra en las
aguas del río que la abraza y la reanima. Moja su cuerpo en el agua
fresca. Lava su cara y su cabeza, y permite que el agua se deslice debajo
de su vestido, moje sus senos calientes colmados de leche materna; que corra
por su vientre y sus muslos tensos.
La niña se ha dormido,
la toma en sus brazos y se sienta un momento a descansar en la ribera. A poco,
oye a su espalda los gritos de los hombres y los ladridos de los perros
que la olfatean.
Uno de ellos, el más
feroz, el más tenaz, se aparta y sigue una huella. Mientras los hombres lo
pierden de vista el animal se dirige al río. Ya está allí, a unos
metros de Eulalia. Ya le gruñe con las fauces abiertas y va a
avanzarle. Al advertir su presencia la joven, vuelve a correr con la hija en
brazos. Ruega, como su madre le ha enseñado, a las almas de sus antepasados y a
los espíritus de la naturaleza, que le permitan entrar, con su hija, en tierra
uruguaya
De pronto, el espíritu del
río se levanta en un viento sobre el agua. Sacude un viejo
coronilla que deja caer una rama, retorcida y espinosa, sobre la
arena. El perro trata de esquivarla. No lo consigue, se enreda en
ella, y tras un gemido, queda sobre la arena húmeda abandonando la persecución.
Eulalia no entiende qué sucedió con el perro que ha dejado de
perseguirla. No tiene tiempo de mirar hacia atrás. La niña en sus brazos
ha comenzado a llorar. Su llanto puede ser un señuelo. Decidida trata de
calmarla y redobla el esfuerzo.
Es joven y
fuerte, no obstante, ya comienza a sentir el cansancio. Sólo cuenta con su
corazón fuerte y sus piernas largas y nervudas.
En su mente se agiganta
el deseo de llegar a la frontera. Debe cruzarla antes que la alcancen. En la
tierra castellana la espera el sol de la libertad. Su niña crecerá libre.
Ya los perros la avizoran. Ladran enloquecidos fustigados por los
hombres. Eulalia está agotada. El corazón le salta en el pecho. Ya casi llega.
Con el último esfuerzo cruza la frontera. Y corre. Corre Eulalia.
Sigue corriendo en la tierra de los
orientales.
Al grito de los
hombres los perros se han detenido. Se arrastran ante los mojones
de la Línea Divisoria. Ladran furiosos, las lenguas babeantes
colgando, los hocicos levantados mostrando los afilados colmillos. Los hombres
sacan sus armas y disparan. Las balas silban sobre la cabeza de la niña madre.
De pronto cae. No sabe si de cansancio o de muerte. Pero sonríe.
La noche del Uruguay la cubre con su
silencio
Los hombres que la
perseguían regresan. Descubren entonces que falta un perro y salen en su busca.
Lo llaman y no aparece. Dudan que se haya perdido. Lo encuentran muerto,
días después, a orillas del río Negro enredado en una rama de coronilla
con la garganta desgarrada.
El sol de la aurora
despunta sobre el campo oriental.
Junto a una barranca, debajo de un ceibo,
unos peones que recorren el campo de la estancia El Pampero, encuentran a
Eulalia.
Sobre su cuerpo sin vida, la niña mama en su
seno.
1885
- XI
De las piletas
junto al arroyo Conventos, donde las lavanderas de Melo van a lavar la ropa,
vive Martina a unas pocas cuadras. Ella las recorre diariamente de ida y
de vuelta. Apenas asoma el sol, pasa la morena hacia las piletas, con un atado
de ropa ajena sobre la cabeza y otro bajo el brazo. Las vecinas la miran
al verla pasar. Los hombres le silban. Martina es una morena joven. Tiene
escasos veinte años y un donaire en el andar altivo y armonioso.
Los ojos negros, vivaces. La boca grande, sensual. Lleva suelto el
abundante y crespo cabello negro, que cae con holgura sobre hombros y espalda.
Camina moviendo las caderas, pegado a la piel su vestido de hilo fino que deja
entrever el cuerpo agraciado y firme. Ríe Martina cuando pasa. Y al
entreabrir los labios, con su sonrisa, los dientes de tan blancos
relumbran como estrellas.
Sabe la morena que es
hermosa. Que a su paso se inquietan las vecinas y la desean los hombres.
Princesa debió haber sido, de alguna tribu angoleña, si a latigazos los
portugueses, en la barriga de un barco negrero, no hubiesen traído de Luanda a
sus tatarabuelos. Pero Martina ríe cuando pasa. Porque Martina es feliz. Tiene
una familia que la ama. Lleva vivida una niñez y una adolescencia de genuina
felicidad, en ese pueblo de Melo que la ha visto crecer.
En aquellos años,
el reformador, José Pedro Varela, había sido nombrado Inspector Nacional de
Instrucción Primaria. Ella y sus hermanos alcanzaron la escolaridad:
Laica, Gratuita y Obligatoria.
Vive
con su familia en el barrio Cuchilla de las Flores, a las orillas del pueblo.
En una casa que hicieron sus padres cuando se casaron. Con ventanas alargadas y
una cocina espaciosa donde el fogón, de la cocina a leña,
mantiene siempre una brasa encendida. Con un fondo con quinta, frutales
y un cantero grande, a la entrada, lleno de flores. Los hermanos trabajan
en el aserradero del vasco Artagaveytia, del otro lado de la ciudad. Su
padre es alambrador en la estancia El Pampero. Su madre es lavandera como ella.
De todos modos, a Martina la envuelve el misterio de su nacimiento.
La gente del pueblo habla. Dicen, en voz baja, que ellos
no son sus verdaderos padres. Dicen que a Martina la trajo un peón, una noche
que la encontró bebiendo la última leche del seno de su madre muerta,
junto a la frontera con Brasil.
Dicen que su madre fue una esclava brasileña, que escapó
una noche de una
fazenda de Río Grande do Sul y que,
enfrentando a la muerte, trajo a su hija a estas tierras para que
creciera libre.
Dicen que ya había cruzado la frontera cuando le
dispararon.
Martina desde niña ha oído esos comentarios
embozados. Quiere saber qué hay de verdad en lo que comentan los vecinos.
Una tarde interroga a su madre, que la
escucha preocupada:
— ¿Qué hay de cierto, madre, en lo que andan
diciendo en el pueblo de mí?
— ¿Y qué es lo que andan diciendo, muchacha?
-—Que ustedes no son mis padres.
Que mi madre fue una esclava brasileña que me trajo una noche para que yo no
fuese esclava.
— ¡Son habladurías m´hija! Yo soy
su madre, Juan es su padre y Mauro y Dionisio sus hermanos. No
preste oído a zonceras. Que pa´enredos siempre va a encontrar gente dispuesta.
¡Y no se hable más del asunto que no da pa´ más!
Que si usted fuese brasileña, sería una fugitiva
y, el bayano dueño de la fazenda de Río Grande do Sul, ya se la hubiese llevado
hace rato. Usted está apuntada en la libreta de casamiento y bautizada por el mismo
padre Javier en la iglesia mayor de Melo.
El tema quedó por
ahí. Las explicaciones de Carmela – su madre – la dejaron más tranquila, aunque
en el fondo de su corazón, muy en el fondo, le hubiese gustado ser
la hija de aquella negra heroica, que según cuentan en el pueblo, se llamaba
Eulalia...
Mientras tanto Carmela
quisiera contarle a Martina, que sí, que ella es la hija de la esclava
brasileña que una noche huyó, de la propiedad del coronel Oliveira Iriarte, con
ella recién nacida en los brazos. Que aun sabiendo que ponía su vida en peligro
la trajo al Uruguay con la esperanza de que creciera
libre.
Pero Carmela tiene
miedo. No es tiempo aún de explicaciones. Más adelante, tal vez. Cuando en el
Brasil ya no exista la esclavitud. Entonces, recién entonces, podrá Carmela
contarle a su hija la verdad sobre su nacimiento. Si el coronel
sospechara que aquella niña no murió con su madre, reclamaría a Martina como
esclava de su propiedad y se la llevaría con él. No importa que el pueblo
hable. Son sólo habladurías. Martina nació en los días que
encontraron a la esclava y a su niña muertas al cruzar la frontera. Así
lo ha afirmado siempre.
Quien sabe algún día, si Dios
no la llama antes, pueda decirle a su hija lo que sucedió realmente en
aquella oportunidad.
Existe un solo
motivo por el que Carmela contará la verdadera historia. Y es que el
sacrificio de Eulalia fue tan grande que la hija no puede ignorarlo. A
pesar de que a ella le faltó parirla para ser su verdadera madre, tendrá
la grandeza de contarle a su hija que aquella negra esclava le dio dos
veces la vida.
Cada tanto, todo lo sucedido aquella mañana
viene a su memoria y la perturba.
XII
Agobiaba el calor
aquella noche de verano en la estancia El Pampero, al norte de Cerro Largo. El
aire pesaba como una culpa. De a ratos, una brisa fresca, como queriendo
apaciguar el tormento, amagaba desde el Río Negro. Más al
aquietarse, parecía que el bochorno brotase de la misma tierra y se
elevara con ansias de asfixiar a todo ser viviente.
Benito y el negro
Eustaquio se revolvían en los catres sin poder dormir. El calor y los
mosquitos, en el galpón de los peones, los tenían a mal traer.
Cansados de darse vueltas tratando de acomodar
el cuerpo y viendo que ya a esas alturas, el sueño se les había disparado,
decidieron salir afuera para ver si corría un poco de aire. Se sentaron a
horcajadas en un tronco de tala viejo que alguien habría arrimado al galpón.
Armaron tabaco y se pusieron a fumar. Callados los dos. Sin pensamientos.
Porque ellos eran peones y no estaban en la estancia para pensar.
Que para pensar, como para
decidir, estaba el patrón que para eso era el dueño de todo aquel campo a lo
largo y a lo ancho, hasta donde daban las vistas. Y ellos, dos mozos jóvenes
que se habían criado ahí. Hijos de sirvientas amancebadas, que parían un
hijo cada año, y de algún peón o capataz, o tal vez, ¡quién sabe! del mismísimo
patrón.
Tenían catre, carne de oveja
y yerba. ¿Para qué más? Cada uno tenía su flete, domado de potro cerril por
ellos mismos, con buen apero: recado entrerriano de dos cabezadas,
regalo del patrón, que más de uno andaría envidiando. Sosegados, los dos
peones de la estancia El Pampero, esperaban a que empezara a clarear.
Cuando vieron
puntear el sol, para el lado de los cerros, arriesgó Benito:
—Podríamos salir ya de recorrida,
que todavía hay un poco de fresco. Más después, cuando el sol empiece a picar,
va a estar fiero pa´andar al raso.
Eustaquio guardó el
tabaco. En el cielo sin luna, las estrellas se iban apagando de a
poquito. Un resplandor apenas, de día amanecido, se iba proyectando para
el lado de la laguna. Faltaba un buen tirón para que amaneciera.
Y vamo —le contestó el negro Eustaquio, y salió
adelante en busca de su tordillo y del zaino escarceador de Benito. En un
periquete ensillaron y seguidos por un par de perros salieron los dos al
tranco. A recorrer el campo, revisar el alambrado; comprobar si en la noche
algún animal se había salido del potrero.
En el silencio nocturno,
quebrado apenas por el canto de los grillos y el croar de las ranas, enfilaron
para el norte con el Hum de ladero; hasta llegar casi a la línea que
divide el país de los arachanes con sus vecinos riograndenses.
Era el año trágico de
1865. Comienzo de la guerra de la Triple Alianza que duró cinco años
y que se constituyó en un genocidio para el pueblo paraguayo.
Presidía el país, en su
segundo mandato, el Gral. Venancio Flores.
Los dos peones conversaban mientras recorrían el
campo.
— Ta linda la fresca’ e la madrugada –
comentó Benito, más animado después de la mala noche.
—Ta. – contestó Eustaquio, machete en
cuestión de prosa.
Sobre un albardón detuvo Benito su caballo.
Parejero con él, hizo lo mismo Eustaquio.
—Decime, che, ¿qué’s aquel bulto en la
barranca abajo el ceibo?- indagó Benito que era quién llevaba la conversación.
—Vamo’ acercarno.
Sobre la barranca, un montecito de espinillos entreveraba sus ramas retorcidas.
Abajo, solitario, casi en la arena de una playita mansa a orillas del Río
Negro, un ceibo guacho, nacido porque sí, en aquel paisaje, servía de cobijo a
una esperanza.
Los peones
se acercaron recelosos. Vieron a Eulalia y a la niña. Se dieron cuenta que la
muchacha era una esclava brasileña, que se habría escapado con su hija. La
garota tenía una herida de bala en la espalda a la altura del corazón.
Estaba muerta. La minina vivía. — Las han dejao por muertas a las dos.-
dijo Benito.
Entre ambos
enterraron a la madre. Después, salió Benito adelante con la niña en brazos.
Lloraba la criatura mientras Benito taloneaba al zaino, que salió como alma que
lleva el diablo de regreso a la estancia. En cuanto el peón llegó, no bien
atravesó la tranquera, la dejó en los brazos de una de las muchachas de la
cocina que tenía un gurí chico y estaba amamantando. La muchacha se la puso
al pecho sin preguntar quién era. La niña se prendió como si entendiera
que no estaba la cosa como para andar eligiendo teta. Se durmió después y en
una de las bateas donde se ponía a leudar el amasijo para el pan, con una
manta pampa de uno de los peones, le armaron una cuna.
Cuando los dueños de la
estancia se enteraron de lo acontecido, ya las muchachas habían
solucionado el problema. Entre todas decidieron que la niña no podía quedar
allí, pues podían venir a buscarla y se la llevarían. Tendrían que sacarla
cuanto antes de la estancia. Antes de que todos se encariñaran con ella. No
sabían al principio qué hacer. Y urgía decidir.
—Juan, el moreno
alambrador tiene dos hijos varones. —dijo la muchacha que la amamantó. —El más
chico no debe tener un año. Si Carmela la ve, seguro se la queda. De no, que la
tenga por un tiempo. Hasta que encontremos a quien dársela. Si a mí me la
dejan un par de días, después no se las doy. Lo malo es que si vienen a
buscarla, ¿cómo digo yo que tuve una hija negra?
El dueño de la estancia
mandó llamar a Juan. Cuando el muchacho vino y vio a la niña — es mía y de
Carmela, dijo. Y no se hable más. Si me permite patrón, ya mismo me la estoy
llevando pa´mi casa.
Carmela recuerda con toda
nitidez aquella mañana de enero. Juan entró a la casa al mediodía con un
envoltorio. Te traje un regalo, le dijo. Y le pasó el envoltorio. La niña
semidesnuda reía con los bracitos y las piernitas al aire. Ella la abrazó y
Juan no tuvo necesidad de preguntarle si la quería. Desde ese día tuvieron tres
hijos. El padre fue, como correspondía, a anotarla. Y por su cuenta, y porque
no hubo tiempo de hablarlo, de nombre le puso Martina. Luego la bautizaron.
La muchacha que la amamantó
en la estancia, fue la madrina y Benito el padrino. Supieron un tiempo después,
por unos brasileños de Bagé que anduvieron por Melo, que la esclava
brasileña muerta, se llamaba Eulalia y, pertenecía a la hacienda
Riberao, propiedad del coronel Joao Oliveira Iriarte. De todos modos, los
brasileños no mencionaron a la niña.
¡Dios, mío! Piensa Carmela, y ya pasaron más de
veinte años.
XIII
Martina hace un par de días
conoció a un moreno de Tacuarembó. Lo conoció en la Botica de don
Alejandro Umpiérrez, que también hace de Correo.
Ella había entrado a comprar
unas esencias para hacer licores. Él andaba preguntando por una familia que
tenía un campito lindero al suyo, cruzando el Río Negro cerca de Caraguatá, en
el departamento de Tacuarembó.
Era el muchacho un moreno
alto, con físico de atleta, de motas y ojos café de mirar directo y decidido.
Dijo llamarse Ramón Olascoaga y tener intención de arrendar esas cuadras de
campo que los dueños las tenían sin trabajar.
Todo esto le dijo
a don Alejandro, sin dejar de mirar a Martina. Cuando salió el joven de la
botica, con los datos que vino a buscar, llevaba prendidos en sus ojos
los ojos de Martina. Calculó ella que, al salir, él la estaría esperando.
Y allí estaba. Apuró el tacuaremboense que
al acercarse, de entrada no más, la invitó para irse con él a sus pagos de
Caraguatá.
Con papeles o sin
papeles. Dijo. Como ella dispusiese. Por atrás de la iglesia o ante
el cura, si era preciso. Le dio todas las opciones. Arremetedor, el
muchacho, como el que más y dueño de una personalidad bien definida
apabulló a Martina con la seriedad de su propuesta. Era
aquella una declaración de amor a primera vista que la dejó anonadada. ¿Qué
otra cosa podía decir Martina, sino que sí? Cuando volvió de la botica le
presentó su novio a Carmela.
Ramón se la
hubiese llevado ese mismo día para su casa de Tacuarembó. Acostumbrado a
tomar decisiones hubiera preferido, después de solucionar el asunto del campito
que lo había traído a Cerro Largo, dejar también terminados los asuntos del
corazón que, sin pensar, lo habían atrapado en el departamento hermano.
Hecho que le fue
imposible solucionar, pues según se enteró, había reglas que cumplir. Requisitos.
Por lo que no tuvo más remedio que frenar su impulso y acatar órdenes ya
establecidas.
El padre de la novia vendría
esa noche de la estancia donde trabajaba. Ramón debía hablar primero con él.
Carmela se quedó pensando que tal vez fuese ese moreno de otro pago, el
candidato más conveniente para Martina. Así que el muchacho se fue a
tratar de solucionar el problema que lo había traído a Melo. Y a la
noche, volvió.
Ya estaba Juan al tanto y
esperando al pretendiente de Martina, cuando el joven llegó. Tras un par de
preguntas triviales, puede decirse que la conversación de los dos hombres, era
una conversación normal. Cuando de pronto Ramón dijo ser soldado del ejército
gubernamental. Comentó el mozo, de su autoría, que con la batalla del Quebracho
se habían terminado las luchas internas en el país, por lo cual él tenía
intenciones de dedicarse a la labranza.
Maldita la gracia que
podía hacerle a un melense de aquellos años, que se colara en su familia
saravista, un pichón de pago ajeno y encima del partido colorado.
Se puso feo para el soldado que expuso las razones ya sabidas:
El corazón tiene razones que la razón no toma en
cuenta.
Para Juan no alcanzó ni para empezar. Ya
estaba sacando al pichón, de un ala para fuera, cuando arremete Martina:
-—Yo me voy con él. Dijo y se
plantó.
No valieron retos, ni enojos ni amenazas. Al
final venció la muchacha que, apoyada por su madre, consiguió la aprobación no
muy convencida de su padre. Empezaron entonces los preparativos para la boda
que se realizó poco más de un mes después.
Martina se casó de
blanco en la iglesia donde veintidós años atrás la bautizaron y se fue a
Tacuarembó. Aparentemente, en la vida de la hija de Eulalia se abría un futuro
sin sobresaltos. Carmela y Juan entendieron que cuanto más lejos de Melo
viviera la muchacha, mejor. Cerro Largo fue siempre un pasaje obligado
para los brasileños que andaban siempre merodeando. Así que apostaron
todo al viejo dicho de que: más vale prevenir que consolar, se despidieron de
los novios con alegría y marchó la nueva pareja a su hogar de
Caraguatá.
XIV
La casa de Ramón,
era una casa fuerte y cómoda. Con una solera ancha sobre la cual, al caer el
sol, arrullaban las torcazas. Rodeada de árboles protectores. Con patos y
gallinas, un par de lecheras, una majadita como para el gasto, dos yuntas de
bueyes para arar en el campo y un campito de buena tierra destinada al
sembradío. Los padres de Ramón habían muerto. El padre peleando en el último
año de la guerra de la Triple Alianza y la madre hacía apenas dos
años. Siendo único hijo heredó esos bienes por derecho.
Soldado, casi desde niño, en batallas y continuos levantamientos que
azotaron al país desde sus comienzos, tenía la esperanza de poder, al
fin, aquerenciarse en la tierra y fundar una familia. Ahora, con mujer, sólo
deseaba afincarse allí definitivamente.
Martina se adaptó
de inmediato a vivir en el campo. Acostumbrada a la vida de pueblo, la gente
que la conocía pensó que no se hallaría en esa soledad. No contaban, sin
embargo, con el inmenso amor que había despertado Ramón en el corazón de la
morena. Debido a lo cual, ella lo hubiese seguido al fin del mundo para estar a
su lado.
En la casa de
Ramón vivía entonces don Pedro. Un negro viejo que estuvo allí desde siempre.
Se había criado con el padre de Ramón, habían sido muy amigos en su juventud y
compañeros en varias batallas internas del país. Pelearon juntos en la
guerra contra el Paraguay y, a su término en 1870, cuando volvió solo -
pues el padre de Ramón había muerto en batalla unos días antes- se quedó en la
casa con María – su esposa - para ayudar a la mujer de su amigo a
gobernar la finca y criar al hijo. Poco tiempo después, también se fue
María camino del camposanto y últimamente la madre de Ramón. Así que el viejo
estaba feliz de tener al muchacho de vuelta en casa y con esposa. Volvió a
calentársele el corazón y puso toda su voluntad y esfuerzo para que la nueva
pareja encontrara la felicidad, muchas veces tan esquiva. Don Pedro era un
hombre muy dispuesto y trabajador. Fue para Martina, con los años, más
que un amigo, casi un padre. Pero ella no lo sabe aún.
XV
Un día de 1888, después
de proclamada en Brasil la ley que abolía la esclavitud, Carmela le contó a
Martina la verdadera historia de Eulalia y el motivo que tuvo para no decírselo
antes. La morena, aunque amaba a su madre adoptiva, sintió una alegría
que no pudo disimular. Carmela y Juan siguieron, por cierto, siendo para ella
sus verdaderos padres; y Mauro y Dionisio sus hermanos muy queridos. De todos
modos, desde entonces, al espíritu de Eulalia se encomendaba cada día.
Ramón y Martina
conformaron un matrimonio unido por fuertes lazos. Tuvieron tres hijos en los
primeros años de casados que le dieron firmeza y seguridad a la pareja. Martina
aprendió pronto los quehaceres de una casa de campo. A ordeñar, elegir una
buena gallina para el puchero, alimentar a los cerdos y a los pollos. Amasar el
pan para el horno de barro y cultivar las flores en el jardincito de la
entrada misma de las casas.
Fueron tal vez, diez, los años que vivió
feliz en su casa de Caraguatá.
En 1897,
Ramón marcha otra vez a la guerra. Queda sola, en medio del campo, con
sus hijos y don Pedro, que pasó a ser su apoyo, su paño de lágrimas; presto
siempre a escuchar sus dudas, sus miedos. Quien la contuvo en los largos días
de angustia, en que no tuvo noticias de Ramón. Quien la ayudó a conservar la
fortaleza, aún ante la adversidad, pues no debía olvidar que tenía tres hijos
por quien luchar y seguir firme para criarlos y enseñarles el camino de
la rectitud que guiaría sus pasos hacia sus vidas futuras. Martina
escuchaba al viejo que la confortaba con palabras sencillas dichas con cariño y
mesura. Cada día que pasaba agradecía su compañía pues, en los momentos en que
se encontraba muy deprimida, sólo su voz apaciguadora lograba
resarcirla de tanta desazón.
Mientras, se libraban las batallas de: Tres Árboles, Arbolito, Cerro
Colorado y Cerros Blancos. En aquellos meses interminables Martina pasaba días
y noches atisbando el campo que rodeaba la casa. Cansados los ojos y el alma de
mirar a lo lejos y en todas direcciones, pues nunca se sabe de dónde o por
dónde volverá un día, si vuelve, un soldado de la guerra.
Un atardecer, por
fin, descubre por el camino a lo lejos, la silueta de Ramón en su alazán
estrellero. Corre a través del campo, con el corazón golpeándole el pecho,
hasta alcanzarlo y él la toma por la cintura y la sienta en la grupa. Martina,
vuelta a la vida, llora de felicidad apoyando su mejilla en la espalda del
hombre de regreso de una guerra, que no será la última.
Las primeras estrellas comienzan a asomarse en
lo alto. Curiosas.
Durante los siguientes
seis años vivieron una paz relativa. Los hijos fueron creciendo, el amor de
ellos se afianzó, y el campo renacía en cada primavera.
En 1903 Aparicio Saravia volvió a
levantarse en armas contra el presidente Batlle y Ordóñez. Ante el estallido
de 1904 Ramón fue llamado a filas.
Martina esta vez
decidió seguir a su hombre. No volvería a vivir los días y las noches de desasosiego
que en 1897, estuvieron a punto de hacerle perder la razón. Quedó don Pedro
encargado de la casa.
Dejó a sus hijos en
Melo con su madre y, de botas, bombacha y sombrero a la cara, junto a otras
mujeres, siguió al ejército de Batlle para cocinar, atender a los heridos y
poder así estar cerca de Ramón.
Vivió en ese entonces,
agónicos días de guerra y ratos de amor robados al cansancio y a la
vigilia incierta. Acompañó a su marido en la batalla de Mansavillagra;
estuvo presente, con él, en Fray Marcos. Y en Tupambaé vio en batalla caer a su
Ramón.
Al imaginarlo herido
dejó escapar un grito de su garganta, que acuchilló el aire espeso, mientras se
lanzaba en medio del combate a rescatarlo. Metiéndose entre los hombres
caídos y las patas de los caballos, las balas que silbaban y el chairar
de los sables; entre el olor a pólvora y a sangre arrastró a su hombre hasta un
claro, dándole ánimo con sus gritos destemplados. Él la dejaba hacer sin
dejar de mirarla.
Martina lo recostó como
pudo y con sus dos manos le abrió la chaqueta del uniforme. Ramón tenía el
pecho destrozado. La seguía mirando desde muy lejos, tras una nube que
enturbiaba su pupila, más allá del silencio.
De regreso, Martina fue a
Melo en busca de sus hijos. Tenía entonces un embarazo de seis meses. Ya
en su casa de Tacuarembó, cumplidos los nueve meses de gestación, dio a luz una
niña a la que llamó Juana.
Tenía cumplidos treintainueve años de edad.
Eran los últimos días de 1904. Presidía la
República José Batlle y Ordóñez.
Ese setiembre, para Aparicio
Saravia, había pasado su Masoller.
1919
-XVI
Los
años siguientes fueron penosos para Martina. Nunca logró sobreponerse a la
pérdida de su marido. Sólo sus hijos le daban ánimo para seguir. La casa se
mantenía cuidada y la siembra en el campo venía mejorada cada año. Los tres
hijos trabajaban con gusto bajo las órdenes de don Pedro – viejo casi
centenario - que les fue enseñando a sembrar y a cosechar. Con la
paciencia y el cariño de un abuelo que, perdido el hijo le ha dejado los
nietos. Fue poco a poco transmitiendo a los muchachos el amor a la tierra, y
a la familia. Sanas enseñanzas que los jóvenes asimilaron grandemente.
Martina
entonces, contando con el apoyo irrestricto de don Pedro, se dedicó por entero
a la casa y al cuidado de su hijita, quien no alcanzó a conocer al
padre. Fueron así pasando los años, acollarados unos
con otros, trayendo en su andar nuevas expectativas. Los tres hijos
varones que Martina tuvo con Ramón, se casaron y abandonaron la casa paterna.
Las guerras y batallas intestinas, que durante años asolaron al país, si bien
dejaron heridas profundas en su gente, fueron acallando sus ecos.
Llegó el año 1919. El
país disfrutaba de bienestar económico, social y político. Juanita había
cumplido los quince años. Era una morena de mota y ojos negros sombreados
de largas pestañas. Alta para su edad. Más morena que Martina y más
parecida a su abuela Eulalia, que a su madre.
A Juanita nunca le gustó el
campo. El silencio y esa soledad sin límite, a la que le han cantado nuestros
poetas, producían en ella una suerte de tristeza que la consumía y de la
cual no tenía modo de salir. Al contrario de Martina, su madre, que
aunque criada en la ciudad de Melo, en el departamento de Cerro Largo, se
fue a vivir al campo pasados sus veinte años, sin llegar a extrañar jamás y,
enamorándose de la tierra y del departamento de Tacuarembó que la
adoptara cuando se casó con Ramón.
Siendo niña Juanita
pasaba el mayor tiempo posible en Melo, con la abuela Carmela y el abuelo Juan.
Volvía a su casa cuando su madre le exigía regresar. Llegado el tiempo de
estudiar, concurrió, como antes lo hicieran sus hermanos, a una escuelita rural
de Tacuarembó a escasas dos leguas de su propio hogar, donde aprendió a
leer y a escribir con hambre de conocimiento. Es allí justamente, en el aula de
la escuela, donde se entera de la existencia de Montevideo.
Fue el descubrimiento de su
vida. Desde entonces sólo sueña con vivir en la
capital. Habla de la ciudad, con pasión, haciendo
proyectos para cuando viva en ella. Abandonar el campo, que cada día la oprime
más, y radicarse para siempre en Montevideo es la decisión que, desde sus días
de escuela, lleva incorporada a su vida; y de la que no se apartará, ya
nunca, hasta conseguirlo.
Martina está convencida de
que un día Juanita se irá de su lado. Se irá en el ferrocarril que, en el
silencio de la madrugada, deja oír el quejido de su silbato a un par de leguas
de distancia, mientras ella da mil vueltas en la cama demasiado grande.
Sí, Juanita se irá un día. Y
ella la dejará ir, porque sabe que su hija lleva la rebeldía en la sangre y que
igual a su abuela y a su madre, será fiel a sus propias decisiones. No duda que
esa niña engendrada por amor, en el fragor de una guerra, intentará
salvar cualquier obstáculo que se le cruce en la vida hasta lograr lo que
realmente desea. Y esa certeza, en cierto modo, le da tranquilidad.
La hija que Ramón no
conoció, vivirá un día en la gran capital del país. Conocerá mucha gente
y allí criará a sus hijos. En un mundo distinto, sin guerras ni luchas entre
hermanos, con educación y justicia. Donde blancos, negros e indios
formen juntos una gran nación. Eso piensa Martina, mientras deja vagar su
mente en el sueño hipotético de un futuro Uruguay.
Juanita había cumplido
los trece años cuando la esposa de un estanciero, cuyos campos lindaban
con el campito que de herencia les dejara Ramón, le ofrece trabajar en la
estancia como niñera para ayudarla con cuatro niños pequeños.
Martina accede y Juanita se va encantada a vivir a la estancia. En ese
entonces Martina ya estaba sola.
En la
ciudad de Melo, sus padres adoptivos, Carmela y Juan, habían fallecido hacía
unos años. Y don Pedro, entrañable compañía en sus soledades más amargas,
también había partido, dejándola más que sola en aquella casa, donde vivió los
días más felices y más tristes de su vida. Juanita hacía ya dos años que
trabajaba en la estancia, como niñera. De todos modos, pasan juntas las
tardes de los domingos.
Un día el estanciero
decide que su mujer y sus hijos se vayan a vivir a la casa que tienen en
Montevideo, para que los niños más grandes comiencen sus estudios en la
capital. La señora prepara sus cosas y con dos empleadas se dispone a viajar.
Hubiese prescindido de Juanita, no obstante la chica le pide por favor que la
lleve con ella.
La señora accede
y Juanita se despide de su madre sin poder ocultar la alegría inmensa que está
viviendo. Martina la abraza, sabe que no la volverá a ver. Que la gran ciudad
la apartará para siempre de su lado. Es consciente de que la capital le
está robando a su hija. Pero es también consciente de que la niña debe
empezar a vivir su propia vida. Juanita tiene ya cumplidos los quince años.
XVII
Los últimos
años de su vida, los vivió Martina en soledad. En la casa de campo donde la
trajo un día Ramón, recién casada. Vivió allí rodeada de sus muertos. Los
muertos que en vida la amaron y la siguieron amando después. Pocos son los
seres que, como ella, han recibido en vida tanto cariño.
Su madre Eulalia,
que sin temerle a la muerte, evitó que fuese esclava. Juan y Carmela, que no
tuvieron un segundo de dudas, al aceptarla como hija y criarla como tal. Ramón
que la amó desde el día que la vio por primera vez, hasta el día de su muerte.
Y don Pedro, viejo amigo, compañero de horas largas. Confidente y consejero.
Fue don Pedro para ella, un padre, un hermano, un amigo fiel que siempre estuvo
cuando lo necesitó. Martina no aceptó vivir con sus hijos. Ni permitió
que nadie viniera a acompañarla. Impuso su voluntad de vivir sola.
Ordeñaba su
vaca. Alimentaba a las gallinas y recogía los huevos. Tenía los árboles
frutales y las parras que a su tiempo, algún vecino se ofrecía a
podar. Plantaba y cuidaba ella misma una pequeña quinta para su uso. El resto
del campo, lo arrendó. Aseguró su futuro y vivió tranquila y sin apremios. Fue
así envejeciendo. De todos modos, al pasar los años los vecinos comentaban que
la pobre vieja Martina estaba medio loca. Que pasaba el día hablando sola,
decían. Que desvariaba, la pobre. ¿Qué podían saber los vecinos? Los
vecinos no sabían nada. Martina nunca estuvo loca. No hablaba sola. Hablaba con
sus muertos. Ellos la acompañaron siempre. Nunca la abandonaron. Y
un día, cuando Dios quiso, se fue con ellos. Así fue.
XVIII
Era el año 1919. La ciudad de Montevideo estaba considerada la
capital del país más culto de toda América Latina. Un país con escuela
gratuita, universidad y facultad de arquitectura, donde casi no existía el
analfabetismo. Ciudad que recibía a los grandes escritores y poetas
del mundo, de igual a igual. Así como a eximios músicos, actores y celebrados
cantantes europeos. Ya años atrás había sido visitada por el compositor
italiano Giacomo Puccini. Montevideo tenía, en aquel momento, gran actividad
intelectual. Había dejado de ser una aldea para ir convirtiéndose en una
ciudad moderna.
Con
grandes salas para espectáculos artísticos como el Ateneo, con sus
grandes salones para recepciones, el Solís - joya de teatro en América - el
teatro Urquiza donde, en 1905 se presentara la gran Sara
Bernhardt y el recién estrenado teatro 18 de julio, desde donde se
ofrecían al público uruguayo, las representaciones de compañías europeas
y argentinas que continuamente nos visitaban. Había en la ciudad más de 25
salas cinematográficas, tranvía eléctrico y autobuses de servicio colectivo
para pasajeros. Grandes comercios y restaurantes.
En
ese ámbito llegó a Montevideo, en diciembre de 1918, el poeta mexicano Amado
Nervo. Una de las letras más encumbradas de la poesía de América Latina. El
poeta presentó credenciales en nuestro país como Ministro Plenipotenciario de
México. Se dice que era un hombre apuesto, muy culto y refinado, tenía
apenas cuarentaiocho años, y se mantenía soltero. Según crónicas de la época, a
su llegada a la ciudad se alojó en el Parque Hotel, convirtiéndose en el centro
de toda actividad social y cultural.
Traía
Nervo, sin embargo, herida el alma. La muerte de Ana Luisa en 1912, la
mujer que amó y ocultó durante diez años, lo condujo a un tremendo dolor
y abatimiento de los cuales nunca se recuperó. Muerta ella el remordimiento,
por haber ocultado ese amor, lo llevó a escribir “La Amada Inmóvil”. Obra que
le diera el mayor reconocimiento en las letras de habla hispana.
La intelectualidad de la época reunida en el café Tupí Nambá, compartía
tertulias con el gran poeta que recitaba sus versos
desgarrados:
“Dios mío yo te ofrezco mi dolor / ¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!
Tú me diste un amor, un solo
amor/ Me lo robó la muerte
Y
no me queda más que mi dolor / Acéptalo
Señor
Es todo lo que puedo ya ofrecerte...!”
Una noche
de enero, de 1919, llegó Juanita a la tan ansiada capital. Viajó en
ferrocarril hasta la Estación Central, procedente del departamento
de Tacuarembó, con la señora de la estancia, los niños y las dos empleadas.
Allí los esperaba un carruaje de la familia que los llevaría hasta la
residencia de los estancieros, en Andes y 18 de Julio. Al llegar los
recibió el encargado, que vivía en una de las piezas del fondo con
su mujer, que era a su vez la cocinera.
La mansión tenía, hacia
la calle, una puerta muy alta de roble oscuro y cuatro ventanas alargadas con
grandes postigos.
A un costado, un
poco separado de las ventanas, tenía la casa un portal de hierro muy alto, de
dos hojas, que comunicaba a un gran patio adoquinado donde se guardaba el
carruaje de la familia. Después de la puerta principal se encontraba la cancel,
preciosa puerta doble de vidrios tallados. Detrás de ella un patio con
claraboya lleno de macetones con plantas, hacia donde convergían una sala de
recepción, un comedor muy amplio y el escritorio con una gran biblioteca.
Los
dormitorios daban a un segundo patio. Al fondo, la cocina y la despensa
se encontraban en una especie de subsuelo, hacia donde se bajaba por una
escalera de caracol, de escalones y baranda de madera, que también
comunicaba con la azotea. Las últimas habitaciones las compartían los
empleados. Hacia el fondo tenía la mansión un hermoso y muy cuidado parque
arbolado.
A Juanita le encantaba
la casa. Y aquella escalera de caracol que la llevaba hasta la azotea desde
donde veía el puerto de Montevideo, el Cerro y su fortaleza y una gran parte de
la ciudad. No obstante, lo que más disfrutaba la niña era recorrer las calles
de la ciudad acompañando a la señora de la casa mientras hacía sus
compras. Visitar los distintos comercios, para ver sus vidrieras, y
sentarse en sus plazas. Juanita había hecho todo el viaje, desde la
estación Central hasta la residencia de la calle Andes, observando
minuciosamente el paso de la gente y la nueva y moderna edificación
de la capital. Pero a Juana no le bastaba con lo que había visto desde el
carruaje. Ella quería participar de la fiesta que era Montevideo a principios
del siglo XX. Conocer los cines del Centro, pasear por la calle Sarandí y
compartir las veladas, por ejemplo, con aquella pléyade de escritores y
poetas que noche a noche se reunían en los cafés del Centro.
Ansiosa, no pudo esperar y esa misma noche se puso su mejor vestidito,
sus únicos zapatos y decidió salir a conocer el mundo.
Tarde, en la noche, cuando todos dormían, Juanita salió silenciosamente
por la puerta de calle, que en aquella época no se cerraba con llave. Caminó
por la ciudad guiada por las luces y el bullicio. Después cruzó la plaza
Independencia atraída por el ir y venir de la gente y, sin dudar, dirigió sus
pasos hacia el café Tupí Nambá, ubicado, por aquel entonces, frente al
Teatro Solís. Era el Tupí, en aquellos años, un bar sofisticado, cubierto
de alfombras, grandes espejos y finos cortinados. Ámbito donde se reunían los
políticos del momento, escritores, músicos, actores y visitantes extranjeros,
cultores del arte, que en aquellos días visitaban nuestra ciudad.
Esa
noche se encontraba colmado. Ella entró sin amedrentarse y
permaneció de pie un poco apartada. Entre la concurrencia prevalecían los
caballeros elegantemente vestidos. Fumaban y bebían café en unos pocillos
pequeñísimos. Las damas eran pocas. Vestían, algunas de ellas, trajes a
media pierna, largos collares de perlas, y llevaban los cabellos cortos y
dorados. Fumaban en largas boquillas plateadas y se encontraban
acompañadas de caballeros.
Observó que había otras damas vestidas con sobriedad. Con trajes un poco
más largos que a media pierna, sin ostentosos collares de perlas, que
llevaban su cabello corto o recogido en su color natural.
Notó que estas
últimas ponían gran atención en el hombre que en ese momento recitaba. A
Juanita le impactaron más, mucho más, las primeras damas. Tuvo la certeza de
que ella, un día, vestiría igual. De todos modos, después de recorrer todo el
recinto con sus ojos maravillados se dio cuenta la morena que, aparentemente,
nadie se había percatado de su presencia. Por lo tanto, conmovida ante
todo el nuevo mundo que estaba conociendo, dirigió su atención al hombre
que recitaba.
La concurrencia aplaudía cada
poema y pedía más. Entre el público se oía repetir insistentemente: ¡Nervo,
Amado Nervo, Gratia Plena, Gratia Plena!
Entonces aquel hombre delgado
y de mirada triste se puso de pie y con voz profunda y pausada, comenzó a
recitar:
“Todo en ella encantaba, todo en ella atraía: /
Su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar... El ingenio de Francia de su boca
fluía. / Era llena de gracia como el Avemaría: ¡Quién
la vio no la pudo ya jamás olvidar! ...”
Cuando terminó de
recitar el poema, todo el público aplaudía de pie. La emoción se había adueñado
por completo del auditorio. Conociendo el motivo que llevó al poeta a escribir
esos versos tan sentidos, los caballeros guardaban silencio y las damas
enjugaban alguna lágrima. Juanita también aplaudía de pie.
Sin saber quién era el
poeta ni a quién dedicó esos versos, compartiendo la emoción que embargaba a
todos, se acercó a Nervo y sin pensar en lo que hacía, le tendió una mano para
felicitarlo.
Y Amado Nervo,
que era un grande entre los grandes hombres, le tomó la mano, quedó un momento
mirando a aquella niña morena y sin soltarla le dio un beso en la
mejilla. En ese momento y nunca supo por qué, Juanita comenzó a llorar. Sin
congoja. Simplemente las lágrimas brotaban de sus ojos.
Alguien le
ofreció entonces un asiento, en aquella rueda de la cultura, y desde esa noche
extraña y mágica, Juanita compartió por años, junto a los intelectuales, las
noches del Tupí Nambá.
XIX
Juanita
regresó a la casa de la calle Andes y, calladamente como había salido, volvió a
entrar dirigiéndose a su habitación. Llevaba la morena en su mente un bagaje de
sueños y esperanzas que la confundían. Ignorante de la verdadera vida de la
gran ciudad, donde no todo era poesía y refinamiento, sentía sin embargo,
y no estaba muy equivocada, que en esa primera salida había conquistado a
Montevideo. Para Juanita concurrir todas las noches al Tupí y pasar un par de
horas con sus amigos, llegó a ser lo más natural y lo que más disfrutaba.
Los habitué se acostumbraron a su presencia, sabían que la niña se escapaba por
las noches para estar con ellos, para escuchar en silencio, sus largas
charlas de filósofos y bohemios. Entre estos hombres conoció a varias
damas. Actrices, algunas, y también poetas y escritoras que comentaban
sus obras y leían sus poemas ante aquel público culto.
El arte es una flor
delicada que crece, no solamente donde se cultiva. La semilla del arte es un
regalo de Dios que se expande entre los hombres y mujeres que se sientan
simplemente receptivos. Y Juanita, con su poca cultura, estaba tan ávida de
conocimiento que absorbía toda aquella riqueza de vida que se brindaba ante
ella.
Poseedora de una
memoria excepcional, tenía la virtud de memorizar los poemas que más le
llegaban. Algunos con sólo oírlos un par de veces. Otros leyéndolos hasta el
cansancio en ejemplares que pedía prestados o le regalaban los mismos autores
que llegaban habitualmente al bar a leer sus últimas obras.
Allí estaba siempre
Juanita. Sentada cerca para poder oír, puro ojo y oído, permanecía callada y sin
moverse por temor a molestar. Si no le hablaban no hablaba y se iba muchas
noches sin hacer ruido y sin haber pronunciado una palabra. Ese año
conoció personajes de la política y actores de teatro. Volvió a ver a
Amado Nervo más de una vez. Cada vez que el poeta concurría al café la
llamaba a su mesa. Ella se sentaba muy quietecita en el borde de la silla
frente a él. Nervo extendía, hacia ella, su brazo largo sobre la mesa en un
saludo y ella apoyaba su manita negra en la palma blanca del poeta. Él entonces,
en un acto risueño, depositaba un beso en su manita. Turbada, aquella niña
negra, sentía en ese momento que el mundo entero era chico para contener tanta
felicidad.
De todos modos,
el poeta ya estaba muy enfermo y comenzó a espaciar sus visitas a las tertulias
del Tupí.
Ese mismo verano, a
principios de febrero, llegó desde Buenos Aires una compañía italiana de
comedias para actuar en el teatro 18 de Julio. Después de la función algunos
de los actores venían al café y se unían a las mesas de los
hombres y mujeres de la cultura, que noche a noche se reunían
allí.
Juanita también
estaba entre ellos. Sin darse cuenta, Nervo le había dado cierta relevancia a
su persona que aquellos hombres quisieron respetar.
Una noche, entre los
actores de la compañía, llegó al café Renzo Passeggi. Un joven actor bien
parecido, de cabello castaño, ojos verdes y regular estatura, que en
cuanto entró quedó preso de la figura de Juanita. Durante varias
noches el joven actor llegaba al Tupí tan solo para ver a la morena quien,
ajena al impacto que había provocado en el muchacho, no había siquiera
reparado en su presencia.
Al fin la
oportunidad se dio y Renzo pudo acercarse a la chica y conversar con ella. La
atracción que sentía el italiano por Juanita fue desde el comienzo muy
fuerte. Ella en cambio no se daba cuenta de la pasión que había despertado en
el joven. Pasado unos días el asedio de él fue creciendo.
Una noche que la
paciencia lo desbordó le declaró su amor. Al principio ella no estaba muy
convencida de iniciar una relación amorosa. Pero él era actor, joven, buen
mozo, e italiano. Un irresistible latín lover. Un empírico émulo de aquel
otro latín lover que en esos momentos, vestido de árabe, andaba por el norte
destrozando corazones desde el celuloide en The Sheik
Comenzaron los
muchachos, por lo tanto, un romance en público que llevó un par de
semanas. Una noche de los primeros días de marzo él se la llevó al hotel.
Aquel italiano fue el primer hombre que llegaba a la vida y al cuerpo de
Juanita. Tendida en la cama del cuarto del hotel, se dejó hacer con más
curiosidad que entusiasmo. Y el actor que sí, estaba realmente apasionado con
ella, realizó esa noche, la mejor interpretación de esa temporada.
No sabía la
morena, lo reconoció después, con los años, que esa noche en un hotel de la
capital, había entrado en el azaroso sendero del Amor guiada por la experiencia
de un master. Por eso se enamoró.
Juanita no volvió más a
la casa de Andes y 18 de Julio. Se quedó en el hotel junto al italiano hasta
mediados de marzo, cuando la compañía decidió volver a la Argentina.
Renzo que debía, por contrato, seguir con el elenco, no pensaba por nada
del mundo separarse de la morena que lo había trastornado. De modo que ella,
bajo la firme promesa de que terminada la gira volverían a Montevideo, aceptó
viajar con él hasta la vecina orilla.
Fueron juntos a
Buenos Aires y desde allí iniciaron una gira por varias provincias
argentinas. Estando en Córdoba, apenas un par de meses después de haberse
ido de Montevideo, Juanita se entera de que la vida de Amado Nervo
está llegando a su fin. Renuncia a seguir en la gira acompañando a Renzo
y vuelve sola a Montevideo. Es la mañana del sábado 24 mayo de 1919.
Cuando llega a
Montevideo se dirige directamente al Parque Hotel. Ya no es la negrita que
conoció Nervo, con un solo vestido y unos zapatos chatos. En el hall del Hotel
se encuentra una morena alta, muy bien vestida que pide le avisen a Nervo que
Juanita se encuentra allí. No demoran en pedirle que suba. La morena es
recibida en la habitación del enfermo por el Dr. Freysman.
La sala se encuentra en penumbra.
En la cama
agoniza el gran poeta. Al acercarse la joven él abre los ojos y la mira. Los ojos
le pesan y vuelven a cerrarse. Haciendo un esfuerzo gira su mano exangüe, que
descansa sobre la colcha, dejando la palma hacia arriba. La morena apoya en
ella su manita negra, lágrimas porfiadas le nublan la visión, se
acerca más y lo besa en la mejilla. El poeta entreabre los ojos un instante, su
boca dibuja una mueca que intenta ser una sonrisa. Respira con
dificultad.
Al salir,
Juanita se cruza en el pasillo con José Luis Zorrilla de San Martín. Murió
Amado Nervo, en el Parque Hotel, la mañana del 24 de mayo de 1919.
Fue velado en la puerta de la
Universidad con honores de Ministro de Estado. La historia nos cuenta que
sus restos fueron llevados a México en un sarcófago de mármol uruguayo,
realizado por el escultor José Luis Zorrilla de San Martín, y varios
marmolistas que trabajaban en ese momento en la construcción del Palacio
Legislativo.
El
Presidente de la República era, en ese momento, el Dr. Baltasar
Brum.
XX
Juanita aprovecha su estadía en Montevideo para visitar a sus amigos de la
noche. Comenta con ellos los últimos sucesos y decide quedarse en la capital
hasta el día en que se extraditen a México los restos del poeta desaparecido.
Llegado ese momento lo despidió, en el Puerto de Montevideo, junto a miles de
personas que se habían reunido hasta ver cargar el féretro con honores
militares, en el Crucero Uruguay, antes de zarpar con rumbo al Océano Atlántico.
Un par de
días después volvió a Córdoba donde Renzo la esperaba. Llevaba un dolor
muy grande por la pérdida de aquel hombre de letras, que la había tratado
siempre con tanta condescendencia. Al llegar a la ciudad universitaria,
conociendo el joven actor el sentir de su compañera, se prodigó en atenciones y
regalos tratando de mitigar su pena. Ella se refugió en el amor de aquel
hombre que era todo lo que poseía en ese momento.
Después de
ocho meses de gira, recorriendo de norte a sur las provincias argentinas,
regresó en diciembre a Buenos Aires la Compañía Italiana de Comedias.
Había sido una muy buena temporada y, tras unos días en Buenos Aires, volvería
a Italia para pasar allí las Fiestas Navideñas.
Juanita, que ya
había cumplido sus dieciséis años, esperaba su primer hijo para los próximos
días. Como su intención era que el nacimiento se produjera en Montevideo, se
embarcaron inmediatamente.
Renzo, por lo tanto, no volvió a Europa con su compañía. Había decidido
esperar el nacimiento del niño, para viajar luego a su tierra con su mujer y su
hijo. Daba por sentado que su compañera no pondría obstáculos. La relación de
la pareja era óptima. Se amaban realmente y la llegada del niño colmaba todas
sus ilusiones.
Apenas llegados a Montevideo e instalados en un hotel, Juanita dio a luz una
beba casi blanca. De pelo negro y ojos claros a quien Renzo llamó Julieta
como su madre, pues afirmó que la niña tenía los mismos ojos de su abuela
italiana.
La felicidad de la pareja era completa. O casi completa. La felicidad nunca es
completa. A pesar de haberse convertido en madre, Juanita volvió a reunirse por
las noches, con sus amigos del Tupí Nambá. Ese 31 de diciembre despidió con
ellos el año viejo y recibió al nuevo con alegría y mucha esperanza.
Llega el año 1920. Las mujeres se cortan el pelo a la garzón y suben el ruedo
de las faldas más arriba del tobillo. Una noche al Tupí Nambá llega, invitada,
una mujer de gran belleza. Es una poeta que acaba de publicar en Montevideo la
primera edición de su libro “El cántaro fresco”.
Ella
es Juana. Nuestra Juana de Ibarbourou. Juanita se encuentra en el
café cuando llega esta mujer y con una voz muy cálida lee unas estrofas de su
nuevo libro: “Yo seré ya vieja cuando mi hijo sea un hombre. Y, cuando
salgamos a pasear juntos, de gusto me pondré más encorvada, para que así, a mi
lado, él parezca más gallardo. Seré una viejecita llena de mañas. Aprenderé a
tropezar para que él me sostenga.............”
Juanita
está allí, donde esta estupenda mujer lee de su libro frases tan
hermosas. Esta mujer que lleva su mismo nombre y que es nacida en Melo,
ciudad de Cerro Largo, donde nacieron su abuela Carmela y su abuelo Juan.
¡Qué alegría siente y qué dolor! Alegría y orgullo al saber que Juana es hija
de aquel Melo que ella tanto amó. Y dolor al recordar a su madre amada, a sus
hermanos y abuelos, tan juntos en su corazón y tan lejanos en la vida que
ahora está llevando. No volverá nunca a su querido Melo ni a su casa de
Tacuarembó. Una noche le entregó su vida a Montevideo y le será fiel hasta su
muerte.
1920
–XXI
Ya ha pasado un tiempo prudencial desde el nacimiento de la pequeña
Julieta. Renzo, que la ha reconocido como hija ante la ley, decide
volver a Italia con la niña y su madre. Ella no lo acompañará.
Ante el
desconcierto de Renzo que no acierta a entender su posición, Juanita decide no
acompañarlo en el viaje. Ha decidido no volver a abandonar la ciudad.
Teme que el joven al encontrarse en su país, decida quedarse allá
definitivamente. Y lo que ella anhela es criar a su hija en Montevideo, la
capital del país, la ciudad que comenzó a amar mucho antes de conocer.
Ya nada ni
nadie podrá alejarla del lugar que ha elegido para vivir. La Ciudad
Vieja y el Centro, constituirán toda la geografía que sus pasos recorrerán
hasta el final de sus días. En las tardes de otoño, los pescadores de la
escollera Sarandí, la verán pasear por la explanada hasta la Farola y
volver. Será una más entre los habitué del Mercado del Puerto. La reconocerán
al pasar los vecinos del Guruyú y de Las Bóvedas. Sabrán de ella las
veredas del Centro, sus boliches y sus cines.
Será
parte del paisaje del Montevideo ingenuo que existió, sin lugar a dudas, antes
de los años oscuros.
El
joven italiano no logra convencerla. Tal vez pensó que al no
acompañarlo, él desistiría del viaje y se quedaría con ella en Montevideo
para criar juntos a la niña. No fue así. La determinación de Juanita le causó
al joven un gran dolor, de todos modos, la deja instalada en el hotel con su
hija y se vuelve solo a su tierra. Le promete que le escribirá, por lo
menos una vez por mes, y le girará dinero para cubrir sus gastos y los de
la niña.
Una
vez llegado a Italia Renzo cumple su promesa. Comienza a trabajar
con la Compañía de Teatro que realizará en breve una gira por las
principales ciudades de Europa. Juanita recibe todos los meses un cheque
desde Italia. Contrata a una niñera y sigue, por las noches, reuniéndose con
sus amigos del Tupí.
Antes de los seis meses vuelve Renzo con la ilusión de convencerla para
viajar con él a Roma y vivir allá, donde tiene su casa y su trabajo de actor.
No lo logra esa vez, ni las varias veces, que vuelve desde Europa con la
intención de llevarlas con él. Juanita nunca aceptará vivir fuera de
Montevideo.
Renzo
le alquila entonces un departamento en la Ciudad Vieja, para que viva allí
con su hija. Mientras él promete venir a verlas por lo menos una vez al año.
Los años 20 comienzan a dispararse y Renzo a espaciar sus visitas. De todos modos,
durante los cinco años siguientes los cheques siguen llegando, luego se fueron
espaciando y un día no llegaron más.
En la
década del 20 Italia vivía días difíciles con Benito Mussolini a la
cabeza del gobierno. Las cartas que enviaba Juanita no eran contestadas o eran
devueltas por el correo italiano. Perdió, por lo tanto, todo contacto con
Renzo y a sufrir, por ello, graves problemas económicos. Su primer
enfrentamiento con la vida fue inevitable. Comenzó por despedir a la niñera que
se había encargado de Julieta desde sus primeros meses. Y al hacerse cargo de
la niña se dio cuenta de lo poco que conocía a su hija y de lo poco que su hija
la conocía a ella.
Una noche comenzó a
aceptar copas de un parroquiano de paso por el Tupí Nambá. Fue el primer paso
hacia la prostitución.
Había comenzado
su decadencia.
Julieta, mientras tanto, ya
había cumplido los cinco años. Era una morenita color café, con el
cabello negro y lacio y los ojos claros. Inquieta y alegre. Que extrañaba a su
niñera y lloriqueaba todo el día. Juanita, acostumbrada a dormir de día y salir
de noche no sabía cómo solucionar el problema que se le había presentado.
Sentía cariño por su pequeña hija, pero no al punto de abandonar su vida
nocturna y dedicar su tiempo a criarla. Debía por lo tanto buscar, rápidamente,
una solución.
Comentando el
tema con una actriz que solía venir al café consiguió, por medio de
ésta, que las Hermanas del Colegio Nuestra Señora del Huerto, recibieran a la
niña como pupila. Y allí la llevó una tarde, dejando en manos de las Hermanas
la responsabilidad de criar y educar a su hija.
XXII
En el año 1855 el presidente
de la República General Venancio Flores le encomendó al Padre
Isidoro Fernández, la tarea de conseguir religiosas para atender a los
enfermos del Hospital de Caridad. No fue fácil llevar a cabo la diligencia.
Dejar Europa y su cultura para venir a la “salvaje” América de aquellos años no
entusiasmaba a ningún europeo, que no viniese con intenciones de
encontrar riquezas.
Sin
embargo, después de buscar inútilmente en distintas congregaciones de Francia y
España, Monseñor Magnasco indicó a las Hermanas de la congregación fundada en
Italia por San Antonio María Gianelli: “Las Hijas de María del Huerto”;
quienes, tras sorprendente audacia, aceptaron la invitación y estuvieron en tan
sólo cuarentaiocho horas, listas para la misión. Tuvieron aquellas monjitas que
atravesar mil dificultades, incluso el incendio de la nave que las traía.
De todos modos,
nada impidió que tras la consigna de que: “Vivas o muertas debemos llegar a
Montevideo”, desembarcaran efectivamente en nuestro puerto el 18 de noviembre
de 1856. Y el 1º de diciembre, con la Madre Clara Podestá, alma de la
misión, ingresaron las ocho Hermanas del Huerto al Hospital, para todos
los servicios. Fueron las primeras Hermanas de la Caridad,
como se les llamó desde entonces, que asistían en los hospitales.
En febrero de 1857 irrumpió en nuestro país la Fiebre Amarilla. Las
Hermanas se hicieron cargo de la educación de los huérfanos, primero en una
sala contigua al hospital, luego se trasladaron a una casa en Plaza Zabala y
Alzáibar que pronto resultó demasiado chica. Pasaron luego a impartir clases en
lo que es hoy el Palacio Estévez sobre la Plaza Independencia, y al
resultar también allí insuficiente la capacidad se formó una Comisión de Damas
y Caballeros con la premisa de buscar un predio donde construir un
colegio.
Se encontró un terreno adecuado en las calles San José y Julio Herrera y
Obes. En 1861 fue autorizado el Colegio que había sido diseñado por la
Madre Clara Podestá. El edificio, juntamente, con la Capilla fue
solemnemente inaugurado en agosto de 1864. En sus primeros años las Hermanas
cultivaban una pequeña huerta, abandonada luego con el fin de agregar, en ese
espacio, más salones de clase. Fue éste, el primer colegio de
Religiosas que se fundó en el Uruguay.
Fue en este
Colegio, que con cinco años de edad, dejó Juanita una tarde de 1924
a su pequeña hija Julieta. Allí, la niña, completó la escuela, aprendió
labores, a cocinar y a desempeñarse en las labores propias del hogar y a
los catorce años salió para servir en la casa de un matrimonio que estaba
esperando un bebé.
1925 – XXIII
Una vez que Juanita dejó a su hija Julieta con las Hermanas
del Huerto no demoró en ingresar al mundo de las meretrices; porque
consideró que le sería más redituable prostituirse, que dedicar su tiempo a
limpiar casas ajenas. En los primeros años en que ejerció el triste
oficio, se daba el lujo de elegir a los clientes. Era entonces una mujer
muy interesante, educada, fina. Joven.
Moviéndose siempre en un mismo
círculo, con personajes destacados de la política y la
cultura, puede decirse que había llegado a conquistar un buen estatus social.
Sin embargo, una fuerte adicción al alcohol, que fue poco a poco dominándola,
comenzó a deteriorarla física y psíquicamente. Fue así perdiendo el
protagonismo que, con su humildad y carisma, había conseguido dentro de un
ambiente social muy selecto.
Sus clientes fijos, hombres de poder económico importante, comenzaron a
evitarla. El alcohol le hizo perder su categoría y su buena presencia. Comenzó
entonces a recorrer las calles y los boliches del Centro y la Ciudad
Vieja. Abandonó el departamento y se fue a vivir a una pensión por la calle
Pérez Castellanos. Fue su última vivienda que, en el declive total de su vida,
también perdió.
En sus últimos
años, de todos modos, siguió conociendo notables personalidades de las
letras de habla hispana.
Tal vez
porque siempre predominó en ella la inquietud y la atracción por la poesía. Lo
cierto fue que, en más de una oportunidad, tuvo la dicha de encontrarse
en el lugar exacto en el momento justo. Una tarde de 1929, llega hasta 18 de
Julio y camina por Avenida Agraciada las largas cuadras que la separan del
Palacio Legislativo. Quiere ver a Juana. A Juana de Ibarbourou. Sabe que esa
tarde, en el Salón de los Pasos Perdidos, en acto solemne, recibirá el homenaje
de todo el Continente al ser proclamada “Juana de América”.
No le
permitieron entrar. De todos modos, se queda en las escalinatas del Palacio.
Quiere estar cerca de esa mujer que ella admira.
Y allí se queda
hasta que todos se van y Juana, acompañada por un par de caballeros, llevando
en sus brazos un gran ramo de flores, abandona el recinto. Juanita vuelve a ver
a la poeta que conoció diez años atrás.
Pasa Juana de América junto a ella sin
reconocerla. Pero la morena es feliz. Le alcanza con haberla visto pasar.
Conoció a
Carlos Gardel, en octubre de 1933, una noche de lluvia en que andaba en
sus caminatas de supervivencia por las calles del Centro. Carlitos que había
venido, en esos días, a actuar al teatro 18 de Julio, bajaba de un taxi en la
puerta del hotel. Se cubría bajo un paraguas negro que le ocultaba el rostro y
Juanita tropezó con él. Trastabilló y el Mago la sujetó de un
brazo. ¡Carlitos! Le dijo la morena al mirarlo a la cara y él la invitó a tomar
una copa. Tomaron varias en un boliche, que ya no existe, por la calle San
José. El Mudo le dejó una foto con dedicatoria, aquella, la más famosa, la del
gacho gris y la sonrisa de perfil, que hacía unos días, se la había
sacado en el Estudio Silva de la calle Rondeau. Anduvo siempre con
la foto sobre el corazón. Se la mostraba sólo a los más íntimos. Cuentan que en
sus últimos años, con las manos juntas, le rezaba al Zorzal como si fuera
un santo, pidiéndole que la llevara con él más allá del cielo infinito.
Esa foto se
perdió. Apareció, sin embargo, un día, muchos años después.
Pero eso ya forma parte de otra historia.
Montevideo crecía con el ímpetu adolescente de una ciudad con la mirada
en el futuro. Fue poco a poco convirtiéndose en una preciosa ciudad arbolada,
recostada al río como mar. Con su puerto natural en la bahía, su cadena de
playas de arena blanca, atraía a emigrantes que llegaban a radicarse y a
turistas deseosos de conocerla. Con todas sus calles pavimentadas y alumbradas,
se multiplicaba en grandes tiendas, Bancos y comercios de todo tipo.
Se
inauguraban lujosos hoteles y restoranes. El Centro se fue llenando de
bares y confiterías. Surgió, por aquel entonces, el bar Sorocabana en la
esquina de 18 de Julio y Plaza Cagancha. Allí, los intelectuales de moda,
los nuevos políticos, noveles escritores y periodistas, comenzaron a darse
cita.
Allí,
Juanita, asidua visitante de los boliches, conoció una noche de 1953, al
chileno Pablo Neruda, poeta y Premio Nobel, quien vivió largas temporadas
en nuestro país. Esa noche entraba la morena a tomar un café en una mesa
del fondo, cuando un poeta, amigo del Tupí, la llamó: ¡Juanita!, vení,
mirá, ¿sabés quién es éste hombre? Ella se detuvo. Alrededor de la mesa redonda
del bar, cuatro hombres sentados en butacas la miraban.
El poeta
amigo le dijo: Es Neruda, Juanita. ¡Pablo Neruda! Ella se acercó mirando
fijamente a aquel hombre de gorra con visera. Él se puso de pie, se quitó la
gorra, le tendió la mano y le dijo muy caballeroso: por una morena
como tú me quedo en Montevideo para siempre. Ella estrechó la mano de aquel
hombre galanteador de oficio y le dedicó la sonrisa más hermosa, que en su vida
haya visto el chileno de una morena oriental. Y sin dejar de sonreír, y
clavando en los ojos del poeta sus ojos negros, le recitó con voz profunda:
“Es como una marea, cuando ella clava en
mí / sus ojos enlutados...”
Y Pablo, entre sorprendido y admirado, continuó:
“Cuando siento su cuerpo de greda blanca y
móvil / estirarse y latir junto al mío,
Es como una marea, cuando ella está a mi
lado...”
Neruda
la invitó a compartir la mesa, pero ella estaba muy cansada. Ya no era aquella
Juanita que se emocionaba al oír a los poetas recitando sus versos de amor.
Aquella Juanita niña, que llegara un día desde el interior del país deslumbrada
por Montevideo. Aquella Juanita que se escapaba para vivir las
noches bohemias del Tupí Nambá. Ya no era. Esta juanita, estaba de
vuelta.
Se despidió del
poeta y siguió hacia el fondo del bar a tomar un café, en su mesa, aquella, la
del rincón.
No volvió, en
esos años, a ver a su hija Julieta. De aquel italiano Renzo
Passegi, que fue su gran amor, nunca más supo nada. Al Tupí Nambá solía
llegar dos por tres, de paso. Hasta que el café cerró definitivamente sus
puertas en 1959. Como tantas cosas que perdió en la vida, también perdió el
único leal reducto que nunca le negó cobijo. Que siempre le brindó el estaño.
Donde nunca dejó de ser la Juanita que, deferente, besó una noche en
la mejilla el gran poeta Amado Nervo.
Una
noche de setiembre de 1965, cansada de caminar las calles de la ciudad. Cansada
de caminar la vida. Cansada de caminar. Mendigando para poder comer.
Sentada sola en una mesa de La Antequera, mientras tomaba una copa mandada
por algún viejo conocido, vio a un cafiolo italiano insultar y pegarle un
cachetazo a una morena joven; y como la muchacha sacaba de entre sus ropas un
puñal y se lo clavaba al sujeto dándole muerte.
Estaba muy borracha, pero en el silencio de plomo que cayó sobre el
boliche, se escuchó su sentencia: ¡Bien hecho! dijo, mientras salía con
paso vacilante hacia la Plaza Independencia. Esa morena que atacó al
cafisho, llegó un día a ser la reina indiscutible del Carnaval del Uruguay,
pero Juanita no llegaría a verlo. Murió una madrugada de invierno dos años
después. Sola. La encontraron acurrucada en las puertas del Teatro
Solís, junto a una botella vacía y a un par de perros como ella... de la
calle.
Quien la conoció, como dijo el poeta: “no la
pudo ya jamás olvidar”.
Era el año de 1967. Finalizado el gobierno
colegiado, el país volvía al sistema de gobierno presidencialista. El
General Rdo. Oscar Gestido, presidía la República.
XXIV
Al norte de Soriano, cerca de la desembocadura del arroyo Las Mulas en aguas
del río Negro, vivía la familia Núñez Godoy. Eran dueños de la estancia Las
Flores, una propiedad muy importante con campos que lindaban con el río
Uruguay. El matrimonio tenía nueve hijos, cinco mujeres y cuatro varones. Era
el año de 1914 y Amalia, una de las hijas mayores, acababa de
cumplir veinte años. Las hermanas menores ya estaban casadas y ella aún no
tenía pretendiente.
Al principio sufrió un poco de decepción. Trató de relacionarse más, visitó
departamentos vecinos donde tenía parientes y amigos y viajó con más
frecuencia a la capital. De todos modos, no llegó a
vislumbrar a su alrededor nada que llegara a interesarle.
Un
día, apostando a la magia, a la hechicería, al pequeño acaso que suele habitar
en lo imposible, lanzó a las aguas del arroyo Las Mulas un mensaje dentro de
una botella. Como un juego de niños que escondía, sin embargo, una ilusión
escribió: “Tengo veinte años. Me llamo Amalia. Espero el Amor. Vivo en Las
Flores, junto al Río Uruguay. En Soriano. No tardes”. El arroyo estaba crecido,
se quedó mirando los tumbos de la botella que flotaba a veces y desaparecía de
a ratos. Hasta que la dejó de ver. Entonces corrió por la orilla para liberarla
si es que se había atascado entre los juncos, pero no la vio.
Al cabo de los años Amalia se olvidó del mensaje de la botella. Si alguien lo
encontró no le dio importancia a la misiva. Aunque tal vez la botella
pudo haberse roto, o varado en alguna ribera, o enterrado en alguna playita del
río Uruguay.
A veces
recuerda lo hecho en aquella ocasión y se avergüenza de su acción tan
irreflexiva. Entonces le agradece a Dios que nunca nadie la hubiese encontrado.
No habría sabido cómo reaccionar si un día alguien se hubiera presentado
en la casa con la botella en la mano. Pasaron veinte años de aquella
misiva lanzada al arroyo, pidiendo un Amor.
Hoy están
de casamiento en Las Flores. Se casa una de las sobrinas de Amalia. La
casa está llena de parientes y vecinos, de flores y de música. Amalia se
mueve entre la gente atendiendo a unos y otros, preocupada porque los
invitados estén debidamente atendidos. Ya son varios los sobrinos que se han
casado y la organización de las consabidas recepciones ha recaído siempre
en sus manos sabias.
Es media tarde,
Gumersindo, un moreno criado en la estancia se le acerca misterioso y le dice:
- Amalia, llegó un mozo en un auto de Montevideo y pregunta por usted. -¿Por
mí? pregunta extrañada.- Eso dijo, contesta el muchacho. Amalia se asoma
y ve al joven, no lo conoce y le dice a Gumersindo que lo haga pasar a la sala,
mientras ella se desentiende un momento de la fiesta y se dirige hacia allí.
En la sala espera
un joven que viene a conocer a la muchacha de veinte años, “que espera el Amor
y le pide que no tarde.”
Extrañada, la
dueña de casa, recibe al hombre que pregunta por ella. Él quiere saber de
Amalia. Ella le dice que Amalia es ella. El muchacho la mira confundido y saca
de la mochila, que lleva cargada al hombro, una botella con un mensaje adentro
y se la ofrece para que la vea. Amalia no puede apartar sus ojos de la botella,
se acerca a una silla y se sienta sin poder pronunciar una palabra. -
¿Quién te dio esta botella? pregunta al fin.
—La encontré hace unos días mientras pescaba. Estaba entre las rocas de una
playa en Montevideo. —No sé cómo explicarte esto, le dice Amalia, este mensaje
lo escribí yo hace veinte años. La botella la arrojé acá, en un arroyito que
atraviesa el campo de la estancia. No entiendo cómo pudo llegar hasta
Montevideo. Y cómo después de veinte años alguien la pudo encontrar. ¡Esto es
tan insólito! Estoy apenada por ti, por tu viaje inútil, por haberte creado una
falsa expectativa. ¿Cuántos años tienes? Se atreve a preguntar. - Veintiocho,
contesta el joven. Y ella sonríe.
Hablaron de muchas cosas. Él no demostró estar contrariado. No había llegado
hasta Las Flores con una idea preestablecida sobre cómo sería la joven
que venía a conocer. Le gustó conversar con Amalia. Ella le contó su vida. Que
nunca se casó. El Amor, con mensaje o sin mensaje, nunca llegó a la
estancia Las Flores para ella.
De todos
modos, no se podía quejar, era feliz rodeada de sus hermanos y sobrinos.
Él le contó que trabajaba en un Banco, que tenía familia pero que vivía solo en
Montevideo. Que se llamaba Marcos Giambruno y que se alegraba mucho de
haberla conocido.
Ella lo invitó a
la fiesta. Lo presentó como un amigo que conoció en la capital. Bailaron juntos
un vals y cuando él se fue le besó la mano y le preguntó si podía volver otro
día, a conversar. Amalia lo acompañó hasta el camino y se quedó mirando el auto
que se perdió a lo lejos como la botella, en las aguas del arroyo, veinte
años atrás.
XXV
Todo el
viaje de retorno a Montevideo, lo hizo Marcos con el rostro de Amalia dándole
vueltas en su cabeza. Siempre supo que ese viaje suyo hasta Soriano, en
busca de la muchacha que enviara la misiva, encerraba una tremenda incógnita.
El encuentro de la botella
podía haber sido una broma, un juego de una adolescente romántica del Buceo, de
la misma playa donde él la encontró. Podía haber sido una broma de
muchachos.
Podía, no obstante, haberla encontrado demasiado tarde. Esta idea lo asaltó
cuando al llegar a la estancia se encontró con la fiesta de casamiento. Muchas
cosas pensó a la ida, y antes, mientras preparaba el viaje. Más de una vez se
dijo a sí mismo que era una reverenda estupidez hacerle caso a aquella esquela
naufragada entre las rocas. Sin embargo, la curiosidad pudo más. La misma tarde
que la encontró decidió el viaje. Hoy piensa que su destino estaba
escrito en aquel papel.
Marcos
tiene un buen empleo, un lindo departamento, muchos amigos y varias novias. Él
mismo no entiende por qué sigue pensando en Amalia. Es una mujer de
cuarenta años. Y él tiene apenas veintiocho. Tal vez me esté volviendo loco,
piensa, pero ¡cómo me gustaría tener cuarenta y cinco años! Los días siguientes
pasaron como una ráfaga. Un domingo tempranito salió rumbo a Soriano. Así
comenzó las idas y venidas al departamento litoraleño.
Al
llegar a la estancia salían los dos a caminar. Recorrían el campo a caballo. Se
llegaban hasta el arroyito que le costó veinte años entregar el recado de la
joven Amalia. Fue allí, junto a sus aguas rumorosas, bajo los sauces, que
la besó un día y le pidió que se casara con él. No hablaron de los años que
cada uno tenía. Se habían enamorado y el mundo no era ni ancho ni ajeno para
ellos.
Amalia cerró los ojos y aceptó, sin dudar, el Amor que casi, casi, en el filo
de su juventud llegaba a su vida. Su dicha fue enorme y sintió la necesidad de
gritarlo a los cuatro vientos. Las opiniones de la familia, cuando se
enteró, fueron dispares. Algunos opinaron que él era muy joven. Otros que ella
era muy vieja. Y todos, en que no iba a resultar. Sólo la madre de Amalia opinó
lo contrario.
La
llamó aparte cuando ella dio la noticia y las opiniones de la familia
hicieron el efecto de una pared que se le cayera encima. La madre le dijo que
no escuchara los consejos gratuitos de la gente. Pues cada persona ve las cosas
desde su punto de vista. Que ella escuchara solamente a su corazón. Que si
sentía amor por el joven Marcos, no dudara ni se preocupara de la edad.
Que se casara y se fuera con él a vivir a la ciudad como el joven le había
pedido. Le dijo más la madre: Si la felicidad, hija, colma un año de tu vida,
vive ese año feliz. Si solamente un mes, disfrútalo. De lo contrario, si
te resignas y no te atreves a intentarlo, habrás perdido un mes, o un año
de felicidad, que nunca recuperarás.
Amalia se casó con Marcos en la primavera de ese mismo año. Se vino a
vivir a Montevideo y, pasados un par de meses, advirtió que estaba
esperando su primer hijo. Ante el consejo de su médico, de que
hiciera algo de reposo, decidió con su marido tomar una empleada para que
la ayudara en los quehaceres del hogar. Con ese fin se
dirigió una tarde al Colegio de Nuestra Señora del Huerto.
Amalia y sus hermanas, se había educado allí. Sabía, por lo tanto, que
las Hermanas tomaban bajo su tutela, algunas
niñas, que sus padres no podían mantener. Muchas de estas
niñas eran luego retiradas por familias de la sociedad para emplearlas en sus
casas como mucamas, pagándoles un sueldo.
Cuando Amalia le explicó a la madre superiora su intención de llevar a una de
ellas para ayudarla en sus tareas, la superiora mandó llamar a Julieta
Passegi. La recomendó como una chica inteligente, trabajadora, alegre y
muy honesta. Era pues, con creces, todo lo que necesitaba Amalia. Julieta Passegi,
la hija de Juanita Olascoaga y Renzo Passegi, pasó, por lo tanto, a servir en
la casa de Amalia y Marcos Giambruno. Corría el año 1934. Julieta tenía
cumplidos catorce años.
2000 -
XXV
"—Había cumplido cinco años cuando papá me
trajo de regalo aquella casita con paredes blancas y techo rojo. Tenía una
puerta verde que abría hacia fuera y dos ventanas con postigos. Una verja
blanca con un portoncito y en el techo una chimenea. ¡Me gustaba tanto jugar
con ella, mamá! Aquella casita, creo, era una alcancía. ¿Era una
alcancía, mamá? De ese detalle no me acuerdo bien.
¿Qué fue de la casita, mamá?
¿Qué fue de la muñeca negra que me regaló mi madrina cuando cumplí cinco años?
Aquella muñeca negra con la cara brillante, los ojos grandes y la boca
entreabierta por donde asomaban, apenas, dos dientitos blancos. ¿Era de loza,
mamá, o de tiza? ¿Dónde está, mamá, mi muñeca negra? ¿Dónde está mi paragüitas
chino y la cajita de música con el polichinela que giraba al compás?
¿Dónde fueron a parar todos mis juguetes el día que me dejaste en el colegio de
las Hermanas del Huerto y desapareciste para siempre de mi vida?
Lloraba mucho,
sabés, mamá. ¡Extrañé tanto los primeros tiempos! El colegio era tan grande y
tenía tantas escaleras. Allí no había juguetes. No teníamos muñecas, ni ositos,
ni jueguitos de té como el mío de porcelana.
Los salones eran
grandes. Muy grandes. Los dormitorios tenían muchas camas. Y había niñas,
muchas niñas uniformadas. Yo era una de esas niñas, mamá. Todas iguales.
Comiendo en silencio. Estudiando en silencio. Jugando en silencio. Lejos de sus
padres. Lejos de sus madres. Lejos de sus afectos. Se sufre mucho al principio.
Después, una se va acostumbrando.
Comienzan entonces a
pasar los días, los meses, los años. En verano las niñas se iban a sus
casas con sus padres y sus hermanos. Las que no teníamos casa, ni padres, ni
hermanos, permanecíamos allí un año tras otro. De papá tengo un recuerdo
borroso. Apenas la silueta de un muchacho rubio entrando por la puerta del
departamento donde vivíamos, cargado de paquetes. Eran juguetes para mí. ¡Qué
alegría me daba verlo llegar! Él me levantaba en sus brazos y me llenaba de
besos. A él tampoco lo volví a ver.
He luchado estos años
por mantener vivo su recuerdo, pero su rostro poco a poco lo he ido perdiendo.
Sólo sé que su piel era blanca y no negra como mi piel. De mi padre sólo tengo
sus ojos claros. ¿Qué fue de mi padre, mamá? ¿Por qué nunca vino a verme? ¿Hice
acaso algo tan malo, que no recuerdo, para que los dos se olvidaran de
mí? Tenía catorce años, sabés mamá, cuando me fui del colegio. La
Madre Superiora me preguntó un día si quería ir a trabajar a la casa de
una señora que estaba esperando un bebé. Y allí fui. A servir a la casa
de la señora Amalia y el señor Marcos Giambruno. Esa primavera
nació Guillermito, el primer hijo de la señora Amalia. Desde
entonces cada tres o cuatro meses, viajábamos los cuatro hasta “Las
Flores” para ver a los abuelos. Allí conocí a Gumersindo un moreno nacido
y criado en la estancia.
Un día Gumersindo
decidió venir a trabajar a Montevideo y el padre de la señora Amalia le dio una
recomendación para una barraca de lana. El señor Marcos le consiguió una pieza,
para vivir, en una casa de inquilinato en la calle Cipriano Miró, en el barrio
de la Unión. El señor Marcos y la señora Amalia fueron muy buenos
conmigo. Me trataron siempre como a una hija. Más de una vez me
ofrecieron quedarme para siempre con ellos. Me dio mucha pena irme y dejar esa
casa donde había sido realmente feliz. De todos modos, a los cuatro años de
estar con ellos, me casé con Gumersindo y me fui con él a vivir en la pieza que
tenía el moreno, en la calle Cipriano Miró.
Se habían
terminado para siempre los años de tristeza. Los años de soledad. Gumersindo me
dio todo el amor que me faltó de niña. Fue mi compañero de toda la vida.
Formamos juntos una familia con seis hijos.
Sabés mamá, mis hijos son todos morenos de
ojos oscuros, sólo Aurora, una de mis hijas tiene la piel más clara y heredó el
color de mis ojos y de los ojos de papá.
Los ojos de la abuela italiana que no conocí.
Muchas veces, rodeada de mis
hijos, tu recuerdo ha venido a mi memoria y he sentido pena por ti. Pudiste
haber sido parte de la familia que formé. Pudiste, si hubieses querido,
disfrutar a tus nietos como yo he disfrutado a los míos.
Pero no te interesó. Ni
siquiera fui un recuerdo para ti.
¿Qué fue de tu vida? ¿Fuiste, acaso, feliz?
¿Valió la pena, mamá?
Quiera Dios, que haya valido la pena.
Ya ves, hoy que
estoy tan cerca de volver a verte te he contado mi vida y mis
dudas, por si acaso te acuerdas que tuviste una hija llamada
Julieta.
De todos modos,
ya nada importa. Estoy muy enferma y tengo ochenta años. Espero el fin en
esta sala blanca del Hospital. Mis hijos van y vienen hablando con los
doctores. No saben que la cara de la muerte, que me acecha, no consigue
preocuparme. Sé que está ahí, esperando. Ni siquiera me duele dejar a mis
muchachos; ellos tienen, todavía, un largo camino por recorrer. Sólo me
apena mi Gumersindo, que no se aparta de mi lado. Llora cuando me cree dormida.
Y yo no puedo consolarlo. Quisiera decirle que pronto me seguirá, pero he
perdido la voz. Ya ves mamá, qué cerca estoy de ti."
2005 – XXVI
La
luna redonda y blanca de febrero ilumina a pleno la noche carnavalera. Los
vecinos de Montevideo acuden a presenciar el desfile de las comparsas por los
barrios Sur y Palermo.
Los tambores han repicado todo el día. La
noche está hermosa y promete una gran fiesta del candombe. Se han dado cita en
la capital agrupaciones de todo el país.
También, por primera vez,
desfila Aurora.
Ya vienen las
comparsas por la calle Isla de Flores. Ya pasan los estandartes, las banderas,
las estrellas y las medias lunas. Las bailarinas y los escoberos. Los
gramilleros y las mamas viejas. Las vedettes y los tamborileros.
Es noche de Llamadas es noche de alegría.
Aurora es
feliz con su abanico y su vestido blanco. Se siente poseída por espíritus de
luz que la guían. Por eso es que baila. Por la niña que bailaba descalza
en el patio de ladrillos del viejo convento de la Unión. Por la
joven que soñaba con vestirse de rumba y salir en una comparsa. Baila por ella, por nosotras, por todas. Desfila la morena con la comparsa lubola al ritmo de un Candombe Uruguayo, cumpliendo su sueño más querido sesenta años
después. Es noche de Llamadas. Es noche de alegría.
Aurora baila ensimismada. Como en una
ensoñación. De pronto se acerca a una de las veredas, despierta un instante,
gira la cabeza y sobre su hombro, sus ojos entre la gente, se encuentran con
los ojos de Ángeles. Detrás de los ojos de la mama vieja la joven
vislumbra un mundo recóndito y desconocido que la atrae...
La luna de febrero ilumina a pleno la
noche de Carnaval.
Es el año 2005. Por primera vez en la historia
del Uruguay la izquierda llega al gobierno. Presidirá la República, el Dr.
Tabaré Vázquez. Es noche de Llamadas. Los negros y los
blancos festejan el tambor. FIN
ADA VEGA - Montevideo 1936. Escritora uruguaya. Narradora Cuatro libros editados en Uruguay, uno en Bucarest, Rumania, en rumano y en español. Dos libros inéditos. Vive en Montevideo - Uruguay.
Editorial Orbe-Libros. Edición 2006. ISBN 9974-661-23-4