Powered By Blogger

martes, 5 de octubre de 2021

La ventana indiscreta

  





Todos los días, al atardecer, pasaba el hombre caminando por la vereda de su casa. Lo vio una vez de casualidad, cuando sin pensamientos, observaba la calle desde la ventana del comedor. Para él ya era una costumbre. Le daba placer observar los sauces vetustos en las aceras, que dibujaban sombras sobre las casas bajas; el paso de los dos ómnibus de ida hacia el Centro; los transeúntes yendo y viniendo hasta entrada la noche; el caserío en derredor que comenzaban a encender las luces ante la noche que se anunciaba.

Después de verlo más de una vez comenzó a esperar su pasaje. Era un hombre simple, común. Ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Un hombre que podía pasar desapercibido en cualquier parte. Nadie podía jurar que lo había visto en una fiesta, en la parada del ómnibus, ni pasando alguna vez, por la puerta de su casa. Sin embargo, al atardecer del otro día, se encontraba de pie junto a la ventana como si supiera de ante mano que el hombre volvería a pasar. Y así fue. Puntual, el hombre volvió a pasar.

Esta vez lo observó con atención: vestía traje gris, camisa sin corbata, zapatos negros; el cabello oscuro un poco largo. Le pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo. Varios días vio pasar al hombre del traje gris hacia la parada del ómnibus, demorar un rato y sin subir a ninguno, volver sobre sus pasos. Comenzó a extrañarle ese comportamiento. Después se olvidaba de él se retiraba de la ventana y seguía con sus cosas.

En la acera de enfrente, casi en la esquina, estaba la mansión de los Quintela – Salerno. Un caserón de dos plantas de principios del siglo XX, habitado por un matrimonio mayor, padres de varios hijos que crecieron y, primero unos y luego todos, fueron abandonando el hogar paterno. La mansión tenía a la entrada, un living espacioso, un recibidor a la derecha con ventana a la calle, y el escritorio a la izquierda, también con ventana a la calle. Después del living, había un comedor diario, la cocina, un baño social y una escalera hacia la planta alta donde se encontraban los dormitorios.

El señor Quintela había sido, años atrás, un empresario de mucho éxito. Después, retirado, su empresa pasó a manos de sus hijos. De modo que con su esposa vivían de rentas, en esa hermosa casa. En las noches se encendían todas las luces de la planta baja, a las nueve de la noche se apagaban y se encendían las luces de la planta alta. A las diez de la noche la mansión queda a obscuras con excepción de las luces del jardín. Todas las noches de todos los días, como un ritual.

Un atardecer, cuando la curiosidad superó la inquietud de saber a dónde iba o qué hacía el hombre del traje gris después de pasar por su casa, lo esperó en la puerta de entrada y lo siguió. El hombre se detuvo en la parada. Él también. Varias personas esperaban. Llegó un ómnibus y subieron varios pasajeros. Llegó el segundo y subió el resto. Las luces en la planta baja, de la casona de los Quinquela Salerno que estaban encendidas, se apagaron y se encendieron las luces de la planta alta. El hombre del traje gris cruzó la calle.

Esa noche las sirenas de los patrulleros despertaron a los vecinos del barrio. En la casona de los Quinquela Salerno se había cometido un robo y el señor Quinquela había sido herido. Según se dijo, el mismo dueño de casa explicó lo sucedido. Que ya se encontraban acostados con su esposa y a punto de dormirse cuando le pareció oír ruido en la planta baja. Que bajó de la cama y al bajar la escalera alcanzó a ver la luz de una linterna en el escritorio. Se dirigió allí y al encender la luz de la entrada, la persona que se encontraba dentro de la habitación lo golpeó en la cabeza con un objeto, que considera, era una linterna. Él cayó al suelo y la persona huyó llevándose un sobre con dinero que había en un cajón del escritorio.

 La esposa fue quien al oír el ruido, desde el dormitorio llamó a la seccional.
El caso lo llevó el inspector Torreira, que opinó de entrada que el ladrón conocía muy bien la casa por dentro, y el movimiento de sus habitantes. En la mañana recorrió la casa, la entrada del frente, las ventanas y la puerta del fondo. Se detuvo en el jardín, observó las casas vecinas y sus ojos se detuvieron en la ventana de una casa de la acera de enfrente. Alguien tal vez allí podría haber visto algo. Dar acaso una pista.

De modo, que se dirigió a la casa y llamó a la puerta. Lo recibió un hombre muy amable, de mediana edad, que al presentarse el inspector lo hizo pasar. Le dijo que conocía al matrimonio Quinquela- Salerno de hacía muchos años. Que sí, conocía la casa por dentro. Había entrado muchas veces, pues era amigo de sus hijos desde que eran niños. No, en esos días no había visto nada anormal, nada que llamara su atención. No, esa noche tampoco, a la hora que ocurrió el robo él estaba durmiendo y la ventana estaba cerrada. Torreira se despidió, agradeció el haberlo recibido y quedó en que, tal vez, lo volvería a visitar. El dueño de casa le dijo que a las órdenes, lo acompañó hasta la puerta y quedó observándolo desde la ventana.

El inspector Torreira se retiró conforme. Una entrevista con muchas puntas. Un hombre de buena presencia, afable, educado. Seguro de sí. Contestó las preguntas como si las hubiese estado esperando. Comenzó a atar cabos. 
Le pareció que rengueaba. Por lo menos que arrastraba el pie izquierdo.


Ada Vega, edición 2020.

lunes, 4 de octubre de 2021

El fantasma de la calle Ariosto

 




   El viento que esa noche soplaba desde la rambla silbó una funesta melodía entre los altos muros del presidio. Era invierno y amenazaba lluvia. Se apagaron las luces y el silencio cubrió los pabellones. Un sueño pesado y profundo mitigaba apenas tanta soledad y sufrimiento encerrados en el alma de aquellos hombres confinados. Dentro de la institución, los guardias dormitaban. Afuera, los guardias vigilaban. En la penumbra de la celda se animaron sombras que nadie vio, se arrastraron. Treparon.

Hacia la calle García Cortinas saltaron tres hombres.

El primero tras el revolcón corrió hacia la rambla y se perdió en la oscuridad. Detrás, el segundo se enredó al caer y al no lograr ponerse de pie, quedó inerte sobre la vereda. Saltó el tercero vio a su compañero caído, lo cargó sobre su hombro cruzó García Cortinas y entró en Ariosto.

Las luces del penal se encendieron. El penado que corría cargando a su compañero tuvo que decidir entre abandonarlo o ser apresados los dos. Mientras una lluvia inoportuna se descolgaba entorpeciendo la huida, se detuvo frente a una casa de techo a dos aguas con jardín al frente y abrió el portón. Recostado a la verja junto a unos arbustos dejó a su compañero, no sin antes advertirle que permaneciera oculto hasta que él viniera a buscarlo. Luego corrió por Parva Domus, hacia Boulevar.

Los silbatos y sirenas se multiplicaron. Los guardias empuñando sus armas corrían rastrillando el barrio. En la noche somnolienta de Punta Brava los ecos de los disparos retumbaban como truenos. En medio de la calle con los ojos fijos bajo la lluvia, quedó el penado que huía alcanzado por la balacera. Mientras confiado, el herido seguía esperando al amigo que prometió volver.

Nunca volvió. Sin embargo, el que sí volvió a aquella casa de la calle Ariosto fue Felisberto Hernández, quien en aquellos años vivía en el barrio. Cuentan, que el músico – escritor, y bohemio hombre de la noche, al volver a su casa esa madrugada, se encontró con el convicto y al comprobar que se encontraba herido, le brindó su ayuda. Compartió con él su cena y le dio una cama. Al otro día consiguió que un médico amigo atendiera la pierna fracturada.

Casi tres meses estuvo el penado compartiendo la casa de Felisberto, sin que nadie advirtiera su presencia. Hasta que una noche, ya completamente restablecido, vistiendo ropas del escritor, y después de abrazarlo, continuó la fuga que iniciara tres meses antes con dos compañeros de cautiverio.

Por aquellos años Punta Carretas tenía otra fisonomía. El propio penal le infundía al barrio un rasgo peculiar. Era entonces una zona muy tranquila, habitada en su mayoría por emigrantes y sus descendientes. Emigrantes que llegaban a nuestro país trayendo en las manos la diversidad de sus oficios que aquí desarrollaron como medio de vida. Entre ellos se encontraban sastres, peluqueros, carpinteros, zapateros y albañiles. Y también músicos, pintores y poetas. Pero fue el penal, aquel bloque austero y gris, quien le dio al barrio y a sus lugareños una vivencia especial. Precisamente en esos días cuando la fuga de los tres convictos, los vecinos de la calle Ariosto comenzaron a murmurar.

Primero una vecina dijo haber visto el fantasma de un penado en la misma puerta de la casa de Felisberto. Con su traje a rayas. Sí, —aseguró. Aunque en ese momento no se le dio demasiada importancia a lo dicho por la buena mujer pues, se adujo que, como era una señora de avanzada edad, podrían quizá ser solo divagues.

De todos modos, un tiempo después, cuando otro vecino del barrio afirmó que había visto un fantasma, en más de una oportunidad, recorrer la calle Ariosto, tuvieron que reconocer que la señora estaba en lo cierto.

Después de esta aseveración varios vecinos reconocieron que ellos también lo habían visto y afirmaron que dicho fantasma visitaba la cuadra y aunque nunca supieron quién era ni por qué venía, se acostumbraron a verlo. Durante mucho tiempo el espíritu del penado apareció frente a la casa de Felisberto. Algunos vecinos que lograron verlo de cerca comentaron que tenía un rictus de amargura en la boca y una mirada extraña.

En 21 de setiembre y Ellauri, donde hoy se encuentra Mc Donald´s,  estaba entonces el Bar de Añón. Allí Felisberto Hernánez solía reunirse con amigos, en las escasas noches que sus múltiples ocupaciones se lo permitían. Una noche al pasar junto al reloj de La Curva se encontró de improviso con el prófugo que una noche cobijó en su casa y ambos se reconocieron. Entraron juntos al bar y al calor de una copa amiga recordaron viejos tiempos. El recién llegado quería saber qué había sido de sus dos compañeros de fuga. Felisberto le contó que al primero nunca lo encontraron y que el amigo que lo dejó en la entrada de su casa, no volvió a buscarlo porque le habían dado muerte apenas lo dejó. Que aunque él lo supo esa misma noche, prefirió no comentarlo. El epílogo de aquella aventura desconcertó al ex presidiario. Se sintió culpable del trágico fin de su amigo. Dedujo que el tiempo que perdió en ayudarlo le faltó para escapar y salvarse. Fue entonces que el músico- escritor le contó del fantasma, que desde aquellos días visitaba la cuadra. Le contó que aquel espíritu vestido como un penado, era sin dudas, el de su amigo que venía a cumplir la promesa que le hiciera cuando lo dejó. Y que posiblemente ahora —le dijo, que se enteraba de la verdad, podría al fin descansar en paz. Dicen que esa noche, en el bar de Añón, se despidieron por última vez y no volvieron a verse.

El ex presidiario salió atribulado del bar. Tomó por Ellauri y pasó por la puerta del penal de Punta Carretas dobló por García Cortinas, se demoró un momento en el lugar donde cayera años atrás, cruzó la calle y entró en Ariosto. Era noche cerrada y hacía frío. Al llegar a la casa donde su amigo lo dejara aquella noche, se detuvo, sintió en ese momento una presencia a su espalda y se volvió. Frente a él su viejo compañero de fuga, con su traje de presidiario, le sonreía. Intentó abrazarlo, pero el fantasma con los brazos extendidos hacia él se fue alejando hasta perderse en las sombras.

Nunca más vieron los vecinos, el espíritu del presidiario recorrer  su calle. 
Nunca más su rictus de dolor y sufrimiento. Aquella noche, al fin, el fantasma de la calle Ariosto, se fue en paz,  para no volver.

Ada Vega, edición 2003 -

domingo, 3 de octubre de 2021

Che mozo

 


 



  Hace unos días me encontré con el Bebe Neira, de pura casualidad. Yo venía caminando por Zudáñez hacia 21 de Setiembre y él subía a la inversa, por la misma acera.
 Lo conocí de entrada. Alto, flaco, medio desgarbado y como siempre: distraído. Venía de cabeza gacha pensando, tal vez, en bueyes perdidos vaya a saber dónde.
Al enfrentarnos ni me miró. Si no le hablo y lo tomo de un brazo ni se hubiese enterado. Se sorprendió cuando detuve su paso y lo saludé .
—Qué hacés Bebe —le dije. Él también me reconoció.
—Hola, Tito. Se quedó mirándome. 
—Qué bien que estás —me dijo y me reí. 
—Bien viejo —le contesté. Lo invité a tomar algo y fuimos conversando hasta el Chez Piñeiro. 

Con el Bebe nos criamos en Punta Carretas, cuando en Punta Carretas había potreros, era considerado un barrio marginal y a mis primos de Pocitos no los dejaban venir a jugar a mi casa porque vivíamos frente a la Penitenciaría. El Bebe tiene unos años más que yo. Me acuerdo que corrían los años cuarenta, el mundo estaba en guerra y él se vestía como un dandy. Y yo, con mis largos recién estrenados, le envidiaba la pinta, la carpeta y aquel andar de rango que tenía al caminar. 

Entonces era un botija apurado por llegar a los veinte, para ser como él. 

De todos modos me fallaron los cálculos: la noche, y el misterio que encierra su bohemia, nunca la alcancé a vivir. Me casé a los veinte, antes de Maracaná, a las diez de la noche ya estaba roncando. Entraba a las seis de la mañana a la fábrica de vidrios que estaba en la calle Asamblea, entre El Buceo y Malvín. Iba en chiva a laburar. Mi mujer me acompañaba hasta la puerta, redonda la panza, esperando el primer hijo. Y un día, sin darme cuenta, entre pañales y sonajeros, me olvidé de mis sueños de compadrito. Mi vida tomó otro rumbo y aunque seguimos viviendo en el mismo barrio, con el Bebe, nos vemos muy de tanto en tanto.


Ese día en el Chez Piñeiro me habló de su soledad. No le quedaba familia, no tenía amigos. Se quejó de que el barrio ya no era el mismo. De no entender el cambio tan abrupto —según él—, que había tenido la vida en Montevideo. De no encajar en ninguna parte —decía. Extrañaba la vida que vivió en su juventud. Se encontraba perdido. No comprendía a los jóvenes. No soportaba a los viejos. Me di cuenta entonces, que en el intento de recuperar la vida que se fue, estaba dejando su propia existencia. De tanta queja que le oí ese día, pensé si no estaría volviéndose loco. De modo que traté de poner un parate a sus quejas y a su mal humor. Comprendí que el Bebe se había quedado en el tiempo, seguía viviendo en el pasado, en el arrabal de su juventud. Así que apuré mi copa y la cátedra de boliche, ese día, la encaré yo.

—Y bueno Bebe —comencé diciendo—, la historia es así. La vida, a la corta o a la larga, se cobra. Ya no tenés veinte abriles. El arrabal malevo, se fue. Ya no existe. Se fue el arrabal que hablaba de amor, el arrabal amargo, el barrio arrabalero y la luna de arrabal. Me extraña tu desconcierto Y no me vengas con que no te avivaste, que tiempo tuviste de sobra. ¿Que los años se fueron sin darte cuenta? Y a mí también se me fueron. Quién te dijo que los años iban hacer una gambeta para esperarte. La vida es una ráfaga que llega, pasa y al final te lleva. Aunque a su paso, si demostrás interés, te va enseñando a vivir. Con paciencia, sabés, y mano dura ¡eso sí! casi siempre con mano dura. 

Si pusiste un poco de atención, lo que aprendiste en esos años no se te borra nunca más. Es un catecismo. Con ese único diploma tenés que salir a lucharla. Y no es fácil, si lo sabré yo. Cuando a los veinte años te llevás el mundo por delante, las minas se te regalan, los amigos te sobran y pensás que sos un crack, se te cruza una gurisa que te mira despectiva sobre el hombro y que es, justo, en la que vos te emperrás. Antes de los veintidós ya estás casado y esperando el primer hijo. Ahí se terminó la farra. De ahí en adelante la vida te empieza a exigir cada día más. 

Si tuviste la suerte de encontrar una buena compañera, vas en bondi para triyar el largo viaje de los cincuenta años que te esperan. Pero la suerte, fijate vos, no siempre cae boca arriba. Por eso a la vida hay que saberla manejar. Tenemos la obligación de administrarla bien si esperamos, al final, contar con algún respiro. En sus idas y venidas la vida nos empuja, nos arrastra, nos vapulea. Y en medio de esa vorágine debemos edificar nuestro propio destino. O por lo menos intentarlo. La vida es un compromiso que no nos queda otra que aceptar. 

Y vos, Bebe, la viviste tranqui, qué querés inventar ahora. Entiendo que estás solo, abatido, amargado, pero a vos se te olvidó sembrar, tenés que reconocerlo. Creíste que los veinte abriles no se iban a terminar nunca. Barajaste la vida con los comodines a favor y, claro, se te dio siempre la buena. Por miedo a perder nunca arriesgaste. Te supiste ganador y a tu manera lo fuiste. Yo me acuerdo, cuando vivía tu vieja, verte gastar la vereda de tu casa hasta el boliche. Quedarte en la esquina las horas largas “por si pasa la de ayer”, o a la espera de algún datero antes de arrancar para los burros. 

Así se te fue la vida: entre dados, naipes y tungos. Campaneando a las pibas, pero sin comprometerte. Fuiste un maestro de la jerga rea. Timbero de ley, le escapaste siempre a la cana y eso que en más de una ocasión, después de una timba brava, te supiste batir a cuchillo con más de un perdedor. Eras un ídolo. La muchachada del boliche aquel, te admiraba. Siempre de pinta. Los zapatos relucientes, la camisa remangada impecable; la corbata floja sobre el cuello desprendido, el Borsalino en la nuca y el cigarrillo recién encendido. 

Sí, fuiste un ganador. Cosechaste amores, ilusiones, desencuentros, en los corazones de las muchachas fabriqueras que veían en vos al galán inalcanzable. Superhéroe que sólo recibió sin dar ni prometer nada. Te conformó siempre el amor al paso. Jamás dejaste un seven eleven por una cita, ni perdiste una tarde maroñense, por un clásico en el Centenario. Y fuiste buen bailarín. Vaya si lo fuiste. Te floreaste en las pistas cuando a Montevideo venían los monstruos aquellos de Buenos Aires: las orquestas famosas, los cantores de la Época de Oro del tango. Nochero viejo: te tomaste la vida de un trago, se te piantó el chamuyo y te quedaste sin letra. Y hoy te asombra encontrarte solo.

 Extrañado, recién te das cuenta que el barrio malevo no existe. Que las novias no esperan en los zaguanes. Que ya no hay zaguanes. Que los tranvías dejaron de rechinar y que la juventud, aquella, se fue. Mientras vos barajabas, rompías boletos, abrazabas el sabó; tus amigos se casaban, formaban una familia. Vos te distrajiste, perdiste el tren. Te quedaste en la estación. Se durmieron en tus manos las cuarenta del mazo; se mancaron los burros al doblar el codo en la pista de tu vida; los huesitos te echaron barraca. Se ensombreció tu vida en la noche larga de los años y no sabés qué hacer. De tanta mujer que pasó por tu vida, ninguna te sirvió para hacer patria. 

Y recién te desayunás que los guapos, los malevos y la luna de arrabal, ya fueron. Que los conventillos, las calles empedradas, los buzones esquineros y los carreros de clavel en la oreja, siguen vivos sólo en el corazón de los que somos del treinta. Hoy, los nietos de tus amigos de ayer cantan en inglés, estudian chino y escriben en windows. Si te oyen cantar un tango te miran con lástima. A ellos, que escuchan su música en MP3, cómo les vas a hablar de la victrola Sondor donde, por los años cuarenta, escuchábamos embobados los tangos de Arolas. No podés. Estamos transitando el siglo XXI, entendés. Sí, ya sé que te cuesta entender. Pero aclarame una cosa: ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿En qué arrabal, perdido del ayer, te quedaste dormido? Cómo dejaste que la vida te pasara por encima sin, siquiera, despertarte. Y me decís que estás sólo, abatido, amargado… ¡andá…!
 ¡Che, mozo!... serví la vuelta.

Ada Vega - edición 2009 -