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viernes, 29 de julio de 2016

Un árbol junto a la medianera





Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza, deteniéndose  a  trechos. Entonces vivía con mis padres y  mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño, cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones amplias y  patios embaldosados. Con jardín al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de enredaderas.
Uno de los vecinos era don Juan Iriarte,  un hombre que había quedado viudo muy joven, con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años  y un novio alto y moreno que trabajaba en el ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.
Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y  mi madre y yo nos entendíamos con los quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en  el fondo de casa,  en un  viejo piletón, una o dos veces por semana.
Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan empezó a inquietarme.  Comencé por intuir que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si  una entidad desconocida  estuviese, ex profeso,  acompañándome. Hasta que lo vi subido a un árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy serio, entrecerrando los ojos como si  la luz del sol le molestara.
 Pese a comprobar que la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba  dejar de preocuparme su obstinada presencia pues, por más que fuera un niño, me molestaba sentirme  observada. De modo que me dediqué a pensar que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.
Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de olvidarme  de aquel muchachito subido al árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?, dije, creí que tendría diez. —Los años pasan para todos, dijo mi madre. —La mamá ya hace ocho años que falleció y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.
Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia, ¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.
Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí. Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada, siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté, burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba  con fuerza y comprendí que aquella mirada azul, no era ya la mirada de un niño.
Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo, aquella próxima fecha  no me hacía feliz, como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia. 
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde  su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al muchachito en el árbol.
—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó. —No sé,  le contesté, él vive en esa casa.  —¿Y qué hace arriba del árbol? –—No sé. ¿Qué otra cosa podía decirle, si ni yo  misma sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado: — ¡Habría que hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar para acá! ¡Está mal de la cabeza!
 —¡Es un chico! —le dije para calmarlo un poco—, son cosas de chiquilín.
 —¡Es que no es un chiquilín, es un muchacho grande! —me contestó—, ¡es un hombre!
¡Un hombre! —pensé—, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que crecía en mí, ajeno a  mi voluntad, creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me preocupaba ese chico varios años menor que yo, que sólo me miraba.
Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse sobre la cruz de  mis piernas.
 —No te cases con Enrique —me dijo—, espérame  dos años.
 —Dos años, para qué  —le pregunté.  
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando y  podremos vivir juntos.
 —Pero Fernando, tienes apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede ser!  
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a tener treintaicuatro  ¿cuál es el problema?
 —Después no sé, pero ahora es una locura, yo no puedo... ¡me estoy por casar!
 —Vos no te podés casar con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre?
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das cuenta, ¡estás confundido!  Pero, por favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre aquí, ¡por favor! 
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve.  
—No, no me esperes —le dije—,  porque no voy a venir.
 —Vas  venir —me  contestó.
 Pasé el resto del día nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella situación  no era correcta. Pero no podía dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en mi pecho  deseaba volver a vivirlo. No sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era que aquello no tendría buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada situación antes de que pasara a mayores.  Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir,  cuando fuese a lavar la ropa,  que mamá o Corina me acompañaran.
La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta. La noche estaba cálida y  estrellada. La luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí por la puerta de la cocina, sin encender la luz, como una sombra.
Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y coraje. Y  yo lo dejé entrar en mí, deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo a ver a mis padres y a mi suegro.  Mis hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran chicos.

 Enrique vive en Estados Unidos. La quinta de mi padre está abandonada. El viejo piletón aún se encuentra allí. Cuando voy a la casa  entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su cuenta decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la medianera.

domingo, 24 de julio de 2016

El último taita





      Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, el pelo renegrido y lacio, peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
    Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin; tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo. Y el nombre se le había grabado.
    El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
     Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su puñal. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡Quién sabe!
     El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
    Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
    Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con  el sol de La Teja.
     Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron.  De modo que un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador. Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el puñal del taita.
     Pero ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil, ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa: el último que se entera, es el que se tiene que enterar de último. Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo, pero quiso hablar con el hombre contarle ella lo que pasaba, explicarle.
      Esa noche trató, de la mejor manera, de explicar la situación.
 El hombre escuchó. Tal vez no pudo entender pues, sin decir una palabra, salió de la casilla para dirigirse a la casa del muchacho.
      La luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa se escondió tras una nube cuando el taita, en plena calle, vio al joven que venía a su encuentro. Decidido a jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
    El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él, mirándolo directamente a los ojos.
     Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al guapo. Soltó el mango del puñal, sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y  lo supo. No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. 
Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.