Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al
cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho
pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, el pelo renegrido y lacio, peinado
a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las
inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años:
mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de
Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de
transparentes. Tenía un perro parecido a él negro, musculoso y zambo, a quien
le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin; tal vez porque siempre se
jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que
pasó sobre Montevideo. Y el nombre se le había grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De
fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando
vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para
besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie,
era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando
su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.
Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de
su puñal. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡Quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por
qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos por qué,
entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil
compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas,
mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo
desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba
sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna
pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca,
demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda,
aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas
esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se
desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba
Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de La Teja.
Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos
puntiagudos de su cuerpo se suavizaron.
De modo que un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y
como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador. Un muchacho del barrio,
de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue
el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en
el puñal del taita.
Pero ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil, ya que
todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa: el último que se
entera, es el que se tiene que enterar de último. Rosa pudo haberse ido antes,
como las otras, sin protocolo, pero quiso hablar con el hombre contarle ella lo
que pasaba, explicarle.
Esa noche trató, de la mejor manera, de explicar la situación.
El hombre escuchó. Tal vez no pudo entender
pues, sin decir una palabra, salió de la casilla para dirigirse a la casa del
muchacho.
La luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa
se escondió tras una nube cuando el taita, en plena calle, vio al joven que
venía a su encuentro. Decidido a jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara
limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante
él, mirándolo directamente a los ojos.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al guapo.
Soltó el mango del puñal, sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese
momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que
había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo. No volvió a la casilla ni a su Rosa.
Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino.
Tal vez no oyó, o no quiso oír, al
ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.
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