Nadie se acuerda del día en que
Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada,
sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur, que hacia los
años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo. Vincent era un joven pálido
de cabello largo, barba rizada, y de ojos enlutados de mirar perdido.
Vincent trastornado, extraviado
en su propia esquizofrenia, que deambulaba por las calles del barrio en
aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo,
algo que alguna vez fue un caballete y un pincel. Caminaba la vida con un
compañero invisible, y permanecía largas horas apoyado en el puente mirando el
mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba
a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara
Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada.
Sonreía y pintaba siempre el
mismo cuadro. Entusiasmado con su obra, a veces se retiraba y miraba la tela
como un verdadero pintor de oficio buscando la perfección, entonces se acercaba
y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía
blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario.
Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana,
él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo
supo. Simplemente lo veíamos pasar.
Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y
cartones, en la misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de
Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre, rubricado por
apellidos muy sonados en la política de
aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo
amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo
permitía.
Llegaba de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era éste
quien bajaba del coche y le alcanzaba
los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde
lejos, la saludaba con la mano. Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas
jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba.
Había logrado, hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia, con
excepción de su hermano Diego, con quien en los últimos años mantuvo una gran
amistad.
A Diego le dolía la condición en
que se encontraba su hermano. En una
oportunidad nos contó que siendo estudiante Vincent sufrió un trastorno en su
mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres
lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura,
pero volvieron sin encontrarla. Y el joven
poco a poco se fue aislando.
No quería estar en su casa ni con
su familia. Desaparecía por días, hasta
que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día,
en sus desvíos, encontró a los cirujas
que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para
“pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo
lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores
estaban en su mente. Era un joven callado y dócil, pero vivía en un mundo donde
no había cabida para nadie más.
Un invierno su madre dejó de
venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces
empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero
él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y
comida pero él todo lo daba a sus compañeros. Diego no soportó más la
situación. Una tarde se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una
lujosa casa de salud.
Lo instaló en una hermosa
habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con
televisión, un sillón hamaca, y junto a
la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía
cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero
al llegar la noche con su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la
puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció.
Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego.
Cuando éste llegó y entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven,
perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía
interferir en la decisión de vida que su
hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y
donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito tal cual lo tenía: en el
baldío, junto al puente, frente a la
bahía.
Y Vincent volvió al barrio.
Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la
noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se
sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado
en una colchoneta cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e
intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía
frío y que estaba muy cansado.
Diego se acostó junto a su hermano y
lo abrazó muy fuerte. Entonces Vincent, haciendo un esfuerzo, sacó el
cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego
tomó el
cuadro en sus manos
y mientras le oía decir casi en susurro:
Adiós, Diego, observó en aquella
vieja tela, que durante años, su hermano
enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “vaso con girasoles”,
firmado: VINCENT.
Ada Vega, 1997
Ada Vega, 1997
Es un cuento fuerte,en el se conjugan emociones,como el amor de su familia,el respeto a las desisiones,el amor del mismo Vincent.
ResponderEliminarAl final tuvo un tienpo de cordura,como un regalo divino para poder cerrar un capitolo de lado y lado.
Deben de haber muchos Vincent por el mundo.
Me gusto'mucho el cuento tan fuerte como humano.
Hilos dorados se desprenden de tu pluma mi querida Ada,gracias por el viaje.
Gracias por tu lectura y comentario, Alicia F. BESO!
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