Manuel Arvizu ingresó al elegante
salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este donde esa noche se ofrecía una
recepción a un grupo de científicos llegados del Institut Pasteur de París, en
visita a su homólogo de Montevideo. El
grupo lo conformaban tres doctores y un técnico, dedicados al estudio de la Biología Molecular.
Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay y radicada en Francia,
hacía muchos años.
Manuel Arvizu paseó su mirada sobre
toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los
homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su
presencia en dicho agasajo. Desde que viera su foto en los diarios y el anuncio del arribo al país, sólo estuvo pendiente del día de su llegada.
Esa doctora en biología, que
anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los
años en que fue profesor de un liceo
capitalino. Vivió con ella una brevísima historia de amor. Tan breve que el
hombre piensa que nunca comenzó y por ende: nunca acabó. Pero que sin
embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria.
Perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio,
como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía
solamente a él pues se había enamorado de una mujer que había hecho suya una
tarde, de hacía muchos años y que nunca más
volvió a ver. Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla.
Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido. Ahora el destino volvía a cruzarlos
y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no pudo
nunca ocultar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para
poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. Y allí estaban los dos, otra
vez, frente a frente.
La mujer lucía espléndida. Elegante,
pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y,
en sus manos, sólo una alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el
cabello corto y poco maquillaje, exhibía
su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que
se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció.
Tenía diecisiete años aquel invierno, cuando
se vieron por primera vez, y él treinta y dos. Ella estaba cursando
quinto año de bachillerato, él llegó a suplir al profesor de física que se
había enfermado. Se quedó con el cargo de profesor todo el tiempo que quedaba
de quinto y todo sexto.
Ella lo volvió loco todo el tiempo
que quedaba de quinto y todo sexto. Se había enamorado del profesor. Muchas
alumnas se enamoran de sus profesores, pero son sólo amores platónicos. Sin
embargo lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía.
Ella acosaba continuamente, al profesor.
Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la
biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún
momento demostró interés en la joven. Estaba casado y ella era un compromiso para él y se lo decía:
—Dejame en paz, Eliana, me vas a hacer perder el trabajo.
Todo fue en vano. En los últimos días de
noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba
urgente una paliza: Manuel prefirió llevársela a un motel.
Ella se quitó la ropa con la velocidad de un
rayo y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió
con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las
sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó:
—Decime Eliana vos nunca hiciste el
amor. Ella le dijo que no con la cabeza,
y la boca cerrada.
—Eliana, vos sos virgen —volvió a preguntar.
Ella le dijo que sí con la cabeza, y la
boca cerrada. Manuel trató de incorporarse y
Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo
quieto, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con
las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre.
Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha,
a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del
hombre buscando refugio. Entonces la
tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al
amor.
El profesor no tuvo oportunidad, en los días
que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de
amar y, unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, se fue a
estudiar a Francia. Y no volvió a saber de ella.
Desde aquella tarde en el
motel habían transcurrido treinta años.
Manuel Arvizu observa a la
famosa bióloga que está a su lado,
sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca
lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de
amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor,
un recuerdo imborrable. Eliana le tendió una mano para saludarlo. Al
estrecharla, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Sólo una palabra
pronunció él en voz muy baja, casi al oído:
—¿Aprendiste…? Ella rió al
contestarle. Y él la reconoció más hermosa que nunca y más lejana que nunca.
—¡Con un máster…! —alcanzó a decirle, mientras iba apresurada a reunirse con su grupo.
Y Manuel quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre, mientras su risa retumbaba en el salón, como campanilla de recreo!
Ada Vega, 2013 -
Y Manuel quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre, mientras su risa retumbaba en el salón, como campanilla de recreo!
Ada Vega, 2013 -
No hay comentarios:
Publicar un comentario