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viernes, 30 de septiembre de 2016

En los tiempos del Zeppelin




     El 30  de julio de 1934  quedó  para siempre  impreso en mi  memoria.
Aquel  día  de invierno de cielo translúcido, sin nubes,  ni el viento que suele  azotar la ciudad de Montevideo,  vi  al  Graf Zeppelin  al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi  casa en la Villa del Cerro.
      Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios  sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos  e industrias del ramo cárnico.
      Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido  dispuesta por la corona española,cien años atrás, y la fortaleza, construida por los portugueses, la superaban en altura.
      En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando  luego  el nombre de Villa del Cerro.
     Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia  de Estados Unidos  con capitales en el Frigorífico Swift,  quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de  la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.
                                                 II

      En el año del Zeppelin comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso  de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte.
     Desde mi  atalaya observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto  de Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones  en La Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes  de las distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
      Solitario y hosco me crié entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable  hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado de plata de ley. 
     Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de  barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y  platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
     Me  cautivaba en los atardeceres,  observar la entrada del astro rey en el mar,  y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso  de  la luna y su séquito de estrellas.
     Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras.
     Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema  de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos,   a fin de volar un día como  las garzas y las cigüeñas que cada  primavera llegaban  por miles a empollar  en las riveras del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre  muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés  y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero.
 Un día, Pedro,  un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro,  cerca del Campo de Golf, me  dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que  ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban  lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían  comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí,  se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto  dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas  plateadas que  alegres y confiadas saltaban a mí  alrededor.
                                                        III

 Aquel día de julio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que  se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi  padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera,  pues podía dar en el blanco — dijo—, y  hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar  sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos.
De todos modos yo estaba  empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer  que, como decía  mi padre, dentro de la nave hubiese gente  de paseo por el mundo. Por lo tanto quedé refunfuñando mientras el Zeppelin sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse  más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta  de Buenos Aires.
     Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues,  si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el  aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que  el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel   30 de julio.  
       Mi  espera fue en vano. El Graf Zeppelin, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
       El avistamiento del dirigible pautó en mí  el principio de una vida plagada de aventuras  sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo  para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
      El pasaje del Zeppelin, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata, más allá del  horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
     En mis correrías de niño, la  curiosidad me  llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa.   Familias recién llegadas  que no hablaban como nosotros,  y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.
                                                     IV
         Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y  tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela,  pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas.
     Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban  de acuerdo y esperaban que los dos olvidaran aquel amor.
     Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y  reflujo de las olas, observé que volando sobre  el mar se acercaba  algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas.   No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó  a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y  sobre el mar sin dejar rastro.
        Aunque me pareció extraño  no me  llamó la atención,  ya sabía que desde el cielo a parte de la lluvia, se podía  ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera.  Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no dí  información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido  había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer,  pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad  habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se  podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.

                                                      VI
 La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días  cerrada de montes enmarañados.  En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un  viejo asceta  que según él mismo  contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes  de la llegada de los españoles y antes de que los charrúa bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas  me  contaba  historias sorprendentes.
 Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras  preparaba las redes que tiraba al anochecer,  me contó que en la época de las colonias, muchos  barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron  atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose  con ellos sus tripulaciones. Me contó también que durante años,  en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos  marinos que, cargando  picos y palas, surgían del mar,  atravesaban la arena y se  internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban  en noches sin luna y regresaban al mar,  antes de que el sol despuntara.

                                                VII

     Un diciembre, cinco años después del pasaje  del Graf Zeppelin, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en  los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazadoalemán Graf Speese enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata,
     El Graf  Spee, que había zarpado de Alemania  en agosto de 1929, llevaba hundidos  nueve barcos  mercantes  cuando se dirigió a  las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños.
      El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas.  Mientras el Graf Spee era reparado, su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más  embarcaron en  el Tacoma, barco mercante alemán,  que  escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional.  Allí, el Admiral  Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
      Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi  arder a  quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.

                                                         VIII


      Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore  vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era  un gallo con una cresta grande y  roja, un manto de plumas doradas  sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras,  que brillaban tornasoladas al sol.
     Cuando lo dejé de ver tendría 8 ó 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente.  Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer,  los  gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad.
      El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte.
      Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos era agradable escucharlo.
     Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que  él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo,  le expliqué  que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
     Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le  pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.

                                                        IX

     Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos , los italianos y los gallegos. Durante varios  días el Cerro se vistió de fiesta.  En esos día me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
     Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque  mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era  imposible que en el Cerro, se pudiera escuchar  a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo  y a pesar de que nunca lo encontré,  por mucho tiempo  su canto llegó a mis oídos.

                                                    X

Años después de avistamiento del Zeppelin, por las calles del Cerro conocí  al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años  todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres,   de que, previo arrepentimiento, Dios perdona.  Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo,  es un volcán dormido.

                                                 XI

En los tiempos del Zeppelin, al norte del Cerro, donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con un marino del Graf Spee.
      El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, dos hermanos se ocultaron y lograron perderse entre las calles de la Villa. Uno de ellos estaba herido, de modo que varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que el joven se  recuperó y  les consiguieron alojamiento con una  familia libanesa que tenía una chacra al norte de Cerro. Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias los dos hermanos, y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas del Cerro, en estos días,  aún viven sus descendientes.
     Ochenta  años después del pasaje del Graf Zeppelin sobre Montevideo,   pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
     Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y  a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.      
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos, pienso en mi padre y,  por si acaso, sigo  escudriñando el cielo.

Ada  Vega – 2014

La verbena - Minicuento



Estaba recostado al puente a la salida del pueblo.

—¿Donde vas sin mantón de Manila? —me dijo al verme pasar cargando mi maleta.

—A lucirme y a ver la Verbena, y a esperar lo que venga después —le contesté sin mirarlo.

—¡Aquí te espero! —me gritó, y seguí. Diez años después, de regreso, volví a cruzar el puente cargando mi maleta. Él tomaba una cerveza en el bar de José Escudero.

—¿Y? —Me dijo al verme pasar.

—Nunca vino nadie. — Le contesté sin mirarlo. Tiró una moneda sobre la mesa. Con una mano tomó mi maleta. Con la otra rodeó mi cintura.
---Te dije que te esperaría ---susurró a mi oído. Acompasó su paso a mi paso. Y era cálida y firme, su mano en mi cintura.


Ada Vega, 2016 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

jueves, 29 de septiembre de 2016

Minicuentos 3


    






Ausencia



Era el año de 1940. Nosotros vivíamos en un barrio obrero de casas blancas a dos aguas y techos de tejas, que ANCAP, el ente estatal, había hecho para sus trabajadores junto a la bahía. Nuestra casa quedaba en la mitad del barrio. Entre éste y ANCAP había un campo baldío.

El barrio estaba lleno de niños. No había cumplido los cuatro años y por la mañana y por la tarde jugaba en la vereda con mis amigas. A las once menos cuarto sonaba una sirena que indicaba la media jornada y a las once la segunda. Al oír la segunda sirena todos los chiquilines de la cuadra íbamos corriendo a la esquina a esperar a los obreros que, tras cruzar el campo, llegaban al barrio. Venían en grupos, unos de overoles azules y otros de overoles grises. Entraban caminando por el medio de la calle. Desde la esquina cada uno buscaba a su padre, cuando lo veíamos cruzábamos la calle para alcanzarlo. 

Me acuerdo que corría a los brazos de mi padre que me levantaba en el aire, me besaba y me llevaba en brazos hasta nuestra casa.

Esa mañana de junio, también jugaba en la vereda. También corrí a la esquina. También busqué con los ojos a mi padre. Pero no lo vi. De todos modos, cuando mis amigos cruzaron la calle corriendo para alcanzarlos, yo también crucé. Seguí buscándolo entre aquellos hombres que pasaban junto a mí, algunos con sus hijos en brazos, otros llevándolos de la mano. Pasaron todos, giré la cabeza y permanecí mirándolos hasta que entraron cada uno en su casa. Volví a mirar hacia el baldío y quedé sola esperándolo en la mitad de la calle, hasta que mi hermana vino a buscarme. No recuerdo cuando me enteré que, aquel día que no volvió del trabajo, había ocurrido en ANCAP un accidente fatal. 

Y aún hoy, cuando vuelvo a mi barrio, siento revivir el dolor que me dio la vida, aquel primer día de su ausencia. 





Siempre a mi lado.



 Estaba en mi sillón sentada junto a la estufa. Miraba una película en la tele. No sé si era una película. No sé  de qué se trataba, no la entendía, pero me entretenía mirando las imágenes. En la sala había otras personas mirando la tele. Señoras como yo. Con el pelo blanco y las manos quietas sobre la falda. Nadie hablaba. Nunca hablábamos ni en el comedor ni en el jardín. No hablábamos porque no teníamos nada que decir. Entonces vino él, me besó en la majilla y se sentó a mi lado. Quiso tomar mi mano, pero no lo dejé. No me gusta que me toquen los extraños. Tampoco me gusta que me besen ni me tomen de la mano. Él me dijo:

 —Mamá, ¿sabés quién soy? ¿Me conocés, verdad? Lo miré a la cara y le contesté que no era mi hijo. No era mi hijo. Yo no tenía hijos. Era atrevido aquel hombre.  Volvió a tratar de tomarme una mano.

 —Mamá, soy tu esposo —dijo—, nos casamos hace muchos años, tenemos hijos y tenemos nietos. Yo no quería oírlo, me daba miedo, no sé porqué me decía esas cosas. ¡Yo no tenía hijos, no tenía esposo! Yo vivía con mis padres y mis hermanos en una casa muy grande en medio del campo. Mi casa…

Allá abajo, después de la tranquera, frente a la puerta de la cocina  paraba el ferrocarril que venía de Montevideo hacia Minas. Con mis hermanos lo veíamos venir de lejos echando humo negro. Cuando pasaba por mi casa tocaba el silbato y tiraba el diario, entonces mi hermano mayor bajaba hasta la vía y lo traía para mi padre que andaba trabajando en el campo.

 Nosotros que estábamos jugando, le hacíamos adiós con la mano. Los pasajeros también nos saludaban. Era lindo. La casa de nosotros estaba en un alto,  junto a la casa había un ombú muy grande y muy viejo, con mis hermanos nos subíamos y nos sentábamos entre sus ramas.

 A la sombra del ombú había una carreta antigua, que no se usaba, pero que estaba allí como de reliquia, estaba inclinada, con las ruedas hundidas en la tierra y el palo largo, donde se ataba el yugo, apuntando al cielo. Yo era una niña ¿cómo iba a tener hijos? No quiero que venga este señor que me bese en la cara y me diga cosas. No quiero que trate de tomar mi mano. Entonces él se puso triste, muy triste suspiró y se le cayó una lágrima. Se acercó Carmen. Carmen es la enfermera. Es muy buena. Me dijo despacito al oído, que el señor está muy solo, que  le recuerdo a su esposa. Que no le tenga miedo.  Que él solo quiere sentarse a mi lado y acompañarme.

 —Bueno  —le dije.

Sin embargo a veces, creo que lo conozco al señor, que sé quién es. Pero cuando quiero aferrarme a ese recuerdo, se me va de la cabeza y me quedo sin saber. Hace tiempo que no veo pasar el ferrocarril. Salgo poco afuera. Mañana voy a salir y cuando pase el tren voy a ir con mi hermano a recoger el diario para mi padre. 





Buenas tardes de julio!



Hay días que parece que todo sale  al revés. Predestinados. Fui a la sociedad para hacerme una ecocardiografía.

 —Quítese la ropa de la cintura para arriba y póngase ese ponchito —dijo la enfermera.
 —Pase por acá. El doctor que le va a hacer el examen — presentó.
 —Buenas tardes.
 —Buenas tardes.
 Era un flaco alto, canoso con cara de fastidio. La enfermera se fue.
 —Recuéstese en la camilla de costado mirando para acá —dijo el galeno. —Por favor doctor, tiene que levantar un poco donde apoyo la cabeza porque me mareo —dije tímidamente.
 No me contestó, pero levantó la camilla. Apagó la luz central. Se sentó frente a una  computadora llena de cables. Levantó el poncho, me untó el pecho con gel. Cerré los ojos y me puse a pensar en las dos únicas ecografías que me había hecho en la vida. Fueron cuando los embarazos de mis dos hijos. La primera cuando el embarazo de mi hija. La doctora me mostraba la pantalla y me decía:
 —Esta es la cabecita, estos los bracitos.
Juro que hice todo el esfuerzo posible para  tratar de ver algo que se pareciera a  la imagen de un niño  en aquella pantalla, pero la verdad es que no vi  nada de lo que la doctora veía con claridad. La segunda vez  fue cuando…  
—Póngase boca arriba.
 A mi me duelen los huesos, estoy medio sorda, y medio vieja. Lo miré.
 —¡Que se ponga boca arriba!
Yo soy muy educada:
   La puta madre que te parió, flaco de mierda, —pensé para mis adentros. Me puse boca arriba.
   Quién le mandó hacer este estudio —me preguntó.
 Últimamente, debido a los años,  la mitad de las cosas la he olvidado y de la otra mitad no quiero ni acordarme. Cuando me pongo nerviosa, no me acuerdo de mi nombre.
 —El cardiólogo —contesté.
—Como se llama.
 —No me acuerdo. No me salían las palabras.
 —Dónde tiene el consultorio —insistió.
—Acá —insistí yo. 
—Acá ¿dónde?
Yo me conozco. Empecé a ponerme azul.
 —Acá, en la Española, —le grité despacito. 
—Pero La Española, tiene cuatro policlínicas, en Belvedere, en Punta Gorda en…
—Me siento mal, doctor.
—¿Qué le pasa?
 —O me estoy por morir o me estoy por desmayar.
—¡Enfermera! Pida una silla y lleve a la señora a emergencia que se siente mal!
 A mi esposo casi le da un soponcio cuando me vio salir del consultorio en silla de ruedas.
 —No pasa nada —le dije— vení conmigo y nos vamos.
 Fuimos a tomar un taxi, allí, a la salida de la sociedad. Había una fila de ocho personas esperando.  Hacía frío y yo me había arrebujado junto a mi marido.
 Una señora llegó después de nosotros.
 —Señora ¿usted es la última? —me preguntó
—Creo que sí —le contesté— pero nunca se sabe ¿vio? Los hombres son tan imprevisibles.
Creo que la señora quedó un poco desconcertada.
 De la sociedad fuimos al Shopping Punta Carretas porque yo quería comprar algo y mi marido quería  comer.
 —Y así —dijo— matamos dos pájaros de un tiro.
No tuvimos oportunidad de matar a nadie. El Shopping, por las vacaciones de invierno estaba lleno de gente mayor, de niños, de payasos, de globos, de llantos de bebés y de gritos. No había lugar para comer  ni arriba, ni abajo, ni al centro,  ni adentro. Mi consorte se puso a mirar unas camisas y  entró en un local,  yo quería comprarme  un piyama y empecé a caminar, pero de mi talle no encontré nada. No me extraña, ya me ha pasado que talles grandes no encuentre, pero me llamó la atención que ninguna de las señoras, normales, que había dentro del local, encontrara talle. Una vendedora  con tres palabras aclaró la situación:
 —Todo es chino —dijo.
 O sea: todas las prendas eran para mujeres que pesaran 43 kilos y midieran 1m. 53. No pude comprar nada y entré donde estaba mi esposo pagando una camisa. El único cliente era él. Del lado de adentro del mostrador estaban: el encargado, dos vendedores y el cajero, conversando.  Entré y me quedé junto a un mostrador cerca de mi marido, como permanecí callada uno de los vendedores me  preguntó señalándonos:
—¿Ustedes están juntos?
 —Por ahora —le contesté.
 Estallaron las risas. Al salir del Shopping,  tropecé con un payaso, me caí y me quebré una uña. ¡No tendríamos que haber salido de casa! Por esas cosas ¿vio?. 


La jubilación

Con respecto al aumento de los $200 para las jubilaciones, les diré que el otro día tomé una libreta y una birome y me puse a sacar cuentas. Me dije voy hacer de cuenta que no recibí aumento y los voy a ahorrar. En un año los $200 se convertirían en $2.400. No era gran cosa. Pero en 10 años tendría 24.000. Tampoco sería gran cosa y yo tendría 90 años. Si en lugar de 10 años fuesen 20… entonces llegó mi esposo y me preguntó qué cuentas estaba sacando y le dije lo del ahorro de los $200 del aumento en la jubilación. Me contestó: 
—No te preocupes en sacar cuentas. A vos no te corresponde ese aumento. A vos en lugar de plata te dejan viajar gratis en ómnibus, hasta diciembre. 
Yo hace años que no tomo ómnibus, porque el escalón para subir es muy alto, porque tengo poca estabilidad y esas cosas. Pero me quedé pensando. Dos días después él tuvo que viajar al interior del país por un asunto familiar. Se fue de mañana para volver a la noche. Cuando se fue me vestí, agarré la cartera y me fui a una terminal de ómnibus que queda a tres cuadras de mi casa. 
Pensé tomar un ómnibus que fuese a cualquier lado y para ir y volver en el mismo. ¡Para aprovechar la dádiva del gobierno! Tomé un ómnibus que decía Punta de Rieles, no tenía ni tengo la menor idea de dónde queda. Me senté cerca del guarda para estar más cerca de la puerta delantera. 
El coche se llenó, el viaje fue lindo hasta que el pasaje comenzó a bajarse y al mirar para afuera me pareció que no estaba en Uruguay, me tranquilizó saber que al llegar al destino no tendría que bajarme. Estábamos llegando. Entonces el guarda me preguntó donde pensaba bajar, porque el recorrido había terminado. Le conté que estaba paseando y que volvería a mi barrio en el mismo coche. 
—Pero este coche no sale hasta mañana —me dijo—, queda aquí porque se decretó un paro. 
— ¿Y yo qué hago? —le dije. — ¿cómo vuelvo a mi casa? A todo esto el conductor ya había aparcado el ómnibus y bajaba. El guarda me dijo:
—Venga conmigo señora, porque hay un ómnibus que sí, sale, y va hasta la Ciudad Vieja, quédese aquí un momento que le voy a averiguar a qué hora es la próxima salida. Y me dejó con unos conductores y unos guardas que estaban tomando mate, uno me acercó una silla y me senté con ellos. Vino de vuelta el guarda y me dijo que salía en 15 minutos. Yo le pregunté:
—¿Y qué hago en la Ciudad vieja? Me contestó: 
—Allá puede encontrar un taxi, o un ómnibus para su barrio, venga que la acompaño así sube al ómnibus y se sienta. Subí al ómnibus vino el guarda y el chofer y salimos. Yo comencé a sentir hambre y deseo de ir al baño. Cuando veníamos le pregunté al guarda si pasaba por el Hotel Plaza, que era de lo único que me acordaba del Centro y de la Ciudad Vieja. Así que al llegar a la plaza Independencia, antes de llegar a la parada, el chofer se detuvo frente al Hotel Plaza y me bajé.
 Se venía la noche. Estaba muy apurada por ir al baño, así que entré al hotel pedí alojamiento por una noche, me acompañaron a mi habitación y me dijeron que ya estaban comenzando a servir la cena. Entré a mi habitación, fui al baño, me arreglé un poco y bajé a cenar. Muy poca gente en el comedor, tal vez porque era temprano. Tenían un menú fijo, pero opcional. El joven que se acercó a mi mesa me dijo que tenían también un menú especial para personas mayores, le dije que no sabía que existía un menú especial para personas mayores. Me contestó que era parecido al menú de los celíacos.
 No sé lo que comen los celíacos, pero si ellos lo comía yo también podría comerlo. Me trajeron pescado con arroz y maíz, agua mineral con gas y frutas. Nada de pan, ni grisines, ni coca. Me quedé con hambre. Volví a mi habitación y llamé a mi esposo por teléfono para que al regreso viniese a buscarme. Cuando le dije que estaba en el Hotel Plaza, me gritó. ¿QUE ESTÁS DÓNDE? Le expliqué más o menos, no sé si me entendió, me encargó que no me moviera de allí que él ya venía de vuelta, que estaba en la ruta. No habían pasado 5 minutos y me llama mi hijo. Me dijo: 
—Mamá estoy en el trabajo, me llamó papá viene en viaje esperame que voy a buscarte. No te muevas de allí. Quedate en la habitación. Mirá la tele que ya llego. Llegó a la media hora, vinimos a casa por la rambla, le conté mi odisea con lujo de detalles. A veces me interrumpía para preguntarme algo. Le comenté que tenía hambre, cuando llegamos a casa opinó que en casa siempre había algo para comer, le dije que cocinaría algo para cuando viniese papá. 
—No podés prender la cocina, mamá, sabés que está trancada. —me contestó. 
—Cocino algo con la hornalla eléctrica, le dije, repitió: 
—¡NO PRENDAS LA COCINA, MAMÁ! Me voy porque estoy trabajando. Papá ya viene y cenan juntos. 
Me quedé mirando “Ahora caigo” en la televisión, pero me dormí. Cuando llegó mi esposo me despertó. 
—¿Estás bien mamá? quiso saber.
—Sí —le contesté.
—¿Qué hiciste de tarde? —preguntó.
Yo no me acordaba qué había hecho. No habría hecho nada. Así que le contesté: 
—Nada. Tengo hambre le dije.
—Me dijo Mario que ya habías cenado.
Entonces me acordé y le contesté:
—¡¡Ahh, sí, fuimos con Mario a cenar al cine Plaza!!

¡Creo que a mi no me sirven los $200 de aumento por mes en la jubilación, ni el regalo hasta diciembre del boleto! Hubiese preferido un aumento en metálico.¿Y a usted, cómo le fue?



Ada Vega  2016

In memoria - Minicuento


—¡Papi!!
—¿Qué pasa, mami?
—¿Dónde estabas aquel día que te fuiste de casa de tardecita y volviste al otro día, y cuando te pregunté qué pasó, me dijiste: 

—Se murió un amigo.
—¡Y se habría muerto un amigo!
—Pero vos nunca te quedaste toda una noche en un velorio!
—¡No sé! ¡No me acuerdo! ¿ Por qué me preguntás eso que pasó hace tantos años?
— Se me vino a la cabeza ese recuerdo.
—Mamá, ayer me dijiste que hoy quería ir a la feria y hoy te olvidaste, y te venís a acordar de algo que pasó hace 40 años!
—¿Ayer te dije que hoy quería ir a la feria?
—Sí me dijiste, ¿no te acordás?
—No.
—¿Viste?
—¿Vos me querés?
—¡Claro que te quiero!
—¿Me engañaste alguna vez?
—¡¡Nunca!! ¿Y vos me querés?
—Si.
—¿Y me engañaste alguna vez?
—No sé. No me acuerdo.

Ada Vega, 2016






miércoles, 28 de septiembre de 2016

La verbena - Mini cuento

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Estaba recostado al puente a la salida del pueblo.

—¿Dónde vas sin mantón de Manila? 
Me dijo al verme pasar cargando mi maleta.
—A lucirme y a ver La Verbena, y a esperar lo que venga después. Le contesté
 sin mirarlo y seguí.
—¡Aquí te espero! Me gritó, sin mover un pie.
 
Diez años después, de regreso, volví a cruzar el puente. Él tomaba una cerveza
 en el bar de José Escudero.
--¿Y? Me preguntó al verme pasar de vuelta, cargando mi maleta.
--No vino nadie, le contesté y seguí.
Terminó su cerveza,  tiró una moneda sobre el mostrador. Con una mano tomó mi
 maleta. Con la otra rodeó mi cintura. 
 ---Te dije que te esperaría. Susurró a mi oído. Acompasó su paso a mi paso.
 Y era cálida y firme, su mano en mi cintura.

    Ada Vega, edición 2016.

La diferencia - Minicuento



Con mi esposo pasamos toda la mañana buscando un recibo que había que pagar hoy, y que no sé donde diablos lo guardé. Se enojó y me dijo: 

—¡Me vas a volver loco, mamá! Le dije:

—Eso me decías cuando nos conocimos ¿te acordás?

—No —contestó—, yo te decía:

—¡Me vas a volver loco, mamita!

Pasé toda la tarde tratando de encontrar la diferencia.

¡Los hombres, bah, bah! 

                                                      FIN

El caño ( Minicuento)






A mi esposo le gusta el fútbol. Antes jugaban los domingos. Ahora todos los días. De mañana, al mediodía, de tarde, de noche, de madrugada. Antes mi esposo iba al estadio a ver a su cuadro. Ahora mira fútbol por TV. Fútbol de todo el mundo. Con pasión. Hace un tiempo se rompió un caño de agua en la cocina. Apareció una mancha de humedad en la pared. Vinieron de una empresa picaron la pared y solucionaron. Después volvió aparecer la mancha. Volvieron los de la empresa picaron la pared y arreglaron. Hoy almorzamos muy tarde. Estaba en la cocina y volví a ver la mancha en la pared. Me asomé a la puerta donde mi esposo miraba un partido.

—¿Se puede hablar?
—Claro.
—Otra vez se rompió el caño de la cocina. Creo que vos tendías que ir mañana a la empresa y exigirles que arreglen como es debido. Que si tienen que cambiar el caño que lo cambien. ¡Hasta cuando vamos a seguir así?. Fijate que hace más de un año que estamos con este problema, recordales que la última vez que vinieron…
—¡¡Penal!!...¿no lo cobró…?


Ada Vega, 2016 

Cuento erótico - Minicuento




Dos abuelos dormían. Ella se despierta.

—¿Te acordás cuando jugábamos a los padres? Él se despierta y medio dormido contesta.

—Sssssii. Ella le dice
—¿Vamos a jugar ahora?
— No me acuerdo como era el juego, mejor jugamos a los abuelos.
—Y cómo es el juego de los abuelos?
—¿Vos te quedás quietita ahí y te dormís.
—¿Y vos que hacés?
—Zzzz Zzzzzz Zzzzzzz.
FIN