Un año el Municipio plantó árboles en mi barrio. Sobre la vereda de mi
casa dejó un fresno adolescente y altanero. Desde la ventana del comedor lo
veíamos crecer y desarrollarse. A los
dos años coronado de flores, se hizo hombre.
Mi casa tenía un jardín con un
muro y un portón.
En esos días mi padre
había comprado, en el invernadero, una Palmera Canaria de pocos meses para un
cantero del frente.
La palmera, exuberante, comenzó a
crecer en belleza y regocijo. Con cada
nueva palma su tronco se iba engrosando
y entre su ramazón, fuerte y
segura, comenzaron a anidar los gorriones sin querencia.
Una primavera el fresno descubrió a la palmera llena de frutos y trinos.
Y comenzó a estirarse hacia el muro para observar a la princesa.
Al principio creímos que era solo
su copa quien se inclinaba
curiosa, pero al llegar el invierno, vimos su tronco encorvado con las ramas
ateridas apoyadas en el muro. El fresno trató siempre de llegar a la palmera.
Acariciarla, quería. Cada año que pasaba su pobre tronco se encorvaba más, pero
la princesa, de aquel amor, nunca se enteró.
Indiferente y altiva cada día
lucía más esbelta.
Los vecinos comenzaron a quejarse porque sus ramas puntiagudas podían pinchar los cables de la luz y dejar
el barrio a oscuras. De modo que mi padre decidió un día quitarla del jardín y
se la regaló a un amigo.
Desde la ventana viví el dolor del
árbol de mi vereda.
Ese invierno pasó, el fresno no
volvió a florecer y ni a dar frutos. Su
cuerpo vencido nunca se enderezó.
Una tarde gris de lluvia anunciada llegó
un niño con una sevillana,
jugando se acercó al fresno y le hizo un corte alrededor del tronco.
Al otro día volvió y paralelo al primero, hizo otro corte más abajo.
Al tercer día, con la punta de la
navaja, fue retirando la corteza entre ambos cortes. Tal vez no era un niño.
Tal vez era un ángel, que algún dios compasivo, envió a conocer el mundo y sus habitantes. Nunca volví a ver al ángel-niño.
Y sucedió que al final de ese invierno, al fresno de mi vereda, por aquella herida injusta, se le
escapó la vida.
Ada Vega, 2015
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