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viernes, 14 de marzo de 2025

Una mujer para recordar

  




El hombre había tenido una mujer. Una mujer a la que había amado — eso decía. Cuándo, cuántos años hacía — preguntaban los habitué.
No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba que, una vez, había tenido una mujer. De ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se aquerenció en aquel boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros, o tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata que le daban cierto aire de distinción.
Todas las noches venía al café. Tarde, todas las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas, sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de ginebra.
De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido. Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
En la noche furtiva, cuando los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que lo enloquecían.
¿Quién era ella? Qué pasó con ella —los otros querían saber.
Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
Volvía entonces a su obstinado silencio, con la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando el alcohol lo obnubilaba le habían oído contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y entrecierra los ojos —tenía esposa y tres hijos.
—Todo lo dejé por ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia? —todos preguntaban.
—No sé —decía el hombre—, nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve es aquella, la que maté con mis propias manos. La que sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de amar.
Había llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.


Ada Vega, 2013

jueves, 13 de marzo de 2025

Solo un juego de niños

 




Simón y yo crecimos en un pueblo de veinte chacras y montes de eucaliptos, junto a una estación de ferrocarril abandonada. Casi todos los habitantes del pueblo éramos parientes, y vivíamos de lo que el pueblo producía. En cada casa se criaban gallinas, pavos y patos. Algunos vecinos tenían ovejas y otros cebaban cerdos, y para fin de año se mataban corderos, cerdos y pollos y se repartían entre todos. Solo un vecino tenía dos vacas, de modo que la leche para el día la mandaba el dueño de una estancia que quedaba del otro lado de la vía. 

Al principio Simón y yo íbamos a la escuela montados los dos en un petizo que se llamaba Majo. Simón adelante porque era el hombre y yo atrás tomada de su cintura. Al comienzo del tercer año el padre le regaló un zaino oscuro, patas blancas y en él íbamos los dos, siempre él adelante con las riendas y yo atrás, siempre abrazada a su cintura. Nunca entre nosotros se pronunció la palabra “novios”, pero Simón grabó su nombre y el mío en el tronco de una higuera del fondo de mi casa, con un cuchillo de filetear que su padre, que era guasquero, le regaló en un cumpleaños.

Cuando cumplí los quince, Simón me regaló una pulsera de plata con una medalla en forma de corazón que decía Tú y Yo de un lado y Para toda la vida, del otro. A la semana siguiente mi madre le compró una pieza de crea al turco que todos los meses pasaba por el pueblo, y comencé a bordar mi ajuar. Para sus dieciocho le regalé la camisa y la corbata para la boda y él comenzó a trabajar en la ciudad del departamento. Dejamos de vernos todos los días y él comenzó a cambiar. Un día decidió quedarse a vivir en el pueblo porque se cansaba de tanto viajar en moto cuatro veces por día. Fue espaciando las visitas a mi casa y yo comencé a extrañarlo y a llorar por él. 

Dejamos de hablar de casamiento y al final me confesó que ya no me amaba. Que lo nuestro había sido solo un juego de niños, que habíamos crecido y el verdadero amor, dijo, era otra cosa. Seguí bordando mi ajuar porque pensé que un día volvería, pero no volvió. Tuvo otra novia en otro pueblo, y otra y luego otra. También los años pasaron para mí. Y una primavera un primo hermano, que tenía unas cuadras de campo junto al río, me habló de amor y matrimonio Esa misma primavera volvió Simón al pueblo a pedirme que me casara con él. Cuando lo vi entrar al patio de mi casa el corazón se me escapó del pecho. 

Estaba cambiado, tan buen mozo, tan bien vestido. Nos abrazamos en la mitad del patio y fuimos por un momento aquellos niños que jugaban al amor: la niña que nunca terminó de bordar el ajuar, el niño que a punta de cuchillo dejó su nombre y el mío grabados en la higuera del fondo de mi casa. Me pidió perdón, dijo que me amaba y había vuelto para casarse. Que había alquilado una casa en el pueblo para los dos. Dijo todo lo que por mucho tiempo esperé que me dijera varios años atrás. Pero habíamos crecido y el amor no es un juego. No podía engañarlo, le contesté que ya no lo amaba y que para el próximo otoño me casaría con Andrés.

 Creo que le costó entender. Nunca se imaginó que no aceptaría su propuesta de matrimonio y menos aún que estuviese de novia con otro hombre. Ante su desconcierto hubiese querido explicarle que ya no éramos los mismos, contarle de mi dolor cuando me dejó, el tiempo que me llevó tratar de olvidarlo, pero no encontré las palabras. Lo acompañé hasta la puerta cuando se fue, al llegar a la esquina se volvió para mirarme. Ese otoño me casé con Andrés, luego de unos años vendimos el campo y nos fuimos a vivir a Montevideo. 

El pueblo de las veinte casas ya no existe. Ni existen las chacras, ni los montes, ni la estación del ferrocarril. Todo lo borró la producción de soja. En un cajón de la cómoda, olvidada entre cartas y viejos recuerdos, quedó la pulsera de plata. Pero una de mis hijas la encontró una tarde, le puso un dije que representa un delfín, y se la llevó. Solo quedó sobre la mesa de luz la medalla en forma de corazón con el Tú y Yo y el Para toda la vida, como único testigo de aquel primer amor, que no pasó de ser, más que un juego de niños. 

Ada Vega, año edición 2013 

miércoles, 12 de marzo de 2025

El canto de la sirena

 






Las muchachas que toman sol en La Estacada, se burlan de mí. Piensan que soy un viejo loco. Ellas no saben. Se ríen porque vengo a la playa de noche, después que todos se van y me quedo hasta la madrugada, antes que ilumine el sol. Por eso creen que estoy loco.

No saben que hace muchos años, en esta playa dejé mi mejor sueño. Que en estas aguas dejé una noche mi máxima creación. Porque no saben que por las noches, ella viene a buscarme.

Tenía veinte años y en mis manos todo el misterio y la magia. Y la pasión y la creatividad de los grandes. De aquellos que fueron. De los escultores que a martillo y cincel, lograron liberar las formas más bellas apresadas en lo más profundo de la roca.

Entonces era un estudiante de Bellas Artes, seducido por la ciencia de esculpir la piedra. Fueron felices aquellos años. Había venido a la capital desde un pueblo del interior lleno de sueños y de proyectos.

Recién llegado fui a vivir en un altillo, en la calle Guipúzcoa, con una ventana que daba al mar. Era mi bastión, mi taller, mi mundo. Trabajaba con ahínco empeñado en aprender, en superarme. Por las noches, en la penumbra de mi habitación, exaltado por lo desconocido, comulgaba en una suerte de brujería con los antiguos maestros del cincel. En extraño éxtasis, impulsado por no sé qué fuerza, les pedía ayuda, sensibilidad, luz. Y ellos venían a mí. Soplaban mis manos y mi corazón y era yo, por el resto de la noche, un maestro más. Nunca hablé de mis tratos ocultos con el más allá, sólo hoy lo confieso porque quiero contarles la historia de la sirena.

Una de esas noches agoreras, tocado por la luz de la hechicería, comencé mi obra máxima. Golpe a golpe, trozo a trozo hacia el corazón de la piedra, fui abriéndole paso a mi sirena. Una bellísima sirena de cabellos largos, de senos perfectos y hermosas manos, que me miraba con sus ojos sin luz.

Cautivado por su belleza trabajé varios meses sin descanso cincelando su cuerpo en soledad. Nunca la mostré. Nadie la vio jamás. Y me enamoré. Había nacido de mis manos, me pertenecía. En mi entusiasmo juvenil llegué a soñar con que un día sus ojos se llenarían de luz y se mirarían en los míos, correspondiendo a mi amor . Pero era sólo un sueño ajeno a la realidad, que nunca dejé de soñar.

Pasaron los años y me convertí en un escultor de renombre. Viajé por el mundo, pero siempre conservé mi taller de los días de estudiante. Allí volvía al regresar de cada viaje. Allí me esperaba mi amor eterno y fiel.

Un atardecer, en busca de tranquilidad y silencio, fui a refugiarme en el viejo altillo. La sirena frente a la ventana presentía el mar. Me acerqué a ella y acaricié su rostro. Una lágrima corrió por su mejilla. Recién comprendí que estaba muy sola. Que ansiaba el mar. Su espacio. No pude ignorar la tristeza de sus ojos ciegos. Esa noche la tomé en mis brazos y renunciando a mi amor, la traje hasta la playa. Caminé internándome cada vez más en nuestro río como mar, mientras oía el susurro de las olas que me alertaban sobre no sé qué extrañas historias de amor. Me negué a escuchar y seguí, mar adentro, con mi amorosa carga. De pronto, casi al perder pie, la sirena fijó un instante en mí sus almendrados ojos y escapando de mis brazos se sumergió feliz, invitándome a seguirla con el magnetismo de su canto. Dudé y ante la magia y el misterio prevaleció en mí la cordura. Volví a la playa y me senté en las rocas mientras la observaba nadar dichosa y alejarse. Hasta que al rayar el alba desapareció.

Desde aquellos tiempos han pasado muchos años. Nunca la olvidé ni dejé de amarla. Ahora vivo en un edificio muy alto frente al río. Tengo la cabeza blanca y las manos cansadas y torpes. El taller de la calle Guipúzcoa ya no existe. Aquellos años de estudiante quedaron en el recuerdo.

Pero a veces por las noches, cuando me encuentro solo, siento renacer en mí el fervor de mis años jóvenes. Vuelvo a vivir aquel amor que no quiso llevarme a la locura, entonces cruzo la rambla y vengo a La Estacada. Me siento en las rocas a mirar el mar. Sé que mi sirena viene por mí.

La oigo cantar, llamándome.




Ada Vega, edición 2000 -

martes, 11 de marzo de 2025

Satchmo

 



Una vez finalizada su visita a Buenos Aires, Louis Armstrong llegó a Montevideo en noviembre de 1957 con sus All – Stars. Ese año, después de recorrer Europa, el músico había iniciado una gira por América del Sur que incluyó Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela. Su estadía en Uruguay fue muy breve, pero no tan breve como muchos creen. Dos días después de la última actuación de la banda en Montevideo, tuve la fortuna de conocer a Satchmo, en persona, en el Hotel San Rafael de Punta del Este. Nuestro encuentro fue imprevisto. Mi padre fue durante muchos años gerente del San Rafael, debido a lo cual yo pasaba allí largas temporadas, por lo general en vacaciones. Durante el año iba dejando trabajos suyos, referentes al Hotel, para que los pasara a máquina. Con esa premisa, al terminar las clases en la universidad, ese noviembre viajé hacia Maldonado.
La primera noche de mi estadía, ya próximo al amanecer, llegué hasta el comedor principal que tenía un bar adosado a la pared del fondo. El salón se encontraba a oscuras. Solo en el bar, una luz agónica se desparramaba sobre el mostrador. El encargado concentrado en su trabajo, reponía botellas en la estantería. Sentado a un costado de la barra, Satchmo fumaba y bebía un whisky, mientras secaba su rostro con un pañuelo blanco. Me sorprendió ver a Louis Armstrong allí. Yo había llegado esa tarde y no estaba al tanto de su alojamiento en el Hotel. Le pedí un café al encargado y le pregunté al músico si podía sentarme a su lado. Él sonrió con su boca repleta de dientes y me hizo señas con la mano para que me sentara.
Pese a que mi inglés no era óptimo, entendí perfectamente su acento sureño. Sin embargo, pienso que él debió haber hecho un gran esfuerzo para entenderme a mí. De todos modos, solo le hice un par de preguntas. En un momento dado tomó la palabra y comenzó a contarme parte de su vida. Los sueños perdidos y los que le quedaban por realizar. La esperanza de un mundo mejor, la paz que encontró en Uruguay y la belleza de Punta del Este, donde quisiera —opinó—, comprar un rancho y quedarse para siempre. Fue un comentario simpático que yo acepté, pues él sabía que lo dicho era solo una quimera. A modo de pequeña biografía me contó que había nacido en Nueva Orleans el 4 de julio de 1900.
Su familia era muy pobre —dijo— y su padre lo había abandonado cuando era un niño muy pequeño. Fue entonces a vivir con su abuela materna, de quien llevaba el apellido. Desde los cinco años vivió con su madre y su hermana en la más absoluta pobreza. A los siete años, con tres amigos formaron un conjunto vocal para cantar en las esquinas por monedas. A los ocho años compró su primera corneta con el dinero que le pagaba un matrimonio ruso-judío con quien trabajaba vendiendo baratijas. Tenía cumplidos los once años cuando, en vísperas de año nuevo, disparó una pistola al aire, fue arrestado y recluido hasta los catorce años en un reformatorio para chicos negros abandonados.
Le pregunté si en su familia existían antecedentes musicales, me contestó que no. Él comenzó a expresarse por medio de la música a través de la corneta, en la banda del reformatorio. A su salida trabajó como vendedor de carbón, repartidor de leche, estibador de barcos bananeros y también en los cabarets de Storyville, donde se concentraban los locales nocturnos de la ciudad. En uno de esos locales conoció a Charlie Beeker, un viejo trompetista que lo maravilló. De continuo, en sus correrías nocturnas, iba a escucharlo. El jazz surgió en 1900, pero el viejo músico tocaba Blues, una música melancólica, “música negra” que nace a mediados del siglo XIX.
Satchmo —según me contó—, pasaba horas observando al músico y con su corneta trataba de imitarlo. Un día Beeker le aconsejó que comenzara a usar la trompeta en lugar de la corneta, pues le aseguró que para el jazz —la música que comenzaba a imponerse—, el sonido de la trompeta era más adecuado. Mientras tanto, el trompetista Joe Oliver, considerado uno de los más finos trompetistas de Nueva Orleans vislumbró en Satchmo a un gran trasformador y pasó a ser su mentor y su profesor. Y ambos comenzaron a tocar juntos en bares de baja categoría acompañando grupos vocales.
Tenía diecisiete años cuando Joe Oliver, su mentor y profesor, se mudó para Chicago. Armstrong llegó a tocar en varias orquestas de Nueva Orleans y también en las que viajaban a lo largo del Misisipi A principios de los años 20 viajó a Chicago, contratado por Joe Oliver, como segundo cornetista de su banda. —La noche previa al viaje a Chicago —continuó recordando—, el viejo trompetista de Storyville, Charlie Beeker, vino a verme y me trajo su trompeta de regalo. Volvió a recomendarme que cambiara la corneta por la trompeta. Que la trompeta me llevaría a sitiales inimaginables donde él no pudo llegar —me confesó—, porque en sus comienzos no era momento de cambios. Pero que, en cambio, en esos días se estaban dando las condiciones como para intentar una revolución en la música del jazz y que esa revolución tenía que realizarla yo.
No quería aceptar la trompeta de Charlie —continuó diciéndome Satchmo, con sus manos abiertas extendidas en un además de afirmación—, es muy difícil para un músico desprenderse de un instrumento que lo ha acompañado durante toda su vida. Charlie me aseguró que estaba cansado, que no quería tocar más, pero no podía permitir que ella callara para siempre. Por ella, por amor a su compañera de toda la vida, me pedía que la aceptara. Satchmo encendió un cigarrillo y tras un breve silencio continuó. —Desde ese día la trompeta de Charlie me acompaña. Hemos viajado juntos por el mundo. Es una compañera fiel. Sabe guardar secretos. Jamás la he dejado sola. No podría tampoco. He descubierto que es mi talismán.
En 1924 Fletcher Henderson, el más importante director negro de Nueva York, lo invitó a unirse a su banda. Recién, después de aceptar y antes del debut, dejó la corneta y se cambió a la trompeta —según explicó— para armonizar mejor con la Fletcher Henderson Orchestra, principal banda afroamericana de la época, con quienes debuta como solista. En 1925 formó su propia banda y comenzó a gestar su fama de innovador en el plano musical. De ahí en más, durante cuarenta años recorrió subyugando a los habitantes de los cinco continentes con su voz y su trompeta en re bemol.
Aunque fue poco comentado, Satchmo era un hombre involucrado en la política de su país ante la discriminación de los afrodescendientes. No era amigo de departir a cielo abierto, pero todos quienes lo frecuentaban conocían sus ideas. La noche se había ido y el sol venía despuntando. Yo no quería abandonar la charla con el rey de la improvisación, de modo que le hice otra pregunta que me contestó con toda sinceridad. —¿Qué es lo que más le ha llamado la atención al conocer tantos países, tanta gente diferente? —La gente no es diferente, porque viva en China, en Alaska o en Perú —me dijo—, difieren las costumbres, las culturas de cada país. Por lo demás todos aman, sufren, ríen, lloran.
Lo que, en cambio, he encontrado en todos los países que he visitado, es una gran discriminación de unos pueblos a otros. Segregan por razas, por color, por religión, por ideas. Excluyen, apartan, torturan. Asesinan a seres humanos porque no piensan igual, tienen otro color, rezan a otro dios. Aquella noche, en el bar del Hotel San Rafael de Punta del Este, descubrí en Satchmo una personalidad que nadie imaginaría. Aquel hombre siempre sonriente. Aquel músico reconocido en el mundo como carismático e innovador, el solista más importante y creativo de aquellos años, era también hombre duende, mentor de sortilegios y dueño de una trompeta mágica con la que hipnotizó a multitudes.
Un hombre interesado en trabajar contra las injusticias sociales. Para combatir esas injusticias, había comenzado una campaña en contra de la discriminación por color de piel, discriminación que soportaban sus hermanos afroamericanos. —Yo sé que los honores, abrazos y manifestaciones de cariño de la gente hacia mí —me aseguró—, es debido al magnetismo de mi trompeta y su seducción. Si no fuera por ella yo sería un negro más, despreciado por ser negro, por ser pobre. Llegaba la mañana en el San Rafael, y entendí que Satchmo ya no hablaba conmigo, había dejado de fumar, el whisky se veía aguado tras el cristal del vaso. Y en la semi penumbra, Satchmo le hablaba a las sombras que lo asaltaban, como en una confesión.
—Hace muchos años falleció Charlie Beeker, aquel negro trompetista que tocaba blues en un cabaret de Nueva Orleans Siempre he pensado que con su trompeta me legó el magnetismo de su de estilo blusero, que yo agregué al Dixieland primero y al Swing después. El blues es una música triste, de una tristeza espiritual. Casi religiosa. Va a estar siempre presente en los distintos estilos que surjan en la música del jazz. Se volvió a mí para decirme. —¿Te aburrí, muchacho? —Qué va —le respondí—, me pasaría el día escuchándolo. No lo vi cuando se fue. Nadie me vio conversar con él aquella noche en el bar. Cuando se lo conté a mi padre me dijo que lo había soñado.
Me prometió que un verano iba a venir al hotel, con su esposa, a pasar quince días. A partir de ese noviembre lo esperé varios veranos. Falleció en su casa de Corona (Nueva York) el 6 de julio de 1971. Cuando se lo conté a mi padre, me dijo que lo había soñado. No lo soñé. Satchmo, en persona, estuvo conversando conmigo aquella noche de verano de 1957. Aún conservo el pañuelo, con sus iniciales bordadas, que dejó olvidado sobre la barra del bar.
Ada Vega, edición 2010 -










domingo, 9 de marzo de 2025

Añgún día, si acaso.

 





El final inevitablemente había llegado. Hacía ya algún tiempo que intuía su presencia. Acosándome. Lo eludí mientras pude tratando de alejarlo de mi decisión. De igual modo, sabemos que todo en este mundo es pasible de un final.No podía continuar ignorándolo.
En lo que a mi vida concernía, ya estaba allí. Imparcial como un juez. Implacable como un verdugo. Reconozco que la doble vida que llevé, durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un hecho legítimo y natural. Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis años y ella veinticuatro. Nos conocimos en las oficinas de una casa importadora, donde trabajábamos, en el Centro de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche, nos fuimos juntos. Andrea resultó ser una compañera increíble. Teníamos la misma edad y aunque no poseía una gran belleza física, sus ojos grises y enormes, atraían la atención sobre su persona. Era, de todos modos, una joven atractiva, muy centrada e inteligente. Sabía lo que quería de la vida y luchaba para conseguirlo. Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa antigua del barrio Sur. Tenía, ya entonces, un cargo importante en una reconocida firma comercial de plaza. Nuestra relación fue franca y abierta desde el principio. Siempre supo ella de mi estado civil sin llegar a darle demasiada importancia, pues pensó, como también pensé yo, que lo nuestro sería un amor de verano. Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos cada quince días para ir a ver una película, o una obra de teatro y dormir juntos en algún motel de paso. De manera que, sin darnos cuenta, nos fuimos involucrando cada día más al punto de que la relación, que había comenzado como algo pasajero y sin culpa, fue convirtiéndose en una historia que nos exigía y nos comprometía a ambos. Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones en su trabajo. Decidió entonces vivir sola y alquiló un departamento frente al lago del Parque Rodó. En esa época comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa fue la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba en casa de Andrea.

De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo, muchas veces he pensado que Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de la existencia de otra mujer en mi vida. Y que, por temor a perderme, obligándome a decidir por ella o la otra, jamás dijo una palabra. Aunque, tal vez, haya sido solamente una impresión mía.
Mi situación ante la sociedad no era inédita. He sabido de otras historias de hombres con doble vida parecidas a la mía. Quiero decir que no es fácil mantener en secreto una relación clandestina y que, inexorablemente, llega el día en que debemos decidir.
Daniela dejó de trabajar a los pocos años de casados. Para ese entonces yo contaba con un buen sueldo, de modo que decidimos, de común acuerdo, que se quedara en casa a fin de llevar a cabo un tratamiento médico, que hacía un tiempo deseaba realizar, pues no lograba embarazarse y sufría por esa causa. Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo, nunca logró quedar embarazada. A mí me dolía verla sufrir y siempre le dije que yo la amaba y no me importaba no tener hijos.

Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy frágil. Necesitó siempre de mi amor para vivir. Su vida se resumió siempre en mi persona. El sentimiento que me unía a mis dos mujeres tenía facetas distintas. El amor que sentía por mi esposa incluía la ternura. La necesidad de protegerla. En cambio, el amor que me inspiraba Andrea, llevaba impreso la admiración que sentía por esa mujer que se abrió paso en la vida, sin depender de nadie. Que me dio quince años de su vida sin pedirme jamás que me separara de mi esposa. Que renunció a su maternidad para que no me sintiera atado a ella, ante la obligación que representa un hijo.
Y los años fueron pasando inflexibles. No obstante, pese a vivir rodeado de amor, comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos casas, dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien festejar la Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que ya era tiempo de dejar de mentir. Comprendí, entonces, que el final de mi doble vida estaba llegando y solo me restaba decidir si seguiría viviendo en mi casa, con Daniela, o con Andrea en su departamento. De modo que pasé varios meses buscando la mejor manera de enfrentar la situación, que ya no admitía más dilaciones. Decidí entonces hablar con Andrea, pues era la única persona con quien podía comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su opinión.

No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía más de lo que yo creía. Ahora me doy cuenta de que supo de mi lucha interior y no quiso ser partícipe. Fue generosa conmigo hasta el final. Y decidió por mí. Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta de su apartamento lo encontré vacío. Me asusté y bajé para hablar con el portero. Me dijo que Andrea se había ido la noche anterior. Dejó una carta. Solo dos frases para despedirse de mí: "Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea". Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Pienso que Andrea conoció antes que yo el final de nuestra historia y se anticipó a mi decisión. No se equivocó. ¿No se equivocó...?

II

Y bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las dos, como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes bien, porque te lo dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa situación tan cruel y humillante. Por ese motivo, consciente de quedar sola con mis recuerdos, el punto final decidí ponerlo yo.
La primera vez que viniste a verme traías una piedra en cada mano. El odio que sentías hacia mí te salía por los ojos. Cuando abrí la puerta de mi casa no tenía ni idea de quién eras. Entraste como un turbión, insultándome. Tendría que haberte sacado de un brazo, sin embargo, cerré la puerta y permanecí de pie, mirándote. Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos. Las rivales. Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no correspondían a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido, era tímida y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida.
No sé qué esperabas de mí. Qué tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste venir a mi casa enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías, era solo tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres en tu misma situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha más o menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos en plena faena de lustrar los pisos. Te diste cuenta de que tu perorata no llegó siquiera a molestarme.
Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra. Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia. Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella! Entendí que Daniela, la esposa tímida y frágil que Alfredo decía tener en su casa, no era la misma Daniela que estaba frente a mí, amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en paz. ¿Dejarlo? Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La alianza que lleva en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si estás ofendida no es a mí a quien tienes que enfrentar y pedir explicaciones. Yo no te conozco, ¿Cómo te voy a faltar?
En todo caso, quien te está ofendiendo, engañándote, es tu marido. El que firmó ante el juez y juró ante el cura que te respetaría y estaría contigo en las buenas y en las malas hasta que la muerte los separara. A él debes reclamar, no a mí.
Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con Alfredo cuando fuiste a mi casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que aquella relación fuese a durar quince años y la finalizara yo. Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí. Pero el amor se fue construyendo a partir del conocimiento que, entre los dos, fuimos elaborando. Aquel día no querías irte sin oírme jurar por todos los santos, que no lo volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo no lo fui a buscar. Que él no tenía conmigo ninguna obligación. De todos modos que lo cuidaras, porque si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta, que no tuvieras dudas de que le permitiría entrar. Porque el caso era de que yo también lo amaba.
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo hice. Nunca. Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa a la mía, implorándome. En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y hablaras con él sobre el tema. No obstante, él no podía saber, que tú estabas al tanto de mi existencia. En lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando comprobaste que te engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se cansara un día de la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te diste cuenta de que nunca lo dejaría. Que lo amaba de verdad. Creo que recién ahí comprendiste que la lucha iba a ser larga.
Reconozco que no debí involucrarme con un hombre casado. Es cierto. Aunque no me arrepiento. Tengo, sin embargo, algo a mi favor. Y es que nunca, jamás le insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal vez porque él nunca habló de separación o divorcio, o tal vez porque yo, nunca quise ataduras. Fue cuando comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas embarazada. ¡Buena jugada! Pensé yo. No sé si en realidad no te embarazabas. Lo que nunca entendí, si es que era cierto, es por qué no le mencionaste a tu marido que se hiciese él un examen. Yo, en cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos hijos a Alfredo. Pero él no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años de mi vida fértil, me negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con un hombre casado con otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni rehenes. Son seres que se traen al mundo para criarlos con amor y responsabilidad.
Además, siempre supe que un día Alfredo volvería contigo. Porque tú, no me queda otra que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil, si los hay. Con una sola carta ganaste: paciencia. ¡Quince años esperaste! Y luchaste. Me consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho, no, un capricho no dura tanto. El amor herido, ¿sí...? Te diré que hace un par de años comencé a ver el cansancio en los ojos de Alfredo. Cuando estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa. Sé, también, que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo. Lo entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la misma puerta que entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y porque yo, también como tú, viví estos años, solamente para él. Contigo, porque dice que tú lo necesitas para vivir. Y creo que sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si alguna vez, sin querer me nombra, cállate, olvídalo. Se le pasará. Los hombres olvidan muy pronto.
Sabes Daniela, a veces, de tanto reflexionar en lo que hemos vivido estos años, he llegado a la conclusión de que tú lo debes amar más que yo. Si hubiese sido yo la esposa, no hubiera soportado lo que tú soportaste. Me hubiese separado. O lo hubiese asesinado...no sé. ¡Y tú lo compartiste durante quince años! ¿Quién tiene razón? ¡Sabe Dios! Considero que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le hubiese costado mucho dejarme. Y a ti no te hubiera dejado nunca. Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.

III

Siempre creí que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas, encontraría al fin la paz, la felicidad plena que durante años busqué sin descanso. Hoy, opino que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo que a mí me sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié tanto, cuando supe de su existencia, que durante meses solo quise que desapareciera, se extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea, les aclaro, era la amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz.
La intuición de las mujeres es reconocida por la sociedad en pleno. Desde la manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a Adán, vemos lo que nadie ve. Vemos a través dé. Pero, la intuición de una esposa va más allá de lo imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada, porque una esposa muy enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su amor. Vive en el limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más fácil engañarla con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me sucedió a mí.
Me casé muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré a trabajar en la empresa y lo vi, me enamoré sin saber quién era. Claro que él no se dio cuenta y pasé más de un año trabajando en la misma oficina, sin que advirtiera mi presencia. El día que se dignó mirarme, mis ojos le dijeron todo lo que sentía por él. Nos casamos al año siguiente. Yo lo celaba con las compañeras de oficina, con mis amigas, con Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si alguna vez me engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos modos, la noche que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la madrugada, supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y no dije nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la madrugada.
Comenzaba mi tortura. Únicamente quien haya pasado por lo mismo, puede imaginar lo que sufre, una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los días me di cuenta de que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada quince días. Casualmente en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la empresa. Esto me confundía un poco. Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo a la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi hasta ver salir a mi marido del brazo de una mujer. Los volví a seguir. Fueron al cine Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la noche, una película puede durar una hora y media, dos, tres horas. A las doce de la noche tendría que estar en casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro día fui a verla.
Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que había visto con Alfredo la noche anterior. Me dio el número del apartamento. La llamé desde el portero eléctrico y le dije que venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me dijo que subiera. Cuando abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba encerando los pisos. Entré como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza que aún hoy, al recordarlo, me avergüenzo. Cerró la puerta y se quedó mirándome. Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha calma. Me dijo lo que para ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía atado, que le reclamara a él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que si tenía un poco de vergüenza y consideración, no le contara a Alfredo de mi visita. Creo que nunca le contó. Si lo hubiese hecho, me habría dado cuenta.
Pese a la relación que durante tanto tiempo, Alfredo mantuvo fuera del matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a mi lado, siempre respondió a mi amor. Por lo tanto, nunca hablé del tema con él, pues pensé que era solo una aventura sin consecuencias. No se debe predecir, ni jugar con el destino.
Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé una y mil veces yendo a la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor, que lo dejara. Fui tantas veces que al final hasta juzgo que nos hicimos amigas. Otra mujer me hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la voz, nunca me humilló como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que amaba a mi marido y no lo iba a dejar si antes él, no la dejaba a ella.
No sé cómo, ni de qué manera, pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de que el proceder de otras mujeres hubiese sido distinto. Y está bien. Pero a mí no me importó perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la dignidad, si me quedaba sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince años fui y vine de mi casa a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la nuestra. Al final era ella quien me contenía. Me decía que si fuese ella, la esposa no podría compartirlo. Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía conmigo. La que compartes eres tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la que no tiene más remedio que conformarse con lo que le dan.
Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho frío. Estaba en el living leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina y tomemos un café. Hizo café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me habían agotado los ruegos. Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú eres mi castigo. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo. Habla con Alfredo, aclara la situación, dile que siempre estuviste al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda contigo, te juro que me voy, desaparezco de la vida de los dos. Pero no me pidas que renuncie a él. No puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a verla ya no hablábamos de Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir. Por costumbre, creo. Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más. Que habían designado a otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y había pedido un relevo. Se terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a quedarse en casa. Fui a ver a Andrea. El portero me dijo que Andrea había entregado el apartamento hacía ya dos meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una carta. Hizo al final lo que le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice lo correcto. Solo sé que hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé qué hacen otras mujeres en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi marido. Yo sé también que sigue pensando en ti, pero creo que como tú dices, se le pasará. Los hombres olvidan más rápido. Tal vez, algún día, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. No obstante, eso ha de ser algún día... si acaso.

Ada Vega, edición 2007