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sábado, 11 de noviembre de 2023

Solo un juego de niños

 



Simón y yo crecimos en un pueblo de veinte chacras y montes de eucaliptos, junto a una estación de ferrocarril abandonada. Casi todos los habitantes del pueblo éramos parientes, y vivíamos de lo que el pueblo producía. En cada casa se criaban gallinas, pavos y patos. Algunos vecinos tenían ovejas y otros cebaban cerdos, y para fin de año se mataban corderos, cerdos y pollos y se repartían entre todos. Solo un vecino tenía dos vacas, de modo que la leche para el día la mandaba el dueño de una estancia que quedaba del otro lado de la vía. 

Al principio Simón y yo íbamos a la escuela montados los dos en un petizo que se llamaba Majo. Simón adelante porque era el hombre y yo atrás tomada de su cintura. Al comienzo del tercer año el padre le regaló un zaino oscuro, patas blancas y en él íbamos los dos, siempre él adelante con las riendas y yo atrás, siempre abrazada a su cintura. Nunca entre nosotros se pronunció la palabra “novios”, pero Simón grabó su nombre y el mío en el tronco de una higuera del fondo de mi casa, con un cuchillo de filetear que su padre, que era guasquero, le regaló en un cumpleaños.

Cuando cumplí los quince, Simón me regaló una pulsera de plata con una medalla en forma de corazón que decía Tú y Yo de un lado y Para toda la vida, del otro. A la semana siguiente mi madre le compró una pieza de crea al turco que todos los meses pasaba por el pueblo, y comencé a bordar mi ajuar. Para sus dieciocho le regalé la camisa y la corbata para la boda y él comenzó a trabajar en la ciudad del departamento. Dejamos de vernos todos los días y él comenzó a cambiar. Un día decidió quedarse a vivir en el pueblo porque se cansaba de tanto viajar en moto cuatro veces por día. Fue espaciando las visitas a mi casa y yo comencé a extrañarlo y a llorar por él. 

Dejamos de hablar de casamiento y al final me confesó que ya no me amaba. Que lo nuestro había sido solo un juego de niños, que habíamos crecido y el verdadero amor, dijo, era otra cosa. Seguí bordando mi ajuar porque pensé que un día volvería, pero no volvió. Tuvo otra novia en otro pueblo, y otra y luego otra. También los años pasaron para mí. Y una primavera un primo hermano, que tenía unas cuadras de campo junto al río, me habló de amor y matrimonio Esa misma primavera volvió Simón al pueblo a pedirme que me casara con él. Cuando lo vi entrar al patio de mi casa el corazón se me escapó del pecho. 

Estaba cambiado, tan buen mozo, tan bien vestido. Nos abrazamos en la mitad del patio y fuimos por un momento aquellos niños que jugaban al amor: la niña que nunca terminó de bordar el ajuar, el niño que a punta de cuchillo dejó su nombre y el mío grabados en la higuera del fondo de mi casa. Me pidió perdón, dijo que me amaba y había vuelto para casarse. Que había alquilado una casa en el pueblo para los dos. Dijo todo lo que por mucho tiempo esperé que me dijera varios años atrás. Pero habíamos crecido y el amor no es un juego. No podía engañarlo, le contesté que ya no lo amaba y que para el próximo otoño me casaría con Andrés.

 Creo que le costó entender. Nunca se imaginó que no aceptaría su propuesta de matrimonio y menos aún que estuviese de novia con otro hombre. Ante su desconcierto hubiese querido explicarle que ya no éramos los mismos, contarle de mi dolor cuando me dejó, el tiempo que me llevó tratar de olvidarlo, pero no encontré las palabras. Lo acompañé hasta la puerta cuando se fue, al llegar a la esquina se volvió para mirarme. Ese otoño me casé con Andrés, luego de unos años vendimos el campo y nos fuimos a vivir a Montevideo. 

El pueblo de las veinte casas ya no existe. Ni existen las chacras, ni los montes, ni la estación del ferrocarril. Todo lo borró la producción de soja. En un cajón de la cómoda, olvidada entre cartas y viejos recuerdos, quedó la pulsera de plata. Pero una de mis hijas la encontró una tarde, le puso un dije que representa un delfín, y se la llevó. Solo quedó sobre la mesa de luz la medalla en forma de corazón con el Tú y Yo y el Para toda la vida, como único testigo de aquel primer amor, que no pasó de ser, más que un juego de niños. 

Ada Vega, año edición 2013

jueves, 9 de noviembre de 2023

En el nombre del hijo

 





 A José Gervasio Artigas Zabaleta el nombre le pesaba una enormidad. Y le pesaba por varias razones. En primer lugar, porque era un nombre demasiado grande para llevarlo sobre su cuerpo menudo. Y le pesaba, además y principalmente, por las bromas que siempre soportó y de las que nunca logró zafar. En sus pagos de Tacuarembó, los amigos al conversar con él le decían: sí, mi general; no, mi general; positivo; negativo; a la orden jefe. Se cuadraban haciendo la venia cuando él llegaba, y le preguntaban por Ansina o si quedaba algún lugar en las carretas para acompañarlo de excursión  hasta las costas del Ayuí. Sus coterráneos lo tenían cansado con las chanzas, así que cuando sus padres decidieron bajar a Montevideo a probar mejor suerte, si bien no se alegró, pensó que tal vez acá su nombre podría pasar inadvertido.


   José Gervasio había nacido en un paraje muy pintoresco a doce kilómetros de la ciudad de Tacuarembó llamado Capón de la Yerba, al costado del camino que va hacia la Gruta de los Helechos, y aunque se adaptó con facilidad a la capital, siempre llevó en su memoria y en su corazón, el recuerdo de su pago al que volvería mucho tiempo después.
   Cuando vino a vivir a Montevideo tenía trece años. Ese verano lo anotaron en la Escuela Industrial para ser tornero. El padre era un gaucho grandote que trabajaba en la construcción. Andaba de bombacha bataraza y boina de vasco, y usaba una faja negra alrededor de la cintura. Buenazo el gaucho. Y batllista. Eso sí: hablar de política con él, mejor no. A los blancos los ignoraba y cuando Zelmar, el Hugo y otros, fundaron el Frente Amplio, él dijo convencido que eran todos una manga de locos, y que el Frente no era partido político ni era nada, ¿Desde cuándo? —decía. ¿Qué invento es ese? ¿Quién los va a votar a esos dementes? ¿Mire usted dejar el partido colorado por un experimento sin pie ni cabeza con el que no van a llegar a ninguna parte…?

   Tan patriota, colorado y artiguista era el hombre, que al nacer su único hijo le tiró con el código y le dio por estigma, más que por apelativo, el nombre de nuestro prócer, padre de la patria, don José Gervasio Artigas. Nombre que el muchacho llevó, hay que reconocer, lo mejor que pudo, entre chistes, guiñadas y codazos de todos quienes llegaron a conocerlo. Los muchachos del barrio, cuando él llegó, lo empezamos a llamar Josecito. La madre se puso furiosa: ¡Qué Josecito ni qué cuernos!, nos dijo.
— ¡Él se llama José Gervasio Artigas, así que a lo sumo lo pueden llamar José Gervasio y punto! ¡Qué embromar!
   Doña Carlota era una india regordeta, mala como el ají, pero tierna con su hijo como la malva. De todos modos, en el barrio llegamos a un acuerdo. Un vecino de esos que ponen los apodos al pelo, le empezó a llamar: Artiguitas, y Artiguitas quedó con el beneplácito de la madre india y el padre batllista. 

Los años pasaron y el chico creció. Se hizo hombre, se recibió de tornero y comenzó a opinar sobre los problemas que atravesaba el país. No fue blanco ni colorado y, ante el desconcierto de su padre, arrancó para la izquierda.
   Acaso por esa razón, porque jamás estuvo afiliado ha partido alguno, ni actuó en grupos guerrilleros, una noche negra de fines del 81  lo vinieron a buscar y se lo llevaron encapuchado. Lo tuvieron de plantón y cuando iban a dar comienzo los “interrogatorios” uno de los uniformados leyó el nombre en voz alta: José Gervasio Artigas, dijo, y el otro quedó tieso y sin respirar.
  Contaron después los susodichos, jurando con los dedos en cruz, que en ese mismo momento, de la pared sucia de sangre y orines, surgió la impresionante figura del Jefe de los Orientales, de botas y uniforme de General, como una visión fantástica venida del otro mundo y que, plantándose ante ellos les dijo:                                                                          
“Ya es tiempo de que vayan terminando esta guerra despareja”. Dicho lo cual, después de atravesarlos con su mirada de águila, como llegó, se fue, esfumándose por la pared como un espectro.

   Los uniformados, que tardaron en reaccionar, no tocaron a Artiguitas y aunque hasta el día de hoy siguen jurando que vieron al General Artigas en persona y que se fue por la pared, a los dos los pasaron al calabozo como chicharras de un ala. De todos modos, por extraña coincidencia, esa misma noche comenzaron las tratativas entre civiles y militares que lograron, tiempo después, ponerle fin a aquellos años de ignominia.
Artiguitas, por las dudas y por si acaso, quedó suelto y absuelto. Esa noche lo sacaron encapuchado del cuartel y así lo dejaron por el Camino de la Redención. Y hay quienes afirman que el alto mando, poniendo en duda la historia de la aparición del Jefe de los Orientales, aceptó que Artiguitas no era sedicioso, y tal vez temiendo represalias de ultratumba decidió que no era bueno un enfrentamiento con espíritus que atraviesan paredes de bloque vestidos de General de la patria.

   Fue así como José Gervasio Artigas Zabaleta se salvó de la tortura que sufrieron cientos de uruguayos. Desde entonces Artiguitas le agradeció a su padre el nombre que le asignara ante la pila bautismal de Tacuarembó. Nombre que llevaría con orgullo hasta el día de su muerte, acaecida muchos años después en su lugar de “Capón de la Yerba”.

   Pasada la dictadura, Artiguitas se casó y se quedó a vivir en el barrio. Lo que sucedió aquella noche en un cuartel de Montevideo fue creído por algunos y puesto en duda por otros. Como siempre pasa. Hasta que hace unos años, cansado de vivir en la capital, decidió volver a su pueblo. Y cuentan los que estaban, que un atardecer, a principios de aquel invierno, vieron venir por el Camino de los Helechos, al General José Gervasio Artigas cabalgando en su moro. La noche avanzaba como un ejército de sombras rodeando al Protector de los Pueblos Libres. Dicen que Artiguitas supo, no más al verlo, que venía en su busca. Dicen que no quiso esperar, que salió a su encuentro, sin poncho y de alpargatas, sin facón y sin divisa y que al pasar el General, se fue con él.

 
 Ada Vega, edición 2001

miércoles, 8 de noviembre de 2023

Ofelia Bromfield




 Ofelia Bromfield nació en la Ciudad Vieja, en una mansión que sus antepasados construyeron a principios del siglo XX. El primero de los Bromfield había llegado al país a fines de la Guerra Grande, con intención de invertir en la industria textil. A su llegada se instaló en la sitiada ciudad de Montevideo, en una casa de paredes muy altas y balcones con barandales de hierro, cerca del Templo Inglés, hoy: Catedral de la Santísima Trinidad y sede de la Iglesia anglicana. Templo que fue construido dentro de las murallas, de espaldas al mar. Luego demolido, al comenzar la construcción de la rambla sur en la década del 20, y vuelto a construir en una réplica del mismo en los años treinta, frente al mar, sobre la calle Reconquista. 


El señor Bromfield se afincó en Montevideo y contrajo nupcias con una joven londinense radicada en la ciudad. Fue uno de los hijos de este matrimonio quien hizo construir, en la primera década del siglo XX, la mansión de la Ciudad Vieja. Heredada, por lo tanto, en línea directa, la mansión pasó a constituirse en propiedad de los padres de Ofelia Bromfield. Para ese entonces, la fortuna de los Bromfield, debido a la poca visión para los negocios, había comenzado a declinar. De todos modos, Ofelia llevó allí una infancia y una adolescencia feliz. Concurrió al British School, aprendió a montar a caballo, a jugar al tenis y a nadar en todos los estilos. Se casó con un joven que fue con el tiempo copropietario de una empresa naviera y tuvo dos hijos: un hijo atorrante y una hija lesbiana. 


El joven atorrante era reconocido por su padre como un vago, un holgazán. Su madre, en cambio, entendía que el muchacho era un chico alegre y bohemio viviendo a pleno su juventud. Con la hija al principio no se enteró. No se dio cuenta de que los años pasaban y nunca la vio en compañía de un varón; con un compañero de clase o un posible enamorado. Comenzó a llamarle la atención cuando, ya en la universidad, la veía siempre en compañía de una chica un poco mayor que ella. Aunque no profundizó ni averiguó sobre dicha relación. Hasta que un día su hija le comunicó que se iría a vivir con su amiga. 


—En pareja, le dijo. Ofelia creyó no entender, de todos modos, era una mujer inteligente. 

—Cómo en pareja, le preguntó. 

—Sí, mamá, le contestó la joven muy segura de sí. Somos pareja hace mucho tiempo y, por lo tanto, resolvimos vivir juntas. 

—¿Pero como...? Atinó a decir Ofelia. La chica no la dejó terminar de hablar y le dijo con cierta superioridad: 

—Mamá, a mí los hombres no me atraen. No los quiero a mi lado como novios ni como esposos. No quiero que me toquen. No quiero que me violen en nombre del amor. Que me lastimen. Que con su simiente me hagan un hijo en la barriga. No quiero tener hijos, mamá. No quiero que me hagan daño. Una mujer jamás me haría daño. ¿Comprendes mamá? 


Ofelia comprendía a su hija. Comprendía lo que le estaba diciendo. Pero no la entendía. No la entendió nunca. Aceptó que se fuera a vivir en pareja con su amiga, con la esperanza, quizá, de que algún día recapacitara y se volviera una mujer “normal” que le diera nietos. Y vaya si algo así sucedió. Habían pasado dos años cuando una tarde llegó Fernanda a ver a su madre. Llegó feliz a contarle la buena nueva: 

—¡Vamos a tener un hijo, mamá! Ante tal aseveración, Ofelia llegó a pensar que su cabeza comenzaba a sentir el cruel paso de los años. Que su mente ya no coordinaba como debería. Es cierto, se dijo casi con resignación, estamos transitando el siglo XXI: todo puede ser posible. La ciencia avanza en estos tiempos con una celeridad como nunca antes. Habrá algo que no se pueda lograr en los próximos años, se preguntaba. Dejarán los hombres de ser necesarios para engendrar las nuevas generaciones. Será posible un mundo sin hombres, sin amor, sin sexo entre un hombre y una mujer. ¿No sería ya tiempo de que la Ciencia parara un poco...? Ofelia en su confusión, solo acertó a preguntar: 


—¿Cómo que van a tener un hijo? 

—Sí, mamá, vamos a adoptar un bebé. Una chica que está embarazada y no lo puede criar, me lo va a dar. 

—Y por qué no lo puede criar, quiso saber Ofelia, en parte tranquilizada. 

—Porque es muy pobre y tiene otros hijos y fíjate que nosotras lo podemos criar sin ningún problema. Pensamos adoptar una nena y un varón. Ofelia no pudo disimular su contrariedad. 

—Pero, Fernanda, no me dijiste un día, antes de irte a vivir con tu compañera, que no querías saber nada de los hombres. Que no querías ser violada ni lastimada, que no querías llevar un niño nueve meses en la barriga ni sufrir los dolores de parto. 

—Claro que te lo dije. Y sigo pensando igual. 

—Sigues pensando igual, pero tienes intenciones de criar dos niños ajenos como hijos propios. 

—Sí, mamá, pero yo no necesito un hombre para tenerlos. 

—Tú no, pero la chica que lo va a dar a luz, sí lo necesitó. Ella para tenerlo pasó por todo lo que tú no quisiste pasar. 

—Y bueno, mamá alguien tiene que tener a los bebés, no crecen en los árboles, ¿no? 

—No, no crecen en los árboles, por eso no es justo que una mujer tenga que dar a sus hijos para que una pareja, como la de ustedes, juegue con ellos a las madres. 

—No vamos a jugar a las madres, los vamos a alimentar y a educar. Los vamos a querer mucho. No van a andar en la calle pasando frío y hambre. 

—Y cuando crezcan cómo les van a decir que no tienen padre, pero que, en cambio, tienen dos madres. 

—No sé, mamá, no sé. Eso lo veremos después. Cuando crezcan. 


Hoy, iniciado el 2012, Fernanda y su pareja tienen tres chicos. Tres varoncitos que criaron de bebés como propios. Tres varoncitos que las muchachas consiguieron legal o ilegalmente, nunca supo la abuela cómo, pero que los aceptó y los amó desde el mismísimo día en que, recién llegados, se los pusieron en los brazos. Tres niños felices que van a la escuela, tienen un hogar con dos mamás, un tío atorrante y dos abuelos que los aman. ¿Qué pasará mañana? Qué les dirán sus madres sobre sus nacimientos. Ya se verá cuando el momento llegue. Desde que el hombre de ciencia comenzó a intervenir en la concepción de los seres humanos por medio de la Fecundación in Vitro, la Reproducción Asistida y sin llegar a dar, por el momento, mucho asidero a la Clonación Humana, no sería de extrañar que los niños, en los tiempos venideros, nacieran de un repollo. Con seguridad para entonces no habrá necesidad de explicaciones. La vida en su andar distorsiona y da vuelta las cosas. Las cambia de rumbo. Pone al sur lo que antes estuvo al norte. 


Ante estas cavilaciones, Ofelia recuerda una historia que de niña le contara su abuelo paterno, sobre el Templo Inglés que los emigrantes británicos construyeron en la Ciudad Vieja allá por 1800, de espaldas al mar y frente a la ciudad, y que un día lo dieron vuelta y quedó como está ahora: de espaldas a la ciudad y frente al mar. Durante años dudó de que esa historia fuese cierta. Mire si un Templo va a girar como una noria. Sin embargo, al pasar los años y ante la evidencia del Templo Inglés construido en la Ciudad frente al mar, y unas antiguas fotos del mismo Templo de espaldas al mar, debe reconocer que lo que hoy parece imposible puede un día, por astucia, por magia o por amor, convertirse en la más pura realidad. 


Ada Vega, año edición 2009

Las campanas de la Catedral

 



"No preguntes por quién doblan las campanas, las campanas están doblando por ti". John Donne


A las siete de la tarde las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus. Las señoras piadosas de la ciudad se acercaban con sus niños pequeños y sus hijas adolescentes, a rezar el Ave María. Montevideo aún conservaba vestigios de aldea, aunque las cúpulas de sus edificios se elevaban en el inútil impulso de acariciar el cielo. A esa hora, las escasas luces de la Ciudad Vieja, comenzaban a encenderse.
El arbolado de la Plaza Matriz, plantado tardíamente, a lo largo de sendas pavimentadas, mostraba árboles escuálidos atados a sus tutores. En el medio de la plaza, donde confluían las sendas, se encontraba la fuente de mármol, en homenaje a la primera Constitución de 1830, y en derredor se alineaban bancos y faroles.

Yo iba de la mano de mamá.

En el camino se unía a nosotras mi madrina, la tía que nunca se casó, que se llamaba Gloria y vivía con mis abuelos en una casona del barrio de La Aguada

Atravesábamos la plaza al sesgo, para desembocar en las puertas de la Iglesia Mayor. Al finalizar el Ángelus el sacerdote elevaba el Santísimo y bendecía a todos los feligreses. Luego nos retirábamos y volvíamos a cruzar la plaza, pero entonces dábamos una vuelta alrededor de la fuente.
A mí me encantaba ese paseo, porque la tía y mamá se sentaban en algún banco a conversar y yo me quedaba junto a la fuente a observar a los niños y a los querubines, a los faunos y a los delfines entrelazados, jugando bajo el agua de la vertiente.

Por un rato, después del Ángelus, la escalinata y la calle de la Catedral se veían colmadas de gente que se saludaba y conversaba, mientras enfrente, la plaza se convertía en un sarao.

Gloria fue la primera en nacer y designada por ello, a quedarse con los abuelos para cuidarlos en su vejez. Fue también, en compensación, la madrina de todos sus sobrinos. Estuvo en mi bautismo y en la fiesta de mis 15, pero no pudo venir a mi boda porque el abuelo es esos días no se encontraba bien de salud. Al poco tiempo cuando el abuelo falleció, siguió solícita, cuidando a la abuela.

Un día las campanas de la Catedral dejaron de llamar a oración y las campanas de todas las parroquias de la ciudad, dejaron de doblar.

En esos días falleció la abuela, y mi madrina, la tía solterona, la madrina de todos sus sobrinos, la que no se casó nunca, no tuvo hijos, ni conoció hombre alguno, se quedó sola. Sin serenatas, ni cartas de amor. Entonces comencé a ir a verla todos los domingos.

Había en la casa una cocina a leña que en invierno estaba siempre encendida, y allí nos sentábamos las dos a conversar. Tomábamos mate con café, en un mate de porcelana, con flores de colores y filetes dorados, con una bombilla de plata y oro, que había sido un regalo de boda de mis abuelos. Comíamos unos bizcochos con azúcar negra y pasas de uvas, que ella horneaba para mí, porque sabía que desde niña me encantaban.

Cuando nació mi primer hijo, no quise pedirle que fuese la madrina, porque siempre creí que cada niño que amadrinaba era como una nueva condena, un nuevo dolor.

Al principio iba sola los domingos y mi esposo iba a buscarme al atardecer. Después comencé a ir con mi hijo pequeño, después con el segundo y luego con los tres.

Las tardes de los domingos fueron una obligación que nunca tuve el valor de abandonar. A mis hijos les gustaba ir, pues había en la casa un fondo grande, donde podían jugar sin peligro y sin molestar.

Durante mucho tiempo fui a verla los domingos. Sé que ella esperaba mi visita como algo preestablecido, y la hacía feliz.

Después, los años pasaron, mis hijos crecieron y yo comencé a quedarme los domingos en mi casa junto a mi esposo.

Los años también pasaron para ella que envejeció en soledad, sin pedir nunca nada a nadie.

Y una tarde fría de invierno, a la hora en que antaño, las campanas de la Catedral llamaban al Ángelus, se fue en silencio. Abandonó este mundo impiadoso, en aquel caserón del barrio de La Aguada.

Ada Vega, año edición 2017

Como las sirenas




La ventana del primer piso de la casa de enfrente tenía, en invierno, los postigos siempre abiertos. Detrás de los cristales, entre las cortinas de hilo, una niña rubia nos miraba jugar. A veces, en verano, la abrían totalmente. Entonces la niña apoyaba sus brazos cruzados sobre el marco de la ventana y sus ojos claros recorrían la calle angosta. Sirena se llamaba. Como las sirenas de los cuentos marineros. La casa de Sirena tenía dos pisos, un jardín muy grande, un muro de ladrillos y un portón de hierro con candado. Los niños del barrio nos reuníamos por las tardes a jugar. Los varones en la calle, las niñas en la vereda. Era aquel un barrio muy tranquilo por donde rara vez pasaba un auto. En aquel tiempo vivía con mi madre y mi hermano Carlos, en una casa de tres piezas y un fondo con parral. De tanto ver a la niña que nos miraba desde su ventana, una tarde le pregunté a mi madre por qué Sirena no bajaba a jugar en la vereda. Mi madre me explicó que ella no jugaba con los niños del barrio. No entendí por qué no quería jugar con nosotras, si éramos todos vecinos y vivíamos en la misma calle y se lo comenté a mi madre, que agregó:

—Tal vez los padres no le permitan bajar a jugar porque son una familia bien, y no se dan con los vecinos del barrio.
—¿Qué es una familia bien, mamá?
—Una familia que tiene mucho dinero.
—¿Nosotros tenemos mucho dinero?
—No, mi amor, nosotros no tenemos dinero.
—¿No somos una familia bien? —mi madre sonrió:
—Somos una familia bien, sin dinero.

Recuerdo que quedé pensando que sería muy triste tener mucho dinero. Y aquellos niños fuimos creciendo. Los años se precipitaron. De los cinco años de pronto llegué a los ocho; tenía diez años cumplidos cuando una tarde observé a mi hermano que miraba fijo la ventana de la casa de enfrente y a Sirena que le sonreía. A partir de ahí, muchas veces los vi intercambiar miradas y sonrisas. Un día mi hermano, que ya había cumplido los catorce años y estaba en el liceo, decidió cruzar a la casa de la familia bien a conocer a la joven Sirena y se lo dijo a mi madre.

— ¡Hijo, cómo vas a ir a esa casa si no tenemos relación! Si apenas nos saludamos. —No importa —le contestó decidido—, yo quiero conocer a Sirena.
—Querido, no te van a recibir —insistió. De todos modos, ese fin de semana mi hermano se acicaló un poco más que de costumbre, le dio un beso a mamá —que quedó angustiada—, cruzó la calle y por primera vez golpeó las manos frente al portón de la casa de enfrente. Una morena gritó desde una ventana.
—¿Qué desea?
—Hablar con la señora de la casa.
—¿Para qué? —quiso saber la morena.
—Quiero conocer a Sirena. La morena no contestó. Lo miró de arriba a abajo y entrecerró la ventana. Mi hermano permaneció incólume. Al poco rato volvió la morena, abrió el portón y lo condujo a una salita donde se encontraba la mamá de la joven. La señora le tendió la mano. Quiso saber como se llamaba.
—Carlos —le dijo.
—¿Donde vives, Carlos? —le preguntó.
—Vivo enfrente, soy el hijo de la modista.
—¿Y por qué quieres conocer a Sirena?
—Porque la veo siempre asomada a la ventana y quiero hablar con ella.

La señora, después de un momento, le pidió que la acompañara. Subieron una escalera, llamaron a una puerta y entraron. En una habitación llena de libros, muñecas, y osos de peluche, se encontraba Sirena. Se conocieron al fin.
—¡Es linda mamá! Linda, linda. ¡No sabes cuánto! Tiene el pelo rubio y largo, muy largo, y los ojos claros como tus ojos, mamá. Y una risa grande y unas manos blancas y suavecitas. La mamá me dijo que los sábados de tarde puedo ir a verla. ¡Cuando termine de estudiar y me reciba, voy a casarme con ella…!

Mi madre lloró esa tarde abrazada a mi hermano, que a los catorce años había decidido que hacer con su futuro.
—No llores, mamá. Está todo bien. Yo la quiero y ella también me quiere. ¿Entiendes, mamá?
—Hijo, pero ella…
—No importa mamá, no importa.


Mamá entendía, cómo no iba a entender. Los años al pasar, la vida que se empeña siempre en mostrarnos todo lo bueno, todo lo malo, tendrían la última palabra. Mientras tanto mi hermano estaba de novio con la hija de la familia bien, aquella niña rubia que asomada a la ventana nos miraba jugar. Pasaron seis años y una tarde de abril, se casaron en la parroquia del barrio. Todos los vecinos estaban allí. Cuando sonaron los primeros acordes de la Marcha Nupcial y se abrieron las puertas de la iglesia, entró Carlos con Sirena vestida de novia en los brazos. Atravesó la nave principal y la bajó frente al altar mayor. La sostuvo todo el tiempo, mientras el sacerdote los unía en matrimonio. Después, volvió a salir con ella en los brazos. Antes de partir, Sirena arrojó a sus amigas el ramo de novia.

Ada Vega, año edición 2008

martes, 7 de noviembre de 2023

La abuela Gaby










La abuela Gaby está completamente sorda. Más sorda que una tapia. Me da pena, a veces. La veo a diario recorrer la casa diligente, tratando siempre de ayudar a mi madre en los quehaceres. Activa, sigilosa. Su paso breve por las habitaciones trasunta paz. Seguridad. Desde que está sorda ha dejado de hablar. Se ha acostumbrado a permanecer callada y nosotros respetamos su decisión. Algunos vecinos creen que también ha perdido la voz. Pero no está muda. Cuando quiere, y tiene ganas, nos endilga algún discurso. Cada vez que le dirigimos la palabra nos colocamos frente a ella, pronunciando lentamente y exagerando el movimiento de los labios, para que lea en ellos lo que queremos decirle. Entonces ella, si lo considera necesario, nos contesta con gran solvencia y soltura, pues su mente, gracias a Dios, se conserva nítida y fresca como un amanecer de estío. De lo contrario, si cree que no vale la pena contestar, apoya apenas una mano en su cabeza y con la otra hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va.


Es hermosa la abuela Gaby. Es delgada y menuda. Tiene blanca la cabeza. Los ojos celestes y la risa pronta. Las manos pequeñas y un conocimiento de la vida como pocas personas tienen. Un conocimiento adquirido por percepción más que por vivencia propia. Pues la abuela –—es de justicia decirlo— no ha salido de esta casa desde que la entró en los brazos, al año de estar casados, Heriberto Villafañe, un mocetón alto y fuerte que fue su amante, su compañero y su marido por más de cincuenta años. También el padre de sus cinco hijos y el gran amor de su vida. Los pormenores de la vida romántica de la abuela no los conozco por mi madre, quien se ha resistido siempre a hablar del tema por considerarlo demasiado escandaloso. Ha sido la propia abuela quien, desde que era niña, en las largas siestas de verano, sentadas bajo los árboles del jardín, me ha contado su historia de amor y cómo y por qué se casó con el abuelo Heriberto.


La abuela Gabriela —que así se llama— nació un día de setiembre de 1924, en una casa quinta, cerca del Parque Hotel. Su madre fue una francesa nacida en el valle del Ródano, que había venido con sus padres a radicarse en Uruguay hacia 1910. Su padre fue un criollo nacido en pleno Centro, empleado administrativo del Banco de Seguros, quien conoció a la francesita, una tarde de domingo de 1920, en el Rosedal del Prado, casándose con ella dos años más tarde en la Catedral de Montevideo. Según me ha contado, tuvo una linda niñez, hizo sus estudios en un colegio privado, y a los veinte años estaba pronta para casarse con Antoine Prévert, un pariente lejano por parte de la madre, muy elegante, muy correcto y muy francés, dueño de una gran fortuna, residente en París, con quien supo desde siempre que se casaría. Conociendo, pues, a su futuro esposo llevó con él un noviazgo de poco más de un año hasta la fecha elegida para la boda.


Un noviazgo serio, respetuoso, tal como correspondía a un caballero del linaje de Antoine Prévert. Gabriela estaba feliz con la idea del próximo matrimonio. Su prometido era apuesto, cordial. La trataba con gentileza y amabilidad. Con dicha unión se abría ante ella un mundo de lujo y bienestar. Faltando poco más de un mes para la boda, mientras se realizaban los últimos preparativos, conoció en la casa de unos amigos, a Heriberto Villafañe. Un joven de veintidós años que trabajaba como operador en un cine de la ciudad. Nacido en un barrio pobre, hijo de un mecánico y una costurera, sin más fortuna que su juventud y sus dos manos para trabajar, era Heriberto la antítesis de su novio francés. Sin embargo, desde que se vieron por primera vez, ambos, se sintieron atraídos.


El muchacho, más apasionado, comenzó a perseguirla. A hostigarla, casi. Ella sorprendida, profana en el juego del amor, haciendo alarde de mujer fatal, peligrosamente, le seguía el juego. Nunca pensó que, en ese juego, podría peligrar su ya anunciado matrimonio. Mientras se probaba el traje de novia una y otra vez, con su velo blanco, comenzaron a encontrarse a escondidas, algunas veces en el parque, otras en el cine y las más vaya a saber dónde. Lo cierto es que Gabriela una o dos tardes por semana desaparecía de su casa para volver al atardecer feliz y contenta, sin aclarar demasiado el motivo de sus reiteradas deserciones. En esos días cercanos a la boda ayudaba a su madre a escribir las tarjetas, opinaba sobre las exquisiteces que se servirían en el bufete, y festejaba entusiasmada cada regalo recibido.


La relación con Heriberto supuso ella que sería algo pasajero, apenas una travesura como para despedirse de la soltería. No creyó que llegaría a incidir sobre la realización de su próxima boda. Ni le pasó jamás por la mente, que pudiese existir algún motivo por el cual suspenderla. De todos modos, unos días antes de casarse, los continuos mareos, las náuseas que le provocaban ciertos alimentos y los antojos que de pronto le atacaban, comenzaron a preocuparla. Preocupación que llegó al paroxismo al comprobar que su regla mensual se había suspendido. Estaba embarazada y no de Antoine precisamente, con quien nunca había tenido relaciones íntimas. El caso era grave y no se vislumbraba solución. Pudo quizá haberse casado, como estaba decidido, y el niño pasaría por ser hijo del francés. Pudo practicarse un aborto. Calladamente. Sin que la sociedad pacata de entonces llegara a enterarse. Pudo, pero no quiso.


La abuela Gaby renunció al casamiento programado con años de anticipación, despreció la fortuna en francos franceses, que la esperaba, y se fugó con el operador de cine a vivir en un apartamento, con claraboya, en el barrio de La Aguada. La familia jamás la perdonó. Mi madre tampoco. El abuelo Heriberto abandonó su trabajo de operador de cine y subsidiado por la empresa argentina Glucgsman, abrió en el centro una sala cinematográfica. Antes de nacer el niño se casaron sin ostentación por el civil, dejaron el apartamento con claraboya y se mudaron para una casa preciosa en La Blanqueada. Mientras, el abuelo, ya diestro empresario, inauguraba la segunda sala en el barrio de Pocitos. Para entonces la abuela ya había dado a luz los dos primeros varones de los cuatro que tuvo, más mi madre, que fue la última en nacer y la única mujer. Antes de inaugurar la tercera y última sala de cine, el abuelo le compró a la abuela la casa de La Blanqueada, que es esta donde vivimos mi madre, mi padre, la abuela y yo.


El abuelo Heriberto falleció hace ya algunos años, pero la abuela sigue recordándolo y hablándome de él. Le he preguntado, últimamente, que fue del novio francés. Cree que volvió a Francia y allá se quedó. En aquellos días de la vergonzosa fuga, la madre y el padre se enojaron mucho con ella, pero cuando dio a luz al segundo varón vinieron los dos a verla y a conocer a los nietos. Y aunque nunca le perdonaron el papelón que, por su culpa, hicieron ante los demás parientes, llevaron una moderada relación. Lo cierto es que la abuela nunca se arrepintió de la elección que hizo. Pocas veces he hablado de este tema con mi madre. De todos modos sé como piensa al respecto.


Para mamá la abuela fue una inconsciente al rechazar a Antoine y su boato. Pudo, le ha dicho más de una vez, haber sido una mujer rica. Mamá ciertas cosas no las entiende. Por eso soy más amiga de la abuela que de ella. Amo a la abuela Gaby, a su lado he aprendido muchas cosas de la vida. Mamá se preocupa cuando nos ve conversar a las dos y le dice que no me llene la cabeza de pajaritos. La abuela la mira, frunce el entrecejo, le hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va refunfuñando. Creo que mamá desconfía de la sordera de la abuela. A veces... yo también.

Ada Vega, 2012



lunes, 6 de noviembre de 2023

Blanquita por siempre






Blanquita era una morena de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el dulce de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba los inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a un arroyo Miguelete, todavía no contaminado y la calle Islas Canarias, se llamaba Ganaderos. Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana.


Era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre. Blanquita con olor a canela, nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo. Era mamama. Así le decía Andrés, el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.


Por aquellos años vivíamos en el Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente. Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campo que su padre le dejara como herencia. Allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas; envueltas en el perfume de la dama de noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.


Blanquita vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá, para que le diera una mano con mi hermana Elena, recién nacida. Y mamá, que aún no había cumplido los dieciocho años, le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad, salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la casa que ella descuidaba. Para no pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de figurar.


De modo que la morena nos adoptó a todos. Formó parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue, alrededor de los siete años fuimos, cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente, para Blanquita que acompañaba a mi madre al "London – Paris" a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes.


Pero fue cuando nació Andrés que se hizo imprescindible. Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con solo mirarse. Ella sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.


Recuerdo una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y se cayó. Un instante antes de quebrarse la rama, Blanquita salió de la cocina corriendo y gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica, pero noté algo extraño. La oí gritar y la miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera. Andrés no se lastimó, pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que la morena lo llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce.


Esas cosas, incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos. Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y ella se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de despertarse en él, el llamado de Cristo.


Andrés se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquén, en la República Argentina. Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por unos cinco años. La tarde que vino a despedirse, Blanquita le dijo que volverían a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama, me voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría. Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días, mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita casi no hablaba.


Una noche, en medio de un Ave María, llamaron a la puerta. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: Andrés. Mamá fue corriendo a abrir y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia solo para despedir a su mamama. Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la cara mojada de lágrimas de la morena que guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro, decirle:
—Bendición mi niño.
—Mamama, mamama —le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño Andrés.
—Ego te absolvo, de los pecados que nunca cometiste, y te bendigo, en el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el cielo, mamama, y del Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén.

Ada Vega, edición 2004