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sábado, 16 de abril de 2016

Sergei Radov, primer violín.


En los 100 años del Centro Atlético Fenix. Julio de 1916 - 2016

   Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa Capurro. Pude ver, con amargura, como cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que, poco a poco, la fue sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas, debido, en parte, a los buques que llegaban a nuestro puerto principal y vertían los desperdicios en sus aguas. Se sumaron las vertientes contaminadas de los arroyos Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puerto de Ancap, junto a los deshechos que la propia refinería volcaba en la bahía.
    Yo, como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la playa quedó sola y olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba recorrerla. Con mis zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando había bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al viejo lavadero, y allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del mar, a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez. Una tarde, en medio de mi contemplación, me sorprendió un viento repentino y traté de salir lo más rápido posible, pisando las rocas que desaparecían bajo las olas que avanzaban agitadas. Cerca de la orilla, vi a un botija de más o menos mi edad que, con mucha dificultad, trataba de salir de entre las grandes piedras. Al pasar junto a él le ofrecí mi mano y salimos juntos. No lo conocía. Nos pusimos la zapatillas y cruzamos al parque. Sentados en la verja de ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el barrio. Hacía unos días se había mudado con sus padres a una casa en Húsares a la altura de Flangini.        
En ese entonces yo vivía en Coraceros, así que éramos vecinos. Como  lo habían apuntado en la Escuela Capurro, seríamos también compañeros. Esa tarde, sin más datos, sellamos una amistad para toda la vida.
   Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov, pero para mí y los botijas del barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del Cine Capurro. También lo hicimos hincha del glorioso Fénix, por aquel año con: Pessina, González Plada, Saccone, Montuori y Herol, aunque abajo llevó siempre la camiseta de Nacional. Como a todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con él era difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos en la calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero. De todos modos, él insistía. Lo que pasaba era que el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó en su niñez lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy evidente, pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo llenaban de goles. Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. Algunas veces lo oíamos tocar desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando. Por eso los botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá la globa Rusito, chapá el violín. Con el violín disimulás la pata corta! Cuando terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el Rusito tenía una novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella también. Marianela era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por Francisco Gómez y la vía. Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los deberes.
 En el primer año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al regreso. Fue en las vacaciones de julio, cuando estábamos en segundo, que Marianela se enfermó. Cuando veníamos del liceo él entraba en su casa y se quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos. Leyéndole a Machado, una tarde, ni se dio cuenta que Marianela, ya no lo oía.
Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo yo sabía de su sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese querido decirle algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin embargo, en esa época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo hacía aislarse de todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín toda la pena que le dejara la pérdida de su amor adolescente. Salimos del Bauzá y fuimos al I.A.V.A. Entramos juntos a la Facultad de Medicina. El Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba hacer Pediatría y dedicarse a los niños con Poliomelitis. Entonces los problemas políticos del país se fueron agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron las grandes huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le pidió un día que fuese a sacar el pasaporte y consiguió unas direcciones en Europa,  por las dudas.
    No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. No sabía nada de política pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo llevaron dos o tres veces. Un día vino muy lastimado. Don Igor no esperó más, le sacó los pasajes, le dio las direcciones, todos sus ahorros y el violín.
 Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue.
—Adiós, Rusito. —Voy a volver. Y el avión se perdió en el cielo. Adiós.
No volvió. Vivió en Austria con unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el oficio de sus tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín.
     Ayer don Igor me llamó para mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el Viejo Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el gobierno de su país, el laureado Primer Violín de la Filarmónica de Viena, Sergei Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde ofrecerá varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.” Hoy, desde el costado de la Ruta 1, he vuelto a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la moderna vía de hierro y hormigón que atraviesa el viejo parque, amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo, descansa para siempre mi vieja Playa Capurro.
Gritan las gaviotas molestas con mi presencia. El Rusito vuelve. El mar susurra. Hay bajante.

Ada Vega - Blog Garúa: http://adavega1936.blogspot.com.uy/

miércoles, 13 de abril de 2016

Amor virtual



Se llamaba Anton Sargyán. Era un armenio alto, moreno y desgarbado que siendo un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay, después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923.
 En aquel tiempo después de navegar más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español  fue a una escuela del estado y en el liceo se enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron a Uruguay  a fines del siglo XIX.
 Los chicos se conocieron se enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las familias de ambos se enteraron.
A los dos les prohibieron ese amor, pero para Anton no existían prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que siguieron viéndose  a escondidas hasta que los padres de  Alejandrina decidieron irse del país.
Fue entonces que Anton ideó un plan audaz para impedir esa mudanza.
La novela de Anton Sargyán avanzaba con interés cuando un día Anton adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y mientras yo escribía en la computadora,  la historia de amor de Anton y Alejandrina comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas:   
—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia  y llévame contigo.
Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No obstante envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca  contestaron.
La  novela iba avanzando fluida,  yo estaba entusiasmada en como se iban dando los hechos, no tenía intenciones de abandonarla. Anton por días no se comunicaba,  entonces yo adelantaba la historia pues creía que se había terminado la odisea,  pero al rato volvía con sus frases de amor cada vez más audaces.
Pensé que podría ser alguno de los webmaster de los sitios donde yo participaba, algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir averiguando porque pensé que creerían que  estaba volviéndome  loca.
Mientras tanto Anton no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba apasionado conmigo  —decía—, conocía mi alma y quería habitar en mí.
 Le contesté, siguiendo el juego, que no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar en mi.
 Me contestó que si lo liberaba y le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría más  a mi esposo ni a mis amigos ni a nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseos humanos. Todos mis deseos.
Además me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo —imploró—  si no lo haces mátame en tu historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome.
En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él  no sólo leía lo que yo escribía en la computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme:
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame!
Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor de Anton y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio junto a cuentos que nunca puse fin.
 Algunas noches entrada la madrugada cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que sólo pidió habitar en mí y que  dejé encerrado en un cuento inacabado.
Muchas noches entrada la madrugada cuando el cansancio me vence, entre mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi escritorio el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora.

AdaVega - 2013  Visítame:http://adavega1936.blogspot.com.uy/

lunes, 11 de abril de 2016

La abuela Gaby




        La abuela Gaby está completamente sorda. Más sorda que una tapia.
Me da pena, a veces. La veo a diario  recorrer la casa, diligente, tratando siempre de ayudar a mi madre en los quehaceres. Activa, sigilosa. Su paso breve por las habitaciones trasunta paz. Seguridad. Desde que está sorda ha dejado de hablar. Se ha acostumbrado a permanecer callada y nosotros respetamos su decisión. Algunos vecinos creen que también ha perdido la voz. Pero no está muda. Cuando quiere, y tiene ganas,  nos endilga algún discurso. Cada vez que le dirigimos la palabra nos colocamos frente a ella pronunciando lentamente y exagerando el movimiento de los labios, para que lea en ellos lo que  queremos decirle. Entonces ella, si lo considera necesario, nos contesta con gran solvencia y  soltura pues su mente, gracias a Dios, se conserva nítida y fresca como un amanecer de estío. De lo contrario, si cree que no vale la pena contestar, apoya apenas una mano en su cabeza y con la otra hace señas de que no oye, de que no entiende,  da media vuelta y se va.
Es hermosa la abuela Gaby. Es delgada y menuda. Tiene blanca la cabeza. Los ojos celestes y la risa pronta. Las manos pequeñas y un conocimiento de la vida como pocas personas tienen. Un conocimiento adquirido por percepción  más que por vivencia propia. Pues la abuela – es de justicia decirlo - no ha salido de esta casa desde que la entró en los brazos,  al año de estar casados, Heriberto Villafañe, un mocetón alto y fuerte que fue su amante, su compañero y  su marido por más de cincuenta años. También el padre de sus cinco hijos y el gran amor de su vida. Los pormenores de la vida romántica de la abuela no los conozco por mi madre, quien se ha resistido siempre a hablar del tema por considerarlo demasiado escandaloso.  Ha sido la propia abuela  quien, desde que era niña, en las largas horas de las siestas de verano, sentadas bajo los árboles del jardín, me ha contado su historia de amor y cómo y por qué se casó con el abuelo Heriberto.
 La abuela Gabriela – que así se llama - nació un día de setiembre de 1924, en una casa quinta, cerca del Parque Hotel. Su madre fue una francesa nacida en el valle del Ródano, al sur de Francia, en una casa solariega del siglo XVIII, que había venido a Uruguay hacia 1910, con su madre y con su padre, acaudalado comerciante en seda decidido a establecerse en Montevideo donde, no se sabe bien cómo, despilfarró su fortuna. Su padre fue un criollo nacido en pleno Centro, empleado administrativo del Banco de Seguros, quien conoció a la francesita, una tarde de domingo de 1920, en el Rosedal del Prado, casándose con ella dos años más tarde en la Catedral de Montevideo. Según me ha contado tuvo una linda niñez, hizo sus estudios en un colegio privado, y a los veinte años estaba pronta para casarse con Antoine Prévert, un pariente lejano por parte de la madre, muy elegante, muy correcto y  muy francés, dueño de una gran fortuna, residente en Montevideo y en París, con quien supo desde siempre que se casaría. Conociendo, pues, a su futuro esposo llevó con él un noviazgo  de poco más de un año hasta la fecha elegida para la boda. Un noviazgo serio, respetuoso, tal como correspondía a un caballero del linaje de  Antoine Prévert. Gabriela estaba feliz con la idea del próximo matrimonio. Su prometido era  apuesto, cordial. La trataba con gentileza y amabilidad. Con dicha unión se abría ante ella un mundo de lujo y bienestar.
Faltando poco más de un mes para la boda, mientras se realizaban los últimos preparativos conoció, en la casa de unos amigos, a Heriberto  Villafañe. Un joven de  veintidós años que trabajaba como operador en un cine de la ciudad. Nacido en un barrio pobre, hijo de un mecánico y  una costurera, sin más fortuna que su juventud y sus dos manos para trabajar era Heriberto  la antítesis de su novio francés. Sin embargo, desde que  se vieron por primera vez, ambos, se sintieron atraídos. El muchacho, más apasionado, comenzó a perseguirla. A hostigarla, casi. Ella sorprendida, profana en el juego del amor,  haciendo alarde de mujer fatal, peligrosamente, le seguía el juego. Nunca pensó que, en ese juego, podría peligrar su, ya anunciado,  matrimonio.
 Mientras se probaba el traje de novia, una y otra vez, con su velo blanco,   comenzaron a encontrarse a escondidas, algunas veces en el parque, otras en el cine y  las más vaya a saber dónde. Lo cierto es que Gabriela una o dos tardes por semana desaparecía de su casa  para volver al atardecer, feliz y contenta, sin aclarar demasiado el motivo de sus  reiteradas deserciones. En esos días cercanos a la boda ayudaba a su madre a escribir las tarjetas, opinaba sobre las exquisiteces que se servirían en el bufete, y festejaba entusiasmada cada regalo recibido.
La relación con Heriberto pensó ella que sería algo pasajero, apenas una travesura  como para despedirse de la soltería. No creyó que llegaría a incidir sobre la realización de su próxima boda. Ni le pasó jamás por la  mente, que pudiese existir  algún motivo por el cual  suspenderla. De todos modos, unos días antes de casarse los continuos mareos,  las náuseas que le provocaban ciertos  alimentos  y  los antojos que, de pronto, le atacaban comenzaron a preocuparla. Preocupación que llegó al paroxismo al comprobar que su regla mensual se había suspendido. Estaba embarazada y no de Antoine, precisamente,  con quien  nunca  había  tenido relaciones íntimas. El caso era grave y no se vislumbraba solución. Pudo, quizá,  haberse casado, como estaba decidido y el niño pasaría por ser hijo del francés. Pudo practicarse un aborto. Calladamente. Sin que la sociedad pacata de entonces  llegara a enterarse.  Pudo, pero no quiso.
 La abuela Gaby  renunció al casamiento programado con años de anticipación,  despreció  la fortuna  en  francos  franceses, que la esperaba, y se fugó con el operador de cine a vivir en un apartamento, con claraboya,  en el barrio de La Aguada.
 La familia jamás la perdonó. Mi madre tampoco.
El abuelo Heriberto abandonó su trabajo de operador de cine y ante una oportunidad, que se le presentó abrió una tintorería, en El Cordón, con su camioneta de reparto. Antes de nacer el niño se casaron, sin ostentación, por el civil, dejaron el apartamento con claraboya y se mudaron para una casa preciosa en La Blanqueada. Mientras el abuelo, ya diestro en el oficio de tintorero,  abrió una sucursal  en el Centro.
Para entonces la abuela ya había dado a luz los dos primeros varones de los cuatro que tuvo, más mi madre que fue la última en nacer y la única mujer. Antes de inaugurar la tercera y última tintorería, el abuelo le compró a la abuela la casa de La Blanqueada  que es ésta donde vivimos mi madre, mi padre, la abuela y yo.
 El abuelo Heriberto falleció hace ya algunos años, pero ella sigue recordándolo  y hablándome de él. Le he preguntado, últimamente, que fue del  novio francés. Ella cree que volvió a Francia y allá se quedó. En aquellos días, de la vergonzosa fuga, la madre y el padre se enojaron mucho con ella, pero cuando la abuela dio a luz al segundo varón vinieron  los dos a verla y a conocer los nietos. Y aunque nunca le perdonaron el papelón que, por su culpa,  hicieron ante los  demás parientes, llevaron una moderada relación. Lo cierto es que la abuela nunca se arrepintió de la elección que hizo.
Pocas veces he hablado de este tema con mi madre. Pero sé como piensa al respecto. Para mamá la abuela fue una inconsciente al rechazar a Antoine  y  su  boato.  Pudo, le ha dicho más de una vez,  haber sido una mujer rica. Mamá ciertas cosas no las entiende. Por eso  soy más amiga de la abuela que de ella. Amo  a la abuela Gaby, a su lado he aprendido muchas cosas de la vida. Mamá se preocupa cuando nos ve conversar a las dos y  le dice que no me llene la cabeza de pajaritos. La abuela la mira,  frunce el entrecejo,  le hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va refunfuñando.
Creo que mamá desconfía de la sordera de la abuela.  
A veces... yo también.

Ada Vega