Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas
pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza,
deteniéndose a trechos. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño,
cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones
amplias y patios embaldosados. Con jardín
al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa
una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los
vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de
enredaderas.
Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven,
con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al
cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con
ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el
ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba
Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era
honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.
Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los
quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba
principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada
de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un
viejo piletón, una o dos veces por semana.
Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan
empezó a inquietarme. Comencé por intuir
que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un
árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy
serio, entrecerrando los ojos como si la
luz del sol le molestara.
Pese a comprobar que
la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no
alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle
importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues,
por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar
que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.
Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de
olvidarme de aquel muchachito subido al
árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de
don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?,
dije, creí que tendría diez. —Los años pasan para todos, dijo mi madre. —La mamá
ya hace ocho años que falleció y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.
Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del
árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar
de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia,
¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus
vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida
apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.
Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de
preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí.
Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada,
siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó
algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté,
burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos
relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos
de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada
azul, no era ya la mirada de un niño.
Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha
para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo,
aquella próxima fecha no me hacía feliz,
como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al
abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente
a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo
abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me
aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al
muchachito en el árbol.
—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó. —No sé, le contesté, él vive en esa casa. —¿Y qué hace arriba del árbol? –—No sé. ¿Qué
otra cosa podía decirle, si ni yo misma
sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en
la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado: — ¡Habría que
hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar
para acá! ¡Está mal de la cabeza!
—¡Es un chico! —le
dije para calmarlo un poco—, son cosas de chiquilín.
—¡Es que no es un chiquilín,
es un muchacho grande! —me contestó—, ¡es un hombre!
¡Un hombre! —pensé—, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos
ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A
perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que
crecía en mí, ajeno a mi voluntad,
creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me
preocupaba ese chico varios años menor que yo, que sólo me miraba.
Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para
lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su
puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al
fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos
detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir
una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó
con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse
sobre la cruz de mis piernas.
—No te cases con
Enrique —me dijo—, espérame dos años.
—Dos años, para qué —le pregunté.
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando
y podremos vivir juntos.
—Pero Fernando, tienes
apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede
ser!
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener
veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a
tener treintaicuatro ¿cuál es el
problema?
—Después no sé, pero
ahora es una locura, yo no puedo... ¡me estoy por casar!
—Vos no te podés casar
con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre?
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das
cuenta, ¡estás confundido! Pero, por
favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre aquí, ¡por
favor!
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve.
—No, no me esperes —le dije—,
porque no voy a venir.
—Vas venir —me
contestó.
Pasé el resto del día
nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella
situación no era correcta. Pero no podía
dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado
resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido
seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos
desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en
mi pecho deseaba volver a vivirlo. No
sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez
rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era que aquello no tendría
buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi
familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de
su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada
situación antes de que pasara a mayores.
Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.
La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de
la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en
lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta.
La noche estaba cálida y estrellada. La
luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí por la puerta de
la cocina, sin encender la luz, como una sombra.
Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más
umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el
tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y
coraje. Y yo lo dejé entrar en mí,
deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la
última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió
dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo
a ver a mis padres y a mi suegro. Mis
hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió
hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran
chicos.
Enrique vive en
Estados Unidos. La quinta de mi padre está abandonada. El viejo piletón aún se
encuentra allí. Cuando voy a la casa
entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro
amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en
demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su
cuenta decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la
medianera.
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