¿En qué pensaba Magela, tan llorosa, aquella noche de verano
tendida en la cama junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la
placidez de un santo? Cuántas noches de cuantos años habían pasado
desde aquella primera, sublime,
inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién era ese hombre que dormía boca arriba, un brazo
doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas y estiradas. Con una cara de yo no fui, vistiendo apenas un calzoncillo de lino azul tan breve,
que apenas lograba contener al pájaro de la lujuria causante de su
desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y cruel que, conociendo su desconsuelo, trataba de atisbarla, siempre curioso, desde
la puerta apenas entreabierta de su escondrijo.
Y ella no merecía ese
oprobio.
.
¿Quién era ese hombre
con quién hizo el amor hasta ayer? Con quién engendró sus hijos y compartió su vida, hacía más de veinte años. A quien amó con
vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y a
quien estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse que ese hombre, que siempre creyó suyo, la engañaba con otra mujer.
Lloraba, Magela, en
silencio y sin consuelo abrazada a la almohada.
Al verlo dormir con tanta beatitud pensó cuantas veces la habría engañado y
ella, en el limbo, ignorándolo como una
tonta. Se sentía humillada. Burlada. No
pudo dominar el ramalazo que la dominó.
Su pecho se llenó de odio. Lo odiaría
por el resto de su vida. Lo arrancaría de su corazón. Ya no existía para ella.
Volvió la cara llorosa
hacia ese hombre que dormía a su lado
semidesnudo. ¡Por Dios! Y que guapo era.
Qué bien se conservaba el desgraciado, ¡mal
rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba
el vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Sólo las canas
recordaban los años que llevaba vividos.
Pero las canas les sientan a todos los hombres y él no iba a ser la excepción,
por cierto. Sintió el impulso de
matarlo. Clavarle un puñal en el pecho.
Pegarle un par de tiros. Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra
que, según él, siempre la miraba.
Había dejado de llorar
y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos fijos en el
cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y despatarrado sobre
la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su marido. Siempre le
agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea.
Ese cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies.
Ese cuerpo que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba,
después del amor, recostar la cabeza.
Sus piernas firmes enredadas en las suyas en las noches de invierno. Sus manos
que eran pájaros curiosos recorriéndola entera y su boca, su boca húmeda sobre
su piel.
¡Santo Dios! ¿Por qué tenía ella que apartarlo de su vida?
¿Por qué tenía que dejar de amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien
la ofendió?
Si ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había
faltado ni con el pensamiento. ¡No era
justo!
Ya esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando
cabos, había llegado a la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando
fino, juntando datos, aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a la
vuelta del trabajo. Desganos u olvidos para el amor, en noches febriles
en que ella estuvo impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal
vez. Que hubieran pasado desapercibidos
en otra mujer que no fuese Magela: cuida estricta de su hogar y conocedora de
su compañero hasta en sus pensamientos. Detalles que la fueron llevando hacia una realidad no esperada.
Eso le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una
amante y se lo dijo.
—Oscar, vos tenés otra mujer, le había dicho esa noche cuando
terminaron de cenar.
—¿Qué decís? —le
contestó él. —Lo que oíste, y no me lo
niegues que lo sé bien.
—¡Estás loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron un ping pong de preguntas sin mucho asidero y
respuestas esquivas. El le juró que no
tenía, ni nunca había tenido una
amante.
—Esta semana vos te acostaste con otra mujer —le insistió
Magela.
— Eso no es tener una amante —le contestó Oscar, seguro de lo
que decía.
---¿Qué decís?
---¿Qué decís?
—¡Que no tengo ninguna
amante!
—¡Pero te acostaste con otra!
— ¿Y qué tiene eso?
—¿Cómo que tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí!
—¡Por favor Magela, no dramatices! vos sos mi mujer, yo te
quiero a vos, vos sos la única mujer que
tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas que pasan. ¡Nada que
ver!
Quiso tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre,
pero ella estaba muy enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se
fue al dormitorio.
Ahora Magela lo mira
dormir con la beatitud y la inocencia de un ángel bueno. Y no sabe qué hacer.
Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio, irse ella a
pasar mil penurias, con sus
hijos, vaya a saber dónde, o aceptar que su marido la siguiera engañando cada dos por tres.
Entrada la madrugada la venció el sueño se cubrió con la
sábana de flores celestes mientras su marido, dormido profundamente, roncaba
con entusiasmo como roncan los hombres justos,
felices y satisfechos.
A la mañana siguiente Oscar se levantó como siempre para ir
al trabajo, tomó el café de pie en la
cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le dijo a Magela: mamá, no te
olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista y que tenés que pagar el
recibo de la luz porque hoy es el último día. Se inclinó le dio un beso en la
mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde, chau. Portate bien.
Para Oscar, la conversación
de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero Magela estuvo días y días
con la mente aturdida buscando una solución a su problema. Hasta que una tarde
llegó de visita su madre: la abuela Ernestina. Mujer cabal, si las hay. De una
sensatez y un dominio de las más difíciles situaciones, que pocas personas
pueden esgrimir. Magela contó a su madre el momento que estaba viviendo y las
posibles situaciones que estaba
procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña
Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó
de contar su peripecia le dijo muy calma: —Si yo hubiese matado a tu padre
cuando, como vos, me enteré que me engañaba ustedes serían huérfanos y se
hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado que
fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a
criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos y
difíciles.
Si yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa.
Pregunto: ¿dónde hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin
dinero? ¿Qué familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis
hijos por tiempo indeterminado? ¿Crees
que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin padre y sin casa? Yo también
entonces pensé muchas cosas. Yo también, como vos ahora, me sentí humillada,
dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para bien ni para mal. Sin
embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabés, Magela, vos ahora no te
das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que comprendas que lo que dice tu
marido es cierto: lo que hizo no tiene importancia. Entendeme, no tiene para
los hombres, la importancia que le damos las mujeres. No importa lo que oigas por ahí, no importa
lo que te digan, vos no podés poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos
necesitan al padre y a la madre, y vos sabés bien que tu marido es un buen
padre. Tu caso no es para una separación. Haceme caso, olvidate y seguí como
si no hubiera pasado nada.
—Mamá, ¿vos me estás diciendo que lo perdone?
— Sí, si olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.
¿En qué pensaba Magela tendida en la cama después de hacer el
amor, apoyada la cabeza en el pecho de su esposo, aquella noche de verano?
Mientras su esposo
dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio. Desnudo como
Dios lo trajo al mundo. Ángel de pecado.
Con la cabeza ladeada, las piernas
apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo largo del cuerpo y
el otro rodeando su espalda.
¿Cuántas noches de cuántos años habían pasado desde aquella
primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años?
No sabe, Magela, cuantas noches de amor han pasado ni
cuantas restan por venir, sólo sabe que junto a su hombre, el padre de
sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y lo malo que la vida le depare,
solamente por amor, el resto que le quede por vivir.
Ada Vega, 2006 -
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