Simón
y yo crecimos en un pueblo de veinte casas con chacras y montes de eucaliptos,
junto a una estación de ferrocarril abandonada. Éramos primos dos veces, su padre
era hermano de mi madre y su madre hermana de mi padre.
Casi
todos los habitantes del pueblo éramos parientes, y vivíamos de lo que el pueblo producía. En
cada casa se criaban gallinas, pavos y patos. Algunos vecinos tenían ovejas y otros cebaban
cerdos, y para fin de año se mataban corderos, cerdos y pollos y se repartían entre todos.
Sólo un vecino tenía dos vacas, de modo que la
leche para el día la mandaba el dueño de
una estancia que quedaba del otro lado de la vía.
Al principio íbamos a la escuela montados
los dos en un petizo que se llamaba Majo. Simón adelante porque era el hombre y
yo atrás tomada de su cintura. Al comienzo del tercer año el padre le regaló un zaino oscuro patas blancas y en
él íbamos los dos, siempre él adelante con las riendas y yo atrás, siempre
abrazada a su cintura.
Nunca entre nosotros se pronunció la palabra
“novios”, pero Simón grabó su nombre y el mío
en el tronco de una higuera del fondo de mi casa, con un cuchillo de
filetear que su padre, que era guasquero, le regaló en un cumpleaños.
Cuando cumplí los quince me trajo una pulsera
de plata con una medalla en forma de corazón que decía Tú y Yo
de un lado y Para toda la vida, del otro. A la semana siguiente mi madre
le compró una pieza de crea al turco que todos los meses pasaba por el pueblo, y comencé a bordar mi ajuar. Para sus
dieciocho le regalé la camisa y la corbata para la boda y él comenzó a trabajar
en la ciudad del departamento. Dejamos
de vernos todos los días, y Simón comenzó a cambiar.
Un día decidió quedarse a vivir
en el pueblo porque se cansaba de tanto
viajar en moto cuatro veces por día. Fue espaciando las visitas a mi casa y yo
comencé a extrañarlo y a llorar por él. Dejamos de hablar de casamiento y al final me confesó que
ya no me amaba.
Que lo nuestro —dijo—, había sido sólo un
juego de niños, que habíamos crecido y el verdadero amor era otra cosa.
Seguí bordando mi ajuar porque creí que un día
volvería a mí, pero no volvió. Tuvo otra novia en otro pueblo, y otra y luego otra.
También los años pasaron para mí. Y una
primavera me pidió en matrimonio otro
primo que tenía unas cuadras de campo
junto al río.
Esa misma primavera volvió Simón al pueblo a
pedirme que me casara con él. Cuando lo vi. entrar al patio de mi casa el
corazón se me escapó del pecho. Estaba cambiado, tan buen mozo, tan bien
vestido.
Nos
abrazamos en la mitad del patio y fuimos por un momento aquellos niños que
jugaban al amor: la niña que nunca terminó de bordar el ajuar, el niño que a
punta de cuchillo dejó su nombre y el mío grabados en la higuera del fondo de
mi casa.
Me
pidió perdón, dijo que me amaba y había vuelto para casarse conmigo. Que había alquilado una casa en el pueblo.
Dijo todo lo que por mucho tiempo esperé que me dijera varios años
atrás. Pero habíamos crecido y el amor no es un juego. No podía engañarlo, le
contesté que ya no lo amaba y que para el próximo otoño me casaría con Andrés.
Creo
que le costó entender. Nunca se imaginó que no aceptaría su propuesta de
matrimonio y menos aún que estuviese de
novia con otro hombre. Ante su desconcierto hubiese querido explicarle que ya
no éramos los mismos, contarle de mi dolor cuando me dejó, el tiempo que me
llevó tratar de olvidarlo, pero no encontré las palabras. Lo acompañé hasta la
puerta cuando se fue, al llegar a la esquina se volvió para mirarme.
Ese
otoño me casé con Andrés, luego de unos años vendimos el campo y nos fuimos a
vivir a Montevideo.
El
pueblo de las veinte casas ya no existe. Ni existen las chacras, ni los montes,
ni la estación del ferrocarril. Todo lo
borró la producción de soja. Sólo la pulsera de plata había quedado como
recuerdo, pero una de mis hijas la encontró una tarde en uno de los cajones de
mi mesa de luz, le puso un dije que representa
un delfín, y se la llevó.
Quedó sobre la mesa de luz la medalla en forma
de corazón con el Tú y Yo y el Para toda
la vida, como único testigo de aquel primer amor que no pasó de ser, más que
un juego de niños.
Ada Vega, 2013 –
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