Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de
Vincent era un
joven pálido de cabello largo, barba rizada, y de ojos enlutados de mirar
perdido. Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia, que
deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos
veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un
caballete y un pincel.
Caminaba la vida
con un compañero invisible y permanecía largas horas apoyado en el puente
mirando el mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y
vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa
antigua y sentenciada.
Sonreía y pintaba
siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra a veces se retiraba y miraba la tela como un
verdadero pintor de oficio, buscando la perfección, entonces se acercaba y
corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía
blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los
silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba
con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo.
Simplemente lo veíamos pasar.
Vivía
con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la
misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse
Vincent, pero su verdadero nombre, rubricado por apellidos muy sonados en la
política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia
adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto
como él lo permitía.
Llegaba
de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era éste
quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre
esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano en alto Vincent
apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el
pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado, hasta donde le fue
posible, mantener alejada a su familia, con excepción de su hermano Diego, con
quien en los últimos años mantuvo una gran amistad.
A
Diego le dolía la condición en que se encontraba su hermano. En una oportunidad
nos contó que siendo estudiante, Vincent sufrió un trastorno en su mente y
perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le
sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados
Unidos, en busca de una posible cura, pero volvieron sin encontrarla. Y el
joven poco a poco se fue aislando.
No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días,
hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un
día, en sus desvíos, encontró a los cirujas que vivían junto al Miguelete y se
quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela
y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y
óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un
joven callado y dócil, pero vivía en un mundo donde no había cabida para nadie
más.
Un
invierno su madre dejó de venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente
registró el hecho. Entonces empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de
óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela.
También le traía ropa, frazadas y comida pero él todo lo daba a sus compañeros.
Diego no soportó más la situación. Una tarde se lo llevó con él, lo bañó, lo
afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud.
Lo
instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas
perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete
con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias
y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero al llegar la noche con
su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al
encontrarla cerrada con llave, enloqueció.
Se
sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando éste llegó y
entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven,
perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía
interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba,
debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en
su ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la
bahía.
Y
Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con
la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años
estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en
llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta cubierto con una manta. Al
verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no
quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado.
Diego se acostó junto a su hermano y lo abrazó muy fuerte. Entonces
Vincent, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que
lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro en sus manos y mientras le oía decir casi en
susurro: Adiós, Diego, observó en aquella vieja tela, que durante años, su
hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “Vaso con
girasoles” con su firma: Vincent
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