Cuando tuve el primer síntoma no dije nada
en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué
atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que
sólo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente
para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen
vertidas por familiares muy queridos. Creía
que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para
involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería
alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué.
Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le
otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez,
que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me daba por primera vez.
Mi
familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de
cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una super mamá. Claro
que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana nunca
me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes,
ni reumas, ni ataques al hígado. La
familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que
crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full
time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta que no hice
nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista
que hacían las jóvenes, en aquellos años. Sólo mi madre reparó que mi destino se
encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto trató de evitarlo y para ello, solía
ponerme de ejemplo a su amiga Elena.
Fui a ver al médico y le expliqué lo que
me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me
escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas
me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a
verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al
entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando
tendió su mano para despedirse dijo.
—Véame en cuanto los estudios estén prontos.
La primera en irse de casa fue Laurita. Había
terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser
escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un
departamento del Centro.
Desde pequeña Laurita supo que se
dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para
lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del
más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía
sus propios embustes.
No podía fracasar.
Mamá y su amiga Elena crecieron en un
barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas la escuela y al liceo. Mi madre se enamoró antes de terminar la
secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya
estaba en la Facultad de Medicina. Años
después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de mamá
que ya tenía tres hijos, dos
gatos y un perro.
Los
estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que
en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo, para obtener un diagnóstico definitivo sobre
el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto me realizaron una
biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su
microscopio.
Después se fue Analía. Analía era la mayor
de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis
hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo
hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano
con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa,
luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se
vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas.
Elena volvió de Europa a los seis meses. La
primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y
perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y
sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse
en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había
agregado a sus quehaceres, el cuidado del jardín que mantenía todo el año con flores
y el de un jaulón lleno de pájaros que tenía mi padre y que ella sufría: no toleraba
ver pájaros enjaulados.
El
resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el
oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un
tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con algún miembro
de mi familia. Yo me opuse. Le dije que
por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se
enterara de mi enfermedad. Ya habría tiempo más adelante.
Jorge demoró más en abandonar la casa.
Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de
la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de
cada viaje se quedaba con nosotros hasta
que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando
un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su
casamiento. El matrimonio se llevó a
cabo una mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y
familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se
despidieron y se fueron de luna de miel.
Mi madre tuvo cinco hijos, tenía
cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó
sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a
volar enloquecidos, otros no se animaron y aún con la puerta abierta
prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los
árboles y de a poco, volando de rama en rama fueron calentando las alas hasta
que al fin se fueron y no volvimos a verlos.
Pero otros muchos, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a
volar. Intentaron vuelos cortos y
quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados.
No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del
perro, los gatos los alcanzaron.
Pobre
mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros
aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros.
Al principio la medicación era muy suave.
Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles, antes de
ir a la intervención quirúrgica en la que no confiaba demasiado. Pero yo
comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto decidió no esperar
más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera
que decidí hablar con mi familia.
Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era
uno, era otro, que por distintas causa no podía venir. Al fin, después de idas
y venidas, logré reunirlos.
De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos
se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de
casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién
casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año.
Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su profesión. Murió unos meses después que mamá.
Fueron amigas, hasta el fin de sus días.
Mi esposo
sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué.
Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar
que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tenés que
cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna
excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tenés mala cara mami, te vemos
bien.
—El
doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes —arriesgué durante la conversación.
—Voy
yo —se apresuró a decir mi esposo.
—Analía —recuerdo que dije—, me gustaría
que acompañaras a papá.
—Sí, claro
—me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? No
entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que
pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo
hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar
el trance.
Laurita
me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo
presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló
el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando
tienen miedo. Mi fingida serenidad, dio un respiro a su inquietud.
Después, todo pasó tan rápido que aún me
parece un sueño terrenal.
No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra.
Ada Vega
Ada Vega
ROSAMELIA ha comentado
ResponderEliminar" Un relato hermoso, fue un deleite leerlo. Gracias por compartirlo"
Maria sena sena ha comentado
ResponderEliminar"¡ Genial...simplemente GENIAL.! Besos a ultratumberos."
Josefina Camacho ha comentado l
ResponderEliminar"!Sin palabras! bello ,tierno ,sutil .Abrazos desde estos cielos del sur -Josy."
Señora, deposito mi corazón , fe y oración en sus manos.
ResponderEliminar¡¡¡EXELENTE ESCRITO,NO DECAYO NUNCA MI INTERES FUE LEER Y LEER!!!!EL FINAL ME MATO...
ResponderEliminar"SI VUELVO ALGUNA VEZ, ME GUSTARÍA SER MAESTRA"
ptecioso escrito muy muy bonito
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ResponderEliminarUn escrito que llega al alma Ada Norma, te mando un fuertisimo abrazo
POR DIOSSSSSSSSSSSSS ME PUSE A LEER Y ME ENTRSTECIO EL FINAL ME DEJO ATONITA KE MAS PUEDO DECIR KE FINAL
ResponderEliminarCariño, espero que antes de volver no te vayas...Besitos
ResponderEliminarNorma te felicito por tu escrito. Refieres al amor y desamor entre los seres humanos. También develas las relaciones familiares, la madre sus prejuicios, el dar a los demás mucho y poco hacia ella misma. La enfermedad fisica es un pretexto para mostrar la enfermedad social. Buena tarde.
ResponderEliminarQueridos amigos, gracias por los comentarios, les dejé un mensaje en blog de "El Desván del poeta" Cariños. Ada
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ResponderEliminarPluma y Data 15 de octubre de 2012 19:41
El puma es patrimonio de America entera, pero como al hombre todo lo que le hace bien lo aniquila; ahora solo quedan unos cuantos.
Bonito tu cuento, que se acompaña con una brisa de nostalgia.
Un abrazo desde Lima, Ada
Gracias por tu lectura y comentario. Muy bueno tu blog, te dejé mensaje,Cariños.Ada
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