Si de algo careció Lucía a los
veinte años fue de gracia, belleza. Sensualidad. No era, ni cerca, como
las muchachas que al atardecer paseaban del brazo por la plaza, y
al cruzarse con los jóvenes del pueblo bajaban los ojos con recato.
Ni como las empleadas de la fábrica “Las Marías” seis
cuadras después del puente, que en cada turno circulaban en grupos vestidas con
overoles azules, comiendo maníes tostados en cucuruchos de papel de diario.
Siempre alegres, y sonriendo con picardía a los muchachos que al
pasar las piropeaban.
Recién cumplidos los diez años Lucía quedó huérfana
de padre y con sólo quince años perdió a su madre quien al morir,
dejándole la casa de herencia y una pensión de por vida, le delegó la
tarea de velar por sus hermanos.
En esos días de luto —según dijo—, para
acompañarlos y darles una mano, llegó una tía a vivir con ellos hasta que
pudieran arreglarse solos.
La tía que vino por un tiempo no aportó ni trabajó nunca,
molestaba más que servir para algo, y recién se fue de la casa cuando años más
tarde la parca se la llevó.
De manera que Lucía con sus quince años y
mientras sus hermanos terminaban de criarse, cargó con la casa y se
dedicó a lavar, limpiar y cocinar para todos. Así lo hizo mientras la tía
tejía y miraba televisión y los dos varones, terminados sus estudios, se
pusieron a trabajar.
Siempre había pensado en dedicarse un poco a ella
cuando sus hermanos se casaran o se fueran de la casa. Pero los muchachos
resultaron reacios al matrimonio y permanecieron aferrados a la casa
paterna y a su alma.
Los años inclementes fueron pasando. Las hojas del
almanaque se llevaron su juventud y con ella la esperanza de encontrar el amor.
Si bien es cierto que nadie nunca le pidió matrimonio también es cierto que
ella desde su ostracismo, nunca miró hombre alguno.
De modo que al cabo del tiempo se fue convirtiendo en una
mujer gris. Con una grisura que afloraba desde su interior.
Despojada de toda coquetería, su feminidad se reducía a
mantener la pulcritud de su persona. Ajena al uso del maquillaje, peinaba su
cabello negro y lacio recogido en un moño sobre la nuca. Conciente
o no, logró que su paso por la vida pasara inadvertido. Fue así que un día, a
fin de vencer la soledad y el encono que le producía el haberse convertido en
la solterona del pueblo, comenzó a recibir y contestar cartas de un misterioso
enamorado creado por su imaginación.
Enamorado que fue perfeccionando tanto en sus misivas
que un día se le apareció en cuerpo y alma.
Sin darse cuenta había dejado pasar la juventud, los
días en que el Amor se respira en el aire. Lucía nunca se cruzó con él, y llegó
a la plenitud de su vida sin amor y sin sexo. De todos modos un día entendió
que no era demasiado tarde y se dispuso a buscar y encontrar al hombre
que, según ella, estaba esperándola en alguna parte. Carente de afecto y de
ternura necesitaba sentirse amada y deseada por un hombre. Entonces recibió la
primera carta:
Srta. Lucía:
Usted no me conoce. Soy un hombre que desde hace mucho tiempo está enamorado de
usted. No he tenido oportunidad de hablarle a pesar de habernos cruzado muchas
veces, por ese motivo le escribo esta carta.
Me llamo Albérico Alonso, tengo 58 años y soy viudo. No
tengo hijos. Vivo en el Nº 3520 de su misma calle. Me gustaría que nos
encontráramos para conversar. Contésteme por favor. Déme la oportunidad
de conocerla. Ya sabe mi dirección. Afectuosamente
Albérico Alonso
La carta con su nombre y dirección se encontraba en el
buzón de la entrada, cuando uno de los hermanos al volver del trabajo la
encontró.
—De quién es —le preguntó al entregársela.
—Cómo voy a saber si aún no la he abierto —le contestó
Leyó con tanta emoción como si aquella misiva fuese en
realidad de un extraño, y sintió que el corazón latía como alocado.
Esperó un par de semanas y contestó:
Sr. Albérico Aloso
De mi mayor consideración:
Hace
unos días recibí su carta. He dudado mucho en contestarla. No sé si es una broma
o usted realmente existe. No sé quién es, no he intentado averiguarlo pese a
dejarme sus dato y dirección.
Desconozco a qué o a quién estoy enfrentándome, pero créame
que ha despertado mi curiosidad. No sé de qué pudo usted enamorarse, como dice.
Tengo en mi habitación un gran espejo que diariamente me
recuerda que no soy joven ni hermosa. Le agradezco sus conceptos, pero no creo
que vernos resuelva esta extraña situación. De todos modos lo saludo atte.
Lucía Rivero
Cerró el sobre, escribió la dirección que le dejara
Albérico y la guardó junto a la primera carta que hizo y recibió. A los pocos
días una nueva carta aguardaba en el buzón.
Cada carta que recibía iba transformando su carácter y su
presencia. Se la veía más alegre, más cuidada. Feliz. Casi hermosa. Esa
relación escrita se mantuvo poco más de un año. Los hermanos, que creían que
efectivamente las cartas las enviaba un admirador, no entendían por qué
Lucía se negaba a conocer al hombre que, según ella misma contaba, era una
persona de bien. Mientras las cartas, atadas con una cinta roja, se
fueron sumando guardadas en un cajón de la cómoda.
Un día Lucía comenzó a no saber con exactitud dónde dejaba
los lentes, el monedero, los recibos para pagar las cuentas de la casa. A
sentir inseguridad para caminar. De todos modos seguía escribiendo y recibiendo
cartas. Hasta el día que Albérico se presentó en su casa.
Se encontraba preparando la cena para sus hermanos que aún
no habían llegado, cuando oyó el timbre de la puerta de calle. Se apresuró a
abrir y allí se encontraba Albérico.
—No podemos seguir así —dijo el hombre—, no somos
niños. No tenemos la vida por delante. ¡Quiero que vivamos juntos!
Lucía lo invitó a entrar. Conversaron mucho, hasta la
media noche. Desde entonces todos los días llegaba el hombre a conversar y
hacer proyectos. A veces de mañana, otras al medio día. Y muchas veces de noche
en que se escuchaba la voz de Lucía en continuo coloquio, hasta entrada la
madrugada.
Decidieron vivir juntos y para siempre cuando los hermanos,
luego de varias consultas médicas la internaron en un sanatorio para enfermos
mentales. Albérico se fue con ella. Vivieron juntos hasta la mañana del
invierno aquel, en que Lucía no despertó.
Blog Garúa: http://adavega1936.blogspot.com/
Seria felicitar a Lucia, pues la soledad es buena o mala segun como la sepamos llevar, Ada que bella historia y toda la trama y el final son geniales, como siempre Felicitaciones a ti Ada por tu forma tan agradable de escribir.
ResponderEliminarGracias Jairo, por tu comentario y el anterior deseo de que ganara URUGUAY, felicitaciones por el triunfo de COLOMBIA!
ResponderEliminarmuy bueno Ada...he podido ver la figura de Lucía ...en algunas Lucias que he conocido...felicitaciones...
ResponderEliminarGracias, Daniel.En mis tiempos el destino de la mujer era casarse y tener hijos y si no te casabas antes de los veinte corrías el riego de quedar "para vestir santos", la cosa ha cambiado gracias a Undivé !! Abrazo.
ResponderEliminarUltimamente están leyendo mis cuentos más hombres que mujeres! ¡BIENVENIDOS!!
ResponderEliminargracias por la bienvenida...creo que no se vive sin amor, de hecho Lucía vivió entregada a el amor hacia sus hermanos..y después se fué a buscar a otro espacio , a otra vida ese amor , que esta vida le negó...excelente !!!
ResponderEliminar¡EXCELENTE!!
ResponderEliminarGracias, Buby!
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ResponderEliminarLei la historia de Lucia y me lleno de ternura , Daniel tiene razon al decir que cuantas Lucias hay entregadas al cuidado de hermanos , maams etc y no es que se olviden de si misma , es que la vida las ha obligado hacerlo , gracia spor compartir tan hermoso relato
Gracias a tí Myriam, por el comentario!
ResponderEliminarMe has hecho recordar el libro "el amor en los tiempos de còlera". Hermosa historia. Gracias Ada Vega
ResponderEliminarNo me doy cuenta en qué parte de "amor en los tiempos del cólera" se parece, de lo que leemos siempre quedan resabios. Hace muchos años que lo leí. Gracias por comentar.
ResponderEliminarAda Vega, quizà por ser una historia de amor de esas en las que el tiempo no importa...sòlo el amor.
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