Desde que la conoció Aníbal le había
dicho a Clemencia que era irónica y mal
pensada; y que esos eran atributos que
él no soportaba en una mujer. Que la mujer usaba la ironía para sentirse inteligente
y superior, le decía, y eso de que una mujer se creyera inteligente y superior
a un hombre, era algo que en la vida no
se podía soportar. Y menos él. Igual se
hicieron novios porque él pensó que un día se tendría que casar con alguien y
que su casa quedaba de paso para ir al trabajo y para el boliche donde
noche a
noche se reunía con amigos a
jugar a las cartas.
De modo que un
día, después de pasar varios inviernos aburriéndose en el bar con los pocos
amigos que iban quedando solteros, decidió comprar una televisión a color y
casarse con Clemencia. Y Clemencia, que ya había pasado los treinta, aceptó
casarse con Aníbal aún sabiendo que el muchacho no era lo que se dice un buen
partido, ni la sacaría jamás de pobre, pero que, sin embargo, le permitiría al
fin ser dueña de casa y manejar su vida como le viniera en ganas.
La pareja llevaba largos años de
novios, el ajuar comenzaba a ponerse amarillento, de manera que dejando a un lado el formulismo, se
casaron un sábado de Semana Santa con el altar
de la iglesia en penumbras y los
santos tapados con trapos negros.
—Arrancamos mal, dijo ella, cuando se enteró
lo de los santos y que las arañas de caireles no se encenderían por ser Sábado
de Gloria, el día elegido para la boda.
—Pará con la ironía, le dijo Aníbal.
—Ironía es casarnos vos y yo, le
contestó ella, y para colmo: un sábado de gloria. Se casaron, al fin, con la
bendición de Dios, consientes que se
aceptaban pero no se amaban como deberían; y se fueron a vivir a una casa de
bajos que alquilaron en el mismo barrio donde ambos habían crecido.
La televisión la colocó Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama. Al
volver del trabajo venía derechito a acostarse y encender el aparato. Ella
cocinaba, hacía las compras, ordenaba la casa. No miraba televisión. Se
acostumbraron a vivir él en el dormitorio y ella en el resto de la casa. Por la
noche dormían entrelazados después de hacer el amor. En ese tiempo no tuvieron
hijos porque los hijos no estaban en el propósito de ninguno de los dos.
Como a Clemencia le empezó a sobrar el tiempo, pues fue siempre una
mujer muy dinámica y laboriosa decidió, por su cuenta, abrir un negocio que
pudiera atender ella sola. Por lo tanto desocupó una pieza del frente, hizo
colocar unos estantes, un mostrador con
cajonera y organizó una pequeña mercería para vender botones, hilos, puntillas
y esas cosas. Aníbal no opinó ni a favor ni en contra. Confiaba plenamente en
Clemencia y lo que ella decidiera hacer con su tiempo contaba, desde el
vamos, con su aprobación. La joven ya había demostrado que
era voluntariosa y emprendedora. Así que la dejó hacer. Y el negocio poquito a poco comenzó a rendir.
No obstante su nueva actividad,
Clemencia no dejó de atender su casa y su marido. Mientras, él
seguía con su trabajo en el Ministerio y su televisión a color. Cuando se
encontraban de noche en la cama matrimonial ella le contaba los progresos de su
negocio, y los proyectos. Él la escuchaba durante las tandas y la apoyaba en
todo. Después, apagaban la televisión,
se entregaban a alimentar el amor y se dormían entrelazados. Aníbal
nunca hacía preguntas. Ella dedujo entonces que a él no le interesaba lo que
hacía ella con su vida. Por lo tanto dejó de contarle lo que hacía y le
sucedía. Y él, entusiasmado con la programación de los ochenta canales, ni
cuenta se dio.
Un día Clemencia decidió mudar la
mercería para un lugar más grande y más céntrico. Encontró sobre la avenida
principal un: “local con pequeña vivienda”. Contrató a una persona para que la
ayudara a organizarse y una radiante mañana de enero inauguró la
nueva: Mercería del Centro.
Se empezaron a ver menos con Aníbal. Al
principio, al mediodía salía corriendo de la mercería para cocinarle algo de
apuro. Después, le traía directamente comida hecha. Al final la pedía por
teléfono y del restaurante de la esquina se la alcanzaban. Fue cuando empezaron a verse solamente por la noche
cuando ella venía a dormir. Entonces Clemencia, como tenía lugar en el local de
la mercería, y para no perder tiempo en
idas y venidas, comenzó a llevarse la ropa, sus cosas personales y algunos enseres como para cocinarse algo
rápido mientras atendía el negocio.
Y un día se fue del todo. Se separaron sin
pelear. Sin discutir. Sin motivo. Ella dejó de venir a la casa a encontrarse
por las noches con su marido. Él comenzó a extrañarla pero, justo,
en esos días, los canales de la tele anunciaron en la nueva programación
el Campeonato Mundial de Fútbol.
Clemencia dejó de ir a su casa casi
sin darse cuenta. Terminaba las horas de trabajo cansada, tenía que cocinar
algo para ella, aprontar cosas para el día siguiente. Decidió tomar una empleada para que la ayudara en la
mercería. De todos modos, lamentó que su marido no hubiese venido nunca a
acompañarla, o a buscarla para regresar juntos al hogar. Una noche se
encontraron en el mismo restaurante comprando comida.
—¿Cómo hiciste para levantarte de la cama y
dejar sola la televisión? —le preguntó
Clemencia.
—Sabés que no me gustan
las mujeres irónicas —le contestó Aníbal.
—Sos un delirante
—afirmó ella.
—Nunca me lo dijiste
cuando de noche venías a dormir conmigo —respondió él.
—¿Me extrañás? —quiso
saber ella.
—No —le contestó él—, y al mozo:
—Milanesas con fritas para llevar.
—Para
dos — agregó Clemencia—, con ensalada mixta y una botella de vino.
Siguieron viviendo
separados, Aníbal en la casa de ambos y Clemencia en la mercería. Volvieron, sin embargo, a
dormir por las noches juntos y entrelazados hasta pasados los ocho meses,
cuando ella dejó de trabajar y se quedó en la casa para esperar el nacimiento
de su primer hijo.
Luego, pasaron quince
años. En el ínterin tuvieron tres hijos. Clemencia aún mantiene la mercería sobre la avenida. La ayuda una
empleada. No volvió por las noches a quedarse
en su negocio. Aníbal y los chicos la necesitan más que nunca en la
casa. Los tiempos cambiaron. Son otros tiempos.
Tampoco conserva Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama, aquella televisión a color de los primeros años de casados. Ahora, allí, al firme y encendido, se encuentra un Televisor con retroiluminación LED, 48”, HD, pantalla de alta definición, 280 canales activos y sonido stéreo SRS WOW. Con resolución Full HD, Wi-Fi Integrado, control por voz y movimiento, conexión USB. SRS WOW.
Ada Vega, 2007
Tampoco conserva Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama, aquella televisión a color de los primeros años de casados. Ahora, allí, al firme y encendido, se encuentra un Televisor con retroiluminación LED, 48”, HD, pantalla de alta definición, 280 canales activos y sonido stéreo SRS WOW. Con resolución Full HD, Wi-Fi Integrado, control por voz y movimiento, conexión USB. SRS WOW.
Ada Vega, 2007
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