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lunes, 6 de abril de 2020

A contramano




"...Conquistarán  nuestra tierra,con risa pura , los negros;
     con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo; 
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán sin ensueños!"
          Miguel de Unamuno a Nicolás Guillén - Madrid 1932



El Wáshington Souza era un negro "usted" ¡Que digo "usted" era más que "usted" se había pasado para el otro lado. Era un negro racista. Pero no de los negros que le tienen bronca a los blancos, no. Él era racista en contra: le tenía bronca a los negros. Fijate lo que te digo,  ¡no bancaba a los negros! En su fuero más íntimo él era blanco, un blanco negro o un negro blanco ¿vas agarrando?
    El color de su piel era un detalle  sin importancia, un simple error de impresión, nada más. El Wáshington tenía un corso a contra mano. Siempre le fastidiaron los negros que tomaban vino y tocaban el tambor.
El padre nada que ver, don Souza era un tipo bárbaro, le decían "el negro jefe” porque era igual  a Obdulio Varela. Trabajaba en una barraca de lana de la calle Rondeau, ¡flor de laburante! Le había conseguido laburo a los hermanos más grandes y el Wáshington, viéndosela venir, le dijo  un día que él a hombrear bolsas no iba, que tenía otras aspiraciones y pretendía otro tipo de trabajo.
        El padre lo mandó al diablo y él se puso a estudiar no sabemos bien qué; pero andaba siempre con libros bajo el brazo. Se había comprado un traje y un par de camisas de segunda mano y empilchado y con los libros, se las tomaba todos los días pa’l centro. Un día lo vimos con un guardapolvo blanco y dijimos: ¡pa! estudia en serio. El no daba explicaciones, pero dejaba flotando en el aire que sus estudios lo iban a llevar lejos.
   En aquella época paraba en la barra el negro Leo ¿te acordás? un botija macanudo ¡gran  amigo! Jugaba en el Banfield de entreala, una gloria verlo jugar, ¡un dominio de la pelota y una seguridad! Llegó a jugar una temporada en el Tellier, pero no tuvo suerte, se quebró dos o tres veces y no jugó más.
  En una final,  jugando en el Tellier en la cancha que tenían en  José Luis de la Peña, en una trancada, un back del Marconi que era grande como un ropero, lo dejó tirado con doble fractura. Que atrás de ese foul, se armó flor de gresca, porque vos te acordás que el Marconi con el Tellier se tenían cierta inquina. Y bueno,  al pobre Leo le costó meses recuperarse.
   Una tardecita en que estábamos tomando mate con el Rana, el Santiago, el Venus y el Pocho Linares, pasa el Wáshington de traje y corbata, con su guardapolvo en el brazo y sus libros. Ve al Leo con la pata enyesada sobre una silla y sin pararse le dice:
—Otra vez quebrado vos. ¡Canilla de negro!
El Leo lo quería pelear.
—¡Negro barato! –le gritó.
Nosotros lo corrimos y se la juramos:
—¡Por acá no pasás más! ¡La próxima te desfiguramos! ¡Qué vas a ser hijo del “negro jefe” qué vas a ser! ¡Doctorcito hijo de puta!
   El más chico de los Silva, aquellos que vivían por Rivera Indarte, trajo un día la noticia. Una mañana se fue a sacar la Cédula de Identidad para entrar al liceo, y lo vio al Wáshington por la Ciudad Vieja, de guardapolvo blanco, en una bicicleta llevando encargos de una farmacia. ¡Mirá el doctor! ¡Repartidor de farmacia! Te podrás imaginar que lo gastamos al negro usted. El se ofendió, nos borró de su agenda y los negros y los blancos del barrio fuimos historia.
   Pero La Teja no era para el Wáshington, y un día se fue, desapareció del barrio. Y nunca más supimos de él. Por eso cuando el otro día lo encontré y nos reconocimos, nos abrazamos. Cuando pasan los años uno se asienta, recapacita, corrige errores, se ven las cosas desde otra óptica: viviendo se aprende a vivir. Y yo, te juro que me alegré de volver a encontrarlo después de tantos años.
 Lo vi bien, pero me contó que fue difícil para él, que lo agotaron sus problemas de identidad. Que los negros no lo aceptaban porque él se sentía un blanco, y los blancos no lo querían porque él era negro. Tuvo que lucharla. Y fue duro. De trabajo andaba bien. Hacía años que era conserje de un edificio en Pocitos, donde tenía un pequeño departamento. Se había casado con una mujer blanca y tenía tres hijos ni negros ni blancos, mulatos. Buenos gurises, que estudiaban en serio. Me dijo que añoraba el barrio pero que no había vuelto, que no tenía a quien visitar.
   Yo le dije que nunca me fui de La Teja, que también me casé, que soy abuelo, que La Teja está linda, que el Rana ya no está, que el Pocho tampoco,  que el Santiago se había ido, pero que volvió al barrio, que el Venus se fue para Australia y nunca más volvió. Que el Leo se jubiló de la Ancap y que tiene un hijo doctor. Le dije que viniera un día a la cantina del Banfield, que siempre es bueno volver al barrio. Que todavía quedaban muchos amigos de antes a quienes tal vez querría ver. Me dejó hablar sin interrumpirme, me escuchó como emocionado, casi te diría que como aceptando la invitación. Después me puso una mano en el hombro y como perdonándome la vida me dijo que vendría, sí, pero que no, que en La Teja...¡ hay muchos negros "che"!
Decime, ¿no es pa’ matarlo…?


Ada Vega, edición 1995 

jueves, 2 de abril de 2020

Para que un hombre me regale rosas


Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.
Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol.

A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía.

Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.

Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre.

A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.

II

Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.

Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.

No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.

Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.

IIl

Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa.

lV

Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.

De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.

Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura.

V

Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.

El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.

Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.

Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe.

Vl

El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.

Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.

Vll

Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:

¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!

¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!

VIII

A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.

Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosas . Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:
— ¿Te das cuenta Mariana? ¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regale rosas!

Ada Vega, edición 2001 - 
https://adavega1936.blogspot.com/

miércoles, 1 de abril de 2020

La Rocío


No había cumplido los 18 años, cuando la Rocío saltó de La Teja al bajo. Nacida en cuna de avería empezó a caminar de chica y, caminando, llegó a Juan Carlos Gómez y Piedras. Y se quedó.

Era hija de Floreal Antúnez, apodado el Manso, un cafiolo fracasado, chorro de poca monta que una noche, en una batida, terminó en gayola y con un balazo en la canilla debido a que el botón que lo corría tropezó con una baldosa floja y se le escapó un tiro. Quedó rengo de por vida y sin posibilidad de escalar muros, ni de salir rajando ante el grito de: ¡araca, la cana! Sin laburo y maltrecho recién logró subir un escalón entre el malandrinaje que empezó a tenerle un poco de respeto, cuando se casó con la lunga Aurora Cortés. Una mechera de abolengo. ¡Ligera como ninguna! Se daba el lujo de entrar a las tiendas del Centro vestida de sierva y salir como la esposa de un doctor. Nunca la pescaron in fraganti, ni visitaba dos veces el mismo comercio. ¡Sabía su oficio la flaca Aurora!

Enemistada con las fábricas donde laburaban sus hermanas, odiaba los telares y las ollas populares. Siempre creyó que su intelecto estaba para algo más redituable que las ocho horas, hacia donde nunca se dejó arrastrar. Rechazó de plano el yiro, que no iba con su decencia, despreciando a los macrós verseros que viven del cuerpo de una mujer. No tuvo sin embargo la suerte de encontrar en su camino a un guapo yugador que le arrastrara el ala, con quien vivir sin sobresaltos. De modo que, sin mucho espamento, se dedicó a perfeccionar el arte del afano hasta llegar a dominarlo. Y hubiese podido llegar lejos y hacer mucho vento si hubiera seguido sola. Pero un día conoció al Manso que le chamuyó de ternura —único hombre de su vida a quien amó de verdad—, y se perdió.

Juntaron sus desventuras, se casaron, y se dedicaron a criar hijos con la esperanza de verse reflejados en ellos. Y así les nacieron cinco, cuatro varones y la Rocío. Para entonces el Manso no pasaba de robar morrones en la feria y a la Aurora las alarmas de los supermercados, le truncaron la carrera. Fue así que, sin abandonar por completo el choreo, pasó el resto de su vida al servicio de su marido y de los varones que trajo al mundo, muchachos pintunes, bien empilchados: asiduos visitantes a la seccional del barrio.

Tres de ellos eran carteristas cualunques. Lanzas. Rateros. Hacían la diaria. Pero el más chico, gran visionario, se interesó por la importación y la exportación. Su familia afanaba para no trabajar. Él trabajaba para afanar. Consiguió entrar a la estiva del Puerto y en poco tiempo se hizo tan hábil, que en el barrio llegamos a pensar que se estaba trayendo el Puerto de a poco y que un día veríamos un par de buques anclados en el frente de su casa.

Y en ese ambiente nació la Rocío, que para sacar a flote su existencia hizo lo que mejor sabía hacer. Gurisa muy bonita, supo desde muy chica que la plata está en la calle y que sólo hay que salir a buscarla. Y ella salió. Y la encontró. Paraba los relojes cuando llegaba al barrio vestida de vampiresa, con zapatos altos de pulserita, cartera plateada colgada al hombro a lo guarda y la boca pintada en forma de corazón. Se bajaba de un Citroen negro en la puerta de su casa, revoleando la cartera y acompañada de un facha encadenado, que lucía semejante sarzo en el anular derecho y reloj con cadena, del cinto al bolsillo del pantalón. Rufián de medio pelo, pulido y aceitado gracias a la Rocío.

El fiolo arrugaba trajes de alpaca y camisas de seda, desprendidas hasta la mitad del pecho, para poder lucir su terrible cadenaje de oro, que en el barrio dejaron boquiabiertos a más de un pinta. Usaba botas de punta fina y taquito, patillas, y en el índice de la zurda tintineaba un llavero con tres llaves: la del Citroen, la del bulín y la de una celda del primer piso de la cana de Miguelete, donde alternaba sus estadías por hurto y rapiña con la de trata de blancas y afines.

El camba, que tenía cierto cartel entre el ambiente del escolazo, copó la banca el día que empezó a administrarle los bienes a la Rocío. Pasó del conventillo a vivir en telo de superlujo por 18 y Cuareim. A fumar extra largos L. y M. y a desayunar Ballantines on the rocks. Un día la Rocío se dio cuenta que su administrador la estaba timando. Que la que yugaba era ella y que el fiolo vivía encurdelado y encima la engañaba con otras minas. Ni corta ni perezosa le tocó la polca del espiante y se quedó solari. Dueña y administradora de su propio negocio. Y pelechó. Cambió el Citroen por un Cadillac descapotable y ante la envidia de todos nosotros, llegaba al barrio manejando y acompañada de un perro peludo de Afganistán. Llena de brillos y pedrerías.

Las vecinas que criaban a sus niñas en el más puro recato, la ponían como ejemplo del mal. A la espera de que una vuelta de tuerca la volviese a dejar en la vía. Para que las niñas aprendieran que: en la vida lo que vale es la decencia; que quien mal anda mal acaba; que quien vive en pecado termina mal. O sea: que el crimen no paga.

Los hombres no opinaban. Se babeaban disimulando y la miraban con ojos lascivos, sin poder ocultar que la deseaban, conscientes, sin embargo, de que sus haberes no les permitían ni acercarse a la naifa. No pasaba lo mismo con los muchachos de su edad, de quienes fue compañera de escuela. Ellos la aceptaban como era y la trataban como a una más.

Por años la Rocío bancó a sus padres a quienes jamás dejó a la deriva. Que yo recuerde nunca perdió su belleza ni su posición. Cuando los viejos murieron dejó de venir al barrio y no la volvimos a ver. Se empezaron entonces a correr mil rumores que se daban por ciertos y que todos creímos: que una noche en el bajo un chino la asesinó; que en un accidente quedó con la cara desfigurada; que vivía en Italia, vieja y en la ruina; que la habían visto pidiendo limosna en la Catedral; que...

Por eso me alegré y me reí a carcajadas cuando anoche vi en la tele recibir con todos los honores, a un ministro que llegaba al país acompañado de su esposa: la Señora Rocío Antúnez Cortés.



Ada Vega, edición 1996 -

martes, 31 de marzo de 2020

La extraña dama


        Había llegado a la Estación Central  con el tiempo justo. No llevaba equipaje. Corrió anhelante por el andén y en el momento exacto en que el  ferrocarril  comenzó a moverse, ascendió por el último vagón. La noche sin luna, fría  y estrellada, cubría la ciudad.
Bajo un amplio tapado oscuro, se sentó junto a la ventanilla de Segunda Clase. La luz difusa de las lamparillas desdibujaba las sombras, confiriéndole al vagón una visión casi irreal. Altos asientos esterillados ofrecían a los pasajeros  una exigua comodidad.
             Sólo tres personas compartían el lugar: ella, un muchacho vendedor de escobas y un paisano que seguramente volvía a sus pagos. El tren hizo su primera espera en la Estación Bella Vista donde subieron varias personas con valijas, paquetes y cajas atadas con cuerdas. Luego avanzó cansino sobre los durmientes hasta la Estación Yatay, donde subieron más pasajeros.
           Una señora gorda con un par de bolsos, dos niños y un gato, ocuparon el asiento frente al suyo. La señora acomodó los bolsos y saludó: buenas tardes. La extraña dama miró de reojo al gato que, molesto, refunfuñó un maullido. Al llegar a la Estación Sayago  los niños dormían, el gato se revolvía inquieto esquivando su mirada, mientras la señora gorda tejía, en rosa,  una delicada batita de bebé. La locomotora  dejó atrás la ciudad para abrirse paso hacia  el silencio de la noche, que abrigaba los campos dormidos.            
           A pesar de haberse anunciado, no estaba muy segura de ser esperada. Para acortar el viaje intentó dormir un rato. La oscuridad comenzó a disiparse. Cuando despertó, una suave claridad anunciaba la aurora. Miró hacia afuera y permaneció absorta ante el nacimiento del nuevo día.  El tren avanzaba sinuoso entre los cerros de piedras. Un sol  tenue, que despuntaba hacia el este, arrancaba reflejos al pedregal como si miles de gemas se hubiesen esparcido sobre los cerros.  El día se desperezaba. La señora gorda sacó de uno de los bolsos un termo azul y sirvió café con leche a los niños. La  extraña pasajera, en tanto, observaba distraída un campo de labranza que se extendía hasta perderse en la fina línea del horizonte.
        Recordó entonces a Horacio Guerra. Lo había conocido, hacía ya muchos años, cuando dos vehículos protagonizaran un trágico accidente en una de las rutas del país. Ella estuvo allí. Recordó al joven malherido. Estuvo tan cerca que podía sentir su aliento, su respiración entrecortada. Recordó que él también la vio y la reconoció. Que intentó acercarse para besar su frente. Recordó que la Vida la apartó.
         Desde entonces habían pasado muchos años. No  había vuelto a verlo. Tal vez la habría olvidado. Tal vez, a pesar de haberse anunciado, ni siquiera la estaría esperando.
         El tren corría con trote placentero sobre un campo verde que se perdía entre montes de eucaliptos  y pequeñas ondulaciones. Casitas blancas, a lo lejos, brillaban al sol del mediodía. La señora gorda con los niños y el gato habían bajado hacía ya un par de estaciones. En el vagón sólo quedaba ella. Mientras sobre la locomotora se elevaba una nube negra de humo, el tren quejumbroso llegaba jadeante a la última estación.
       La pasajera  abandonó el vagón, atravesó el andén y luego, con paso seguro, comenzó a recorrer las calles del pueblo. A esa hora el hospital se encontraba adormecido y en silencio. En una pequeña sala blanca,  Horacio Guerra peleaba la vida. Rodeado de familiares se encontraba solo. Tan solo como se puede estar al final del camino.
      El anciano dormitaba sereno. Presintió la llegada de la viajera y entreabrió los ojos. Reconoció a la dama que un día en la ruta, a pesar de haber estado tan cerca, se fue sin esperarlo. 
     Nuevamente se encontraban, ella estaba allí, esta vez no se iría sola. Había venido solamente por él, desde un mundo de distancia. La extraña dama se acercó al enfermo, y la Vida se apartó.
     En la estación, la campana del tren anunciaba su regreso.


Ada Vega, edición 2012 - https://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 30 de marzo de 2020

Una mujer para recordar


El hombre había tenido una mujer. Una mujer a la que había amado — eso decía. Cuándo. Cuántos años hacía — preguntaban los habitué.
       No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba que, una vez, había tenido una mujer. De ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se aquerenció en un boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros. O tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata  que le daban cierto aire de  distinción.
        Todas las noches venía al café. Tarde, todas las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas, sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de ginebra. 
          De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido. Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
        En la noche furtiva, cuando los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
          Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que lo enloquecían.
           ¿Quién era ella? Qué pasó con ella —los otros querían saber.
  Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
          Volvía entonces a su obstinado silencio, con la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando  el alcohol lo obnubilaba le habían oído contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y entrecierra los ojos  —tenía esposa y tres hijos.
 —Todo lo dejé por ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia?  —todos preguntaban.
 —No sé —decía el hombre—,  nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve  es aquella,  la que maté con mis propias manos. La que sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de amar. Había llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.

Ada Vega, edición  2013 https://adavega1936.blogspot.com/

viernes, 20 de marzo de 2020

La glorieta de los Magri Piñeyrúa



    La noche es fría y lluviosa. Bajo el ulular de la sirena, la ambulancia devora calles solitarias. Sentada junto a mi compañero, que maneja atento al tránsito, leo la ficha que me acaban de alcanzar. Miro el  nombre del paciente y recuerdo.

 Fue un diciembre, unos días antes de Navidad, cuando la familia Magri Piñeyrúa  se mudó a una casa de dos plantas rodeada de un bonito jardín. Jugaba con mis amigas, en la vereda, cuando vimos llegar  aquellos enormes camiones y bajar bultos, baúles y muebles. Le dimos la importancia del momento y seguimos jugando. Los camiones se fueron y quedaron un par de hombres para ayudar a ordenar la casa. La tarde se cerraba cuando comenzaron a armar algo  en el jardín que llamó mi atención y comencé a caminar hacia la casa para ver mejor.  Me detuve al llegar a la verja de hierro, de varillas altas y finas, de la que quedé aferrada con mis dos manos extasiada ante aquella casita que armaban los obreros.

 Era blanca, de forma hexagonal. Las paredes caladas formaban arabescos y flores. Tenía la abertura del marco de una puerta y el techo repujado en cuyo centro, como una banderita al viento, un gallito blanco giraba sin cesar. Los hombres terminaron de armarla, le colocaron dentro una mesita y cuatro silloncitos también blancos y se fueron a seguir con la mudanza. Deslumbrada, me quedé mirando la casita. Nunca había visto nada tan lindo. Sólo volví a la realidad cuando mi hermano me puso una mano en el hombro y me dijo:

-—Anita, ¿qué estás haciendo, qué mirás?

—La casita —le dije,  ¡mirá la casita que trajeron!

 —Vamos para casa Anita, eso no es una casita. Eso se llama glorieta.

—¿Glorieta? ¿ y vos como sabés?

—Porque en el Prado mucha gente tiene una en el jardín. ¿Viste esos botijas rubios que viven frente a la casa de la abuela? Bueno, ellos tienen una en el jardín del fondo, las paredes forman cuadraditos y está pintada de gris.

—¿Y vos como sabés lo que hay en el fondo de esa casa?

—Bueno, bueno, menos pregunta Dios y a veces nos perdona.

— ¿A veces? ¿ no nos perdona siempre?Mi hermano no me contestó y nos fuimos de la mano para casa.

     La familia de los Magri Piñeyrúa estaba formada por el matrimonio y dos hijos. El señor Magri era un ingeniero que había venido a trabajar en  ANCAP contratado y el Ente le cedió la casa de la esquina para que viviese allí, con su familia, mientras durara el contrato. Era un hombre alto, medio calvo, fumaba en pipa y andaba siempre de traje y corbata. Su esposa era delgada y rubia,  usaba el cabello recogido y vestía faldas y  preciosas blusas de manga larga. Pasaba el día tejiendo como Penélope, aunque creo que no deshacía de noche lo que adelantaba de día. Usaba sobre la falda un delantal con un  bolsillo muy grande donde, si en alguna oportunidad tenía que usar las manos, guardaba agujas, lana y tejido. El matrimonio tenía dos hijos. Marcia, una niña mayor que yo, rubia, de rulos largos, que lucía hermosos vestidos con volados y cintas. Era bonita y dulce. Y Martín, menor que la hermana, pero mayor que yo. Era un pelirrojo flaco y pecoso,  que usaba unos pantalones ni cortos ni largos, digamos que a media asta, y chupaba siempre unos enormes chupetines de color rojo, azul y verde. Usaba lentes, tenía un ojo torcido y, cada vez que nos miraba a mí y a mis amigas, nos sacaba la lengua en tres colores. En la casa vivían también una señora que gobernaba y hacía de niñera y una morena gorda y sonriente vestida de negro con cuello blanco, que cocinaba.

 No pegaban en el barrio.

Para mí, que había nacido y vivía en La Teja donde más o menos éramos todos económicamente iguales, esa familia me desequilibró. Estaba llena de preguntas.

-Mamá ¿por qué los Magri Piñeyrúa tienen dos apellidos?

-Vos también tenés dos apellidos, el de papá que es el que usamos y el mío que no usamos.

-Pero mami ¿por qué no lo usamos?seríamos Fulanez Fulanoz.

-No lo usamos porque no es necesario. A nosotros con un solo apellido nos alcanza.

-¿Y a ellos?

-A ellos no les alcanza.

-Mami,  ¿por qué teje y teje, la señora de los Magri Piñeyrúa?

-Porque no tiene nada que hacer.

-¿Y usted por qué no teje como ella?

Mi mamá no me contestó, pero parece que le causó mucha gracia lo que dije, pues suspendió un momento su trabajo en la máquina de coser, para reírse.

-Andá a jugar – me dijo entre risas.

Me llevó mucho tiempo entender por qué los Magri Piñeyrúa necesitaban  una persona para limpiar y ordenar la casa, más una niñera y una cocinera, más un jardinero y una señora que iba dos veces por semana a lavar y planchar la ropa. Mi mamá regentaba la casa, a nosotros, lavaba, planchaba y cocinaba. Sabía podar las rosas, en el fondo de casa tenía plantado perejil, lechugas y cebollines y matizaba sus ratos de ocio cosiendo para todo el barrio en su vieja máquina a pedal.

    Los Magri Piñeyrúa se quedaron en el barrio unos seis años. Lo recuerdo porque cuando fueron a vivir yo no había empezado la escuela y cuando se fueron entraba al liceo. Ya para entonces me había dejado de interesar la glorieta que seguía blanca y cuidada como el primer día, sólo que al final se había cubierto de una enredadera de campanillas azules.

     Cuando se fueron del barrio los hermanos todavía estudiaban. Andaban siempre cargados de libros. Martín ya no nos sacaba la lengua tricolor pero se había convertido en un joven arrogante que nos ignoraba por completo. Usaba unos gruesos anteojos y seguía con su ojo torcido. A Marcia la recuerdo con cariño. Nunca hablé con ella pero me sonreía y me saludaba.

    Una vez, que como siempre, yo esta aferrada a la reja de su casa mirando su jardín, ella, que tomaba el té con su mamá y su hermano, se acercó a mí y me ofreció una masita. Yo no la quise y le dije que no con la cabeza. Lo que yo miraba era la glorieta. La chica, al verme  observándolos, habrá pensado que yo deseaba su comida. No, a mí no me interesaban ni su comida ni ellos.

¡Yo sólo soñaba con entrar a la glorieta y sentarme a jugar...!  No se cumplió mi sueño. Nunca me invitaron los Magri Piñeyrúa a entrar a su casa ni a su jardín. Y un día, así como vinieron, se fueron de mi barrio y se llevaron la glorieta. A esa casa vino a vivir un matrimonio con muchos hijos y varios perros. Nos hicimos todos amigos, niños y perros y me olvidé de los Magri Piñeyrúa...hasta hoy...

-Doctora, doctora, llegamos.

-¿Eh?...ah, sí, ¡vamos Néstor, vamos!

Hermoso barrio. Hermosa casa.

Entramos. Al cabo de un rato el paciente ha reaccionado. Se encuentra estable, con el medicamento suministrado pasará la noche sin complicación. Mañana deberá ver a su médico tratante. El enfermo abre los ojos lentamente. Me observa con su ojo torcido. Sonríe y me ofrece su mano agradeciéndome. Yo la estrecho con firmeza y, refrenando el impulso de sacarle la lengua, acepto su agradecimiento. Nos volvemos a la ambulancia.

Llueve la nostalgia sobre la ciudad.

Ada Vega. Edición 2004 

 


martes, 17 de marzo de 2020

Bailemos



—¿A un baile? ¿Te parece? Yo estoy muy fuera de foco y creo que de bailar ya no me acuerdo. No, no sé Nelly. No sé.
—Pero aunque no bailes, te distraés, salís un poco. Escuchás la orquesta, miras a los bailarines. Ves gente. Otra gente. Dale, animate.
—Me gustaría ir, sí, pero bailar no, no quiero hacer el ridículo. Me da vergüenza, a mi edad...vos sabés que yo durante treinta años...
—Sí, ya sé, bailaste sólo con el finado.
—No, si él no bailaba.
—¡Ah! Es cierto. Todavía eso.
—Imaginate, como a él no le gustaba bailar, yo no bailé más.
—Mirá, tu marido era buenazo pero...
—Irremplazable.
—Sí, irremplazable. Pero te tuvo sucuchada toda la vida, buenazo, ¡pero machista!
—Sí, eso sí. Era tremendamente machista. Pero vos sabés bien que nunca nos faltó nada, ni a mí,  ni a las nenas.
—Pero se murió Nilda ¡a morto! Y vos, no.
—Lo tendría que consultar con las chiquilinas.
—¿Qué tenés que consultar? Cuando ellas se ennoviaron, ¿te consultaron? Cuando decidieron casarse y hacer su vida ¿te consultaron? Durante tantos años decidieron por vos, que ahora no sabés tomar tus propias decisiones. Por eso  te digo que tu marido era machista. Te dio de comer, pero no te dejó opinar.
—No, no creas, no era tan así. Yo nunca tuve que salir a trabajar.
—Vos no saliste a trabajar ni a nada. Si estuviste treinta años encerrada. ¡Ojalá, hubieses salido a trabajar! Ahora serías una mujer independiente y decidida. No una viuda achicada y asustadiza, que no sale de su casa porque tiene miedo.
—Es que yo me acostumbré a que  el Negro se encargara de las compras de la casa. Iba a la carnicería, a la feria. Además me compró el lavarropas, la aspiradora, la procesadora de alimentos...
—Te llenó la casa de herramientas de trabajo.
—También compró una televisión preciosa.
—Que la tuvo siempre a los pies de la cama del lado de él. En el living tendría que haberla puesto por si, en algún momento que pararas de limpiar, querías ver una telenovela.
—No veía telenovelas porque al Negro le gustaba el fútbol. Cuando estaba en casa siempre veía fútbol. Pero yo, en la cocina., tenía una radio chica.
—¡Una radio! ¡Cómo te anuló ese hombre!
—La culpa fue mía, Nelly. Yo me acostumbré a vivir tranquila, a tener todo en casa, sin tener que preocuparme de nada.
—Te dio de comer, Nilda, te dio de comer.
—Pero era bueno, sabés.
—Sí, no mató a nadie por la espalda.
—No seas exagerada. Y no te creas, en muchas cosas tenés razón. Yo sé que  no salir  a la calle  durante tantos años, como sale cualquier persona a comprar o a hacer trámites, me ha hecho temerosa. De eso me doy cuenta. No voy ni a la casa de mis hijas. No quiero salir. Yo estoy bien acá en casa. ¿Para qué voy a salir?
—Pero, Nilda, la vida no es eso. ¡Vos estás viva! Andá a  ver a tus nietos.  A  mirar vidrieras. A comprarte ropa...¡¡y dejá de hacer crochet, querés, que me estás poniendo nerviosa!!
—¿Vamos a tomar unos mates? ¿Querés?
—Sí, dale, aprontá un mate.
—Sabés,  Nelly, el Negro y mis hijas eran mi vida. El Negro se fue y las chiquilinas se casaron y yo me quedé como vacía, sabés. Como perdida. Y como no sé qué hacer, no hago nada.
—Pero vos eras igual que yo. ¿Te acordás cuando éramos jovencitas? Trabajábamos las dos. Íbamos a la playa, al cine, a bailar. ¡Tuvimos una juventud tan linda!  Y cuando conociste al Negro se te terminó todo, porque él...
—No, no me hables del Negro. Yo no perdí nada, fui muy feliz. Yo sé que era celoso, machista como vos decís, que viví medio secuestrada pero, sabés Nelly, ¡hoy no sé lo qué daría por tenerlo conmigo otra vez...! De todos modos, yo sé que la vida continúa, que no puedo seguir viviendo aislada del mundo. Voy a tratar de adaptarme al nuevo ritmo, pero despacio. Sin apuro. Porque me cuesta.
—Nilda, yo no quiero arrastrarte a un baile para hacerte mal o para que te olvides de tu marido. Sé que fue un gran tipo y te quiso mucho. Yo sólo quiero que salgas una noche ¡a vivir! La vida no terminó porque te hayas quedado sola.
—Está bien. Sí, está bien. Para que veas que me voy a sobreponer, hoy te voy a acompañar al baile. Sí, voy, ¡voy al baile contigo!
—¿De veras? ¡Me alegro! ¡Vas a ver qué bien  vamos a pasar!
 —Ahora decime ¿qué ropa me pongo?¿Cómo se viste la gente para ir a  bailar?
—Sencillo, Nilda. Ponete el pantalón negro con esa camisa blanca de seda, que tenés, estampada con  rosas negras, y los zapatos altos de charol.

Y así fue, llegamos al baile a la una y media. Villasboas arrancaba con la milonga “Luz  verde”. Con mi amiga nos dirigimos a la barra. Ella dijo:
—Hola, ¿qué tal?
—Hola Nelly, le contestó el muchacho del bar.
—Dos medios Johnnie con mucho hielo, pidió.
¿Me habrá parecido o un par de veteranos me cabecearon?
Sentí que me miraban, que me hacían señas. ¡Me invitaban a bailar!
No, no crean que era una diva, era una desconocida y todo lo nuevo tiene su misterio. Atrae. Y el hombre es como el gato, curioso por naturaleza. Siempre quiere saber qué hay debajo de la piedra.
De pronto un veterano de traje gris se acercó y me invitó a bailar. Y yo acepté. Mi  amiga se quedó mirando con los dos vasos de Johnnie en las manos. Alcanzó a decirme:
—¿Qué hacés?
—¿No estoy en un baile? ¡Voy a bailar!
Empecé bien, no me había olvidado del dos por cuatro. Le pedí a Dios que el veterano no me hablara porque si tenía que contestarle me iba a perder, lo podía pisar, y eso de entrada sería funesto.
Y el veterano habló:
—Linda noche.
Y yo lo pisé.
—Perdón.
—No es nada.
—Hace mucho que no bailo.
—No parece. Es una pluma.
—Gracias.
—Nunca la había visto.  ¿Es la primera vez que viene?
—Sí.
Mi amiga me había advertido: No hables de vos. No cuentes nada. Una nunca sabe con quién  sociabiliza en un baile. Decí que sos del interior. Que viniste a pasear a Montevideo. Que sos casada, que estás con una amiga y que te vas con ella.
Bailé tres tangos con el veterano porque después del pisotón congeniamos. Yo me tranquilicé y bailamos como si hubiésemos bailado juntos toda la vida. Nelly no bailaba. Estaba de gran charla en la barra con una pareja de amigos.
Quise estar con ella y le dije a mi ocasional compañero que me iba con mi amiga. ¡Él se fue conmigo! Al llegar Nelly me miró y yo levanté los hombros como diciendo: ¿Qué le voy a hacer? De modo que con el veterano nos acomodamos en la barra.
—Bailás muy bien. ¿Sos casada?
—Soy viuda.
—¡Ah! ¡Viuda!, (puso cara de susto), lo siento. ¿Tenés hijos? (se recuperó)
—Sí, tengo dos hijas casadas que...
—¿Viven contigo?
—No, cada una en su casa porque...
-—¿Vivís sola?
—Sí, tengo una perrita que me acom...
—¿En un departamento?
—No, tengo una casa preciosa con un jardín muy gran...
—¿Tuya?
—Sí, la compramos cuando recién nos casamos, queríamos...
—Empezó la típica,  ¿bailamos?
—Sí.
Y entre la música y la charla tan interesante se fue la noche. Yo estaba cansada y con mi amiga nos aprestábamos a retirarnos.
El veterano acercándose me susurró:
—Te alcanzo en un taxi hasta tu casa.
—No, gracias, yo traje el auto.
—¿Tomamos una copa juntos en algún boliche, para brindar por este encuentro?
—Te agradezco pero me voy con mi amiga.
—La dejamos a ella y después me dejás a mí.
—Mi amiga hoy se queda en casa.
—Me gustaría volver a verte. ¿Dónde vivís?
—¿Conocés el Bañado de Medina?
—Ni idea. ¿Es para el lado de Carrasco?
—Es pasando Fraile Muerto. En Cerro Largo. ¿Sintonizás?
—Me estás cortando el rostro ¿no?
—¡No! Ni ahí. En cualquier momento nos volvemos a ver. No va a faltar oportunidad. Chau.
—Chau...¡Que te garúe...!
Hacía una noche preciosa. Yo me sentía con veinte años menos. Tomé en el auto por esa rambla tan maravillosa que tiene nuestro Montevideo y  entendí que aún existía el día y la noche para mí. Que era receptiva a sensaciones que creía muertas. Desaparecidas. Sensaciones que afloraban como savia nueva. Descubrí que yo no era solamente madre, abuela y viuda. Era también una Mujer. Y me sentí feliz, renovada, vuelta a la vida. Mi amiga me sacó de mis cavilaciones.
—Menos mal que te dije que no hablaras de vos. Sos un libro abierto.
—Me olvidé.
—Bueno, lo que importa es que pasaste bien. ¿Qué te pareció el baile? ¿Te divertiste?
—¡Claro! ¡El viernes venimos de  nuevo!
—¿Te impresionó el veterano del traje gris? ¡A mí me pareció medio ligero!
-—¿Qué veterano? ¡Nada que ver! Mientras bailaba pasé revista y vi un viudo que vive en el edificio donde vive mi suegra. Tiene un departamento precioso y un OK  de película. ¡Vos sabés que me reconoció y me hizo señas de que me espera el viernes!
—¿Y vos?
—¡Le hice que sí con la cabeza!
—Irremplazable el Negro.

Ada Vega, edición 2001 -