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sábado, 19 de agosto de 2017

Por malagueñas




Atardece sobre el pueblo indiano recostado al mar. El sol que agoniza se hunde lento para morir en rojo. En la media luz de la tarde, Manuela Velasco recorre airosa las calles que van al puerto. La cabeza altiva, decidido el paso y en el pecho el corazón alborotado de mariposas.
Manuela es hija de una muchacha del pueblo y de un marino que llegó un verano en una balandra, de no se sabe dónde, y se quedó a vivir en la playa con los pescadores. La joven se enamoró del muchacho y con él vivió un ardiente romance de dos lunas.
Antes de nacer Manuela, un domingo luminoso de primavera, el marino juntó sus petates y se fue en su balandra con la promesa de volver, pero no volvió. La joven lo esperó días, meses. Durante años lo esperó. Los vecinos del pueblo la veían pasar y detenerse en el muelle a escudriñar el horizonte, con Manuela pequeña en brazos, con Manuela de pocos años de la mano.
Cuentan que un día subió a la barca de Agostino, el Bucanero, y se fue mar adentro por rumbo desconocido. Y no la volvieron a ver. Desde entonces la niña vivió siempre con el abuelo, quien le contó, en tardes de sol poniente, la historia de amor que vivieron sus padres. Quien le rogó, en nombre de aquel amor, que no se enamorara nunca de un marino, porque el amor del marino, le decía, pronto se lo lleva el mar.
De todos modos, es sabido que el amor no necesita que lo busquen ni lo persigan. Cuando es menester, él mismo sale al encuentro de los desprevenidos y les roba el corazón.
Eso fue lo que le sucedió a la pequeña Manuela: ella no buscó su primer amor, sucedió que lo encontró. Así fue.
Ahora ya tiene veinte años. La gente del pueblo la ve pasar, como otrora veía a su madre, camino del puerto a esperar a Joao, un marino portugués nacido en Santarém  que zarpó una tarde del puerto de Lisboa en un barco atunero y que, ese atardecer, tendrá que tocar puerto en la ribera del pueblo.
Manuela es hermosa, tiene la impaciencia de su juventud y la premura de vivir la vida. Necesita amar y ser amada, no cuatro días cada seis meses sino todos los días y todas las noches, pues su cuerpo está deseoso de sensaciones que la trasporten a territorios idílicos y perturbadores, aunque esas sensaciones sean motivadas por una mala pasión que no colmará nunca sus ansias de una vida plena.
De todos modos, la joven lleva ideas claras en su cabeza. Esa mañana se despertó con la precisa intención de hacer un relevo en su vida. Cuando se encuentre nuevamente con Joao, tratará de hablar con él muy seriamente. Le dirá que no soporta más vivir tan sola. Que necesita un hombre de tiempo completo. Y aún a sabiendas de lo que Joao le contestará, le hablará de su firme deseo de tener un hijo.
Los cuatro días que el barco atunero queda anclado en el puerto, los utiliza Joao para pasarlos en la casa de Manuela Velasco, reanudando allí los votos, escritos en el agua, de amor y fidelidad. Se habían conocido cuando ella tenía cumplidos apenas quince años y vivía en la playa, con su abuelo.
El portugués había nacido en los aledaños de Lisboa, cinco años antes que ella y con apenas diez años cumplidos se había hecho a la mar recorriendo, en barcos pesqueros, las costas del viejo mundo. Tenía veinte años cuando cruzó el Atlántico por primera vez. Ese año conoció a Manuela en la playa del pueblo marinero, donde sabe que la muchacha lo aguarda.
El abuelo, que la crió con mucho amor, murió un invierno, dejándola sola en el mundo, cuando ya había cumplido dieciocho años. Desde entonces ha vivido esperando a su novio portugués que viene a verla dos veces al año. Al novio que nunca habló de quedarse algún día definitivamente con ella, o llevársela con él a su casa que está en la otra vereda del Atlántico, como le ha dicho más de una vez, y dónde necesita volver tras cada viaje.
Varias veces le ha comentado la muchacha su deseo de ser madre. Que los años se precipitan, le ha dicho, y no quiere envejecer sola y sin haber siquiera parido un hijo. Sin tener quien la acaricie, ni quien la bese. Ni quien le extienda los brazos y la llame: mamá. Pero el hombre le ha repetido hasta el hartazgo, que hijos no.
Esa tarde camina Manuela por las calles del puerto, hacia el muelle donde atracan los barcos pesqueros, con una esperanza nueva que le perturba el alma y un rasgueo de guitarra siguiendo sus pasos.
Hace unos años llegó también al pueblo Juan Jiménez un andaluz que, con el sólo deseo de conocer América, partió un invierno del puerto de Málaga y se vino a estas tierras, recorrió la costa, se quedó en el pueblo y abrió un bar en la calle del puerto. Juan es un hombre muy trabajador, muy sensato y honesto, que en poco tiempo progresó surtiendo el negocio como almacén y bar.
Más de una vez le ha pedido Juan a Manuela que se case con él. Yo necesito una mujer a mi lado, le ha dicho, y tú un hombre todos los días, no cada seis meses, que un hombre cada seis meses no le sirve a ninguna mujer. Cásate conmigo y tendrás una casa para el resto de tu vida, y un hombre en tu cama todas las noches.
Y se compró una guitarra para enamorarla.
Manuela se ha detenido a la entrada del muelle pesquero. Ve desde allí venir a Joao. Al llegar junto a ella el hombre la abraza y juntos caminan las callecitas del puerto hacia la casa donde ella vive. Va callada Manuela. A su mente ha venido la historia de amor que vivió su madre, con aquel marino que la abandonó. La historia que, en lejanas tardes, le contó su abuelo. Manuela no ha de revivirla. Una luz nueva marcará su destino. Al pasar por la puerta entreabierta del bar de Juan se detiene y le dice a su compañero:
—Quiero tener un hijo, Joao. Y Joao le contesta como siempre:
—Ya te he dicho que hijos no, no necesitamos hijos, ¡olvídate!.
Manuela se aparta entonces del hombre entra decidida al bar y se detiene ante el mostrador donde está Juan y, como un reto, le dice con mucha seriedad mirándolo a los ojos:
—Quiero tener un hijo, Juan.
— ¡Seis, mujer, seis hijos te haré! ¡Diez, si quieres! ¡Diez!, le contesta con vehemencia el andaluz. Ella, sin apartarse del mostrador le habla a Joao que se encuentra en la puerta del bar:
—Vete, Joao, no me esperes, no vuelvas por mí nunca más.
Entra entonces, decidida, por detrás del mostrador y con la cabeza erguida y en el pecho el corazón alborotado de mariposas, se queda desde esa noche y para siempre a la vera del español.
Cuenta la gente del pueblo que ya va para dos veces que Juan agranda su casa. Que los niños corren llenando de gritos y risas, la casa, el bar, la vereda.
Cuentan que por las noches cuando el pueblo duerme, cuando el viento gime entre la arboleda y el oleaje brama en la costa cercana, se oye a Juan con su guitarra, rasgueando por malagueñas, con un cante gitano que sólo habla del amor que encontró un día, tan lejos de su España, en nuestra pródiga, generosa, tierra americana.


Ada Vega, 2005.

viernes, 18 de agosto de 2017

Después del café





Era invierno. Recostado a la puerta de calle miraba llover. El viento silbaba austero entre las copas de los sauces. Pasó la muerte y me miró.
—A la vuelta paso por vos —me dijo.
Seca, sin mojarse, pasó la muerte bajo la lluvia.
—Por mí no te apures —le contesté resignado.
Ella volvió a mirarme desdeñosa y siguió de largo sin contestar.
Se venía la noche. Entré, cerré la puerta y encendí la luz. Busqué en derredor algo en qué ocupar el tiempo que me quedaba. Demoré buscando un libro en la biblioteca. Recorrí la estantería sin leer los títulos. Mis manos iban acariciando los lomos sin decidirse. Arriba, en la estantería más alta, junto a una vieja Biblia, un libro encuadernado en blanco y negro, de tapas envejecidas, se recostaba en el anónimo y antiquísimo: Las Mil y Una Noches. Lo reconocí en el momento de retirarlo. Se llamaba: Huéspedes de paso, del francés André Malraux. Esa novela autobiográfica la había leído muchos años atrás. Relata gran parte de la vida del autor. Cuenta que vivió las dos guerras mundiales. Como corresponsal recorrió Europa, vivió en África, volvió a Francia y fue ministro de cultura del presidente De Gaulle.
Observo el libro en mis manos. En la tapa, la foto del escritor sentado en su escritorio. La cabeza apoyada en su mano derecha. Viste traje. Lleva corbata y camisa de doble puño con gemelos. Abro el libro al azar.
“—Creo probable la existencia de un dominio de lo sobrenatural —dice—en el sentido en que creía en la existencia de un dominio de lo inconsciente antes del psicoanálisis. Nada más usual que los duendecillos. Rara vez son los que uno cree ver; se domestican poco a poco, y luego desaparecen. Otrora los ángeles estaban por doquier. Pero ya no se los ve. Me inclino a mirar con buenos ojos el misterio; protege a los hombres de su desesperanza. El espiritismo consuela a los infortunados.”
Afuera seguía lloviendo. Pensé en la muerte que quedó de pasar. —A la vuelta —dijo. Mientras esperaba me dirigí a la cocina a preparar café. Siempre me gustó el café: fuerte, sin azúcar. Los médicos, entre otras muchas cosas, me lo habían prohibido. Parece que mi corazón no quería más. Siempre cuidé de mi salud, pero en ese momento, ya no tenía caso.
La muerte demoraba. Pasó caminando. Muy lejos no iría. Dejé el libro en su lugar. Yo también creía en el misterio, en el espiritismo. En los espíritus que cohabitan entre nosotros. El café me cayó de maravilla. Lo disfruté. Se hizo la media noche y el sueño comenzó a rondarme. Preferí quedarme en el living, cerca de la puerta. Me arrellané en el sofá con la luz de la lámpara encendida, por si alguien venía a buscarme. Dormí sin soñar y desperté en la mañana como si nunca hubiese estado enfermo. No sentía cansancio ni fatiga. Salí a la calle a caminar entre la gente. Desde ese día volví a ser el hombre sano que había sido. Pensé en volver a mi casa. Me fui, aconsejado por el médico, cuando la dolencia de mi corazón se agudizó.
Cambié de ciudad para estar más cerca del hospital donde me atendían. Mi esposa quedó con los niños. Son muy pequeños y no podíamos mudarnos todos. Ella venía a verme los fines de semana. No quise esperar y tomé el primer ómnibus para mi ciudad. Me bajé en la plaza principal. No vi a nadie conocido. Caminé hasta mi casa y llamé a la puerta. Esperé un momento, como no me contestaron volví a llamar. No obtuve respuesta. Busqué la llave en el bolsillo del saco y entré. Mi esposa estaba en la cocina, no me oyó entrar, me detuve en la puerta y la llamé. —Elena. Estaba de espaldas preparando el almuerzo. Volví a llamarla. —Elena. Me asusté. Ella se dio vuelta, no me miró, abrió la heladera retiró una bolsa de leche y volvió a darme la espalda. Fui al dormitorio donde oí jugar a los niños. Me acerqué a acariciarlos. Los llamé por sus nombres. No me miraron, no me oyeron. No me vieron.
No sé si la muerte vino antes o después del café.


Ada Vega,2010 


miércoles, 16 de agosto de 2017

Mujer irónica y mal pensada


Desde que la conoció Aníbal le había dicho a Clemencia que era irónica y mal pensada; y que esos eran atributos que él no soportaba en una mujer. Que la mujer usaba la ironía para sentirse inteligente y superior, le decía, y eso de que una mujer se creyera inteligente y superior a un hombre, era algo que en la vida no se podía soportar. Y menos él. Igual se hicieron novios porque él pensó que un día se tendría que casar con alguien, y que la casa de ella quedaba de paso para ir al trabajo y para el boliche donde noche a noche se reunía con amigos a jugar a las cartas.
De modo que un día, después de pasar varios inviernos aburriéndose en el bar con los pocos amigos que iban quedando solteros, decidió comprar una televisión a color y casarse con Clemencia. Y Clemencia, que ya había pasado los treinta, aceptó casarse con Aníbal, aún sabiendo que el muchacho no era lo que se dice un buen partido, ni la sacaría jamás de pobre, pero que, sin embargo, le permitiría al fin ser dueña de casa y manejar su vida como le viniera en ganas.

La pareja llevaba largos años de novios, el ajuar comenzaba a ponerse amarillento, de manera que dejando a un lado el formulismo, se casaron un sábado de Semana Santa con el altar de la iglesia en penumbras y los santos tapados con trapos negros.
—Arrancamos mal, dijo ella, cuando se enteró lo de los santos y que las arañas de caireles no se encenderían por ser Sábado de Gloria, el día elegido para la boda.
—Pará con la ironía, le dijo Aníbal.
—Ironía es casarnos vos y yo, le contestó ella, y para colmo: un sábado de gloria. Se casaron, al fin, con la bendición de Dios, consientes que se aceptaban pero no se amaban como deberían; y se fueron a vivir a una casa de bajos que alquilaron en el mismo barrio donde ambos habían crecido.

La televisión la colocó Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama. Al volver del trabajo venía derechito a acostarse y encender el aparato. Ella cocinaba, hacía las compras, ordenaba la casa. No miraba televisión. Se acostumbraron a vivir él en el dormitorio y ella en el resto de la casa. Por la noche dormían entrelazados después de hacer el amor. En ese tiempo no tuvieron hijos porque los hijos no estaban en el propósito de ninguno de los dos.

Como a Clemencia le empezó a sobrar el tiempo, pues fue siempre una mujer muy dinámica y laboriosa decidió, por su cuenta, abrir un negocio que pudiera atender ella sola. Por lo tanto desocupó una pieza del frente, hizo colocar unos estantes, un mostrador con cajonera y organizó una pequeña mercería para vender botones, hilos, puntillas y esas cosas. Aníbal no opinó ni a favor ni en contra. Confiaba plenamente en Clemencia y lo que ella decidiera hacer con su tiempo contaba, desde el vamos, con su aprobación. La joven ya había demostrado que era voluntariosa y emprendedora. Así que la dejó hacer. Y el negocio poquito a poco comenzó a rendir.
No obstante su nueva actividad, Clemencia no dejó de atender su casa y su marido. Mientras, él seguía con su trabajo en el Ministerio y su televisión a color. Cuando se encontraban de noche en la cama matrimonial ella le contaba los progresos de su negocio, y los proyectos. Él la escuchaba durante las tandas y la apoyaba en todo. Después, apagaban la televisión, se entregaban a alimentar el amor y se dormían entrelazados. Aníbal nunca hacía preguntas. Ella dedujo entonces que a él no le interesaba lo que hacía ella con su vida. Por lo tanto dejó de contarle lo que hacía y le sucedía. Y él, entusiasmado con la programación de los ochenta canales, ni cuenta se dio.
Un día Clemencia decidió mudar la mercería para un lugar más grande y más céntrico. Encontró sobre la avenida principal un: “local con pequeña vivienda”. Contrató a una persona para que la ayudara a organizarse y una radiante mañana de enero inauguró la nueva: Mercería del Centro.
Se empezaron a ver menos con Aníbal. Al principio, al mediodía salía corriendo de la mercería para cocinarle algo de apuro. Después, le traía directamente comida hecha. Al final la pedía por teléfono y del restaurante de la esquina se la alcanzaban. Fue cuando empezaron a verse solamente por la noche cuando ella venía a dormir. Entonces Clemencia, como tenía lugar en el local de la mercería, y para no perder tiempo en idas y venidas, comenzó a llevarse la ropa, sus cosas personales y algunos enseres como para cocinarse algo rápido mientras atendía el negocio.
Y un día se fue del todo. Se separaron sin pelear. Sin discutir. Sin motivo. Ella dejó de venir a la casa a encontrarse por las noches con su marido. Él comenzó a extrañarla pero, justo, en esos días, los canales de la tele anunciaron en la nueva programación el Campeonato Mundial de Fútbol.
Clemencia dejó de ir a su casa casi sin darse cuenta. Terminaba las horas de trabajo cansada, tenía que cocinar algo para ella, aprontar cosas para el día siguiente. Decidió tomar una empleada para que la ayudara en la mercería. De todos modos, lamentó que su marido no hubiese venido nunca a acompañarla, o a buscarla para regresar juntos al hogar. Una noche se encontraron en el mismo restaurante comprando comida.

—¿Cómo hiciste para levantarte de la cama y dejar sola la televisión? —le preguntó Clemencia. 
—Sabés que no me gustan las mujeres irónicas —le contestó Aníbal—Sos un delirante —afirmó ella.
—Nunca me lo dijiste cuando de noche venías a dormir conmigo —respondió él.
—¿Me extrañás? —quiso saber ella.
—No —le contestó él—, y al mozo:
—Milanesas con fritas para llevar.
—Para dos — agregó Clemencia—, con ensalada mixta y una botella de vino.
Siguieron viviendo separados, Aníbal en la casa de ambos y Clemencia en la mercería. Volvieron, sin embargo, a dormir por las noches juntos y entrelazados hasta pasados los ocho meses, cuando ella dejó de trabajar y se quedó en la casa para esperar el nacimiento de su primer hijo.
Luego, pasaron quince años. En el ínterin tuvieron tres hijos. Clemencia aún mantiene la mercería sobre la avenida. La ayuda una empleada. No volvió por las noches a quedarse en su negocio. Aníbal y los chicos la necesitan más que nunca en la casa. Los tiempos cambiaron. Son otros tiempos.
Tampoco conserva Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama, aquella televisión a color de los primeros años de casados. Ahora, allí, al firme y encendido, se encuentra un Televisor con retroiluminación LED, 98”, HD, pantalla de alta definición, 980 canales activos y sonido stéreo SRS WOW. Con resolución Full HD, Wi-Fi Integrado, control por voz y movimiento, conexión USB. SRS WOW.

Ada Vega, 2007




Añoranzas




     De un tirón firme en la chaura, dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos, y luego se arrodilló, arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo, al girar,  subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de su mano. Entonces se puso de pie y levantó la mano a la altura de los ojos mostrando, a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando frenéticamente  ante su cara risueña.
   Erguido como un rey ante sus súbditos mostrando su trofeo. Orgulloso como un dios pagano,  allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos  verdosos y  aquel mechón de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del barrio. El que remontaba más alto las  cometas.  El que mejor jugaba al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en el recreo con  alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel año, no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes,  la maestra le dijo imbécil y él  le tiró con un tintero. Lo expulsaron.  Dijo la Sra. Directora que era un niño muy díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que perdone Sra. pero su chico necesita un colegio especial, donde lo puedan  reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su vida. Adiós Sra. y que Dios la ayude, lo va a necesitar. La mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero no era malo.
   Se fueron juntos de la escuela, callados, ella cada tanto suspiraba, él la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como: mamá te quiero mucho, no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué  me porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para que vos estés contenta, pero no sé que me pasa mamá, de repente me entra como una viaraza... ¿me vas a poner en un  colegio especial?¿qué es un colegio especial, mamá?
    Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa  la madre le acarició la cabeza y le dijo: andá,  sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un guiso con dedalitos y le puse choclos,  como a vos te gusta, andá. Y él se puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta: ¡pobre Sra. directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!
   Al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto. Cuando estaba en sexto, una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol en la calle  con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y vino un guardia civil en una moto con sidecar, lo encontró justo  a él con la pelota en la mano.
    Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría  ya lo habían pasado para el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no tenían  más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que  llevar preso a un menor que iba a la escuela de mañana y vendía diarios de tarde. El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le  dijo: no se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.
    El tranvía la dejó ante la puerta donde se leía: “Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el director  y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su oficina, cruzó un patio por las suyas, buscó al hijo con premura y cuando lo vio lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo, ¡manga de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes  de salir le dijo al director: disculpe, estoy muy nerviosa. Vaya señora, vaya, le dijo el director, y  a él: portate bien.  Se volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un vestido para el día siguiente y él abrazado a ella  prometiéndole el oro y el moro y  antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido.  Una tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta  él entró de la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a  la madre: mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso blanqueando salido para afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así se vino  agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.
    Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una cicatriz con forma de T en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por todos los barrios de Montevideo y también  en el interior.  La madre quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la Escuela Industrial. Pero él era wing derecho. ¡Qué sacrificio  Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para siempre!
   Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería saber  de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuantas cosas más que mejor que ella ignorara.
   Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la tarjeta amarilla y negra y dijo: ¡ta  loco! ¿A Peñarol voy a ir  a practicar?  ¡Ta loco!  Y la tiró a un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?
             De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.
Sin embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme  te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines, con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué  inteligente! Qué hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.
¡Qué lejos te fuiste un día...!
 Y hoy, que aquella  niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu primer pantalón largo y como tosías aprendiendo a fumar escondido tras los transparentes del fondo.
Hubiese querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos,  siempre fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano. 

Ada Vega,  2000   


lunes, 14 de agosto de 2017

Milico



Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que andar cuidándolo para que no se cayera y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras.

El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien.

Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito.

Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.

No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formárse una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo sólo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa les dijo que allí adentro hacía mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar mate con pancongrasa.

El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.

¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres, de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea.

Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más.

Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que sólo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo.

Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba por casualidad por la esquina, cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.

Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara, aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley y el Orden...


Ada Vega, 1996 -


sábado, 12 de agosto de 2017

La cruz de la Serrana


    En pagos de Maldonado, como quien va para la Sierra de las Ánimas, junto a un arroyo que baja de los cerros, rodeada de cardos y siemprevivas, vigila la Cruz de la Serrana. Medio escondida junto a unos talas se yergue una cruz añosa, hecha de retorcidos troncos de coronilla y atada con tientos no más, pues ni clavos tiene. Vieja cruz que desde los años en que se hizo la patria, hundida en la tierra campea los vientos y los aguaceros que no han logrado dominar su decidida entereza de permanecer. Como un mojón rebelde que en nuestra historia quisiera vencer los años y el olvido. Y aunque jamás un cristiano se ha acercado a visitarla y ponerle una flor, los pájaros del monte siempre la acompañan. Las torcacitas y las cachirlas, los benteveos y los churrinches revolotean y cantan junto a su tristeza tan quieta y callada.
La gente del pago es mañera de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes narran, que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios charrúas, una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en descampado.
Arriba, la noche se había cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al calor del fuego. Cuando el indio empezó a contar la luna, sabedora de la historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros. Las almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio. El viento en las cuchillas se fue aquietando, y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano. Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el valle junto a la Sierra de las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me paré junto a ella con intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala hierba; sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos. Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi padre se puso a contar.
Me dijo que siendo muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el centro y sur del país.
En una ocasión haciendo noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana. Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.
La casa de los vascos era una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyo de agua clara que bajaba de los cerros bordeado de juncos, pajas bravas y espinillos. Con playas de arena blanca y cuajado de cantos rodados, donde la familia en las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse permaneciendo allí hasta el atardecer.
Por aquellos días, entre las cuchillas verdes y azules, vivía a monte una tribu de indios charrúas, ocultos como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyo, se acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyo con la secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playa y se sentaba a esperar.
Una tarde decidió salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se enamoraron. Con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies, sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y allí, donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.
Contó Goyo que al encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para

siempre.
El cigarro se había apagado entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por las noches han visto a la Serrana vestida de blanco como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la Sierra de las Animas en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz de la Serrana.
Y de noche por la Sierra de las Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
 

Ada Vega, 2004 

viernes, 11 de agosto de 2017

Cuento con martingala


El Negro Contreras era un individuo de poca prosa. Medido. Circunspecto.  Pero acertado en el decir y muy leído. No era  hombre de andar hablando no más por hablar, palabra que salía de su boca era palabra bien dicha, con tino. Pensada. Que en este mundo donde la mayoría de la gente pasa el día diciendo tanta guasada, cosas sin fundamento alguno, la parquedad del Negro era de elogiar. Para qué hablar de bueyes perdidos —decía—  si están perdidos, que queden.
 Encerrado en un mutismo terco no derrochaba plata que no tenía, ni palabras que sí tenía, pero que ahorraba como un avaro por si algún día tenía que echar mano y decirlas todas a la vez. Que el que guarda siempre tiene y para echar el resto en un apuro, se debe contar primero con un resto. Las palabras para el Negro Contreras eran para leer y guardar, no para andar desparramándolas por ahí sin ton ni son. Por ese motivo al pasar saludaba inclinando la cabeza, agradecía en el boliche levantando la copa y se despedía al retirarse tocándose la frente, cuasi un saludo militar.
A los hombres, dispuestos siempre a comentar sobre fútbol, política o mujeres, esa posición tan arbitraria no les caía muy bien. Alegaban que para conocer verdaderamente a un ser humano, no hay cómo oírlo hablar. Que la gente muy callada, decían, era de desconfiar y que los “mata callando” nunca fueron de fiar. Eso decían. De todos modos, aunque le buscaban la boca lo único que conseguían del Negro Contreras era un amago de sonrisa. Opinaban algunos que era un “pecho de lata” que al principiar una conversación por no ponerse a discutir soserías, le decía al contrario: —Será cómo usted dice. Y ahí quedaba la cosa. Que no fueron pocas las veces que por no hablar se vio envuelto en problemas.
En Rivera y Larrañaga, donde ahora está La Pasiva,  estaba en aquel tiempo el Bar  Carlitos, de José y Amador. El boliche tenía un mozo llamado Ramón y un pizzero que vivía en el Cerro. Era el boliche del barrio y los que parábamos allí éramos todos conocidos. Una noche estábamos con el Dante Scaramo y el Carlitos Acosta tomando una cerveza,  cuando un forastero que había caído de paso, expuso con puntos y comas, el detalle de una Martingala  segurísima para ganar en la ruleta.
Según explicaba, sólo se necesitaba tener conducta. Era cuestión de ir todos los días al Casino y hacer la diaria. Trabajo astillero, decía. Según explicaba el forastero, el asunto consistía en apostar en primer y segunda en chance y cubrir ocho números a pleno en el paño de la tercera docena, dejando libres solamente cuatro números y el cero. —¡Una fija!, afirmaba sobrándose. Se gana poco, pero se gana siempre…o casi.  El bar estaba a full, los parroquianos escuchaban con gran atención mientras el hombre daba datos sobre lo que se podía ganar apostando tanto y cuanto.
A un costado del mostrador, tranquilo, el Negro Contreras tomaba su caña. Miraba de vez en cuando al expositor sin demostrar ningún interés en la charla. Ajeno. Al forastero le molestó la actitud del Negro que rozaba su ego. Interpretó su silencio como reprobatorio de lo que estaba exponiendo, por lo que medio ofendido se le acercó y haciéndose el canchero le dijo que era un contrera.
Con otro personaje hubiese tenido problema, pero el Negro lo miró ni frío ni caliente, levantó la copa, la saboreó hasta el fondo, la dejó sobre el mármol y —¡Soy un Contreras!, le dijo, pagó y se fue. Al conversa lo descolocó, lo dejó bramando. Diga que los habitúes le aseguraron que efectivamente, el Negro era un Contreras.
Yo lo conocía de vista, pero me simpatizaba. Lo oí hablar por primera vez cuando los festejos de los quinientos años el Descubrimiento. En el barrio se estaba preparando una gran fiesta. 
 —Cosa de locos, festejar, dijo. Y  agregó: —Si Colón en lugar de desembarcar en Las Antillas hubiese desembarcado acá, los indígenas se lo hubiesen comido y otra sería la historia. Pero ni Colón sabía que el sur existe y los del norte siempre nos han jodido. 
 A los organizadores del evento los dejó con la boca abierta y pensando que tal vez no estaba muy errado. Cuando quisieron reaccionar, él daba vuelta la esquina, camino a su casa.
Los vecinos del barrio decían que era un tipo raro. Yo creo, más bien, que era un tipo inteligente. La política nunca llegó a preocuparlo. Ni los blancos  ni los colorados, ni éstos ni aquéllos, que según decía era los mismos perros con distintos collares. Que el que tiene siempre va a tener y el que no tiene, no tiene y punto, suban o bajen del gobierno los blancos o los colorados y esto ni Dios lo arregla, que ya alguien lo dijo una vez:“Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege  a los malos cuando son más que los buenos”, y entonces para qué, decía, ¡si ni Dios!
 El Negro Contreras nunca trató de convencer a nadie sobre un tema u otro. Solía escuchar en silencio lo que los demás comentaban, guardándose la opinión que le merecía. Tenía, eso sí, la pasión del fútbol, pero tanto iba al Paladino a ver a Progreso como al Franzini a Defensor. Le alegraban los triunfos de Peñarol y los de Nacional.
 Los manyas no lo querían de hincha y a los bolsilludos los desubicaba.
Una noche lluviosa de invierno venía en un taxi. Sentado atrás para no tener que hablar con el hombre de volante. El taxista, que no conocía el barrio, entró por una calle flechada en contra. El Negro, calculamos, pudo haber avisado con tiempo. También calculamos que por no hablar… el Fiat se dio de frente con un semi-remolque que iba para el Puerto.
El taxista la sacó barata, pero el Negro Contreras se fue sin decir ni ¡ay!! Ya lo expliqué antes: el Negro Contreras era un tipo de poca prosa.

Ada Vega 2012