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miércoles, 31 de enero de 2018

En el valle del Lunarejo


Cerca de Tranqueras, en el valle del Lunarejo, había nacido Ezequiel Montoya séptimo hijo varón de Luz Marina Inzaurralde, abnegada mujer hecha para el trabajo, casada con Antenor Montoya, un quilero fronterizo medio sabandija dueño de unas cuadras de campo al costado del Cerro Bonito. 
Allí habían poblado, junto a una chacra que trabajaba Luz Marina. Campo inhóspito, no porque fuera mala tierra sino porque hervía de víboras. Para la serpiente de Cascabel el valle era una feria por donde solía lucirse haciendo sonar su cencerro, o silbando al pasar de refilón junto a la gran Ñacaniná, su pariente pobre, con quien no hacía buenas migas. 
Al ser la región poco habitada por el hombre, las víboras dominaban todo el espacio, eran fuertes y poderosas. Luz Marina las enfrentaba a machetazos cuando le invadían su campito consiguiendo, a duras penas, mantenerlas a distancia. Tenía, sin embargo,  un extraño poder frente a la ponzoña de los reptiles. Tal vez, a fuerza de recibir tanta mordedura, estaba inmunizada contra su veneno pues las afrontaba sin temor. 
Las serpientes le reconocían el poder, teniéndole cierta consideración, no exenta de un rencor a duras penas disimulado. De todos modos era una lucha diaria cuidar a las gallinas y a los patos, a la lechera y hasta a los perros. 
Pero el mayor problema lo acarreaban los días de lluvia cuando el Lunarejo crecía y se desbordaba, entonces el bicherío se desparramaba por el valle, se llegaba hasta las casas y se metía en las habitaciones huyendo del agua que, en su descontrol, los arrastraba fuera de sus madrigueras. Luz Marina luchaba sola contra las inclemencias del lugar. Antenor no era hombre de querencia. Los hijos —decía—, eran cosa de la madre. 
Le arrimaba ropa y algunos comestibles cuando bajaba del norte y se largaba otra vez a contrabandear. Recorría establecimientos y pequeños pueblos llevando y trayendo mercaderías varias,  mientras, entreverado en fiestas, comilonas y chupandinas dejaba correr la vida sin mayores  preocupaciones. 
Cuando Ezequiel cumplió siete años la madre comenzó a notarle actitudes impropias. Al principio pequeñas facultades de entendimiento con los animales, que se fueron acentuando con el tiempo. A pesar de ser un gurí manso como el apereá, poseía la sagacidad del puma y la vista aguzada del águila. 
En sus recorridas por el valle los animales se apartaban para darle paso, bajaban la cabeza cuando él los miraba y las aves detenían  el vuelo, quietas en las ramas, al verlo pasar. Ante su presencia las víboras permanecían arrolladas sobre sí mismas, quietas las cabezas, observándolo quisquillosas con sus ojos oblicuos. 
El dominio que Ezequiel ejercía sobre los animales del monte, era sólo comparable con el que ostentaba sobre ellos, el gran lobo negro, que en noches de luna llena recorría el valle del Lunarejo hasta la Cascada del Indio y más allá, imponiendo su presencian ante todas las alimañas rastreras o voladoras que habitaban el intrincado monte. Un lobo hermoso, de gran talla, de pelaje reluciente y ojos como brasas, que la gente de Tranqueras asociaba con Ezequiel, por aquello de: séptimo hijo varón,  en fija lobizón. Nadie pudo afirmar con certeza que el séptimo y último hijo de Luz Marina y Antenor era en realidad lobizón, a pesar  de que los vecinos de los alrededores así lo afirmaban. Lo cierto es que cuando Ezequiel cumplió los dieciocho años se fue del valle, no se supo si para el norte o para el sur, lo que sí supieron en Tranqueras es que el lobo negro que en noches de luna llena recorría el monte, también desapareció en esos días.
En los años que siguieron poca cosa se conoció de Ezequiel. Sólo que había andado por Fraile Muerto, por Cardona, que lo habían visto por el Yí, por Dolores y un día desembocó en la capital. Y en Montevideo lo conocimos nosotros. Trabajaba de albañil y vivía en una pensión. Era un hombre tranquilo, taciturno, vivía solo. Nunca le conocimos compañera. De vez en cuando desaparecía por unos días y volvía sin dar explicaciones. En una oportunidad nos contó que había nacido en Rivera, en el valle del Lunarejo, que hacía fácil unos veinte años que se había ido y que nunca había vuelto. Y un día, porque sí no más, dejó el trabajo y dijo que se iba. Adónde —le preguntamos. Por ahí —nos contestó. No volvimos a verlo.
Por aquel entonces contaba  gente que vivía en Tranqueras, que la casa de los Montoya estaba muy abandonada. Los hijos de Luz Marina y Antenor fueron, poco a poco, abandonando la casa paterna. Antenor hacía años que no bajaba hasta el valle. Se había conchabado en el Brasil y allá se quedó con nueva mujer y otros hijos. Luz Marina  estaba sola, vieja y cansada. Dicen que una noche sintió que la  muerte venía reptando a buscarla y no tuvo fuerzas ni ganas de salir a pelear. Las víboras, envalentonadas, habían rodeado el campito. Hacía mucho tiempo que nadie las dominaba, serpientes y culebras se acercaban en apretado círculo. Ya habían pasado los hilos del alambrado cuando un extraño refucilo, las detuvo en seco. Un lobo negro de ojos luminiscentes, con las garras arañando la tierra, estaba  esperándolas a la entrada de las casas. 
Los filosos colmillos relampagueaban  iluminados por la luna llena. Atropelladas, envueltas en un sonido sibilante, las víboras huyeron por los cuatro rumbos. 
Al otro día comentaban los vecinos, que Ezequiel, el hijo más chico de Luz Marina y Antenor, había vuelto con su madre. Alguien lo había visto arreglando el alero de la casa que se había vencido.
El bicherío del valle del Lunarejo, junto al Cerro Bonito, volvió a mantener distancia. 
Ada Vega, edición 1997 - 

martes, 30 de enero de 2018

Como debe ser




Dicen los que estaban que a Rudesindo Ordóñez lo mataron mal. A traición, dicen. Por la espalda. Que esa es mala manera de matar y de morir. No se debe. No señor. Es por eso que en las noches sin luna, cuando al campo lo abruma la oscuridad y sólo se escuchan las lechuzas chistando al pasar, más de uno comenta que ha visto al Rudesindo montando un tubiano con ojos de fuego, cruzar al galope y perderse en la nada. Justo por donde uno menos quisiera encontrarlo. También dicen, los que saben de muertos y aparecidos, que mientras vivan los hermanos Gomensoro su pobre alma en pena andará en la huella como una luz mala. Rondando.
Rudesindo era un mozo indómito. Negado para el trabajo. Vivía en el trillo carneando ajeno. Libre y solo sin marca ni lazo que lo sometiera. Hábil para el juego y buen jinete; bailarín, payador y mujeriego hasta el tuétano. Su fama de orejano, viviendo al filo de la ley, era reconocida por aquellos hombres trabajadores del campo, con poco tiempo para la diversión y menos para los sueños. Nunca ocultaron que sentían por Rudesindo cierta mezcla de envidia y desprecio. Fama exaltada, sin embargo, por las mujeres que veían en él al trovador de buena estampa a quien todas querrían amar. Y en esa mixtura de odios y amores encubiertos, de amores robados y amores ofrecidos, transcurría la vida de aquel mozo guitarrero y cantor. De todos modos, acostumbrados en el pago a la presencia del muchacho que había quedado huérfano desde muy chico, los vecinos toleraban su vagancia y era, junto a su guitarra, el convidado de piedra en cuanta reunión hubiese por los alrededores.
Es sabido que en casi todos los enfrentamientos entre hombres, las mujeres han tenido algo que ver. Y en esta ocasión parece que también por faldas fue el asunto. Así cuentan los que cuentan en pagos de Treinta y Tres.
Al norte de Valentines, tirando para Cerro Chato, tenían los Gomensoro una hacienda bastante próspera dedicada a la cría de merinos. El matrimonio tenía cuatro hijos, tres varones y Adelina, la menor. Una muchacha muy bonita y avispada. Ese año, para la zafra de primavera, el patrón había contratado una comparsa de gente del lugar muy baqueana para el trabajo de yerra y esquila. Junto a esa gente se encontraba Rudesindo Ordóñez que, al final de la jornada, entre mate y caña, cantaba valsecitos y vidalas con voz ronca y bien entonada. Adelina, la hija de los Gomensoro, ya había oído ciertos comentarios sobre la vida disipada que llevaba el muchacho, y no pudo resistir la curiosidad de conocerlo. Una mañana, con el pretexto de cebarle unos mates al padre, se acercó a la gente que estaba en plena faena y allí lo vio. Según dicen los que estaban Rudesindo ni se fijó en ella. Tal vez la vio como la gurisa que era no más y ni corte que le dio. Sin embargo ella, por el contrario, quedó con la cabeza llena de pájaros y prendada del mozo y, mujer al fin, comenzó a maquinar el modo de atraer al muchacho para que se fijara en ella. El asunto fue que una vez terminada la zafra, después de una fiesta de asado con cuero, vino y empanadas, los contratados se fueron cada cual por su lado. También se fue el cantor, que con unos pesos en el cinto y su guitarra requintada, salió en su flete a recorrer el pago, visitar boliches y refistolear mujeres. Entre guitarreada y copas fueron transcurriendo las horas. Era ya pasada la media noche cuando llegó a su rancho. Recostada en los eucaliptos una luna amarilla lo observaba distraída. No había abierto la tranquera cuando el galope de un caballo, que se acercaba, lo puso en guardia. Quedó a la espera junto al alambrado, hasta que un tordillo oscuro se detuvo y de un salto desmontó Adelina con un lío de ropas colgando del brazo. Rudesindo no la dejó llegar a la portera, la paró ahí no más, y le preguntó asombrado:
—¿Y vos qué andás haciendo a estas horas?
—Me vine, le contestó ella.
—¿Cómo que me vine? ¿A qué te viniste?
—A quedarme con vos, afirmó la muchacha.
—¿A quedarte conmigo? ¿Estás loca vos?
—Vine pa´ser tu mujer. Pa´quedarme en tu rancho.
Si la situación no hubiese sido tan seria, Rudesindo habría pensado que aquello era una broma. De todos modos, no quiso seguir escuchando y le gritó enojado:
—¡Caminá gurisa, andá a terminar de criarte que, en su momento, algún mozo te va a pedir pa´casarse contigo como se debe. ¡En menudo lío me metés si tu padre y tus hermanos te encuentran aquí! Y no te aflijas porque vivo solo. El día que quiera mujer en mi rancho, yo mismo la voy a traer. Ahora subí a tu caballo que te voy a llevar de vuelta, no está la noche como pa´que andés sola por ahí... ¿Y ahora qué te pasa? ¿Por qué te ponés a llorar?...¡Muchacha del diablo!...¡Mocosa mal criada!
Llegaron a la hacienda de los Gomensoro entrada la madrugada. El sol empujaba un montón de nubes, que se iban deshilachando, para darle lugar. De lejos se veía en la estancia mucho movimiento. Rudesindo dejó a Adelina junto a la portera grande y se fue en un trote lento. El padre y los hermanos fueron a alcanzarla. Ella seguía llorando, a moco tendido, como si la hubiesen violado. Los cuatro muchachos se quedaron mirando al jinete que se alejaba...
Esa noche, en el boliche, el Rudesindo acodado en el mostrador tomaba su caña. Conversando con el turco le había dicho que andaba con ganas de levantar vuelo, dejar Valentines por un tiempo, subir hasta el norte, cruzar el Olimar, llegarse hasta Tupambaé y quién sabe tal vez, largarse hasta Cerro Largo. Y no estaba lejos, no más, de que lo hiciera en los próximos días.
Los hermanos de Adelina llegaron antes de la medianoche, se detuvieron en la puerta, vieron al Rudesindo fueron hacia él y lo cosieron a puñaladas. Por la espalda fue. A traición. Sin que el hombre se pudiera defender. Lo mataron para vengar la honra de una mujer a la que él, ni llegó a conocer.
Muchos en el pago piensan que Adelina fue la excusa, no la causa, de la muerte de Rudesindo Ordóñez. Que aquellos hombres atados al trabajo de la tierra y a sus costumbres, mataron en Rudesindo lo distinto. La libertad de pájaro, su estampa y su fama. Ahora podían dormir tranquilos. Ya no había guitarrero enamorando mujeres, ni ganador en el juego, ni orejano viviendo al costado de la ley. Estaba cada cosa en su debido lugar. Como siempre había sido. Como debe ser.


Ada Vega, 2005 

sábado, 27 de enero de 2018

Amor es un algo sin nombre

     


Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en  la otra cuadra, traía  una victrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta,  que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos  tras cada  canción.
En aquellos años la música que  escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot,  y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.
Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes,  chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras  eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el  cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Po acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a  fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Yo lo miré y algo me sacudió. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé  al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.
 Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo  y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
 Entonces lo vi venir se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargaz cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mi, para mí”.
 Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba  para mí. Me enamoré del forastero con  un amor de película. En el salón sólo estábamos él,  yo y Chabela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.
 Nos quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.
 Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.
 Durante muchos sábados de baile  esperé  verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello  fue sólo un recuerdo de mi primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
 Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta sólo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mi, para mí” y volví a revivir la tarde aquella  en que un  forastero, bailando me besó en la frente.
 La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí  la  cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:
—Adolfo, empieza la típica…¡vamos a bailar!

Ada Vega, 2014 

Solo un juego de niños


     Simón y yo crecimos en un pueblo de veinte chacras y montes de eucaliptos, junto a una estación de ferrocarril abandonada.    
     Casi todos los habitantes del pueblo éramos parientes,  y vivíamos de lo que el pueblo producía. En cada casa se criaban gallinas, pavos y patos.  Algunos vecinos tenían ovejas y otros cebaban cerdos, y para fin de año se mataban corderos, cerdos  y pollos y  se repartían entre todos. Sólo un vecino tenía dos vacas, de modo que la leche  para el día la mandaba el dueño de una estancia que quedaba del otro lado de la vía.
     Al principio Simón y yo íbamos a la escuela montados los dos en un petizo que se llamaba Majo. Simón adelante porque era el hombre y yo atrás tomada de su cintura. Al comienzo del tercer año el padre  le regaló un zaino oscuro patas blancas y en él íbamos los dos, siempre él adelante con las riendas y yo atrás, siempre abrazada a su cintura.
      Nunca entre nosotros se pronunció la palabra “novios”, pero Simón grabó su nombre y el mío  en el tronco de una higuera del fondo de mi casa, con un cuchillo de filetear que su padre, que era guasquero, le regaló en un cumpleaños.  
       Cuando cumplí los quince Simón me regaló una pulsera de plata con una medalla en forma de corazón que  decía Tú y Yo  de un lado y Para toda la vida, del otro. A la semana siguiente mi madre le compró una pieza de crea al turco que todos los meses pasaba por el  pueblo,  y comencé a bordar mi ajuar. Para sus dieciocho le regalé la camisa y la corbata para la boda y él comenzó a trabajar en la ciudad del departamento.
     Dejamos de vernos todos los días y él comenzó a cambiar. Un día decidió quedarse a vivir en el pueblo porque  se cansaba de tanto viajar en moto cuatro veces por día. Fue espaciando las visitas a mi casa y yo comencé a extrañarlo y a llorar por él. Dejamos de  hablar de casamiento y al final me confesó que ya no me amaba. Que lo nuestro había sido sólo un juego de niños, que habíamos crecido y el verdadero amor, dijo, era otra cosa.
     Seguí bordando mi ajuar porque creí que un día volvería, pero no volvió. Tuvo otra novia en otro pueblo, y otra y luego otra. También los años pasaron para mí. Y una primavera un primo hermano, que tenía unas cuadras  de campo junto al río, me habló de amor y matrimonio
      Esa misma primavera volvió Simón al pueblo a pedirme que me casara con él. Cuando lo vi entrar al patio de mi casa el corazón se me escapó del pecho. Estaba cambiado, tan buen mozo, tan bien vestido.
      Nos abrazamos en la mitad del patio y fuimos por un momento aquellos niños que jugaban al amor: la niña que nunca terminó de bordar el ajuar, el niño que a punta de cuchillo dejó su nombre y el mío grabados en la higuera del fondo de mi casa.
     Me pidió perdón, dijo que me amaba y había vuelto para casarse. Que  había alquilado una casa en  el pueblo para los dos.  Dijo todo lo que por mucho tiempo esperé que me dijera varios años atrás. Pero habíamos crecido y el amor no es un juego. No podía engañarlo, le contesté que ya no lo amaba y que para el próximo otoño me casaría con Andrés.
    Creo que le costó entender. Nunca se imaginó que no aceptaría su propuesta de matrimonio y  menos aún que estuviese de novia con otro hombre. Ante su desconcierto hubiese querido explicarle que ya no éramos los mismos, contarle de mi dolor cuando me dejó, el tiempo que me llevó tratar de olvidarlo, pero no encontré las palabras. Lo acompañé hasta la puerta cuando se fue, al llegar a la esquina se volvió para mirarme.
Ese otoño me casé con Andrés, luego de unos años vendimos el campo y nos fuimos a vivir a Montevideo.
         El pueblo de las veinte casas ya no existe. Ni existen las chacras, ni los montes, ni la estación del ferrocarril.  Todo lo borró la producción de soja. 
En un cajón de la cómoda, olvidada entre cartas y viejos recuerdos, quedó la pulsera de plata.  Pero una de mis hijas la encontró una tarde, le puso un dije que representa un delfín,  y se la llevó.
     Sólo quedó sobre la mesa de luz  la medalla en forma de corazón con el Tú y Yo  y el Para toda la vida, como único testigo de  aquel primer amor, que no pasó de ser, más que un juego de niños.


Ada Vega, edición 2013

jueves, 25 de enero de 2018

¡Qué visión, mi vieja!

          


Y la vieja me lo decía... ¡qué visión, mi vieja!, ¡las calaba en el aire! Si llegué soltero a los cuarenta y dos años, fue solo gracias a mi vieja. Fue la que siempre me abrió los ojos, tate tranquilo. ¡No me dejaba ensartar así no más! Desde chico, fijate vos.

Me acuerdo en la escuela con la María del Carmen. ¿Te acordás vos de la María del Carmen? Vivía por Heredia pasando el almacén de Abediz, dos o tres casas más arriba. Estábamos en cuarto año de la escuela Yugoslavia. ¡Qué linda era la María del Carmen! Tenía el pelo negro y unos ojos grandotes. Nos sentábamos en el mismo banco, me prestaba el sacapuntas, los lápices de colores. Era la hija de don Fermín, el peluquero que tenía la peluquería frente a la plaza Lafone. Íbamos juntos a la escuela, ella me esperaba en la puerta de la casa yo pasaba y nos íbamos los dos.

Un día cuando volvíamos le agarré la mano, y bueno, desde ese día se sobreentendía que éramos novios. Veníamos siempre de la mano. Hasta que mi vieja se enteró. Le tomaron el pelo en el almacén. Le dijeron que en cualquier momento yo me casaba con la María del Carmen. ¡Para qué se lo habrán dicho! Me acuerdo que estaba haciendo un mapa en la mesa de la cocina, me agarró de sorpresa y me empezó a dar como quien lava y no plancha. Yo pensé: — ¡zás, se dio cuenta de la maceta que rompí con la pelota! Después que me curtió a sopapos me dijo: 

— ¡Yo te vi´a dar amores a vos! No entendí nada y no quise preguntar, no fuera que empezara la biaba de vuelta. Recién cuando vino el viejo supe por qué me la había ligado. Le contó entre mate y mate, de mis “amores” con la hija del peluquero. El viejo canchero se reía:

—Hijo e’ tigre, dijo. No pudo seguir hablando porque la vieja le tiró con un repasador por la cabeza, que era lo que en ese momento tenía en la mano, porque si hubiera tenido la plancha... 

— ¡Tigre!, le dijo ofendida, ¡si querés mate sebátelo vos! En la cocina de mi casa vino a terminar mi romance con la María del Carmen. Me tuve que cambiar de banco en la escuela, y así perdí mi primer amor.

De ahí en adelante gurisa con la que me veía, gurisa que me la sacaba limpita de la cabeza. Que, ¡mirá como se pintarrajea! Que, ¡qué gurisa más flaca, debe ser enferma! Que, ¡mirá esos pelos! ¿La madre no la ve cómo anda? Que, ¡si ya anda fumando, lo que no hará después...! Se ve que yo no sabía elegir, vos sabés que yo para las mujeres siempre fui medio tronco. ¡Menos mal que siempre tuve a la vieja! 

Una vez como a los dieciocho años me había corrido a una novia y el viejo, ¡pobre viejo! se enojó, vos sabés, y le gritó: 

— ¡Dejá a ese muchacho que se arregle solo con las mujeres, querés!¡ Ya es un hombre, caramba! ¡Así no se va a casar nunca! Y la vieja le dijo: 

— ¿Ah sí? ¿Y si se clava? Y él le contestó: 

— ¡Si se clava, que se clave, no va a ser el primero ni el último, ¡qué embromar! La vieja lo retrucó al vuelo: 

— ¡Callate mirá!, mientras me tenga a mí no se va a clavar, ¡eso te lo garanto! Una santa mi vieja. Si yo le hubiese hecho caso ahora no andaría penando por una mina... ¡ay Alicia, Alicia...!

Si llegué soltero a los cuarenta y dos años fue gracias a mi vieja, pero todo se termina en la vida. Una noche en la cantina de los “gauchos” me encontré solo. Le pregunté al cantinero: 

— ¿Dónde están todos? 

— ¿Todos quienes? Me dijo. 

—Los muchachos, mis amigos. 

—Pero Julio, ¿vos no te diste cuenta que se casaron? Se fueron casando, tienen hijos, ¡los gurises atan mucho! De tu barra el único que queda todavía es el solterón ese que trabaja en la Aduana. 

— ¿Solterón? Si el flaco no tiene ni cuarenta años. 

—Y bueno, si pasó los treintaicinco y no se casó, es un solterón. Los muchachos se casan jóvenes, si se casan muy veteranos ¿cuándo van a tener los hijos?

Recién ahí se me cayó el telón ¿podrás creer? Yo podría tener hijos terminando la escuela. Podría ir al Paladino con un varón que llevara puesta la camiseta amarilla y roja de los Gauchos del Pantanoso, una hija de quince años o de dieciocho, ¡un punterito debutando en la Primera de Progreso! ¿Te das cuenta? 

Me olvidé de mi vieja y me puse a buscar novia de apuro. Fue cuando conocí a la Alicia. Viajábamos en el 126 cuando íbamos a laburar. Siempre la vichaba. Yo lo tomaba acá en Humboldt, y ella subía en Berinduague y José Castro. Una mañana tuve flor de bronca en el laburo por llegar tarde. Me había bajado con ella en Uruguay y Andes y la acompañé hasta el trabajo. Laburaba en un taller en Andes y Canelones, caminamos, conversamos y quedé en esperarla a las siete cuando saliera. ¡Qué mina bárbara la Alicia! Buena de verdad y linda. ¡Qué linda que es la Alicia!... A mi vieja no le dije nada ¡no fuese que me la corriera! Como el asunto iba en serio ¡yo me quería casar! 

Una noche fui a la casa a conocer a la familia. ¡El padre macanudo! Jubilado de la ANCAP. Tenía una hermana más chica que estudiaba y un hermano casado que vivía por Belvedere. La madre, no te cuento, una doña buenísima que cocina como los dioses. ¡Hace unos ravioles caseros...! Me trataron como a un rey. Antes del año estaba todo pronto para el casorio. El padre de la Alicia dijo que nos quedáramos a vivir allí, que la casa era muy grande y que había lugar de sobra. Bueno, un par de meses antes le dije a mi vieja que me casaba y me iba. Le costó un poco entender, se lo repetí tres veces: no me habló por un mes.

Un día rompió el silencio para decirme que nos quedáramos a vivir en casa, que si no se quedaba muy sola, que allá en lo de la Alicia éramos muchos, que...El viejo con los ojos muy abiertos me hacía que no con la cabeza y trató de decirme algo, yo no entendí y la vieja no lo dejó hablar. A mí me dio no sé qué, sabés, porque la vieja se puso a lloriquear; y bueno, yo por no irme así de golpe le dije a la Alicia de quedarnos a vivir en casa, y la piba que es de oro y me quiere de verdad me dijo que sí. Nos casamos y nos vinimos a vivir con los viejos.

Iba todo chiche bombón. La vieja nunca le vio nada malo a la Alicia. Nunca me habló mal de ella. ¿Qué iba a decir? ¡Si la Alicia es oro en polvo! Es lo mejor que he tenido en la vida. Yo no sé cómo pude vivir tantos años sin ella. Y la otra noche... ¡me dejó!

Cuando vine del laburo no estaba. Fui a la pieza y faltaba la valija de la luna de miel y toda la ropa de ella.... 

— ¡Vieja!... ¿y la Alicia? 

—No sé. Hoy juntó sus cosas y se fue. No me dijo ni una palabra. 

— ¿Que se fue? ¿Cómo que se fue? ¿Por qué? ¿Qué pasó vieja? 

—No sé. Yo no sé nada. 

—Pero ¿vos le dijiste algo? ¿Discutieron? 

—Yo no le dije nada. A mí no me metás en líos con tu mujer. Pero yo esto lo veía venir. ¡No se habrá podido adaptar...! 

—A mí nunca me dijo nada, nunca se quejó. Yo pensé que estaba todo bien. —Vos nunca pensás. Si pensaras un poco más te darías cuenta de muchas cosas. Siempre te he dicho que las mujeres son astutas, arteras,... ¡decí que vos me tenés a mí! 

— (¿Tendrá razón la vieja? ¿Se habrá aburrido? ¿Extrañaría su casa? ¿Y por qué no me lo dijo? Si yo vivo para ella. Hago lo que ella quiera. ¿Quiere vivir en la casa de ella? Y vivimos allá, ¿qué problema hay?...¡Y se fue llevándose los hijos que no me dio! Los hijos que soñamos, que pudo darme. ¿Y yo qué hago ahora sin ella? ) 

—Y bueno, si se cree que voy a ir a buscarla, no me conoce. Ya va a volver. El que se va sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. 

—Sentate en este banquito, por si demora, dijo el viejo. Y la vieja me lo decía... ¡qué visión, mi vieja! Yo por no hacerle caso... ¡mire que son retorcidas las mujeres!... ¡qué te tiró!

Mala suerte ¿qué le voy a hacer? Y decía que me quería... ¡y se fue! 

Está bien. Mejor así. Que se vaya con la madre...si allá está mejor... ¡que me importa! Yo me quedo con mi vieja. ¡Ella sí que me entiende! Paciencia, si no era para mí, no era para mí y chau. ¿Qué le voy a hacer...?

¡Pero mirá vos lo que son las cosas, salí a caminar sin rumbo y estoy a una cuadra de la casa de la Alicia! ¡Pucha digo, tengo unas ganas de verla…! 

Y bueno vieja, vos sabés que yo con las mujeres nunca supe, que soy medio tronco. Sí, también sé que vos me querés más que nada en el mundo. Que tenés miedo de perderme. Pero yo ya no soy un botija, soy un hombre, ¿entendés?, quiero tener mi vida. A mí nunca me vas a perder. Yo voy a ser siempre tu hijo, pero ahora soltame un poco, dejame ir con la Alicia, porque yo sin ella vieja, no puedo, no quiero vivir. Perdoname...

¡Aliciaaaa...!


Ada Vega, 1995 

No, no y no



—No, no y no.
—Pero escuchame, mi amor.
—No, Jorge, no insistas.
—Pero es que no es asunto mío, me mandan del trabajo, no puedo decir que no voy.
—Mirá, Jorge, si vos este fin de semana te vas a Punta del Este yo me voy  con los chiquilines a la casa de mi madre ¡y no vengo por un mes!
—No seas caprichosa, soy el encargado de la sección, tengo que ver como marcha el trabajo allá. Me manda el gerente de la compañía ¡tengo que ir!
—¿Y por qué el fin de semana?
—Ya te expliqué, el trabajo hay que terminarlo, se va a trabajar todo el fin de semana.
—¿Y por qué no mandan al jefe de sección?
—Porque el jefe de eso no sabe nada, estoy yo a cargo del trabajo.
—Pero vos no vas.
—Decime, ¿a santo de qué tengo que darte tantas explicaciones, si vos no entendés  nada? ¿De qué tenés miedo? ¿De que me quede a vivir en Punta del Este?
—No, tengo miedo que, con el cuento del trabajo que te mandan hacer,  te vayas a pasar el fin de semana con alguna ficha amiga tuya.
—¿Qué decís, mujer? ¿Qué amiga tengo yo?
—No sé, pero a mí no me vas a agarrar de estúpida como el Víctor a su esposa, con esa mona que tiene de amante.
—¿Y yo qué tengo que ver con Víctor? Él es él y yo soy yo.
—¡Mirá qué letrado estás para defender a tu amigo!
—Yo no defiendo a nadie, cada cual hace su vida. Si Víctor tiene otra mujer por algo será. Buscará por ahí lo que no tiene en su casa.
—¿Cómo es eso? A ver, a ver, explicámelo mejor.
—Que si en la casa no es feliz con su mujer, busca otra y chau.
—¿ Por qué no es feliz con su mujer?
—¡Yo qué sé!
—¿Y qué quiere Víctor? Tiene cinco hijos, la mujer trabaja como una mula.
—Sí, pero ellos está bien ¡tienen flor de casa!
—Sí, flor de casa que hay que limpiar y que estén bien no quiere decir que no haya seis camas que tender, cocinar para siete personas, lavar los platos, los pisos, la ropa; cuidar dos perrazos, vigilar los deberes, los dientes, los piojos, las juntas. Esa mujer de noche termina muerta. No le deben quedar muchas ganas de perfumarse, vestirse con un body  transparente y bailarle una rumba a su marido, arriesgando que encima le haga otro hijo.
—¡Qué manera de hablar!  Sos tajante para tratar ciertos temas.
—Mirá, Jorge, cuando yo hablo quiero que el que me escucha  me entienda. Yo también quiero entender cuando me hablan. Y este viaje tuyo a Punta del Este me rechina. ¿Qué querés que te diga?
—Escuchame, Valeria…
—No me llames Valeria.
—¿No te llamás Valeria?
—Sí, pero vos sabés que no me gusta que me digas Valeria, decime Val.
—Está bien Val. Decime, ¿a vos te parece que yo puedo tener otra mujer? ¡Si yo no le puedo pagar ni el boleto a una mina! ¿Te pensás que las minas se regalan, que se canjean por seis tapitas?
—Bueno, algunas se regalan.
—No te creas, para tener una mujer fuera del matrimonio hay que tener mucha guita. Tenés que pagar alguna cena, regalar algo de vez en cuando, el hotel dos veces por semana…
— ¿Dos veces? ¡Más que en casa!
—Dejate de suspicacias.
—¿ Y, decías?
—Y decía, que vos sabés bien, que yo no puedo ni ir al Estadio a ver a mi cuadro, ¡cómo se te ocurre que pueda tener otra mujer!  A una mujer tenés que llevarla al cine, al teatro, a bailar a comer. ¿Y la ropa? Tenés idea del tiempo que hace que no me compro un traje, un saco sport, ¡una campera! No se habían inventado los botones la última vez que me compré un saco. ¿Y los zapatos? ¡Los mocasines que tengo los hicieron a mano los últimos indios! Y tenés que sacarte la ropa ¿a vos te parece que con los calzoncillos que yo uso quedo sexi, que puedo enloquecer a alguna mina?
—Bueno, pará un poco. Porque al final me estás convenciendo de que soy una tarada, que me conformo con cualquier cosa. Porque visto como me lo contás ¡sos un desastre! Sin embargo no sé, fijate vos, a mí me seguís gustando. Para mí sos lo máximo. Y no te creas, en calzoncillos no estás nada mal. Después de todo creo que tenés razón, es bravo tener otra mujer, por lo menos con lo que vos ganás.
—¿Viste? Lo que pasa es que vos ves fantasmas, Mirás mucha televisión, las novelas les lavan el cerebro a las mujeres. Convencete, no tengo otra mujer. No tengo, no quiero,  no puedo.
—Está bien, mi amor. Me convenciste, pero  me hubiese gustado más: no tengo,  no puedo ni quiero. Vos sabés que sos mi vida, te quiero, te adoro, pero a Punta... ¡no vas!
Ada Vega, 2005. 

miércoles, 24 de enero de 2018

Aquella retirada

                                                                                    Diablos Verdes 1981 - Primer  Premio

Era enero del 59 y los Diablos Verdes ensayaban en el Club Tellier. El coro afinaba atento, el director daba los tonos, atrás la batería: bombo, platillo y redoblante. Ese año mataron. Fueron, por primera vez, primer premio. Cantaban aquella retirada:

“Dejando un grato recuerdo a tan amable reunión

se marchan los Diablos Verdes y al ofrecerles esta canción

tras de la farsa cantada viene evocada nuestra niñez.

Murga que fue de pibes y hoy sigue firme

tras los principios de su niñez”.


Era la murga del barrio. La murga de La Teja. Entonces nosotros éramos botijas y acompañábamos los ensayos desde la primera noche. Era emocionante, era grandioso; soñábamos con ser grandes y entrar a la murga y cantar y movernos como aquellos muchachos murgueros. Yo era amigo de todos los botijas del barrio, pero con el que más me daba era con el Mingo.

Entonces vivía por Agustín Muñoz y él a la vuelta de mi casa, por Dionisio Coronel. El Mingo era mi amigo. No hablábamos mucho, creo que no hablábamos casi. Pero estábamos siempre juntos. Ibamos a la escuela Cabrera, jugábamos al fútbol, en setiembre remontábamos cometas y, antes de empezar el Carnaval, íbamos a ver ensayar la murga. No faltábamos a ningún ensayo. Nos aprendíamos las letras de memoria, festejando de antemano la llegada del Dios Momo.

Una noche, mientras los Diablos cantaban la retirada, vinieron a buscar al Mingo. La madre se había enfermado y estaba en el hospital. Al otro día no fue a la escuela y la maestra nos dijo que la madre había muerto. Cuando salí de la escuela fui a buscarlo a la casa. Estaba sentado en la cocina. Yo no le dije nada, pero me senté a su lado. Entonces se puso a llorar y yo me puse a llorar con él. Al rato mi vieja vino a buscarnos y nos fuimos los dos para mi casa. Comimos puchero y la vieja, aunque no era domingo, nos hizo un postre. De tarde vino el hermano a buscarlo para que se fuera a despedir. Fuimos los dos. La casa estaba llena de gente: el olor de las flores me mareó y me sentí muy mal.

El padre tuvo que levantarlo un poco, porque no llegaba para besar a la madre. El Mingo la besó y le dijo bajito: “mamá, hice todos los deberes”.

Esa noche se quedó en mi casa, se acostó conmigo y como se puso a llorar busqué entre mis cuadernos una figurita difícil, una sellada que le había ganado a un botija de sexto, y se la di. Pero no la quiso. Yo pensé en mi vieja y tuve miedo de que ella también se muriera. Nos dormimos llorando los dos.

El Mingo era de poco hablar, pero después que murió la madre hablaba menos. Pero yo lo entendía, a mí no necesitaba decirme nada. Entramos a la VIDPLAN el mismo año. Íbamos al cine Belvedere, a la playa del Cerro y en la “chiva” a pasear por el Prado. Tan amigos que éramos y un día nos separaron las ideas. Cuando al fin yo comprendí muchas cosas, él ya estaba en el Penal de Libertad.El padre y el hermano iban siempre a verlo.

Un día le dí al padre la figurita difícil, aquella sellada que una noche le regalé para que no llorara y que él no quiso. Le dije al padre que se la diera sin decirle nada, que él iba a entender. Cuando volvieron, el padre puso en mi mano una hojilla de cigarro en blanco. Me la mandaba el Mingo. ¡Fue la carta más linda que he recibido! Estaba todo dicho entre los dos. En esa hojilla en blanco estaba escrito todo lo que no me dijo antes, ni me quiso decir después.

Nunca pude ir a verlo, pero siempre esperé su vuelta. Y una noche de enero del 81 en que yo estaba solo en el fondo de mi casa, fumando, tomando mate y escuchando a Gardel, él entró por el costado de la casa como cuando éramos pibes, como si nos hubiésemos dejado de ver el día anterior, como si se hubiese ido ayer. Se paró bajo el parral y me dijo: —¿Qué hacés? ¿ No vas a ver la murga? Yo dejé el mate, levanté la cabeza y lo miré. Sentí como si el corazón se me cayera. —¡Mingo!, y fue una alegría y unas ganas de abrazarlo, Pero él ya me daba la espalda y salía. —Dale, vamos —me dijo—, ¡Que la murga está cantando !

“Cuántos habrá que desde su lugar por nuestros sueños bregan

cuántos habrá anónimos quizá soñando una quimera

Cuántos habrá que brindan con amor toda su vida entera

y con fervor se entregan por el bien, y nadie lo sabrá



(De la retirada de los Diablos Verdes 1er. Premio 1981)
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Ada Vega, edición 1996.