Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que
la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo
conocía ese modo de mirar. Y sabía que sólo una mujer con pasado mira a un
hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí,
apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó.
No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda
intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de
acercarme a ella, en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la
perdí de vista ni un segundo. La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un
momento dado, casi al final de la fiesta, observé que se retiraba.
Su mesa, que compartía con otros invitados, se encontraba
cerca de la puerta de entrada la que tenía yo con unos compañeros de oficina,
hacia el centro del salón. Se despidió y, sin más, se dirigió a la salida.
Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y, entre un mar de personas que nos
separaban, volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella
esperaba: dejé a mis compañeros,
atravesé el salón esquivando las mesas de los comensales, los mozos haciendo equilibrio con sus
bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. Cuando al fin logré
llegar a la puerta de calle sólo alcancé a ver el taxi que la llevaba,
perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy
pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los
primeros pasos para dar con ella.
Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de conocidos, con
quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo y dijeron no
conocerla o no darse cuenta de quien era
la persona sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las
conoce debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser éste el caso. La mujer
de mi empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su
boda. No era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear,
nadie la conocía.
En la reunión que menciono me encontraba junto a un grupo de
compañeros de trabajo de Matilde: la chica que se casaba. De modo que al no
conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme el
piso, sólo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para
preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer, desde
la mismísima fiesta del casamiento.
Mientras tanto me imaginé a Anabel, —que así se llamaba— de
mil maneras. La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé divorciada.
Liberal. La imaginé soltera. Exigente. Por eso soltera. Autoritaria. Con mucha
personalidad. Y en todos los casos: buena amante.
A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo quería
encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién era. La
hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o extraterrestre.
Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era la hija
de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su teléfono. Creo
que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la conocía
desde niña y que le tenía gran estima.
Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había demorado
en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal, de 18 y
Yi. No tuve que esperarla. Llegó en punto a la hora prevista. En esa primera
cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida. Directa en
sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de la
tormenta, me habló de su vida. Y me contó su pasado. Vivía con su madre en un
apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos
abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido
de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. Yo
estaba preparado para escuchar cualquier cosa
sobre el pasado reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que
había estado presa por matar a una persona.
Me quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro al
escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado, había
estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal, y
sentirme impresionado por ello, sino por
la casi decepción que sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que
la vi por primera vez.
Tomábamos un café en una de las mesas junto a uno de los
ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces. Música
disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para desnudar el
alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel
estaba complacida, le gustaba el lugar, se sentía bien. Pasó un muchacho
vendiendo pimpollos de rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista
y le compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada.
Luego sonrió y terminó de beber su café. Afuera llovía intensamente. Entonces
ella, otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó su historia.
Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco mayor que
ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella, confiesa,
estaba muy enamorada. Un día se enteró
de que el muchacho se casaba con una joven con la que, según le habían dicho,
llevaba amores hacía ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con
firmeza. Lo acusó de haberla engañado. Él
negó la acusación con énfasis y juró por lo más sagrado que lo que le
habían contado era una vil calumnia de
gente envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara
un poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. Anabel aceptó
las explicaciones de su enamorado pero el bichito de la duda comenzó a
molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a
media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El
despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la
había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día
señalado para la boda esperó paciente en
la puerta de la iglesia. Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron
al atrio ella los enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y
disparó. Se fue sin mirarlo. Nunca más supo de él. A ella la condenaron a nueve
años de prisión. Salió antes de terminar la condena.
Una sola cosa le pregunté. Por qué la mataste a ella y no a él, que fue quien te
engañó. Por venganza, dijo. Para vengarme de su falsedad. Quise que sufriera
por culpa mía, como sufrí yo por su
culpa.
No supe en ese momento, si agradecerle o no su sinceridad.
Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos hubiésemos
conocido un poco más. De todos modos,
fue su decisión. Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa.
Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no pude,
por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero. Eso lo
solucioné con el tiempo. Ella, en aquel momento, no preguntó nada sobre mi
persona y yo no intenté hablar de mi
vida pasada ni de mi vida presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que
debiese aclarar. Nunca pensé tampoco que aquella relación, que recién
comenzaba, se fuera a convertir un día en algo más que una aventura casual de
corta duración.
En aquel momento yo llevaba casi diez años de casado. No
teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de
amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No
habíamos pensado jamás en separarnos. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando
unos meses después de comenzar a salir con
Anabel, cruzó por mi mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que
estaba casado. Me dijo que siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo
que tuviese que durar. Ni un día más. Ni
un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando. Que al destino no se lo
podía forzar, dijo.
Aquel día de nuestra primera cita Anabel dejó clara su situación. Era en realidad una
mujer con pasado, pero no con el pasado
que yo
imaginé. Sino un pasado oscuro de odio y venganza. Frente a mí no estaba
la mujer liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio
creí y que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una exconvicta, que había matado a una mujer para
vengarse de un hombre. Una mujer con un pasado truculento. Apasionada y
vengativa. Una mujer de armas tomar y
gatillar.
Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la avenida.
Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi brazo sobre
sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que miran los niños.
Ada Vega, 2007
Ada Vega, 2007