En los campos de Rocha, hacia el
norte y sobre la costa, tenía su casa don José
Pedro Segovia. Una casa de piedra de estilo español mirando al sur, del tiempo del coloniaje, que don José Pedro
heredara por cuarta generación. Allí vivía con su mujer, Ana Luisa, y sus seis
hijos.
La familia llevaba una vida apacible cultivando campos y criando
animales. Sólo distorsionaba un poco la tranquilidad del lugar, la mala
costumbre de su hija más pequeña de pasarse el día volando.
Extravagancia que nació con ella. Cuando normalmente los niños comienzan
a intentar sus primeros pasos, ella desde el corralito trataba de levantar vuelo. Tenían que
cuidarla porque en lugar de caerse al suelo como los niños cuando aprenden a
caminar, ella se golpeaba la cabeza en el techo. Y no volaba con alas, que lógicamente no tenía, ni como Superman con el cuerpo horizontal y los brazos extendidos. No, nada de eso. Ella
volaba de pie, no se impulsaba ni pronunciaba palabras mágicas. Al igual que
nosotros caminamos, ella volaba con el sólo deseo de hacerlo. A veces recorría
la casa a veinte centímetros del suelo, sin mover los pies. O paseaba
recorriendo el campo por encima de los
animales, poniéndolos nerviosos, o andaba por las copas de los árboles revisando
nidos.
Sus padres no estaban de acuerdo con esa singularidad. Se lo tenían
prohibido, argumentando que los seres humanos no estábamos hechos para esas
veleidades y que si Dios hubiese querido que voláramos, nada le hubiera costado
agregarnos un par de alas como hizo con los ángeles.
Por lo tanto le ordenaban que pusiera los pies sobre la tierra y que
caminara como todo el mundo. Pero María José, que así se llamaba la niña, era
tan dulce y sensible como libre y desobediente, y en cuanto los padres se
distraían, se elevaba por los aires y desaparecía entre los eucaliptos.
Temiendo entonces que se perdiera, andaba toda la familia buscándola,
mirando para arriba cayendo y
tropezándose unos con otros.
A medida que fue creciendo, la chica fue ampliando su espacio de vuelo.
Comenzó a pasar revoloteando sobre los campos vecinos llenando de pánico a sus
habitantes, quienes dudaban entre
bajarla de un escopetazo, para después averiguar quién era o aceptar lo que
decían la mujeres de los campos vecinos: que era un ángel que Dios había mandado
a la tierra para ver qué hacíamos los seres humanos con el mundo que nos dio
para administrar. Pronto se enteraron que la niña voladora era la más chica de
los Segovia, se acostumbraron a verla, creyeron que era un poco excéntrica y
agradecieron que no fuese una mensajera de Dios en plan de inspección divina.
María José comenzó entonces a aterrizar en las fincas
vecinas haciendo amistad con los jóvenes que allí vivían, y con sus
padres y parientes con quienes conversaba animadamente pues, dejando de lado su
extraña manía, era una chica muy alegre, de buen corazón y muy sociable.
Los padres de los muchachos casamenteros veían con recelo la amistad de
éstos con la chica, temiendo que alguno se enamorara, llegara al matrimonio, y
vieran un día a sus nietos volando como pájaros sobre sus cabezas, peligrando a
que algún desprevenido los llenara de perdigones. Así que cuando Luis Machado,
hijo de uno de los matrimonios temerosos, declaró su amor por la joven los
padres se opusieron, lloraron, se desesperaron, y terminaron aceptando, bajo la
firme promesa del muchacho de que cuando María José fuera su mujer, no
abandonaría la casa para andar volando por ahí.
Los jóvenes se casaron en una boda sencilla. Ella entró a la iglesia del
brazo de su padre, caminando con paso seguro sobre la alfombra roja. Estaba tan
hermosa vestida de novia con su cabello rubio y su cuerpo tan grácil, que
muchos recordaron cuando la vieron por primera vez y creyeron que era un ángel
que Dios había mandado a la
Tierra.
Reconocieron entonces que era toda una mujer y le pidieron al Creador que
los hiciera felices y que ella abandonara
de una buena vez la manía de volar.
La nueva pareja fundó su hogar en Treinta y Tres donde los padres de Luis
tenían unas hectáreas de campo. De modo que para allá se fueron, se amaron
apasionadamente y, aprovechando el joven esas noches de amor y deseo, trató de
lograr de su adorada esposa la promesa hecha a sus padres, de que no volvería a
andar planeando, escandalizando a la gente.
María José lloró amargamente en sus brazos. Prohibirle volar, le dijo,
era como cortarle las alas; le prometió
en cambio que sólo volaría dentro de sus tierras. Fue un acuerdo.
Viajaba en Charré para visitar a sus padre y a sus suegros, y llevándoles
a conocer cada año un niño rubio, llegó a completar la media docena.
Mientras tanto, ayudada por una mestiza que vivía con ellos, cocinaba,
atendía la casa y criaba a los niños con amor y paciencia tratando de terminar
lo más pronto posible con los quehaceres, para volar al encuentro de su marido
y acompañarlo mientras trabajaba en el campo.
Él la esperaba impaciente todas
las tardes, hasta que al fin la veía venir volando bajo como las gaviotas. Volvía
luego a la casa juntos y abrazados. Tranquilizado porque nunca vio a sus hijos
tratando de ganar altura, supuso que no habían heredado la chifladura de su
madre.
Los abuelos de ambos lados, que ya
no temían ver a sus nietos atravesando el cielo, se sentían felices cuando los
niños pasaban unos días con ellos.
Los seis hijos de María José y Luis crecieron y fueron muchachos formales
y muy trabajadores. Un día se casaron,
se radicaron en distintos departamentos, fueron felices y comieron
perdices. Sin embargo hubo quienes juraron que cuando María José murió, siendo
una adorable viejecita, vieron a seis hombres que al finalizar el sepelio,
elevándose, desaparecieron entre las copas de los árboles en distintas
direcciones. Pero no sé si será cierto. La gente que no tiene nada que hacer es
muy de inventar cosas.
Ada Vega - 2002