El Empire estaba
en la Ciudad Vieja. Cerca
del puerto. Era un hotel de principios del siglo XX de dos plantas
y ventanas mirando el mar.
A la entrada,
junto a la recepción, había un juego de sala tapizado en brocato celeste y
dorado, una mesa con tapa de mármol, un televisor y una biblioteca.
Hacia el fondo, en el segundo patio, se encontraba el comedor con una mesa
oval, doce sillas de estilo tapizadas en gobelino, y un trinchante de cuatro
puertas de vidrios biselados y fondo de espejos, donde se guardaban la
loza fina y las copas de cristal.
Todas las
habitaciones quedaban en el primer piso, hacia donde se subía por
una escalera de mármol blanco con barandal de hierro
forjado.
Eran
habitaciones muy amplias: con juego de dormitorio, cortinados, alfombras,
cuadros en las paredes y lámparas.
Desde las
ventanas se veía el mar y la escollera, y en las noches de verano todo el cielo
enorme y estrellado. En los días de tormenta el mar crecía y se elevaba en olas
que sepultaban la escollera, como si quisieran llevársela consigo.
Después, cuando la lluvia amainaba, comenzaba a surgir hacia la
superficie como el lomo de una enorme ballena.
Era, aquel, un
barrio de inmigrantes. En la calle jugaban juntos, niños judíos, negros y
criollos. Hijos de gallegos, de armenios y de italianos. En la cuadra había un
almacén, una panadería y un taller de calzado. Una escuela cerca y
el Mercado del Puerto, donde se compraban la carne, el pescado del día, y
las frutas y verduras.
II
En aquellos días
nosotros vivíamos en un barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos.
Teníamos una casa espaciosa con jardín al frente y terreno hacia el fondo con
una glorieta bajo los árboles, rodeada de rosales y maceteros con flores.
Cuando murió mi
madre, después de acompañarla al cementerio, mi padre no quiso volver a la casa
y decidió irse conmigo a pasar unos días en algún hotel. Así llegamos al
Empire por unos días, y nos quedamos seis años.
El dueño del
hotel se llamaba Genaro vivía allí con su esposa María, encargada de la cocina,
y una hija llamada Angelina que llevaba los libros y atendía
en la recepción.
Los primeros días
en el hotel fueron una novedad para mí que vivía en una casa hermosa,
pero no tenía amigos. Tampoco teníamos perro, ni gato ni pájaros. La tarde que
llegamos al Empire caía una llovizna aburrida y triste. A penas entramos al
vestíbulo a la primera persona que vi fue a David, un niño de mi edad,
sentado en un sillón de la sala mirando la televisión. Nos miró sin interés y
siguió viendo la pantalla. Mi padre pidió una habitación por una semana y luego
de firmar un libro subimos con Angelina y David, que también nos acompañó.
Al llegar,
la joven abrió la habitación nos dejó instalados y anunció que en
media hora servirían la merienda. Mi padre le explicó que iba a
descansar un rato y que bajaría para la cena, entonces ella me tomó de la
mano y dijo que tomaría la merienda con David y me cuidaría hasta
que él bajara.
III
David vivía
frente al hotel con sus padres y el abuelo Adad, que tenía una tienda en la
calle Colón donde también trabajaban sus padres. Todos los días, después de
almorzar, cruzaba la calle y se quedaba con Angelina hasta que ellos
regresaban.
Teníamos la misma
edad, pero como él había cumplido seis años en febrero ese
marzo pudo entrar a primero en la escuela del barrio. En cambio yo, como
cumplo en mayo, comencé un año después. De modo que en la escuela siempre
me llevó un año de ventaja. Cuando llegué a sexto grado David entraba al
liceo. Y cuando terminé sexto nos fuimos con mi padre de la Ciudad Vieja, y
volvimos a nuestra casa del barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos.
No obstante, en los seis años vividos en el Hotel Empire, David estuvo siempre
presente. Fueron años de una infancia feliz, donde compartimos juegos
mientras nos asomábamos confiados a un mundo desconocido.
IV
Dos días después de nuestra llegada al hotel
mi padre me dejó con Angelina para dar una vuelta por nuestra casa, a fin
de recoger algunas cosas que necesitábamos. Ese próximo lunes
debía volver a su empleo y había descubierto que desde el hotel, el Banco le
quedaba solo un par de cuadras. De manera que sin pensar nos fuimos quedando.
Yo, porque me sentía feliz con la novelería de vivir en un hotel, y
con el montón de amigos que en pocos días había hecho. Y él porque se
encontraba cómodo, distendido. Todos los días salía a caminar. A veces
por la rambla, otras veces se dirigía directamente a Linardi &
Risso a revolver libros, para volver siempre con algún texto bajo el brazo. Y el tiempo fue dejando caer, en aquel
barrio, las hojas de los otoños.
Un día,
para hacer nuestra estadía más interesante, sucedió un hecho imprevisto. En una
de las habitaciones al fondo del corredor de la planta alta, se alojaba un
alemán que había llegado una noche en el Julio César, que al desembarcar
se dirigió directamente al Hotel Empire.
Como equipaje
traía una valija y una caja con libros. Era un hombre fornido, de estatura
mediana. Canoso. Usaba lentes y vestía siempre de traje. Un hombre común que
pasaba inadvertido. Sin embargo una noche, cuatro hombres irrumpieron en el
hotel. Dos quedaron abajo y dos subieron hasta su habitación y se lo llevaron,
a punta de revólver, en un auto que los esperaba en la puerta. Cuando
llegó la policía revisó la habitación, se llevó algunas cosas y cerró con
llave prohibiendo abrir hasta nueva orden.
Nunca más
se supo de él. Ni los diarios, ni la televisión dieron cuentas del hecho. Sólo
los padres y el abuelo de David fueron indagados más de una vez, quienes
aseguraron no conocerlo ni saber de su existencia.
V
Los únicos datos
aportados por el alemán a su llegada al hotel, fueron su nombre: Egbert Krumm
y que esperaba a alguien que vendría desde Europa. Por lo demás,
todos coincidieron en que era un hombre muy callado, no se relacionaba con
nadie, sus salidas eran para recorrer librerías y volver con dos o tres
volúmenes cada vez. También opinaron que, para evitar encontrarse con los
demás huéspedes, era el primero en bajar al comedor. Algo que tampoco llamaba
la atención pues los habitantes del hotel eran cambiantes, con excepción
de mi padre y yo, nadie se alojaba por más de un mes. De modo que ningún
huésped llegó a conocerlo, y menos aún hacer amistad.
Como la
habitación había quedado desordenada, Angelina preguntó a los
policías qué hacía con los libros, y le contestaron que ella se hiciera cargo.
Por lo tanto llamó a mi padre para que la ayudara a buscarles
una ubicación. Cuando comenzaron a ordenarlos les llamó la atención
que todos versaban sobre viajes. Viajes al Mato Groso y el Amazonas;
a la Cordillera de
los Andes; a Bolivia; al Paraguay y su parte selvática y así.
De modo que decidieron
dejarlos en la biblioteca de la sala.
Y allí quedaron
con excepción de los libros de la caja, seis libros de tapa dura escritos en
alemán, que Angelina acomodó tal como vinieron del viejo mundo, debajo del
mostrador de la recepción.
VI
Mi inserción en la familia de Angelina fue
natural e inmediata. Mi padre desayunaba muy temprano, luego se quedaba
en la sala a leer el diario y ver algún informativo en la
televisión y después subía a despertarme.
Al
principio, para que no desayunara solo, Angelina me llevaba a la cocina
donde estaba María y desayunaba con ella. Después, a medida que se
sucedían los días, bajaba solo y me dirigía a la cocina por mi cuenta.
Ese invierno
pasó sin sentirlo, todas las tardes venía David o iba yo a su casa. En esas
idas y venidas fui conociendo a sus amigos, y para cuando llegó la
primavera sabía los nombres de todos. Pero fue ese diciembre, cuando terminaron
las clases de la escuela y todos los chiquilines salían a jugar, que me alegré
de verdad por haber ido a vivir a ese barrio.
Jugábamos al
fútbol en la calle, y algunas veces íbamos a la casa de inquilinato
de la otra cuadra a ver a los morenos que, cada tarde al ponerse el sol,
cantaban y tocaban tambores.
VII
Al
acercarse la Navidad toda
la cuadra era alegría. Desde la mañana nos reuníamos a jugar en la
vereda, mientras los vecinos iban y venían haciendo las compras para
esperar la Noche
Buena.
Aquellas fiestas
navideñas donde los judíos comían Pandulce y festejaban con los cristianos el
nacimiento de Jesús, porque en el barrio, era sabido que, para las
fiestas de fin de año éramos todos iguales. Sin embargo los cristianos, no
recuerdo que alguna vez hayamos festejado con ellos, en los primeros días de
setiembre, el comienzo del año judío.
La mamá de David
horneaba para esos días un pan delicioso con miel, que se llama
Jalá. Otras veces lo he comido con amigos en distintas partes del mundo,
pero en ninguno he encontrado el sabor de la Jalá que comíamos con
David, sentados en el pretil de la ventana de su casa, en la noche de
Rosh Hashana.
VIII
En esos años que
viví en el Empire conocí muchísima gente de paso. La mayoría del interior del
país, personas que venían al Hospital Maciel por enfermedad, o a visitar algún
pariente internado. También los que llegaban de vacaciones a visitar Montevideo
y se alojaban por unos días.
Recuerdo que un
invierno llegaron Sixto y Raquel, un matrimonio del interior del
país. La señora, que se encontraba próxima a dar a luz, venía para
el Maciel, pero al llegar le comunicaron que en maternidad no había
cama disponible hasta el día siguiente, de modo que se instalaron en el hotel.
Sobre la madrugada bajó Sixto a pedir que se quedara alguien con su esposa,
pues se sentía mal, mientras él iba hasta el hospital a pedir ayuda. María y
Angelina subieron de inmediato y comenzaron las subidas y bajadas por la
escalera hasta que oímos el llanto del bebé que había nacido.
Cuando al fin
llegó una enfermera, la beba se encontraba dormida en los brazos de la
madre. Se quedaron una semana en el hotel, antes de volver al campo la
bautizaron en la capilla del Maciel y de nombre sus padres le pusieron: María
Angelina.
En los años
siguientes varias veces vimos a la niña y a sus padres, de visita. Muchos
años después, supimos que María Angelina había venido a estudiar a
Montevideo y se encontraba hospedada en el Empire. También supimos que
fue profesora de la
Facultad de Medicina y desde hace unos años, Directora
de Pediatría del Hospital Maciel.
IX
Cuando estaba en
quinto de escuela, un viernes de tarde llegaron al hotel una chica y un
muchacho que venían de Buenos Aires, por el fin de semana. Jóvenes, hermosos y
enamorados. Pidieron una habitación, subieron, y no los volvimos a ver. El lunes Genaro les golpeó la puerta. Tanteó el
pestillo. Creyó que dormían abrazados cuando, recostado a la lámpara, vio el
sobre con la carta. Hubo una gran conmoción. Otra vez la policía,
otra vez la indagatoria. Como en el caso de Egbert Krumm,
nadie pudo aportar datos. Solo quedó entre los huéspedes del hotel un gran
desconcierto y el dolor por aquella juventud que, vaya a saber
porqué, no encontró otro camino, y eligió Montevideo para cometer
suicidio.
X
El episodio del
alemán nunca le terminó de cerrar a Angelina. Ella creía entrever un enigma
entre el rapto y sus libros. Durante años buscó y rebuscó entre aquellos textos
una marca, una palabra escrita al dorso, una señal que la llevara a
descubrir vaya a saber qué. Los leía una y otra vez, revisaba minuciosamente
las hojas, releía los títulos tratando de descifrar un oculto acertijo, que
nunca encontró. Mientras tanto se casó, tuvo hijos, y los hijos le dieron
nietos.
También yo terminé de estudiar, me casé y me
fui a vivir a Barcelona. Mi padre no volvió a casarse, vivió solo en la casa
rodeado al fin, de libros, perros y gatos.
XII
La amistad con
David se profundizó con los años, también él se casó y se fue de aquel
barrio de la Ciudad Vieja. Cuando
voy a Montevideo es con quién primero me encuentro, cuando él viaja y
viene a España no se va sin venir a mi casa. Hoy David es un señor
importante en el mundo de los negocios, pero para mi nunca dejó de ser aquel
niño que conocí el día que enterramos a mi madre, sentado en la recepción
del Hotel Empire mirando dibujitos en la televisión.
Fue él quien
me contó que Angelina después de buscar signos en los libros que compraba
el alemán, decidió revisar los que trajo de Alemania. Un día se puso a
observar con detenimiento uno de aquellos tomos y, como siguiendo un instinto,
con la punta de un cuchillo, fue cortando todo el borde de la
encuadernación.
Nuevos, como
recién salidos de máquina, encontró miles de dólares americanos repartidos en
las tapas y contratapas, de los seis libros. Una verdadera fortuna
que estuvo allí, esperándola, más de cincuenta años.
XIII
El hotel ya no
existe. Hace muchos años lo derrumbaron para levantar un edifico de
apartamentos de diez pisos y enormes ventanales.
Cada tanto, cuando nos encontramos con David,
recordamos nuestros días en aquel barrio de inmigrantes que habían
llegado del viejo mundo, cargando sus dioses y sus idiomas. Huyendo de guerras,
ultrajes y miserias. En la calle angosta donde en primavera remontábamos
cometas, jugábamos con los trompos y la pelota de goma. Que cada
diciembre recorríamos pidiendo un vintén para el Judas que quemábamos
en Noche Buena, en el campito junto la rambla.
La calle del Hotel
Empire, refugio de mi niñez sin mamá, que guardo como el más entrañable
capítulo de mi vida en aquel Montevideo lejano, que espera mi
vuelta bajo la Cruz del
Sur.
Ada Vega – 2014 -
http://adavega1936.blogspot.com/