Aún parece andar
su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo
a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos
era una morena clara, nacida por la frontera, criada en Melo y venida a
trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un ranchito a dos aguas
forrado de madera junto a unos álamos, al final de una calle cortada.
Tenía una gata amarilla y un perro zanguango medio blancuzco, que pasaba
durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por
hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le
faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba,
maldecía en portugués.
Un
día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó
para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre desde su viudez
andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no
cuidaba su jardín, ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo
hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar.
Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la
casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta
casa está precisando una mujer.
—Y
quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo
es eso? le contestó ella.
—Y,
podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy
cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una
carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don
Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito puso una sábana
limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se
la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó
de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino por
la puerta principal.
Don Gabino tomaba mate en la cocina la vio entrar, ir a su dormitorio y sobre
la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le
ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo
vos.
—No
señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don
Gabino y Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían
conjeturas.
—¿La
habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le
veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe
estar con cama. Y por esas quedó.
Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la
jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como
para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad,
porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que
andar desnudo. ¡Peor!
Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero
separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba
por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del
hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en
la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias,
calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones
planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde
Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos calzoncillos
largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don
Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que
iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que
él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato.
Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería
abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío.
Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
Una
tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El
lunes es día de pago en la Caja ,
quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y
para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque
quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don
Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos
días.
Ella
iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se
fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo
invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que
lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la
calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no
tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse
entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto estuvo
en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a
fin de contraer matrimonio con Edelmira.
Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se
enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a
vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de
una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió
tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho
antes de su partida.
Don
Gabino conocía bien el paño.
La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo
lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar
que iba a quedase dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta,
así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el
dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y
unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su
marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró
hasta que arrancaron. Primera vez.
Ada Vega, 1996.