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domingo, 26 de agosto de 2018

Fue un carnaval

    


Yo siempre quise ser cantor. En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró.

De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos tablados: el Se hizo y el Aurora, muy cerca uno de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas. La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre presentación y retirada, dragoneábamos a las chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi vida.

Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era. Me enamoré de ella aquel carnaval.

Ese febrero fuimos novios de ojito. Por ella me gasté el sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla sólo a ella, una noche casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro. Yo observaba con mucha atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado, cantaba poniendo el alma:

“Barrios uruguayos, barrios de mi vida 
hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción.
Barrios uruguayos lindos barrios nuestros
siempre van prendidos a mi corazón.”

Como ya les dije, yo quería ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía...por lo tanto ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al maestro: “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...” Sólo me faltaba la oportunidad, que se podía dar en cualquier momento; ¿o no?. Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro. Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París.

Aquel Carnaval pasó. María Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo esquives con los horarios de mi trabajo.

Una tarde muy fría, a mediados del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo cuando entraba a la Poupée.

-¿Puedo hablar con usted?
-No, no. Ahora no puedo.
-¿Y cuando?
-El domingo, cuando salga de Misa.

Creí que al domingo lo habían borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar.

Todavía no me había recuperado del efecto causado por su contestación, cuando volví a oír que me decía:

-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée.
Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:
-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine!
Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:
-Tenés que hablar con mi papá.

-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)

Les diré que María Inés era hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con zaguán y cancel. Y auto. Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de mi novia a pedirle su mano al padre.

Cuando estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.

-18 años.
-¿Trabaja?
-En la Ferrosmalt.

Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con futuro, y le dije:

-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento...
No me dejó terminar mi exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:
-¿Cantor? Y ¿qué canta?
-Tangos.

El señor se puso rojo. Se desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.

-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crié a mi hija para que se me case con un cantorcito de tangos!

Como era joven pero no necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval.

Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacía atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me vuelve a la realidad:

-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita?

(No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!

“Barrios uruguayos, barrios de mi vida

Hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción

Barrios uruguayos, lindos barrios nuestros

siempre van prendidos a mi corazón”.

Ada Vega,  edición 1999 

viernes, 24 de agosto de 2018

Romería, Café y Bar




Cada tanto en la noche tácita, cuando el barrio duerme y solamente los gatos y las almas en pena recorren sus calles, con mi padre y mi hermano llegamos hasta la esquina de Bompland y José María Montero. Allí, sobre Bompland, abría su puerta el ROMERÍA – CAFÉ Y BAR. Un boliche casi centenario. Angosto. Con la caja a la entrada, un mostrador de mármol a lo largo y cinco ventanas a la calle. De barrio. De amigos. Tuvo sus días memorables y sus noches para el recuerdo.
 Allí  escuché   narrar cuentos fantásticos a  parroquianos que sabían de qué hablaban. Anécdotas y  alegrías de Defensor como la de 1976, cuando rompiendo la hegemonía de los grandes logró salir Campeón Uruguayo. Donde oí  a hombres mayores,  de los que no se podía dudar, contar historias sobre personajes que  caminaron  las mismas empedradas calles del barrio.
 Empecé a ir  al bar de botija, con mi padre y mi hermano. Íbamos de tardecita, mi padre se quedaba con los amigos y nosotros cruzábamos a la plazoleta Azaña a jugar al fútbol. 
Cuando lo conocí,  el Romería estaba en Bompland y José María Montero, pero mi padre lo frecuentaba desde los años en que estuvo en la esquina de Williman y Montero, y Pascale vendía los diarios dentro del boliche.
En esos años mi hermano enfermó y falleció antes de terminar el liceo. Entonces papá  abandonó sus atardeceres de caña y mostrador y se encerró en casa.  Mi madre me decía que fuera con él hasta el Romería para que aliviara un poco su tristeza y se distrajera. Pero a mi padre volver le costó más de dos largos años. Un día  comenzamos a ir  un rato de mañana, antes de almorzar. Creo que su vuelta lo ayudó a recuperarse. Conversar con sus amigos, comentar las últimas noticias de los diarios. Hablar del viejo Defensor.
Recuerdo que mi padre nunca se sentaba. Siempre lo vi tomar de pie con dos o tres amigos  junto a la caja donde estaba don Julio, que también entraba en la rueda de conversación. Yo me quedaba a esperarlo en una mesa junto a  la ventana,  mientras miraba para afuera y tomaba una coca. Y los años se sucediron.
Cuando falleció mi padre, yo ya estaba casado. Nunca más fui al  bar.  Entonces tenía mi vida muy ocupada. No me daba el tiempo para perderlo haciendo boliche. Entendía que aquella era una costumbre del pasado. Que las copas junto al mostrador, las charlas de amigos,  no tenían razón de ser. Que era aquella una vieja costumbre de gente que no valoraba el tiempo, gastando en copas y hablando trivialidades. Eso pensaba yo.
En los últimos tiempos mi madre solía llamarme por teléfono, para pedirme que "te des una vueltita  un día de éstos, así  acompañás  a papá, que anda con ganas de ir un ratito al  bar”. Y allá íbamos los dos. Nunca dejé de acompañarlo. Él podía tomar una…bueno papá ... dos. Yo tomaba un liso y me quedaba con él  junto al  mostrador mientras sus ojos grises buscaban, sin encontrar, algún amigo de antes para hablar de fútbol o comentar de política. Muy de vez en cuando encontraba algún conocido. La clientela había cambiado. Los veteranos como él ya casi no frecuentaban el café. Poco a poco se habían ido retirando a cuarteles de invierno. Sólo entraba gente de paso: a comprar cigarrillos, chicles, un par de cervezas. A mirar fútbol en el televisor. A leer el diario.  Mi padre sufría la ausencia, la pérdida de los amigos. Aunque nunca lo dijo cuando volvíamos caminando lento por las callecitas arboladas camino a casa, él tenía en sus ojos una mirada empañada de nostalgia.
Fue largo el tiempo que me llevó entender el amor que mi padre le tuvo siempre, al boliche del barrio. Dicen que el tango espera a que cumplas los cuarenta. Que sabe esperar. Creo que los boliches de barrio, hubiesen querido esperarnos. Pero no pudieron. Se fueron quedando en el tiempo que los devoró. Desaparecieron sin ruido. Humillados. Fuimos nosotros, las nuevas generaciones, quienes los dejamos morir en soledad.  Quienes, de ex profeso, despreciamos su cátedra señera de copas y mostrador donde, hablando poco y escuchando mucho, los muchachos aprendían a caminar en  el mundo tal cual es. Donde, juntos, compartían la noche el estudiante de ingeniería, con el muchacho metalúrgico y el aduanero. Donde escuchando a los más viejos los más jóvenes aprendían las reglas, no escritas en los textos, de los límites, la mesura.  Materias que no  se enseñan en  el taller ni en la universidad.
Pero nosotros no supimos. O no quisimos. Cuando reaccionamos y llegamos a entender la sabia filosofía bohemia de los boliches de barrio,  ya la noche del olvido  se había cerrado sobre ellos. Galiano una vez me lo dijo. No el Galeano de Malvín. El de nosotros. Una mañana pasó por la vereda rodeado de sus perros, yo venía de comprar el diario en el quiosco de  Pascale,  me crucé con él  frente a las ventanas del bar y me dijo: cuiden ese boliche, cuiden el Romería, si no lo cuidan se les va a morir...cuiden ese boliche. No entendí lo que quiso decirme  sino mucho tiempo  después, cuando el Romería bajó definitivamente la cortina. Hoy  sé que me hubiese gustado venir al bar a tomarme una con mis amigos del barrio, como hacía mi padre, mientras mis hijos jugaban en la plazoleta. Me hubiera gustado, pero no me alcanzó el tiempo.
Con mi hermano y mi padre venimos algunas noches a recorrer el barrio. Cuando todos duermen. Cuando sólo hay sombras recorriendo las callecitas empinadas. Cuando sólo los gatos maúuuuullan un saludo, al vernos pasar. 
Entonces nos quedamos un rato junto a la puerta clausurada del viejo bar. Junto a sus ventanas herméticas. Junto a su soledad.
Rara vez  vemos cruzar algún vecino. De todos modos, a nosotros, nadie puede vernos. Sólo Galiano, perdido en su mundo, creo que  nos vio una noche.
 Pasó junto a nosotros por Montero hacia el sur, cabizbajo, rodeado de perros.  Se los dije más de una vez —le oímos decir--, no abandonen al Romería, si lo abandonan lo van a perder. No lo ayuden a morir. ¡Se los dije más de una vez…! Nos  quedamos mirando su paso inseguro, su conocida figura  tan lejos del bien y del mal. Tan cerca de Dios. Antes de llegar a De la Torre se lo tragó la oscuridad.
Muchas veces, en la alta noche, venimos con mi hermano y mi padre a recorrer el barrio y pasamos por el Romería. Permanecer  un poquito allí, junto a sus cansadas paredes, junto a sus ventanas tapiadas, es como volver a un pasado  lejano. Perdido. Es como detener el tiempo  para volver a vivirlo.
Sin embargo la vida pasa, se va y no vuelve. Y el Romería, como nosotros, también se fue de Bompland y Montero. Se fue del barrio. Cayeron a pedazos sus paredes sobre la vereda. Arrancaron sus puertas. Sus ventanas.
 Otro edificio comienza a levantarse sobre sus ruinas. Se fue el viejo café, nacido en el arrabal montevideano. Aquel arrabal de esquinas ochavadas,  de faroles tristes, callecitas empedradas,  de  glicinas en los tejidos de alambre y zaguanes a media luz. Como se fue el tranvía  35, el reloj de la curva y  la penitenciaría.
Será por lo tanto el Romería, para los vecinos que lo conocieron y los parroquianos que lo frecuentaron, desde hoy y para siempre, solamente un  recuerdo.  Un grato recuerdo de un tiempo, que también se fue.
Ada Vega, 2012   

jueves, 23 de agosto de 2018

No,no y no.



—No, no y no.
—Pero escuchame, mi amor.
—No, Jorge, no insistas.
—Pero es que no es asunto mío, me mandan del trabajo, no puedo decir que no voy.
—Mirá, Jorge, si vos este fin de semana te vas a Punta del Este yo me voy  con los chiquilines a la casa de mi madre ¡y no vengo por un mes!
—No seas caprichosa, soy el encargado de la sección, tengo que ver como marcha el trabajo allá. Me manda el gerente de la compañía ¡tengo que ir!
—¿Y por qué el fin de semana?
—Ya te expliqué, el trabajo hay que terminarlo, se va a trabajar todo el fin de semana.
—¿Y por qué no mandan al jefe de sección?
—Porque el jefe de eso no sabe nada, estoy yo a cargo del trabajo.
—Pero vos no vas.
—Decime, ¿a santo de qué tengo que darte tantas explicaciones, si vos no entendés  nada? ¿De qué tenés miedo? ¿De que me quede a vivir en Punta del Este?
—No, tengo miedo que, con el cuento del trabajo que te mandan hacer,  te vayas a pasar el fin de semana con alguna ficha amiga tuya.
—¿Qué decís, mujer? ¿Qué amiga tengo yo?
—No sé, pero a mí no me vas a agarrar de estúpida como el Víctor a su esposa, con esa mona que tiene de amante.
—¿Y yo qué tengo que ver con Víctor? Él es él y yo soy yo.
—¡Mirá qué letrado estás para defender a tu amigo!
—Yo no defiendo a nadie, cada cual hace su vida. Si Víctor tiene otra mujer por algo será. Buscará por ahí lo que no tiene en su casa.
—¿Cómo es eso? A ver, a ver, explicámelo mejor.
—Que si en la casa no es feliz con su mujer, busca otra y chau.
—¿ Por qué no es feliz con su mujer?
—¡Yo qué sé!
—¿Y qué quiere Víctor? Tiene cinco hijos, la mujer trabaja como una mula.
—Sí, pero ellos está bien ¡tienen flor de casa!
—Sí, flor de casa que hay que limpiar y que estén bien no quiere decir que no haya seis camas que tender, cocinar para siete personas, lavar los platos, los pisos, la ropa; cuidar dos perrazos, vigilar los deberes, los dientes, los piojos, las juntas. Esa mujer de noche termina muerta. No le deben quedar muchas ganas de perfumarse, vestirse con un body  transparente y bailarle una rumba a su marido, arriesgando que encima le haga otro hijo.
—¡Qué manera de hablar!  Sos tajante para tratar ciertos temas.
—Mirá, Jorge, cuando yo hablo quiero que el que me escucha  me entienda. Yo también quiero entender cuando me hablan. Y este viaje tuyo a Punta del Este me rechina. ¿Qué querés que te diga?
—Escuchame, Valeria…
—No me llames Valeria.
—¿No te llamás Valeria?
—Sí, pero vos sabés que no me gusta que me digas Valeria, decime Val.
—Está bien Val. Decime, ¿a vos te parece que yo puedo tener otra mujer? ¡Si yo no le puedo pagar ni el boleto a una mina! ¿Te pensás que las minas se regalan, que se canjean por seis tapitas?
—Bueno, algunas se regalan.
—No te creas, para tener una mujer fuera del matrimonio hay que tener mucha guita. Tenés que pagar alguna cena, regalar algo de vez en cuando, el hotel dos veces por semana…
— ¿Dos veces? ¡Más que en casa!
—Dejate de suspicacias.
—¿ Y, decías?
—Y decía, que vos sabés bien, que yo no puedo ni ir al Estadio a ver a mi cuadro, ¡cómo se te ocurre que pueda tener otra mujer!  A una mujer tenés que llevarla al cine, al teatro, a bailar a comer. ¿Y la ropa? Tenés idea del tiempo que hace que no me compro un traje, un saco sport, ¡una campera! No se habían inventado los botones la última vez que me compré un saco. ¿Y los zapatos? ¡Los mocasines que tengo los hicieron a mano los últimos indios! Y tenés que sacarte la ropa ¿a vos te parece que con los calzoncillos que yo uso quedo sexi, que puedo enloquecer a alguna mina?
—Bueno, pará un poco. Porque al final me estás convenciendo de que soy una tarada, que me conformo con cualquier cosa. Porque visto como me lo contás ¡sos un desastre! Sin embargo no sé, fijate vos, a mí me seguís gustando. Para mí sos lo máximo. Y no te creas, en calzoncillos no estás nada mal. Después de todo creo que tenés razón, es bravo tener otra mujer, por lo menos con lo que vos ganás.
—¿Viste? Lo que pasa es que vos ves fantasmas, Mirás mucha televisión, las novelas les lavan el cerebro a las mujeres. Convencete, no tengo otra mujer. No tengo, no quiero,  no puedo.
—Está bien, mi amor. Me convenciste, pero  me hubiese gustado más: no tengo,  no puedo ni quiero. Vos sabés que sos mi vida, te quiero, te adoro, pero a Punta... ¡no vas!

Ada Vega,   2005.

miércoles, 22 de agosto de 2018

De rodillas

          
     No sé si ya conté como conocí a Gerardo. Revivo tantas veces la historia que tuvimos, que nunca  sé cuándo la cuento, la recuerdo o la sueño. Fue un invierno. Eran las nueve de la mañana y yo acababa de entrar al edificio donde trabajaba hacía más de diez años. Él  salía. Nos cruzamos en el hall. Lo vi venir hacia mí y su figura aún la llevo grabada. Vestía de sport con una cuidada desprolijidad. El cabello oscuro, un poco largo, le caía desmayado a un costado sobre la frente. Caminaba mirándome y no dejó de hacerlo cuando nos cruzamos.
 Adiós bombón, me dieron ganas de decirle, pero no quise de entrada jugar el dos de la muestra. Giré mi cabeza para volver a mirarlo y tuve que correr porque se me iba el ascensor. Subí y él subió detrás. Íbamos un poco apretados, a esa hora comienza la actividad en todas las oficinas. Puso la mano sobre la botonera y me miró. Octavo, dije. Bajamos los dos en el octavo, me tomó de un brazo, ¿a qué hora salís? me preguntó.
No era un bombón: era una caja de bombones de licor que, embriagada, me llevaron del cielo al fondo mismo de los círculos concéntricos. Tenía la sensualidad de sus veinte años y  la experiencia de los hombres al llegar a los cuarenta. Era hermoso como un ángel. Taimado como el demonio. Podía ser mi hijo: mi madre me tuvo a los quince. No trabajaba. Estaba cursando una carrera universitaria.
En aquel entonces yo vivía con mi madre en la calle Osorio, a dos cuadras del Zoológico. No podía llevarlo a mi casa. Mi madre, mis vecinos, mis amigos, pensarían que  estaba desquiciada… ¡y estaba desquiciada! Estaba loca, atormentada. Enloquecida por él. Alquilé un departamento escondido en la Ciudad Vieja, en una calle por donde sólo pasaba el viento. Y nos fuimos a vivir juntos. Contaba con un buen sueldo, podíamos vivir bien los dos. Él estudiaba. Estudiaba. No perdía un examen. Tenía apuro por recibirse. Tenía proyectos. Teníamos proyectos.
El trabajo de la oficina era agobiante, al finalizar la jornada en lo único que pensaba era en estar con él. Me moría por estar  con él. Por estar en sus brazos. Besar su rostro, su pecho púber, su vientre plano, su sexo arrogante. Por respirarlo, sentirlo dentro de mí hasta ese grito ahogado del paroxismo final donde no importa morir o seguir viviendo… pero él estaba siempre con la cabeza metida en los libros. Así que al llegar al apartamento me besaba, me acariciaba apenas y seguía enfrascado en sus litigios. De modo que, vencida, me ponía a preparar la cena. Cenábamos y me acostaba a esperarlo. Y me dormía esperándolo. A las mil y quinientas llegaba al fin y se tendía a mi lado reclamándome imperioso. Sentía sus manos recorrerme abusivas, la respiración agitada sobre mi nuca, la boca húmeda mordiendo  mi espalda. Y era el sueño y la noche. Y era el amor. Para ese sólo momento vivíamos los dos. Para ese sólo momento vivía yo. Pasé en aquel apartamento de la Ciudad Vieja los cinco años más plenos de mi vida. Estaba apasionada con Gerardo que nunca dejó de demostrarme su amor.
Pero un día se recibió. Los padres le hicieron una fiesta, y  a mí no me invitaron. Yo no existía para ellos. Nunca me quisieron conocer. No quisieron conocer a  quien  durante cinco años les mantuvo al hijo para que estudiara. Que hacía  cinco años era su mujer. Gerardo me dio una explicación ya conocida: yo era una mujer mayor que me había aprovechado de su juventud y su inexperiencia. No quise llorar frente a él.
Se fue a las nueve de la noche estrenando traje, camisa y corbata. Nunca lo había visto tan seductor, tan sexi. Tan hombre. Sin duda había crecido a mi lado. —En tres horas estoy de vuelta —dijo—,  y  soy todo para vos. Te amo, esperame despierta. A las doce  de la noche dejé un sahumerio en el living, encendí velas en el piso, en las mesas de luz, sobre la cómoda, arriba del ropero y en el baño. Me duché, me perfumé y  estrené el portaligas y el body negro más fascinante que encontré recorriendo galerías. Gerardo volvió —como me lo había dicho—  en cuanto terminó la reunión: a las ocho de la mañana.  Yo me había dormido sentada en el sofá del living. Me despertaron las bocinas y los cánticos de los amigos que lo trajeron. Tuve que ayudarlo a subir. Lo llevé al dormitorio y se tiró en la cama vestido. Antes de cerrar los ojos y quedar completamente dormido me dijo: —mami, se está prendiendo fuego el apartamento.
            Tiré las cenizas del sahumerio, terminé de apagar las velas y las tiré a la basura  y antes de acostarme me paré frente al espejo y a la mujer que me miraba luciendo  un precioso body negro le dije: ¡estúpida! y me acosté.
             Era domingo, me levanté antes del mediodía junté un poco de ropa la metí en un bolso y me fui a llorar a la calle Osorio. Él dormía plácido y feliz. Cuando llegué a mi casa y, entre lágrimas, le conté a mi madre mis vicisitudes, me dijo: —¡Pero m´hija, usted no cambia más! ¿hasta cuándo va a andar corriendo atrás de los muchachos jóvenes?  Usted está grande, m´hija, búsquese un hombre de su edad con un buen pasar, ¡déjese de andar criando entenados! ¿Qué puede tener un muchacho joven que no tenga un hombre mayor, de respeto? ¡Dígame! Dejé de llorar para mirar a mi madre…cómo podría explicarle —pensé.  Subí a mi viejo dormitorio y pasé allí el resto del día. Al llegar la noche estaba cansada, con sueño. Me dormí temprano.  A las tres de la mañana me despertaron el timbre de la casa y los gritos de Gerardo llamándome desde  la vereda. Bajé a pedirle que no hiciera escándalo,    ¡vamos para casa! —dijo. Estaba con la misma ropa con la que fue a la fiesta, con la misma ropa que se acostó a dormir. Entré a buscar un tapado y me fui con él.  Esa noche me juró por la madre, por el padre, las cenizas de los abuelos y los santos sacramentos que jamás me dejaría. De rodillas me juró. Que antes de fin de año estaríamos casados. De rodillas me juró.
      Comencé a guardar la ropa que iba dejando tirada. Recogí el pantalón del piso, lo sacudí, lo alisé y lo coloqué doblado en una percha. Tomé de las solapas el saco tirado a los pies de la cama y mientras lo sacudía,  de uno de los bolsillos internos, un sobre blanco y alargado voló al piso. Lo dejé donde cayó mientras colocaba el saco encima del pantalón  y lo guardaba en el placard. Volví, y mientras me agachaba a tomarlo del suelo miré a Gerardo, desnudo, tirado sobre la cama: la imagen viva de un ángel perverso. De pie  frente a él,  abrí el sobre. Era un pasaje de avión para un viaje de tres meses a Europa, con un grupo de estudiantes de derecho. Lo que más bronca me da, es que… 
¡de rodillas me juró!   


Ada Vega, edición 2010 

África agente de la KGB



Desde José María Montero hasta 21 de septiembre, se extiende el repecho adoquinado de la calle Claudio Williman. A mano derecha tres cuadras apenas, a mano izquierda solo una. Hermosa calle del barrio Punta Carretas que lleva el nombre de quien ejerciera la presidencia de la República entre 1907 y 1911, donde aún no ha llegado el vértigo de la edificación moderna de los altos edificios que trepa desde la rambla avasallando mansiones y casas antiguas.
En sus una/tres cuadras perdura un pasado que se resiste a morir. Lo dicen sus casas edificadas a principios del siglo XX, sus veredas angostas, sus árboles añejos. Sus adoquines. Viejas casas que ocultan entre sus paredes, la vida y la muerte de quienes las habitaron, seres en sombras que vuelven del pasado a contarnos historias que quedaron truncas.

Hace algunos años, Baltasar Villamide, el asturiano dueño de Covadonga, una provisión ubicada en Williman y Montero, me contó que en los años de la guerra fría había conocido personalmente a María Luisa de las Heras, la española agente de la KGB y vecina de la calle Williman, sin saber quién era realmente.

Según me contó, en el año 1960 siendo un joven de poco más de 20 años, vino a trabajar a los “Almacenes Toledo” que estaba en Williman y Suárez, en la misma cuadra y misma acera de su actual provisión. Enfrente, cruzando la calle, en el Nº 551 vivía María Luisa de las Heras con su esposo, un italiano llamado Valentín.

Recordaba que la señora María Luisa era muy guapa y muy simpática y que conversaban con asiduidad porque eran coterráneos y siempre encontraban tema para hablar de su tierra.

Villamide, que había venido a Uruguay con 17 años, tuvo dificultades y contratiempos para insertarse en las costumbres del país. De modo que encontró en María Luisa, quien le había confiado que era nacida en Cádiz, una compatriota que lo escuchaba con atención y lo aconsejaba con criterio. Al esposo no llegó a tratarlo y lo vio muy pocas veces. Sabía, además, que tenían un comercio de venta de cuadros y antigüedades en la Ciudad Vieja.

A pesar de que cruzó varias veces a llevarle pedidos a su casa, nunca vio entrar ni salir a ninguna otra persona que no fuesen ellos dos. Recuerda que cuando el esposo falleció, ella se fue por un tiempo y un día regresó, vendió la casa, y no la volvió a ver.

Según recordaba todo esto sucedió entre 1960 y 1965. Después pasaron los años él hizo su vida, se casó y abrió la provisión Covadonga. Y un día se enteró, por un periodista que publicó en España la historia de África de las Heras, la verdadera identidad de la señora María Luisa, que al principio no creyó. Hasta que entendió que sí, que María Luisa, aquella señora guapa, dulce y simpática que sabía escucharlo, y le dio sabios consejos para enfrentar la vida, era en realidad, África de las Heras Gavilán, nacida en 1910 en Ceuta, ciudad autónoma española, situada en la orilla africana del estrecho de Gibraltar, conocida como Patria, dentro de la KGB, y una de las principales agentes soviéticas en Sudamérica.

II




La misma Patria, que bajo el nombre de María Luisa de las Heras, fue enviada a Paris por orden del Kremlin, con la misión de conocer, enamorar y casarse con el músico y escritor uruguayo Felisberto Hernández, para luego establecerse en Montevideo y organizar desde allí, una red de espionaje para América Latina.

A fines de 1946, disfrutando de una beca otorgada por el gobierno de Francia, el ya reconocido músico y escritor Felisberto Hernández se encontraba viviendo en París. Allí, en 1947 Hernández escribió su cuento "Las hortensias" y editó en Buenos Aires "Nadie encendía las lámparas" uno de sus cuentos más elogiados. En abril de 1948, ya con el pasaje de vuelta a Uruguay, durante una conferencia que dio en La Sorbona, conoció a África de las Heras.
De modo que se conocieron en París y se casaron en Montevideo en 1949. Se establecieron en el Centro, donde María Luisa ejercía como modista de alta costura,  e iniciaba sus contactos directamente con la Embajada  de la Unión Soviética. Mientras tanto,  comenzó a relacionarse  con la sociedad montevideana y las familias de los políticos importantes del momento. 

De todos modos el matrimonio duró poco tiempo, a principio de 1952 se separaron legalmente. Y se cree que Felisberto falleció sin saber que estuvo casado con una espía.


Según cuenta la historia, al quedar sola después de la separación, María Luisa de las Heras amplió su círculo de amistades concurriendo a veladas y tertulias con personas de distintas ideas políticas, ya entonces tenía instalado  un equipo de radiocomunicación mediante el cual se comunicaba directamente con Moscú.

En 1956, después de viajar a Rusia, María Luisa volvió a Uruguay por orden de la KGB, casada con Valentín Marchetti Santi, un agente ruso nacido en Italia, cuyo verdadero nombre era Giovanni Antonio Bertoni. Se presentaron en la calle Williman 551, esquina Suárez, como un matrimonio comerciante en cuadros y antigüedades, con comercio instalado en la Ciudad Vieja, y allí vivieron hasta 1965.

La vida de África de las Heras como agente de la Unión Soviética, fue extensa y comprometida. En setiembre de 1964 muere su esposo, Valentín Marchetti.

De Uruguay se fue en 1965, y por mucho tiempo sus amistades no supieron de ella. Regresó en 1966 a vender su casa y nunca volvió. De todos modos, en Moscú la esperaban otras misiones de riesgo.



"África de las Heras Gavilán fue una militante comunista española nacionalizada soviética y una destacada espía del KGB ", que vivió en mi país y en mi ciudad 20 años y nadie supo quién era sino 30 años después de haberse ido.

Por ese motivo quise narrar su paso por la calle Williman, contado por alguien que la conoció personalmente, y conserva de ella un buen recuerdo.

Fue condecorada en ocho ocasiones. Murió en Moscú, con el grado de coronel en 1988. Fue enterrada con honores militares en medio de una solemne ceremonia.
Tal vez, oculta en estas casas de ayer, surja alguna otra historia plausible de contar. Mientras tanto seguiremos paseando por Claudio Williman, por sus veredas angostas, junto a su arcaico empedrado, que evoca un tiempo lejano, que ya pasó.

Ada Vega, edición 2016.

lunes, 20 de agosto de 2018

Milico



Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que andar cuidándolo para que no se cayera y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras.

El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien.

Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito.

Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.

No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formárse una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo sólo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa les dijo que allí adentro hacía mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar mate con pancongrasa.

El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.

¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres, de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea.

Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más.

Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que sólo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo.

Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba por casualidad por la esquina, cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.

Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara, aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley y el Orden...


Ada Vega, edición 1996 -

sábado, 18 de agosto de 2018

Los pumas de Arequita



       Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día,  ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
 Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía,  un caballo pampa y un  montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
 Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo  lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros,  mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El  indio, mientras  daba vuelta  el  amargo le dijo:
 —Una  hembra de puma, será.      La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho  quedó pensando  que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían  entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba   algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
 —Vi un puma —le dijo.
 —Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
 —Vi un puma  —le repitió él.  
  —Es una mujer —le insistió ella.
 —¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
  La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
 —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del  amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
        
    —¿Y qué mal les hace un puma?
    —Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar  de cachorros.
   —¡Ojalá!
   —Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
   Una noche, mientras  meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera  —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo,  ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
 El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros,  yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
  Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la  muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo: 
   —La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
  —¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
  —Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
 El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance  del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
  —No la busques más  —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó  el calor de  la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su  compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre  y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
         El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera  sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma.

         Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan  de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.
Ada Vega, edición 1999