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lunes, 15 de octubre de 2018

Volver a Salto

         
         Tenía veinte años cuando, por primera vez, llegué a Montevideo desde la ciudad  de Salto. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos en una casa junto al río Uruguay,  cerca del puerto desde donde salen y llegan durante todo el día, las lanchas que cruzan el río hasta y desde Concordia, la hermana ciudad entrerriana. Aún guardo en mi memoria la visión de los últimos rayos del sol, al caer detrás de los árboles en la costa argentina; las vacaciones de verano a caballo con mi padre de recorrida por los campos salteños; las mañanitas en el río de pesca con mis hermanos, con el agua hasta las rodillas que corría mansa sobre las piedras. El perfume de los naranjales en flor.
         Pero la infancia es breve como el viento de verano. A los dieciséis años empecé a trabajar, en las Termas del Daymán,  en una casa de comidas ligeras que dos muchachos montevideanos habían  instalado allí un par de años antes. Era un trabajo agradable, dinámico. Atendíamos a turistas que llegaban desde  los distintos departamentos de Uruguay y también de Argentina y Brasil. Como la distancia de las termas hasta mi casa  era de unos cuantos kilómetros, el recorrido diario  lo hacía  en un ómnibus de línea. Un verano, ya había cumplido los dieciocho años, conocí a  Diana. Una chica argentina que vivía en Concordia con sus padres y un hermano menor que,  según supe después, hacía varios años  pasaba con su familia, las vacaciones en Daymán.  En realidad,  no  recordaba haberla visto antes y puedo decir que recién ese verano puse atención en ella. Me sentí atraído en cuanto la vi y comenzamos a vernos. Como  estaba limitado al área donde funcionaba mi trabajo era ella quien se acercaba  a comprar algo y se quedaba a conversar conmigo. Una tarde vino y me dejó un papelito doblado en cuatro, con un número de teléfono. Me dijo que se iban al día siguiente que  podía llamarla,  pero que lo hiciera solamente de mañana que era cuando ella estaba.
En aquel tiempo trabajaba cinco días y descansaba el sexto. Esa misma semana el primer día de descanso la llamé por teléfono de mañana, como me advirtió, y de tarde fui a verla. A las tres de la tarde bajé de la lancha en el puerto de  Concordia. Subí  corriendo las escaleras con temor de no encontrarla. Pero estaba allí, junto al barandal de hierro. Llevaba puesta una falda gitana y una blusa con puntillas. El viento jugaba con su pelo y la despeinaba. Al verme sonrió y comenzó  a caminar hacia mí. Creo que esa tarde comencé a amarla. Nos  fuimos juntos a caminar por la costanera. A partir de ese encuentro nos vimos cada cinco días durante un año. Estábamos juntos un par de horas. Algunas veces íbamos al cine. Si hacía frío o  llovía entrábamos en algún bar a tomar algo. No sé donde vivía. Nunca conocí su casa. Nunca me invitó.
Yo tenía las mejores intenciones y deseaba, de una vez por todas, hablar  con los padres  para formalizar nuestra relación y no tener que  seguir viéndonos  por la calle como si  tuviésemos que escondernos de alguien. Sin embargo, ella siempre me decía que esperara un poco que en la casa, por el momento, no le permitían tener novio.  No obstante me prometió hablar con sus padres para que me recibieran. Encuentro que no llegó a cristalizar. Si bien es cierto que yo estaba muy enamorado, y ella decía sentir lo mismo por mí, tuvo la habilidad de mantenerme  alejado de los suyos.
La familia de Diana tenía por costumbre llegar a las termas en el mes de febrero. A mediados de enero le pregunté en qué fecha tenían pensado cruzar para hacer las reservaciones. Me contestó que todavía no lo habían decidido. A la semana siguiente,  cuando fui a verla, no la encontré. La esperé más de una hora y no vino. Me volví extrañado. Durante el año que estuvimos viéndonos nunca había faltado. Cuando yo llegaba al puertito de Concordia, ella siempre estaba esperándome. Cuatro días después, en las termas,  vi llegar a sus padres con el hermano. Diana no venía con ellos. Me llamó la atención, de manera que en cuanto pude me acerqué al hermano y le pregunté por ella.  No vino —me dijo—, Diana no vino porque se casó. Creí que había oído mal. Por qué no vino —insistí. Porque se casó —me repitió—,  y  se fueron por quince días a Buenos Aires. El muchacho no me dio más corte y se tiró en la piscina. Lo que sentí en ese momento no es fácil de explicarlo. No podía ser cierto. Tenía que ser un error. Tal vez una broma del hermano. Pero, por qué. No había motivo para una broma así. Pensé que debía aclarar cuanto antes la situación por lo tanto busqué a los padres, que se encontraban junto a una de las piscinas. Me acerqué, los saludé y les pregunté por los hijos. Nito anda por ahí —me dijo la mamá—, y Diana se casó el sábado. No creo que venga más con nosotros. Al escuchar a la madre me invadió un tremendo desconcierto. Hubiese querido desaparecer. Me sentí estafado. Burlado. No podía reaccionar y por un momento no supe qué hacer. Mi cabeza era una olla donde hervían mil preguntas. Preguntas  que no tenía a quién hacérselas. Preguntas sin respuestas. Respuestas que nadie me dio.
Por un tiempo seguí yendo a Concordia los días de mi descanso con la esperanza de volver a verla. Recorría la peatonal, entraba en los comercios y bares, buscándola. Nunca la encontré. Concordia es mucho más grande que Salto donde nos conocemos todos. Comenzó a cegarme una mezcla de dolor y de rabia. Se había burlado de mí. Quería matarla. Asesinarla. Durante varios días planee varias muertes distintas: estrangularla con mis propias manos; clavarle un puñal en la espalda; ahogarla en la piscina. Sin embargo tuve que abandonar mis ideas criminales porque yo, debo reconocerlo, nunca pude matar un pollo del gallinero de mi madre, para comerlo al mediodía. Ni jamás acompañé a mi padre, cuando salía al campo, dispuesto a carnear una oveja. Las yerras y las carneadas, nunca fueron mi fuerte. Por lo tanto la venganza por muerte, poco a poco, fui dejándola de lado. No así, mi rabia y mi resentimiento.
  En mi casa sabían que yo tenía una novia en Concordia. Mis amigos también. Cómo decirles a mis padres y a mis amigos que mi novia se había casado con otro. No podía disimular mi bronca y mi humillación. Así que, sin pensarlo dos veces, decidí irme de Salto. Les conté a mis patrones lo que pasaba y les dije que  me iba para Montevideo a buscar trabajo. Ellos me entendieron y me dieron una mano.  Hablaron por teléfono con unos amigos y me consiguieron trabajo en  la plaza de comidas del Shopping Center  Montevideo y la dirección de un hotel familiar de unos parientes de ellos,  en la calle San José, en el Centro de la capital.
Hablé con mis padres y les conté mi decisión de irme a Montevideo.
Mi madre lloró. Mi padre me habló como les hablan los padres a los hijos cuando éstos pierden el primer amor. Que son cosas  que pasan. Que pronto me olvidaría. Que en cuanto menos lo esperara me volvería a enamorar. Que no era necesario que saliera huyendo para Montevideo, como si me hubiesen echado los perros. Mi madre seguía llorando.  Mi  padre dijo entonces que si estaba decidido a bajar a  la capital a probar fortuna, que no era él quien se opondría. Pero que tuviese  presente, que si no me adaptaba a la vida en la capital recordara que mi casa en Salto siempre estaría esperándome. Mi madre lloró mientras me hizo la valija, mientras  me acompañaron a la terminal y cuando la abracé y la besé antes de subir al ómnibus. Mi padre no me hizo recomendaciones. Me abrazó emocionado y me dejó ir. Llegué de noche a la capital del país, después de viajar seis horas en un ómnibus interdepartamental. Me bajé en la terminal de Tres Cruces, atravesé el salón de pasajeros, salí afuera y en la puerta tomé un taxi. Le di la dirección al taxista y le dije que tomara por 18 de julio.  Así me advirtieron mis amigos que le dijera al hombre del volante. El taxista me preguntó si yo era del interior, le contesté que sí y que era la primera vez que venía a la ciudad. Él tomó Bulevar Artigas, a las dos o tres cuadras se detuvo un momento y  me dijo: ese es el Obelisco, y entró en la Avenida 18 de Julio.
La avenida fue, para mí, un espectáculo grandioso. Me pareció tan amplia, tan iluminada, con tanto tránsito. Llena de comercios, vidrieras y  gente que iba y venía por las veredas. La recorrimos toda. Casi al final, el taxi dio una vuelta y me dejó en la puerta del hotel. Subí con mi mochila al hombro, me dieron la llave de una habitación, dejé la mochila y salí a la calle a presentar mis respetos a la gran Montevideo. Subí hasta 18 de Julio  caminé  un par de cuadras y llegué a la Plaza Independencia. No podía creer lo que tenía ante mí. El Palacio Salvo conocido sólo en postales y alguna vez en televisión se elevaba iluminado hacia mi izquierda. Crucé la calle y me encontré frente al Monumento del General Artigas, detrás el Mausoleo, y al fondo la puerta de la Ciudadela. Estaba cansado del viaje y quería comer algo, sin embargo me senté en un banco de la plaza a observar la gente que pasaba. Y me sentí feliz al entender que yo, era uno de ellos. Que también  pertenecía a la ciudad. Que  desde ese momento era un ciudadano más de la capital. Al volver entré en un bar, pedí pizza y  una cerveza. Después regresé al  hotel. Me tiré en la cama vestido y me dormí  pensando en mi madre y en mi padre. Ellos tenían razón. Yo volvería a ser feliz. Por lo pronto, lo iba a intentar.
Mi  empleo en la pizzería fue bueno. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo y no tuve ningún inconveniente. Enseguida me hice amigo de Santiago, un muchacho que era también del interior, que vivía en una pensión a cinco cuadras del Shopping Center Montevideo,  para donde  me mudé a los seis meses de haber llegado a  la capital. Vivía más cerca y me ahorraba el boleto del ómnibus. Por desgracia, para mí, en esos días Santiago resolvió irse para Nueva York, donde tenía un hermano que lo mandaba buscar. Lo extrañé cuando se fue, aunque ya estaba más baqueano y tenía también otros amigos. De todos modos Santiago me escribía seguido y me mandaba fotos. Había conseguido un buen trabajo y al mes de llegar ya estaba de novio con una muchacha peruana. En las cartas me decía que sacara el pasaporte y fuese arreglando los papeles para viajar que,  en cuanto pudiera, me iba a mandar el pasaje para que me fuera a vivir con ellos.  En mis cartas yo no le decía ni que si ni que no, en realidad,  me sentía  muy bien en Montevideo y no tenía la más mínima intención de viajar a los Estados Unidos. De todos modos, nunca dejamos de escribirnos y contarnos nuestras historias. Y para mí, su ofrecimiento no dejaba de ser una puerta de entrada al país del norte, por si un día decidía aceptar  la invitación. Así pasó un año largo.
Un día en la pizzería se presentó Diana. Se dirigió directamente a mí.  Me dijo que quería volver conmigo, que la perdonara, que se había equivocado. Que su matrimonio no había resultado. Y varios detalles más. Le dije que no podía hablar, que estaba trabajando. También le dije que no volviera porque  yo no quería saber nada más con ella. Que por favor se fuera y me dejara en paz. Insistió un poco, pero al final se fue. Me quedé pensando en mi propia reacción al verla: yo había amado,  odiado y  olvidado a esa muchacha con la misma intensidad. Recordé que quise morirme cuando me dejó, que pensé en matarla. Sin embargo, lo que murió fue  solamente el amor. Creí que no volvería a verla nunca más. Un par de semanas después, cuando salí  de la pizzería a las dos de la mañana,  me estaba esperando. Había traído un bolso con su ropa y me dijo que venía para quedarse conmigo. Le repetí que no quería seguir con ella, que lo nuestro  pertenecía al pasado: ella estaba casada y  yo la había olvidado. Se abrazó a mí y me besó como solía hacerlo cuando yo  creía que éramos novios y nos amábamos.  Sentí su cuerpo junto al mío y por un momento reviví  la  pasión que un día sentí por ella. Mis brazos rodearon su cintura y la atraje hacia mí. Nos besamos y cuando nos separamos, y la aparté de mí, su marido estaba frente a ella. Supuse que era su marido, pues solo el marido podía haberla seguido y estar, en ese momento, apuntándole con un revólver. El muchacho la miraba fijo. Se notaba sereno. No pronunció una palabra. Ella tampoco habló, creo que ni se asustó. En ese momento pensé que nos mataba a los dos. Pero a mí  ni siquiera me miró. Yo no podía apartar mis ojos de los ojos del hombre cuando sonó  el primer disparo y vi a Diana caer a mis pies. Me incliné para tratar de levantarla, cuando oí el segundo disparo y el cuerpo del muchacho cayó a lo largo junto a ella. Todo pasó en segundos. De todos modos, lo sucedido aquella noche dejó en mí una impresión tan amarga y tan cruda, que mil veces mi mente la siguió reproduciendo  y otras tantas, en sueños, la vuelvo a revivir. La locura, la insania, la tragedia, había estallado a mi lado, involucrándome, pero  sin llegar a rozarme. Por varios días estuve en vueltas con la policía, los testigos, el juzgado y el juez. Otra vez mi vida se complicaba. El dueño de la pizzería me pidió que tomara unas vacaciones para evitar las murmuraciones de la gente y a la policía que entraba y salía del local. Pensé que era tiempo de volver a mudarme. Y le escribí a mi amigo de Nueva York.
Volví a Salto a despedirme de mis padres, de mis hermanos y de algunos familiares y amigos, a quienes les aseguré que no me iba para siempre. Mamá, como cada vez que me veía, lloró cuando llegué y lloró cuando me fui. Mi padre me abrazó al despedirse y me pidió que no dejara nunca de escribirle a mi madre. Me fui para Estados Unidos un domingo, a fines de noviembre de 1997,  en un avión de American Airlines con destino:  Montevideo – San Pablo – Nueva York,  en un vuelo que llevó doce horas. En el Aeropuerto Internacional Kennedy me esperaba  Santiago. A los pocos días de llegar al gran país del norte me encontraba de paseo con mi amigo, por el corazón de Nueva York en la isla de Manhattan. Por la Quinta Avenida. Por Brodway. Visitando el Empire State. Ya era parte de aquel mundo extraño, desconocido y sofisticado al cual, con el tiempo, también me adapté.
Comencé a trabajar  con Santiago, en una empresa  de mantenimiento de interiores: mampostería, sanitaria, pinturas, etcétera. Visitaba clientes haciendo  trámites administrativos,  cobros, entregando facturas y demás. El 11 de septiembre de 2001, poco antes de las 9 de la mañana, dejé unos presupuestos en una oficina del  piso 70  de World Trade Center. Una de las Twins Towers (Torres Gemelas) de Nueva York, bajé por uno de los ascensores  y salí por la puerta central. En ese momento, a mis espaldas, un avión chocaba con la torre de la que acababa de salir. Al momento, otro avión impactó en la segunda torre. A un par de cuadras presencié  el derrumbe de ambas. El horror, las nubes de polvo, y los gritos de la gente,  los tendré grabados en mi cabeza hasta el día de mi muerte.
Viví  nueve años en Estados Unidos con la idea, siempre, de volver un día a mi país. Desde hace unos años  estoy en pareja con Mirna, una joven chilena, en quien volví a encontrar el Amor. Con ella habíamos acordado que nuestros hijos nacerían en Uruguay. Por lo tanto, estos años trabajamos mucho los dos, juntamos un dinero y a mediados de 2006 decidimos el regreso.
Soñaba con  volver a mi país. Volver a Salto. A encontrarme con mis padres, mis hermanos. Volver a mi río y a mis amigos.  Establecerme, criar allí a mis hijos y quedarme para siempre. En un país como el nuestro donde hay paz, donde la gente es amable y solidaria. Donde no nos separan las ideas políticas, raciales ni religiosas. Nos despedimos de los amigos y preparamos las valijas. Nos embarcamos la mañana del 4 de noviembre de 2006 en un vuelo de American  Airlines:  Nueva York – San Pablo – Montevideo. Sabía que al llegar a Uruguay nos encontraríamos, en Montevideo,  con la XVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. No obstante, pese a que  la capital había recibido en esos días, algo más de cinco mil visitantes, la ciudad se encontraba en calma. Al llegar fuimos a la Terminal de Tres Cruces a sacar pasajes para Salto. Siempre estuvimos al tanto de los problemas que existían con los habitantes de Gualeguaychú, por la instalación de las papeleras en Río Negro, pero allí en la terminal nos enteramos que los entrerrianos habían levantado un muro a la entrada del  puente internacional, sobre el río Uruguay. Mientras el ómnibus avanzaba hacia el litoral, la noche de principios de noviembre se cerraba sobre la campiña dormida. Recordé que dos veces la tragedia  me había  rozado sin herirme. ¿Sería  que la tercera me estaba esperando? Decidí no pensar en ello. Me sentía demasiado feliz.  Por lo tanto  me dije: aquí vamos. Aquí nacerán mis hijos, en el Salto oriental, junto al río de los pájaros pintados. Llegamos justo para los festejos, del  8 de noviembre de 2006, por los 250 años del proceso fundacional de la ciudad de Salto. Era un buen  augurio. Nos bajamos en la terminal. Toda mi familia nos estaba esperando. Mi padre me abrazó muy fuerte. Mi madre, como siempre, me besó llorando.
Ada Vega, edición 2010

domingo, 14 de octubre de 2018

Solo un juego de niños



     Simón y yo crecimos en un pueblo de veinte chacras y montes de eucaliptos, junto a una estación de ferrocarril abandonada.    
     Casi todos los habitantes del pueblo éramos parientes,  y vivíamos de lo que el pueblo producía. En cada casa se criaban gallinas, pavos y patos.  Algunos vecinos tenían ovejas y otros cebaban cerdos, y para fin de año se mataban corderos, cerdos  y pollos y  se repartían entre todos. Sólo un vecino tenía dos vacas, de modo que la leche  para el día la mandaba el dueño de una estancia que quedaba del otro lado de la vía.
     Al principio Simón y yo íbamos a la escuela montados los dos en un petizo que se llamaba Majo. Simón adelante porque era el hombre y yo atrás tomada de su cintura. Al comienzo del tercer año el padre  le regaló un zaino oscuro patas blancas y en él íbamos los dos, siempre él adelante con las riendas y yo atrás, siempre abrazada a su cintura.
      Nunca entre nosotros se pronunció la palabra “novios”, pero Simón grabó su nombre y el mío  en el tronco de una higuera del fondo de mi casa, con un cuchillo de filetear que su padre, que era guasquero, le regaló en un cumpleaños.  
       Cuando cumplí los quince Simón me regaló una pulsera de plata con una medalla en forma de corazón que  decía Tú y Yo  de un lado y Para toda la vida, del otro. A la semana siguiente mi madre le compró una pieza de crea al turco que todos los meses pasaba por el  pueblo,  y comencé a bordar mi ajuar. Para sus dieciocho le regalé la camisa y la corbata para la boda y él comenzó a trabajar en la ciudad del departamento.
     Dejamos de vernos todos los días y él comenzó a cambiar. Un día decidió quedarse a vivir en el pueblo porque  se cansaba de tanto viajar en moto cuatro veces por día. Fue espaciando las visitas a mi casa y yo comencé a extrañarlo y a llorar por él. Dejamos de  hablar de casamiento y al final me confesó que ya no me amaba. Que lo nuestro había sido sólo un juego de niños, que habíamos crecido y el verdadero amor, dijo, era otra cosa.
     Seguí bordando mi ajuar porque creí que un día volvería, pero no volvió. Tuvo otra novia en otro pueblo, y otra y luego otra. También los años pasaron para mí. Y una primavera un primo hermano, que tenía unas cuadras  de campo junto al río, me habló de amor y matrimonio
      Esa misma primavera volvió Simón al pueblo a pedirme que me casara con él. Cuando lo vi entrar al patio de mi casa el corazón se me escapó del pecho. Estaba cambiado, tan buen mozo, tan bien vestido.
      Nos abrazamos en la mitad del patio y fuimos por un momento aquellos niños que jugaban al amor: la niña que nunca terminó de bordar el ajuar, el niño que a punta de cuchillo dejó su nombre y el mío grabados en la higuera del fondo de mi casa.
     Me pidió perdón, dijo que me amaba y había vuelto para casarse. Que  había alquilado una casa en  el pueblo para los dos.  Dijo todo lo que por mucho tiempo esperé que me dijera varios años atrás. Pero habíamos crecido y el amor no es un juego. No podía engañarlo, le contesté que ya no lo amaba y que para el próximo otoño me casaría con Andrés.
    Creo que le costó entender. Nunca se imaginó que no aceptaría su propuesta de matrimonio y  menos aún que estuviese de novia con otro hombre. Ante su desconcierto hubiese querido explicarle que ya no éramos los mismos, contarle de mi dolor cuando me dejó, el tiempo que me llevó tratar de olvidarlo, pero no encontré las palabras. Lo acompañé hasta la puerta cuando se fue, al llegar a la esquina se volvió para mirarme.
Ese otoño me casé con Andrés, luego de unos años vendimos el campo y nos fuimos a vivir a Montevideo.
         El pueblo de las veinte casas ya no existe. Ni existen las chacras, ni los montes, ni la estación del ferrocarril.  Todo lo borró la producción de soja. 
En un cajón de la cómoda, olvidada entre cartas y viejos recuerdos, quedó la pulsera de plata.  Pero una de mis hijas la encontró una tarde, le puso un dije que representa un delfín,  y se la llevó.
     Sólo quedó sobre la mesa de luz  la medalla en forma de corazón con el Tú y Yo  y el Para toda la vida, como único testigo de  aquel primer amor, que no pasó de ser, más que un juego de niños.



Ada Vega, 2013

miércoles, 10 de octubre de 2018

Jaque mate



  Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera.  Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y vos subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías  que hablar conmigo. 
  Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre  junto a la ventana que da a la avenida  me senté y pedí un cortado.  Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte.  No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. 
  Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
 —Manuel  —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.  —Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona.
       Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien? 
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me siento bien con ella y no  quiero perderla ¿entendés? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste vos. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer. 
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días? —Sí —afirmaste. —¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?  —Manuel  —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas,  pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación. 
      Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar.  —Decime,  Juan,  ¿vos la querés a Yanina? —La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar... —No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que vos también la sepas y no te equivoques.  De todos modos si ya decidiste cómo resolver la situación  yo, como amigo ¿qué puedo decirte? —No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país. —¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan? —No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré. —Pero ¿y tu hijo? —insistí —  ¿no te importa lo que pueda ser de él? —Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
 En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que sólo deseabas informarme, no  pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan. Te  fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. 
Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde  con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad  vos ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos.  A veces la amistad no nos da tregua. No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver.  
 Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí.  Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo,  pero al verte se  nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te volvés. Encontrás hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañás. Querés saber de mí. —Me casé  —te digo—, tengo tres hijos. Quedate a almorzar así conocés a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la  universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza. --—Vamos  —te digo—, pasemos al comedor,  mi familia ya está reunida. 
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! vení amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años.
 Hoy va a almorzar con nosotros.

Ada Vega -   2007

La farolera


      Había pasado su infancia en una casa de bajos, de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De  trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos al norte de la capital.
Un barrio alejado de las playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:“La farolera tropezó y en la calle se cayó
         y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”
Saltaban a la cuerda :
        “Al pasar la barca me dijo el barquero:
        las niñas bonitas no pagan dinero.
        Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
         porque las niñas bonitas se echan  a perder...”
 Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
        “Andelito andelito de oro, un sencillo y un  marqués,
        Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”
y  también decía:
        “Téngala usted bien guardada.
 -Bien guardada la tendré sentadita en silla de oro en los palacios del rey.”
Recordaba los años de  escuela de túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y, orientales la patria o la tumba. El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel primer poema del charrúa de los ojos azules:El Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera...” y entre El gato con botas y Bernardette: La cabaña del tío Tom.
Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de la selva,  Los albañiles de los tapes y  Química y Física.  Luego   Inglés,  open the door y: Bécquer; Machado,  Charles Perrault; Orfeo y Eurídice; Juan José Saer (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los primeros televisores, todo el mundo leía): Dickens, Mark Twain, Espínola, Verne, Morosoli, Quiroga, Arregui y más, muchos más, Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las oficinas de  un Comercio Mayorista.
Para Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por qué dejo de leer.
 En su empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl.  Un muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se hicieron novios. Vivía,  le dijo él,  cerca de la costanera a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.
Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rio ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con sueldo mejorado. Ana Clara seguía soñando con el  departamento en la rambla.
Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al mar. 
“Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” .
 Ella juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el  empleo del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa  se separó de su familia y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.
Ana Clara consiguió más, mucho más  de lo  que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las playas del  este.
Ahora se encuentra en la terraza  de su departamento que da sobre  la rambla. Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado pensativa.
 Es una apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa  y seductora descansa junto al Río de la Plata: su cómplice y amante.
Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. “Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se echan a perder”. Las amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La   escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El  liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la empresa  mayorista. Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con él  no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían,  él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.
  “las niñas bonitas no pagan dinero...”
Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al  balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad.  Entonces saltó.    
            “La farolera tropezó y en la calle se cayó Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”. 
                       
Ada Vega,  2010                       

domingo, 7 de octubre de 2018

El violinista del puente Sarmiento



Ese domingo había amanecido espléndido. Casi de verano. Por la mañana habíamos salimos con Jorge para la feria del Parque Rodó. En esa feria se vende mucha ropa y él quería comprarse un jean bueno, lindo, barato y que le quedara como de medida.

Fuimos caminando por Bulevar Artigas. A las 11 de la mañana el sol caía impiadoso. Al pasar bajo el puente de la calle Sarmiento, sentado en la verja de ladrillos, encontramos a un hombre viejo tocando el violín. Vestía pobremente, pero prolijo: llevaba puesta una camisa blanca con rayas grises remangada hasta el codo que dejaba ver, en el brazo que sostenía el instrumento, una Z y una serie de números tatuados. En el suelo junto a él había una caja de lata, colocada allí, supuse, para recibir alguna moneda.
Al acercarnos oí ejecutar de su violín, con claro virtuosismo, las Czardas de Monti. Detuve mis pasos y le pregunté al violinista si era judío. Me miró con sus ojos menguados y me dijo que no. Soy gitano, agregó, nacido en Granada. Le pedí permiso y me senté a su lado, quise saber qué hacía en Uruguay un violinista gitano nacido en Granada —mi marido se molestó y me hacía señas como diciendo: y a vos qué te importa. Disimulé y miré para otro lado.
El violinista me miró entre sorprendido y desconfiado, después quedó con la mirada fija en la calle como buscando la punta de un recuerdo escondido, para tironear de él. Quedé un momento a la espera. Entonces comenzó a hablar con una voz cascada en un español extraño.
Mi marido también se sentó.
—Llegué a este mundo en Granada, provincia de Andalucía, una tarde de invierno en que lloraba el cielo, del año 1925 de Nuestro Señor, en el barrio gitano de las cuevas del Sacromonte. Allí pasé mi vida toda. Porque después ya no viví.
—Del Sacromonte —pregunté.
—El Sacromonte es el barrio más gitano de Granada —me contestó—, en sus cuevas habita la esencia del flamenco que algunos calé llaman el Duende, porque erotiza el baile y el cante hondo. Se encuentra en lo alto de un monte y hay que subir a él por veredas pedregosas. Tiene calles estrechas y casas cavadas en la roca.
Quedó un momento en silencio que yo aproveché.
—Por qué se llama Sacromonte —quise saber.
—Porque que en tiempos de los musulmanes había sido un cementerio —continuó diciendo—, las cuevas fueron construidas por los judíos y musulmanes que fueron expulsados en el siglo XVI, hacia los barrios marginales, a los que más tarde se les unieron los gitanos.
Aquel gitano nacido en el Granada, hablaba con los ojos entrecerrados, como visualizando cada cosa que iba diciendo. Por momentos callaba y quedaba como extraviado, como si su espíritu lo hubiese abandonado para volver a su España, a Granada, a las cuevas de aquel barrio cavado en la roca.
De pronto volvía y con un dejo melancólico me hablaba de la Alhambra, construida en lo alto de una colina —decía.
Yo lo escuchaba encantada y trataba de no interrumpirlo porque me fascinaba su voz, su modo de hablar como un maestro, como un sabio que me enseñaba rasgos de la historia que yo desconocía. Él, por momentos, se entusiasmaba al recordar cada detalle de aquellas historias de su tierra lejana que, con su voz y su memoria, parecía revivir.
—Desde el Sacromonte se puede ver la Alhambra —decía como si la estuviera visualizando—, uno de los palacios más hermosos construido por los musulmanes hace más de quinientos años a orillas del río Darro, frente a los barrios del Albaicín y de la Alcazaba. Tiene en el centro del palacio, el Patio de los Leones, con una fuente central de mármol blanco que sostienen doce leones que manan agua por la boca y que, según dicen algunos nazaríes, representan los doce toros de la fuente que Salomón mandó hacer en su palacio, y otros opinan que pueden también representar las doce tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea.
El violinista del puente de la calle Sarmiento, me contó que los gitanos habían sido discriminados en España a partir de 1499 por los Reyes Católicos Fernando e Isabel y por la Inquisición española, en nombre de la Iglesia, que buscaba entre los gitanos no conversos, a brujas hechiceras que realizaban maleficios en reuniones nocturnas con el diablo, para quemarlas en la hoguera. Nunca fue cierto —me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes sobrenaturales de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por el Dios de todos los hombres. De todos modos, aún hoy —afirmó—, seguimos siendo discriminados en todo el mundo.
Después de un silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con voz profunda y emocionada. —En mi barrio del Sacromonte me casé a los dieciocho años con una gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos dos hijos pequeños, una niña y un varón, cuando un día los nazis irrumpieron en una fiesta gitana, quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en camiones a las mujeres y a los niños por un lado y a los hombres por otro, dejando un tendal de muertos.
Al oír este relato tan atroz le pedí que no siguiera contando, que le hacía daño, le dije. Él me miró y me contestó: —los muertos, no sufren. Hace años que no vivo. Y continuó. —A los músicos de la fiesta nos llevaron aparte, juntos con los instrumentos. La última vez que vi a mi mujer y a mis hijos fue cuando, a empujones y a golpes, los subieron a un camión. Tal vez tocaba el violín, mientras cenaban los generales de la S.S., cuando eran conducidos a la cámara de gas. Cuando terminó la guerra y los aliados nos liberaron volví a España y a Granada, pero no encontré a mi familia ni a mis amigos.
Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que un día decidí venir a América con una familia que conocí en Rumania. En América recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de allí me volví. Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he recorrido todo el interior. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora pienso quedarme.
Le pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y Portugal no lo hablan bien. Tal vez mezcle un poco los dos idiomas —me dijo.
Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo hablaban de la guerra y los Campos de Concentración de manera que le pregunté qué significaba la Z junto a los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes. Me contestó que la Z significa Zíngaro, gitano en alemán. Estuvimos hablando mucho rato, él se encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le pregunté entonces si el próximo domingo volvería, me aseguró que si. Quedaron a la espera muchas incógnitas.
Durante esa semana fui anotando en mi agenda cada pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al domingo siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba. Lo busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de encontrarlo. Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo donde vivía. Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé. Que sólo fue una ilusión. Un sortilegio.
De todos modos, lo sigo buscando. Algún día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su violín y aquellas Czardas de Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé que volveré a encontrarlo por alguna callecita romántica, escondida, perfumada de jazmines, de este nuestro entrañable Montevideo.


Ada Vega, edición 2004.

viernes, 5 de octubre de 2018

Cuento con martingala


El Negro Contreras era un individuo de poca prosa. Medido. Circunspecto.  Pero acertado en el decir y muy leído. No era  hombre de andar hablando no más por hablar, palabra que salía de su boca era palabra bien dicha, con tino. Pensada. Que en este mundo donde la mayoría de la gente pasa el día diciendo tanta guasada, cosas sin fundamento alguno, la parquedad del Negro era de elogiar. Para qué hablar de bueyes perdidos —decía—  si están perdidos, que queden.
 Encerrado en un mutismo terco no derrochaba plata que no tenía, ni palabras que sí tenía, pero que ahorraba como un avaro por si algún día tenía que echar mano y decirlas todas a la vez. Que el que guarda siempre tiene y para echar el resto en un apuro, se debe contar primero con un resto. Las palabras para el Negro Contreras eran para leer y guardar, no para andar desparramándolas por ahí sin ton ni son. Por ese motivo al pasar saludaba inclinando la cabeza, agradecía en el boliche levantando la copa y se despedía al retirarse tocándose la frente, cuasi un saludo militar.
A los hombres, dispuestos siempre a comentar sobre fútbol, política o mujeres, esa posición tan arbitraria no les caía muy bien. Alegaban que para conocer verdaderamente a un ser humano, no hay cómo oírlo hablar. Que la gente muy callada, decían, era de desconfiar y que los “mata callando” nunca fueron de fiar. Eso decían. De todos modos, aunque le buscaban la boca lo único que conseguían del Negro Contreras era un amago de sonrisa. Opinaban algunos que era un “pecho de lata” que al principiar una conversación por no ponerse a discutir soserías, le decía al contrario: —Será cómo usted dice. Y ahí quedaba la cosa. Que no fueron pocas las veces que por no hablar se vio envuelto en problemas.
En Rivera y Larrañaga, donde ahora está La Pasiva,  estaba en aquel tiempo el Bar  "Carlitos", de José y Amador. El boliche tenía un mozo llamado Ramón y un pizzero que vivía en el Cerro. Era el boliche del barrio y los que parábamos allí éramos todos conocidos. Una noche estábamos con el Dante Scaramo y el Carlitos Acosta tomando una cerveza,  cuando un forastero que había caído de paso, expuso con puntos y comas, el detalle de una Martingala  segurísima para ganar en la ruleta.
Según explicaba, sólo se necesitaba tener conducta. Era cuestión de ir todos los días al Casino y hacer la diaria. Trabajo astillero, decía. Según explicaba el forastero, el asunto consistía en apostar en primer y segunda en chance y cubrir ocho números a pleno en el paño de la tercera docena, dejando libres solamente cuatro números y el cero. —¡Una fija!, afirmaba sobrándose. Se gana poco, pero se gana siempre…o casi.  El bar estaba a full, los parroquianos escuchaban con gran atención mientras el hombre daba datos sobre lo que se podía ganar apostando tanto y cuanto.
A un costado del mostrador, tranquilo, el Negro Contreras tomaba su caña. Miraba de vez en cuando al expositor sin demostrar ningún interés en la charla. Ajeno. Al forastero le molestó la actitud del Negro, que rozaba su ego. Interpretó su silencio como reprobatorio de lo que estaba exponiendo, por lo que medio ofendido se le acercó y haciéndose el canchero le dijo que era un contrera.
Con otro personaje hubiese tenido problema, pero el Negro lo miró ni frío ni caliente, levantó la copa, la saboreó hasta el fondo, la dejó sobre el mármol y —¡Soy un Contreras!, le dijo, pagó y se fue. Al conversa lo descolocó, lo dejó bramando. Diga que los habitúes le aseguraron que efectivamente, el Negro era un Contreras.
Yo lo conocía de vista, pero me simpatizaba. Lo oí hablar por primera vez cuando los festejos de los quinientos años el Descubrimiento. En el barrio se estaba preparando una gran fiesta. 
 —Cosa de locos, festejar, dijo. Y  agregó: —Si Colón en lugar de desembarcar en Las Antillas hubiese desembarcado acá, los indígenas se lo hubiesen comido y otra sería la historia. Pero ni Colón sabía que el sur existe y los del norte siempre nos han jodido. 
 A los organizadores del evento los dejó con la boca abierta y pensando que tal vez no estaba muy errado. Cuando quisieron reaccionar, él daba vuelta la esquina, camino a su casa.
Los vecinos del barrio decían que era un tipo raro. Yo creo, más bien, que era un tipo inteligente. La política nunca llegó a preocuparlo. Ni los blancos,  ni los colorados, ni éstos ni aquéllos, que según decía era los mismos perros con distintos collares. Que el que tiene, siempre va a tener y el que no tiene, no tiene y punto, suban o bajen del gobierno los blancos o los colorados y esto ni Dios lo arregla, que ya alguien lo dijo una vez:“Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege  a los malos cuando son más que los buenos”, y entonces para qué, decía, ¡si ni Dios!
 El Negro Contreras nunca trató de convencer a nadie sobre un tema u otro. Solía escuchar en silencio lo que los demás comentaban, guardándose la opinión que le merecía. Tenía, eso sí, la pasión del fútbol, pero tanto iba al Paladino a ver a Progreso como al Franzini a Defensor. Le alegraban los triunfos de Peñarol y los de Nacional.
 Los manyas no lo querían de hincha y a los bolsilludos los desubicaba.
Una noche lluviosa de invierno venía en un taxi. Sentado atrás para no tener que hablar con el hombre de volante. El taxista, que no conocía el barrio, entró por una calle flechada en contra. El Negro, calculamos, pudo haber avisado con tiempo. También calculamos que por no hablar… el Fiat se dio de frente con un semi-remolque que iba para el Puerto.
El taxista la sacó barata, pero el Negro Contreras se fue sin decir ni ¡ay! Ya lo expliqué antes: el Negro Contreras era un tipo de poca prosa.
Ada Vega -  edición 2012.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Algún día si acaso

I                  


   Reconozco que la doble vida que llevé, durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un hecho legítimo y natural. Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis años y ella veinticuatro. Nos conocimos en las oficinas de una casa importadora, donde trabajábamos, en el Centro de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche, nos fuimos juntos.
Andrea resultó ser una compañera increíble. Teníamos la misma edad y aunque no poseía una gran belleza física, sus ojos grises y enormes, atraían la atención sobre su persona. Era, de todos modos, una joven atractiva, muy centrada e inteligente. Sabía lo que quería de la vida y luchaba para conseguirlo.

Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa antigua del barrio Sur. Tenía, ya entonces, un cargo importante en una reconocida firma comercial de plaza.
Nuestra relación fue franca y abierta desde el principio. Siempre supo ella de mi estado civil sin llegar a darle demasiada importancia pues pensó, como también pensé yo, que lo nuestro sería sólo un amor de verano.

Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos cada quince días para ir a ver una película, o una obra de teatro y dormir juntos en algún motel de paso. De manera que, sin darnos cuenta, nos fuimos involucrando cada día más al punto de que la relación, que había comenzado como algo pasajero y sin culpa, fue convirtiéndose en una historia que nos exigía y nos comprometía a ambos.

Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones en su trabajo. Decidió entonces vivir sola y alquiló un departamento frente al lago del Parque Rodó. En esa época comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa fue la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba en casa de Andrea.

De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo, muchas veces he pensado que Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de la existencia de otra mujer en mi vida. Y que por temor a perderme, obligándome a decidir por ella o la otra, jamás dijo una palabra. Aunque tal vez, haya sido solamente una impresión mía.
Mi situación ante la sociedad no era inédita. He sabido de otras historias de hombres con doble vida parecidas a la mía. Sólo quiero decir que no es fácil mantener en secreto una relación clandestina y que, inexorablemente, llega el día en que debemos decidir.

Daniela dejó de trabajar a los pocos años de casados. Para ese entonces yo contaba con un buen sueldo de modo que decidimos, de común acuerdo, que se quedara en casa a fin de llevar a cabo un tratamiento médico, que hacía un tiempo deseaba realizar, pues no lograba embarazarse y sufría por esa causa. Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo, nunca logró quedar embarazada. A mí me dolía verla sufrir y siempre le dije que yo la amaba y no me importaba no tener hijos.

Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy frágil. Necesitó siempre de mi amor para vivir. Su vida se resumió siempre en mi persona. El sentimiento que me unía a mis dos mujeres tenía facetas distintas. El amor que sentía por mi esposa incluía la ternura. La necesidad de protegerla. En cambio, el amor que me inspiraba Andrea llevaba impreso la admiración que sentía por esa mujer que se abrió paso en la vida, sin depender de nadie. Que me dio quince años de su vida sin pedirme jamás que me separara de mi esposa. Que renunció a su maternidad para que no me sintiera atado a ella, ante la obligación que representa un hijo.

Y los años fueron pasando inflexibles. No obstante, pese a vivir rodeado de amor, comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos casas, dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien festejar la Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que ya era tiempo de dejar de mentir. Comprendí, entonces, que el final de mi doble vida estaba llegando y sólo me restaba decidir si seguiría viviendo en mi casa, con Daniela, o con Andrea en su departamento. De modo que pasé varios meses buscando la mejor manera de enfrentar la situación, que ya no admitía más dilaciones. Decidí entonces hablar con Andrea, pues era la única persona con quien podía comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su opinión.
No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía más de lo que yo creía. Ahora me doy cuenta que supo de mi lucha interior y no quiso ser partícipe. Fue generosa conmigo hasta el final. Y decidió por mí.

Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta de su apartamento lo encontré vacío. Me asusté y bajé para hablar con el portero. Me dijo que Andrea se había ido la noche anterior. Me dejó una carta. Sólo dos frases para despedirse de mí: Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea.

Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Creo que Andrea conoció antes que yo el final de nuestra historia y se anticipó a mi decisión. No se equivocó.
¿No se equivocó...?

II

Y bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las dos, como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes bien, porque te lo dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa situación tan cruel y humillante. Por ese motivo, consciente de quedar sola con mis recuerdos, el punto final decidí ponerlo yo.

La primera vez que viniste a verme, traías una piedra en cada mano. El odio que sentías hacia mí, te salía por los ojos. Cuando abrí la puerta de mi casa, no tenía ni idea de quién eras. Entraste como un turbión, insultándome. Tendría que haberte sacado de un brazo, sin embargo cerré la puerta y permanecí de pie, mirándote. Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos. Las rivales. Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no correspondían a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido, era tímida y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida. No sé qué esperabas de mí. Qué tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste venir a mi casa, enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías, era sólo tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres, en tu misma situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha, más o menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos, en plena faena de lustrar los pisos. Te diste cuenta que tu perorata no llegó, siquiera, ha molestarme. Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra. Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia. Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella! Entendí que, Daniela, la esposa tímida y frágil que Alfredo decía tener en su casa no era la misma Daniela que estaba frente a mí amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en paz. ¿Dejarlo? Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La alianza que lleva en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si estás ofendida no es a mí a quien tienes que enfrentar y pedir explicaciones. Yo no te conozco, ¿cómo te voy a faltar? En todo caso quien te está ofendiendo, engañándote, es tu marido. El que firmó ante el juez y juró ante el cura que te respetaría y estaría contigo en las buenas y en las malas, hasta que la muerte los separara. A él debes reclamar, no a mí.

Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con Alfredo, cuando fuiste a mi casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que aquella relación fuese a durar quince años y la finalizara yo.

Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí. Pero el amor se fue construyendo a partir del conocimiento que, entre los dos, fuimos elaborando. Aquel día no querías irte sin oírme jurar por todos los santos, que no lo volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo no lo fui a buscar. Que él no tenía, conmigo, ninguna obligación. De todos modos que lo cuidaras, porque si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta, que no tuvieras dudas de que yo le permitiría entrar. Porque el caso era de que yo, también lo amaba.
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo hice. Nunca.

Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa a la mía, implorandome. En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y hablaras con él sobre el tema. Pero él no podía saber, que tú estabas al tanto de mi existencia. En lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando comprobaste que te engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se cansara un día de la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te diste cuenta de que nunca lo dejaría. Que lo amaba de verdad. Creo que recién ahí comprendiste que la lucha iba a ser larga.

Reconozco que no debí involucrarme con un hombre casado. Es cierto. Aunque no me arrepiento. Tengo sin embargo, algo a mi favor. Y es que, nunca, jamás le insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal vez porque él nunca habló de separación o divorcio, o tal vez porque yo nunca quise ataduras. Fue cuando comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas embarazada. ¡Buena jugada! pensé yo. No sé si en realidad no te embarazabas. Lo que nunca entendí, si es que era cierto, es por qué no le mencionaste a tu marido que se hiciese él un examen. Yo en cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos hijos a Alfredo. Pero él no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años de mi vida fértil, me negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con un hombre casado con otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni rehenes. Son seres que se traen al mundo para criarlos con amor y responsabilidad. Además, siempre supe que un día Alfredo volvería contigo. Porque tú, no me queda otra que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil, si los hay. Con una sola carta ganaste: paciencia. ¡Quince años esperaste! Y luchaste. Me consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho no, un capricho no dura tanto.
El amor herido, ¿si...?

Te diré que hace un par de años comencé a ver el cansancio en los ojos de Alfredo. Cuando estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa. Sé, también, que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo. Lo entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la misma puerta que entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y porque yo también, como tú, viví estos años, solamente para él. Contigo, porque dice que tú lo necesitas para vivir. Y creo que sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si alguna vez, sin querer, me nombra, cállate, olvídalo.Se le pasará. Los hombres olvidan muy pronto.

Sabes Daniela, a veces, de tanto pensar en lo que hemos vivido estos años, he llegado a la conclusión de que tú lo debes amar más que yo. Si hubiese sido yo la esposa, no hubiera soportado lo que tú soportaste. Me hubiese separado. O lo hubiese asesinado...no se. ¡Y tú lo compartiste durante quince años! ¿Quién tiene razón? ¡Sabe Dios! Creo que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le hubiese costado mucho dejarme. Y a ti no te hubiera dejado nunca.
Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.
III

  Siempre pensé que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas, encontraría al fin la paz, la felicidad plena que durante años busqué sin descanso. Hoy, creo que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo que a mí me sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié tanto, cuando supe de su existencia, que durante meses sólo quise que desapareciera, se extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea, les aclaro, era la amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz.

La intuición de las mujeres es reconocida por la sociedad en pleno. Desde la manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a Adán, vemos lo que nadie ve. Vemos a través de. Pero, la intuición de una esposa va más allá de lo imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada, porque una esposa muy enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su amor. Vive en el limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más fácil engañarla con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me sucedió a mí. Me casé muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré a trabajar en la empresa y lo vi, me enamoré sin saber quién era. Claro que él no se dio cuenta y pasé más de un año trabajando en la misma oficina, sin que advirtiera mi presencia. El día que se dignó mirarme, mis ojos le dijeron todo lo que sentía por él. Nos casamos al año siguiente. Yo lo celaba con las compañeras de oficina, con mis amigas, con Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si alguna vez me engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos modos, la noche que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la madrugada, supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y no dije nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la madrugada. Comenzaba mi tortura. Sólo quien haya pasado por lo mismo, puede imaginar lo que sufre una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los días me di cuenta que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada quince días. Casualmente, en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la empresa. Esto me confundía un poco. Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo a la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi, hasta ver salir a mi marido del brazo de una mujer. Los volví a seguir. Fueron al cine Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la noche, una película puede durar una hora y media, dos, tres horas. A las doce de la noche tendría que estar en casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro día fui a verla.

Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que había visto con Alfredo la noche anterior. Me dio el número del apartamento. La llamé desde el portero eléctrico y le dije que venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me dijo que subiera. Cuando abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba encerando los pisos. Entré como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza que aún hoy, al recordarlo, me avergüenzo. Cerró la puerta y se quedó mirándome.

Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha calma. Me dijo lo que para ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía atado, que le reclamara a él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que si tenía un poco de vergüenza y consideración, no le contara a Alfredo de mi visita. Creo que nunca le contó. Si lo hubiese hecho, me habría dado cuenta.

Pese a la relación que, durante tanto tiempo, Alfredo mantuvo fuera del matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a mi lado, siempre respondió a mi amor. Por lo tanto nunca hablé del tema con él, pues pensé que era sólo una aventura sin consecuencias. No se debe predecir, ni jugar con el destino.

Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé una y mil veces yendo a la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor, que lo dejara. Fui tantas veces que al final hasta creo que nos hicimos amigas. Otra mujer me hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la voz, nunca me destrató como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que amaba a mi marido y no lo iba a dejar si él no la dejaba a ella. No sé cómo, ni de qué manera, pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de que el proceder de otras mujeres hubiese sido distinto. Y está bien. Pero a mí no me importó perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la dignidad, si me quedaba sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince años fui y vine de mi casa a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la nuestra. Al final era ella quien me contenía. Me decía que si fuese ella la esposa no podría compartirlo. Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía conmigo. La que compartes eres tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la que no tiene más remedio que conformarse con lo que le dan.

Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho frío. Estaba en el living leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina y tomemos un café. Hizo café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me habían agotado los ruegos. Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú eres mi castigo. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo. Habla con Alfredo, aclara la situación, dile que siempre estuviste al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda contigo, te juro que me voy, desaparezco de la vida de los dos. Pero no me pidas que renuncie a él. No puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a verla ya no hablábamos de Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir.
Por costumbre, creo.

Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más. Que habían designado a otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y había pedido un relevo. Se terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a quedarse en casa. Fui a ver a Andrea.


El portero me dijo que Andrea había entregado el apartamento hacía ya dos meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una carta. Hizo al final lo que le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice lo correcto. Sólo sé que hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé lo que hacen otras mujeres en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi marido. Yo sé también que sigue pensando en ti, pero creo que como tú dices, se le pasará. Los hombres olvidan más rápido. Tal vez, algún día, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser, algún día....si acaso.


Ada Vega, edición 2007