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martes, 28 de abril de 2020

Por malagueñas




Atardece sobre el pueblo indiano recostado al mar. El sol que agoniza se hunde lento para morir en rojo. En la media luz de la tarde, Manuela Velasco recorre airosa las calles que van al puerto. La cabeza altiva, decidido el paso y en el pecho el corazón alborotado de mariposas.
Manuela es hija de una muchacha del pueblo y de un marino que llegó un verano en una balandra, de no se sabe dónde, y se quedó a vivir en la playa con los pescadores. La joven se enamoró del muchacho y con él vivió un ardiente romance de dos lunas. 
Antes de nacer Manuela, un domingo luminoso de primavera, el marino juntó sus petates y se fue en su balandra con la promesa de volver, pero no volvió. La joven lo esperó días, meses. Durante años lo esperó. Los vecinos del pueblo la veían pasar y detenerse en el muelle a escudriñar el horizonte, con Manuela pequeña en brazos, con Manuela de pocos años de la mano.
Cuentan que un día subió a la barca de Agostino, el Bucanero, y se fue mar adentro por rumbo desconocido. Y no la volvieron a ver. Desde entonces la niña vivió siempre con el abuelo, quien le contó, en tardes de sol poniente, la historia de amor que vivieron sus padres. Quien le rogó, en nombre de aquel amor, que no se enamorara nunca de un marino, porque el amor del marino, le decía, pronto se lo lleva el mar. 
De todos modos, es sabido que el amor no necesita que lo busquen ni lo persigan. Cuando es menester, él mismo sale al encuentro de los desprevenidos y les roba el corazón. 
Eso fue lo que le sucedió a la pequeña Manuela: ella no buscó su primer amor, sucedió que lo encontró. Así fue. 
Ahora ya tiene veinte años. La gente del pueblo la ve pasar, como otrora veía a su madre, camino del puerto a esperar a Joao, un marino portugués nacido en Santaém que zarpó una tarde del puerto de Lisboa en un barco atunero y que, ese atardecer, tendrá que tocar puerto en la ribera del pueblo.
Manuela es hermosa, tiene la impaciencia de su juventud y la premura de vivir la vida. Necesita amar y ser amada, no cuatro días cada seis meses sino todos los días y todas las noches, pues su cuerpo está deseoso de sensaciones que la trasporten a territorios idílicos y perturbadores, aunque esas sensaciones sean motivadas por una mala pasión que no colmará nunca sus ansias de una vida plena.
De todos modos, la joven lleva ideas claras en su cabeza. Esa mañana se despertó con la precisa intención de hacer un relevo en su vida. Cuando se encuentre nuevamente con Joao, tratará de hablar con él muy seriamente. Le dirá que no soporta más vivir tan sola. Que necesita un hombre de tiempo completo. Y aún a sabiendas de lo que Joao le contestará, le hablará de su firme deseo de tener un hijo.
Los cuatro días que el barco atunero queda anclado en el puerto, los utiliza Joao para pasarlos en la casa de Manuela Velasco, reanudando allí los votos, escritos en el agua, de amor y fidelidad. Se habían conocido cuando ella tenía cumplidos apenas quince años y vivía en la playa, con su abuelo.
El estremeño había nacido en los aledaños de Lisboa, cinco años antes que ella y con apenas diez años cumplidos se había hecho a la mar recorriendo, en barcos pesqueros, las costas del viejo mundo. Tenía veinte años cuando cruzó el Atlántico por primera vez. Ese año conoció a Manuela en la playa del pueblo marinero, donde sabe que la muchacha lo aguarda.
El abuelo, que la crió con mucho amor, murió un invierno, dejándola sola en el mundo, cuando ya había cumplido dieciocho años. Desde entonces ha vivido esperando a su novio portugués que viene a verla dos veces al año. Al novio que nunca habló de quedarse algún día definitivamente con ella, o llevársela con él a su casa que está en la otra vereda del Atlántico, como le ha dicho más de una vez, y dónde necesita volver tras cada viaje.
Varias veces le ha comentado la muchacha su deseo de ser madre. Que los años se precipitan, le ha dicho, y no quiere envejecer sola y sin haber siquiera parido un hijo. Sin tener quien la acaricie, ni quien la bese. Ni quien le extienda los brazos y la llame: mamá. Pero el hombre le ha repetido hasta el hartazgo, que hijos no.
Esa tarde camina Manuela por las calles del puerto, hacia el muelle donde atracan los barcos pesqueros, con una esperanza nueva que le perturba el alma y un rasgueo de guitarra siguiendo sus pasos. 
Hace unos años llegó también al pueblo Juan Jiménez un andaluz que, con el sólo deseo de conocer América, partió un invierno del puerto de Málaga y se vino a estas tierras, recorrió la costa, se quedó en el pueblo y abrió un bar en la calle del puerto. Juan es un hombre muy trabajador, muy sensato y honesto, que en poco tiempo progresó surtiendo el negocio como almacén y bar.
Más de una vez le ha pedido Juan a Manuela que se case con él. Yo necesito una mujer a mi lado, le ha dicho, y tú un hombre todos los días, no cada seis meses, que un hombre cada seis meses no le sirve a ninguna mujer. Cásate conmigo y tendrás una casa para el resto de tu vida, y un hombre en tu cama todas las noches.
Y se compró una guitarra para enamorarla.
Manuela se ha detenido a la entrada del muelle pesquero. Ve desde allí venir a Joao. Al llegar junto a ella el hombre la abraza y juntos caminan las callecitas del puerto hacia la casa donde ella vive. Va callada Manuela. A su mente ha venido la historia de amor que vivió su madre, con aquel marino que la abandonó. La historia que, en lejanas tardes, le contó su abuelo. Manuela no ha de revivirla. Una luz nueva marcará su destino. Al pasar por la puerta entreabierta del bar de Juan se detiene y le dice a su compañero:
—Quiero tener un hijo, Joao. Y Joao le contesta como siempre:
—Ya te he dicho que hijos no, no necesitamos hijos, ¡olvídate!. 
Manuela se aparta entonces del hombre entra decidida al bar y se detiene ante el mostrador donde está Juan y, como un reto, le dice con mucha seriedad mirándolo a los ojos: 
—Quiero tener un hijo, Juan.
— ¡Seis, mujer, seis hijos te haré! ¡Diez, si quieres! ¡Diez!, le contesta con vehemencia el andaluz. Ella, sin apartarse del mostrador le habla a Joao que se encuentra en la puerta del bar:
—Vete, Joao, no me esperes, no vuelvas por mí nunca más.
Entra entonces, decidida, por detrás del mostrador y con la cabeza erguida y en el pecho el corazón alborotado de mariposas, se queda desde esa noche y para siempre a la vera del español.
Cuenta la gente del pueblo que ya va para dos veces que Juan agranda su casa. Que los niños corren llenando de gritos y risas, la casa, el bar, la vereda.
Cuentan que por las noches cuando el pueblo duerme, cuando el viento gime entre la arboleda y el oleaje brama en la costa cercana, se oye a Juan con su guitarra, rasgueando por malagueñas, con un cante gitano que sólo habla del amor que encontró un día, tan lejos de su España, en nuestra pródiga, generosa, tierra americana. 


Ada Vega, edición 2005 

lunes, 27 de abril de 2020

La Puerta del Sol

      


        Domingo por la tarde.  Paseo sola por el centro de Madrid. Bordeo hacia el sur el barrio Recoletos y observo sus monumentos, antiguos palacios, plazas y comercios y no tardo en tener la convicción de que, como dicen, Madrid es una de las  ciudades más hermosas de Europa.
     A la altura de La Puerta del Sol, siento que comienza a atardecer en Madrid. Los cafés, piano bar, restaurantes y puestos de flores circundan la plaza de la media luna que se encuentra a esta hora abarrotada de visitantes. Desde hace unos años, cada vez que camino estas veredas, me detengo ante sus comercios,  observo sus cafés y entonces dejo que a través de los recuerdos,  llegue a  mi memoria la imagen de aquel viejo bar  de la recova del Palacio Salvo de Montevideo con el mismo nombre: La Puerta del Sol.
       Cuando ya la noche se ha extendido, abandono la plaza y camino por la peatonal de la calle Arenal, hasta conseguir un taxi que me  lleve hasta mi casa en Carabanchel. El hombre del volante va silbando un vals que me trae recuerdos. Lo conozco, conozco esa música. Quiero recordar el nombre. Si cantara en lugar de silbar la letra me lo diría. Pero el hombre silba, silba muy bajo. El taxista debe ser uruguayo o argentino. Los españoles no tienen por costumbre silbar una canción y los emigrantes no son tan afines a nuestra música.
   —Por acá está bien  —le digo al llegar al barrio de Buenavista.
   —Se va diciembre con mucho frío — comenta él mientras le pago.
       —¡Feliz año!  —me grita antes de arrancar.
 Es uruguayo. Le sonrío y le agradezco con la mano desde la vereda. Me deja en la puerta de mi casa. ¡Flor de lino! Flor de lino era el vals que silbaba: “Deshojaba noches esperando en vano que le diera un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Flor de lino que raro destino, truncaba un camino de linos en flor…”
 Es cierto —me digo— se vino el invierno.
                                                              II 
         Entro al edificio  de apartamentos y subo al quinto piso. El apartamento está oscuro y frío. Enciendo la calefacción y también todas las lámparas. Es una vieja costumbre. De noche necesito la compañía de las lámparas encendidas.
Mientras tanto, en Montevideo es verano. La rambla, las playas, el Centro, la noche. Las noches de verano, los cines, los teatros, los cafés. La Puerta del Sol. Y yo. Yo esperándote siempre en la misma mesa, junto a la ventana, para verte llegar y tomar juntos un café.  Después me acompañabas,  salíamos  abrazados hasta la parada del ómnibus. Yo me iba y tú te quedabas.
    Por entonces estaba empleada  en las oficinas de la compañía marítima Alberto Dodero. Salía a las 17 y 30 y todos los días iba al bar a esperarte. El mozo me conocía, se llamaba Julio y trataba siempre de reservarme la mesa. El siguió nuestro romance hasta el final. La primera vez que volví  a Montevideo pasé para ver si lo veía, pero me dijeron que no trabajaba más alli. Unos años después, el bar ya no existía. Nos conocimos en la calle, caminando por la vereda. Una tarde nos cruzamos, me miraste, te miré. Diste vuelta.  --Te puedo acompañar, me dijiste. Durante mucho tiempo me acompañaste y te acompañé. Tuvimos sueños, pero a muy largo plazo. El tiempo corría y yo no lograba dominar mi impaciencia. Tú no me entendías. Yo quería vivir contigo, dormir juntos. No quise esperar más. Y una tarde, ansiosa por vivir, aunque te amaba, te dejé. Sentía que contigo, los años se me iban. Se me iban.
                                                       III
          Es temprano para irme a dormir, querría comer algo antes. Juanita debe haber dejado alguna tarta preparada. Comeré un trozo con un té caliente. Mañana haré lo posible por comunicarme con Carmen, quiero saber si al fin, este año, podremos pasar juntas la Navidad. Este apartamento es muy grande para mi sola. Cuando la abuela murió le dije a mamá que viniese a vivir conmigo. Nunca quiso venir. Nunca quiso dejar aquella vieja casa.
                                                                 IV
       En aquellos años  vivía con mi madre y mi abuela en una casa con puerta de roble a la calle,  cancel de dos hojas y patio con claraboya. Una casa antigua que mi padre  le comprara a mi madre después de diez años de casados, y que nos dejó al morir, cuando yo aún iba a la escuela. Una casa que de pronto un día comenzó a ahogarme. Me deprimía llegar a mi casa y encontrar a mi madre de delantal, en pantuflas, con el cabello apenas prendido con ondulines, terminando la cena mientras ponía la mesa para ella y para mí. Cantando.  Mi madre cantaba todo el día. Reía. Todas las noches tenía algo para contarme. Era feliz. Yo no entendía como podía ser tan feliz. Siempre encerrada en aquella casa antigua con mi abuela en silla de ruedas y la mente perdida en ninguna parte. No nos conocía. Creía que yo era su hija y que mamá era su hermana. Mi madre le daba de comer en la boca, pero ella nunca quería comer. Mi madre le hablaba y le hablaba y le metía cucharadas en la boca de unos ensopados con verduras y carne picada  porque no quería masticar.  Dos por tres se enojaba y escupía la comida. Y mamá con una santa paciencia limpiaba lo que la abuela ensuciaba y volvía a darle de comer. Le hacía flanes de crema porque a la abuela le gustaban y era la única manera de hacerle tomar leche. ¿Cómo podía mi madre ser feliz? Yo no estaba nunca, y cuando llegaba a la noche, venía siempre de mal humor  y terminaba peleando con ella y me iba a dormir sin darle un beso a la abuela.
                                                            V
  El apartamento es grande y cómodo. Lo compró Luis cuando nació Carmen. Antes vivíamos en uno de dos ambientes en el barrio El Viso, en Chamartín, pero resultaba chico para criar un bebé. A Luis lo conocí en la oficina donde trabajábamos. Tenía un cargo importante. Era mayor que yo y estaba enamorado de mí. Me lo dijo varias veces, pero yo estaba de novia y muy enamorada de Pablo. Un día recibió una propuesta de trabajo muy interesante y decidió aceptar. Era en España.
 En aquel momento me dijo de venirme con él  a Madrid, pero no le contesté. A los seis meses fue a buscarme. Un año después, casada y con mi hija recién nacida, volví a Montevideo a ver a mi madre y a mi abuela. A Pablo no lo volví a ver. El día que decidí dejar con él se lo dije sin rodeos. Mi tiempo se había agotado. Que siguiera él por su camino que yo seguiría por  el mío. Ya estaba decidida, no volvería atrás. Luis me amó de verdad, fue un buen esposo y un buen padre. Fueron más de treinta años juntos, hasta que falleció hace cinco años. 
Parece absurdo,  pero cuando el pasado me asalta recuerdo a Pablo y me veo siempre esperándolo, sentada en la mesa  de La Puerta del Sol, aquel bar que existió una vez, hace muchos años en la esquina señorial del Palacio Salvo, en el corazón de Montevideo.
Ada Vega, edición 2010 

domingo, 26 de abril de 2020

Qué quiere que le diga!





Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas "Galerías" que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Cerraban los cines y los grandes bares, y el clásico paseo de los sábados al Centro desapareció.
En esa década, a partir de aquel abril de 1959 cuando las inundaciones causadas por treinta días de lluvia continua, produjeron una catástrofe nacional, dejando al país con carreteras cortadas y prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo. Los comercios del Centro abrían sus puertas   de diez de la mañana a seis de la tarde, con un descanso, para el personal, de una hora al medio día.
En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar y tomar un cortado largo con una medialuna de jamón y queso. En ese bar muchas de nosotras aprendimos a fumar con los Marlboro y los L & M americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer la famosa pizza con mozzarella que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.
El Támesis tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.
Un medio día una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande con boquilla dorada. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió. Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia, cinco por ocho, sacada en un estudio. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio de 1933”.
Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—, era un cantor argentino, uruguayo, francés, de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. Era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de unos cuarenta años, alta, delgada, de piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi. a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo:
 —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta.
Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril se puso nerviosa.
 —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada.
 —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo:
—Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.
—Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana vengo a buscarla.
 Cuando se fue nos quedamos comentando que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel!
Según Abril, ella no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto, la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital, y a la mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó:
—¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!
Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel y sé que hasta el día de hoy le rezan y le hacen peticiones que, según ellas, él les concede. No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar la mujer de rojo a preguntarle a mi compañera por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto se recibió de santo. Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos cómo una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo:
—¡Carlitos! Y él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935.
Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por 18 de julio y la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara, esa foto que era milagrosa, se perdiera.
Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, un gran tipo. Acepto que fue un mago. Pero de lengue y gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga! 

Ada Vega, edición 2010 http://adavega1936.blogspot.com/


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sábado, 25 de abril de 2020

Volver

 Por los años 1970 : Bar La Alborada


Dio vuelta la esquina caminando lerdo sobre las veredas de antes. Y toda la calle lo golpeó en la cara. Esa obstinada manía de volver. Volver al barrio del arrabal perdido; a la calle de su niñez, a la esquina del viejo café. Por un momento sintió que nunca se había ido. Pero aquel ya no era su barrio, no era el mismo que dejó. Buscó afanoso una cara amiga sin encontrarla. Sólo un cuzco distraído le ladró al pasar. Nadie se fijó en él. Nadie lo reconoció.

Se fue joven, volvió viejo. Sobre sus sienes habían nevado varios inviernos. “...las nieves del tiempo platearon su sien...” En otras tierras, bajo otros cielos, florecieron primaveras antes del regreso. Le costó adaptarse a otras gentes, a otras costumbres. Países sin boliches, domingos sin asados. Sin los amigos. La barra de la esquina, el mate. Gardel. Los gringos son fríos. Toman cerveza. No se detienen a conversar sin apuro en las esquinas. No saben de boliches esquineros. De filósofos noctámbulos. De noches de truco y seven eleven. No saben de tangos ni carnavales. No saben. Le costó adaptarse. Pero hoy al fin ha vuelto. “...siempre se vuelve al primer amor...” Deseó tanto el regreso que se le cansó el alma. Y ahora otra vez bajo la Cruz del Sur se encuentra perdido, ni siquiera entiende para qué volvió. Siguió recorriendo aquellas callecitas que extrañó tanto y al pasar frente a la sede de Uruguay Montevideo se detuvo. En ese momento llegaba la hinchada. ¡Arriba la vieja celestina! Los muchachos venían eufóricos; no habían ganado, pero sí logrado un empate honroso. Tronaron los tambores en la puerta de la sede llenando el aire y golpeando el corazón de los vecinos; que para festejar no se necesitan triunfos y los tambores acompañan alegrías y tristezas.

Se fijó atentamente en la muchachada buscando un rostro, una cara amiga. Sí... aquel, tal vez, pero no, no era. Ya nadie era. Ni él era el mismo. Estuvo tentado de entrar a la sede y tomarse una en la cantina, pero tuvo miedo. “miedo del encuentro con el pasado que vuelve...” Quién sabe no se encontrara con el Lulo, el Chiquito Roselló, Walter Rodríguez, Miguelito Capitán. Cuántos recuerdos. Cuántos amigos rescatados del olvido Aquellos, los de la vieja sede, cuando salían en camiones: ¡Uruguay Montevideo pa’ todo el mundo, que no, ni no! Hinchada temible la del Uruguay Montevideo de entonces. Cuando el Conejo Pepe, Jorge Dell’Acqua, Juan Tejera y Juan Roselló escribían en el cuadro páginas de oro.

O aquella vez en que Ramón Cantou, el veterano de Rampla, vino a darnos brillo. Uruguay Montevideo de mis amores. Ya no sos aquel. A vos también te perdí. Ahora tenés nueva sede y un Complejo Deportivo con alfombradas canchas de Fútbol 5.

Lentamente empezó a comprender. El mundo no se había detenido porque él no estuvo. También aquí llegó el progreso, los años marcaron el cambio, un siglo nuevo empezaba y él...él era del treinta. Siguió, como una sombra, recorriendo aquel que una vez fue su barrio, tratando de encontrar un recuerdo vivo al cual aferrarse. “ con en alma aferrada a un dulce recuerdo...”.

Y llegó a la calle Conciliación. Aquella callecita del Pueblo Victoria que nace en el puente sobre el arroyo Miguelete y muere, no podía ser de otro modo, en el Cementerio de la Teja. “... la vieja calle donde el eco dijo...”.

Allí, en aquella casa había nacido. Casi en la esquina. Su casa. Sus veinte años y aquellas ansias de caminar, de conocer otros mundos, que un día lo llevaron lejos, “ que veinte años no es nada...”

Y allí estaba otra vez junto al viejo portón: el jazmín del país enredado en la madreselva sobre el muro de ladrillos. La ventana del comedor. El patio de las hortensias. ¡Mamá...! Sólo lo pensó. Si sólo llamándola la viera venir a recibirlo, enjugando sus manos en el delantal, gritaría ¡mamá! hasta romper su garganta. Pero no. Él sabe que ya no. Había tardado mucho, ella no pudo esperarlo. También las madres se cansan de esperar. Una tarde se quedó dormida en el viejo sillón, mientras tejía un buzo verde al que le faltó una manga. “sentir que es un soplo la vida...”

¡No, es mentira que no está! Es mentira que se fue sin verme llegar.

Es mentira. Si la estoy viendo. Si ahí está. Ahí...regando las plantas, rezongando al perro. ¡Mamá! Acá estoy. He vuelto. He vuelto para quedarme. “porque el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar...”

Escuche: en la radio está cantando Angelito Vargas y en la calle ya se siente el bullicio futbolero. Me voy a la cancha, mamá. Los muchachos del café me esperan. Esta noche voy a bailar. Pláncheme la camisa blanca, esa, la de las rayitas. Esa quiero ponerme, ¿ta?...¡Chau, chau mamá!

Se fue cabizbajo por aquellas veredas de antes. Y volverá a partir. Más vale partir y olvidar. Ya no existen los lazos que lo ataban a su tierra. El barrio que dejó un día, ya no es su barrio. Ni su casa. Ya no están sus amigos, aquellos que paraban en La Alborada. Dónde estarán. ¿Qué habrá sido de ellos? Volvió con la ilusión de verlos a todos y se va sin encontrarlos, “aunque el olvido que todo destruye...” Sintió que un puño le apretaba el corazón. Hubiese querido llorar, pero la vida, maestra implacable, le había enseñado a no aflojar. Se fue sin mirar atrás.

Se perdió en la noche larga de la ausencia, “bajo el burlón mirar de las estrellas que con indiferencia lo vieron volver…”


Ada Vega, año edición 1996 -

miércoles, 22 de abril de 2020

Tony y yo


Creo que cuando Tony vino a vivir con nosotros no había cumplido los cuatro años. Fue un invierno muy lluvioso aquel. El arroyo Conventos se había desbordado y las calles estaban anegadas y barrosas. Las lavanderas hacía días que no iban a lavar la ropa y las piletas, junto al arroyo, rebozaban de tanta agua caída. Entonces vivíamos en el barrio “Cuchilla de las Flores”, cerca de la cancha de La Liga de los Barrios, una de las zonas más lindas de Melo.


Recuerdo que al Tony lo trajo una mañana doña Eleonora, una comadrona muy comedida que vivía puerta por medio. César estaba en el trabajo y Estela andaba en la vuelta preparando el almuerzo. Yo estaba medio aburrido y harto de estar tantos días encerrado, me puse a mirar para afuera mientras caía la lluvia. Los sauces se doblaban bajo el peso del agua mansa y continua. Arriba, el cielo de un gris sucio, no tenía miras de abrir.

Los vi venir por el repecho del campito lindero, detrás de un paraguas negro que los cubría a los dos. Golpearon la puerta y cuando Estela fue a abrir se encontró con doña Eleonora y el Tony. Ella cerró el paraguas y entraron en la casa. No me acuerdo muy bien la conversación entre la comadrona y Estela. Pero entendí que le traía al Tony para que viviese con nosotros. Le dijo, apelando a sus sentimientos cristianos, que recibirlo era una obra de caridad.

Al pobre, en la carretera, un auto le había matado a la madre y vivía con unos zafreros en el barrio Mendoza, donde lo maltrataban. Y eso se veía a simple vista. El Tony era chúcaro y tan sucio, que ni el agua caída del cielo, había logrado aclarar su carita. Nos miraba asustado con la cabeza gacha. Estela, que era más buena que el pan, no necesitó más para extenderle los brazos, lo convidó con unos pastelitos que acababa de hornear y lo dejó conmigo para que se fuera aquerenciando.

Contó doña Eleonora que cuando murió la madre, el Tony fue a vivir con los zafreros pero que éstos tenían muchos hijos que alimentar y una boca más ya era demasiado. Por lo tanto comía un día no y otro tampoco. Que verlo en ese abandono le partía el alma, así que fue y se los pidió. ¡Como si fuese un florero, el pobrecito! Parece que los zafreros no la dejaron ni terminar de hablar, se lo dieron más pronto que ligero y, antes que la doña fuera a arrepentirse, le cerraron la puerta en las narices. Así que ese mediodía cuando César llegó a almorzar, se encontró con la novedad de que en casa, ya éramos cuatro. Tony y yo nos hicimos amigos al toque.

Aunque le costó un poco adaptarse a la casa, pues, estaba resabiado, el cariño y el calor del hogar en poco tiempo lo conquistaron. Y yo me acostumbré a él, fuimos inseparables. Para cuando cumplió los seis años, ya Estela y César lo habían adoptado. Lo anotaron en la escuela como Antonio Velázquez Tomé. Yo lo acompañé y lo fui a buscar a la escuela durante los seis años.

Excepto los días que se quedó en casa por un sarampión que se agarró en tercero, o aquella vez que jugando al fútbol en la cancha donde practicaba “El Naranjo”, al pisar una pelota y girar el cuerpo a la vez, se le trancó una pierna y la rodilla se le salió para un costado. Cayó al suelo agarrándose la pierna. Yo salté limpito el alambrado y fui hacia él que se quejaba de dolor. Corrí a casa, me paré en la puerta de la cocina y le ladré con fuerza a Estela. ¿Qué pasa? me dijo ¿dónde está Tony? Le seguí ladrando más fuerte y empecé a correr hacia la cancha. Ella me siguió.

Se lo llevaron en la camioneta de don Genaro, el almacenero. Con él subió Estela y una vecina. Yo también subí por una puerta pero me bajaron por la otra. Así que vine para casa y me senté a esperar. Volvieron casi de noche. El Tony traía la rodilla vendada. Esas fueron unas vacaciones extras, él no podía ir a la escuela así que pasábamos todo el día juntos. Y los inviernos se amontonaron empujando a los veranos agobiantes de nuestro Cerro Largo.

Empezó el liceo en Melo, pero un día decidieron mandarlo a Montevideo a terminar sus estudios. Nunca habíamos vivido tan lejos uno del otro ni pasado tanto tiempo sin vernos. Si hubiese sabido llorar hubiera llorado el día que lo vi subir al ferrocarril y despedirse de mí, con la mano en alto. Esos años viví imaginando su vuelta. A veces iba a la estación a ver pasar los trenes. Esperándolo. Un invierno César nos dejó. Él vino a acompañar a Estela por unos días. Pese al dolor de haberlo perdido, el regreso de Tony me hizo feliz.

Salíamos juntos a recorrer el barrio, a visitar a sus amigos. Algunas noches después de cenar, cuando Estela se dormía, me chiflaba con dos chiflidos cortitos entre dos dedos y salíamos de callados a caminar por el pueblo. Así me chiflaba de gurí cuando se escapaba a la siesta y salíamos los dos a vagabundear. Nos llegábamos hasta los juegos del bosque, él reía, remontaba muy alto en las hamacas y desde la altura me llamaba: ¡Cachila!

Otras veces seguíamos el curso del arroyo por la costanera hasta el puente carretero y allí nos quedábamos viendo pasar los ómnibus y los camiones ¡vaya a saber hacia qué destinos! Cuando al fin terminó sus estudios volvió al pueblo con una novia. En la modorra de la siesta de verano oí su chiflido dos cuadras antes de llegar a casa. Corrí por la mitad de la calle para alcanzarlo. Se alegró de verme, pero esa tarde supe que en el corazón de Tony había otro amor. La noche antes de volverse a Montevideo fuimos hasta el bosque.

Se tiró en el pasto panza arriba a mirar las estrellas. Yo me eché a su lado con la cabeza apoyada en su pecho, él descansó su mano sobre mi lomo y en ese momento sentí que nunca nos habíamos separado. Al año siguiente Estela viajó para su casamiento. Él se casó y se quedó a vivir en la capital, y yo me acostumbré a vivir con su recuerdo.

Está refrescando. El invierno se viene otra vez y yo estoy muy viejo. De todos modos, la imagen de aquel gurisito sucio que vino un día a vivir con nosotros, siempre me acompaña. Ahora estoy solo, la casa está oscura y cerrada. Hoy enterraron a Estela. No quise ir a despedirla. Quiero quedarme aquí, y morirme yo también. El sol se escondió tras los eucaliptos. La noche se va cerrando. Por momentos el coro de las ranas se eleva escandaloso pidiendo agua al cielo. Aquí, bajo el jazmín de Estela, si los recuerdos me dejan, voy a tratar de dormir.

Los focos de un auto iluminan la casa que ha quedado sola y desamparada.

Al principio el doble chiflido de Tony entra en su sueño y lo desconcierta. Y al final aquel llamado que golpea en su corazón: ¡Cachila! ¡Cachila! recién entonces, a paso de perro viejo, se acerca al portón. Sus ojos gastados adivinan a Tony. Aquel su olor, sus manos aprehendidas acariciando su cabeza, y su voz... —Cachila, vine a buscarte viejo, vamos conmigo a Montevideo, vamos subí ¡vas a ver que linda es la capital...!

Ada Vega, edición 2001 

martes, 21 de abril de 2020

Cuento con Martingala



El Negro Contreras era un individuo de poca prosa. Medido. Circunspecto.  Pero acertado en el decir y muy leído. No era  hombre de andar hablando no más por hablar, palabra que salía de su boca era palabra bien dicha, con tino. Pensada. Que en este mundo donde la mayoría de la gente pasa el día diciendo tanta guasada, cosas sin fundamento alguno, la parquedad del Negro era de elogiar. Para qué hablar de bueyes perdidos —decía—  si están perdidos, que queden.


 Encerrado en un mutismo terco no derrochaba plata que no tenía, ni palabras que sí tenía, pero que ahorraba como un avaro por si algún día tenía que echar mano y decirlas todas a la vez. Que el que guarda siempre tiene y para echar el resto en un apuro, se debe contar primero con un resto. Las palabras para el Negro Contreras eran para leer y guardar, no para andar desparramándolas por ahí sin ton ni son. Por ese motivo al pasar saludaba inclinando la cabeza, agradecía en el boliche levantando la copa y se despedía al retirarse tocándose la frente, cuasi un saludo militar.


A los hombres, dispuestos siempre a comentar sobre fútbol, política o mujeres, esa posición tan arbitraria no les caía muy bien. Alegaban que para conocer verdaderamente a un ser humano, no hay cómo oírlo hablar. Que la gente muy callada, decían, era de desconfiar y que los “mata callando” nunca fueron de fiar. Eso decían. De todos modos, aunque le buscaban la boca lo único que conseguían del Negro Contreras era un amago de sonrisa. Opinaban algunos que era un “pecho de lata” que al principiar una conversación por no ponerse a discutir soserías, le decía al contrario: —Será cómo usted dice. Y ahí quedaba la cosa. Que no fueron pocas las veces que por no hablar se vio envuelto en problemas.


En Rivera y Larrañaga, donde ahora está La Pasiva,  estaba en aquel tiempo el Bar  "Carlitos", de José y Amador. El boliche tenía un mozo llamado Ramón y un pizzero que vivía en el Cerro. Era el boliche del barrio y los que parábamos allí éramos todos conocidos. Una noche estábamos con el Dante Scaramo y el Carlitos Acosta tomando una cerveza,  cuando un forastero que había caído de paso, expuso con puntos y comas, el detalle de una Martingala  segurísima para ganar en la ruleta.


Según explicaba, sólo se necesitaba tener conducta. Era cuestión de ir todos los días al Casino y hacer la diaria. Trabajo astillero, decía. Según explicaba el forastero, el asunto consistía en apostar en primer y segunda en chance y cubrir ocho números a pleno en el paño de la tercera docena, dejando libres solamente cuatro números y el cero. —¡Una fija!, afirmaba sobrándose. Se gana poco, pero se gana siempre…o casi.  El bar estaba a full, los parroquianos escuchaban con gran atención mientras el hombre daba datos sobre lo que se podía ganar apostando tanto y cuanto.


A un costado del mostrador, tranquilo, el Negro Contreras tomaba su caña. Miraba de vez en cuando al expositor sin demostrar ningún interés en la charla. Ajeno. Al forastero le molestó la actitud del Negro, que rozaba su ego. Interpretó su silencio como reprobatorio de lo que estaba exponiendo, por lo que medio ofendido se le acercó y haciéndose el canchero le dijo que era un contrera.


Con otro personaje hubiese tenido problema, pero el Negro lo miró ni frío ni caliente, levantó la copa, la saboreó hasta el fondo, la dejó sobre el mármol y —¡Soy un Contreras!, le dijo, pagó y se fue. Al conversa lo descolocó, lo dejó bramando. Diga que los habitúes le aseguraron que efectivamente, el Negro era un Contreras.


Yo lo conocía de vista, pero me simpatizaba. Lo oí hablar por primera vez cuando los festejos de los quinientos años el Descubrimiento. En el barrio se estaba preparando una gran fiesta. 


 —Cosa de locos, festejar, dijo. Y  agregó: —Si Colón en lugar de desembarcar en Las Antillas hubiese desembarcado acá, los indígenas se lo hubiesen comido y otra sería la historia. Pero ni Colón sabía que el sur existe y los del norte siempre nos han jodido. 


 A los organizadores del evento los dejó con la boca abierta y pensando que tal vez no estaba muy errado. Cuando quisieron reaccionar, él daba vuelta la esquina, camino a su casa.


Los vecinos del barrio decían que era un tipo raro. Yo creo, más bien, que era un tipo inteligente. La política nunca llegó a preocuparlo. Ni los blancos,  ni los colorados, ni éstos ni aquéllos, que según decía era los mismos perros con distintos collares. Que el que tiene, siempre va a tener y el que no tiene, no tiene y punto, suban o bajen del gobierno los blancos o los colorados y esto ni Dios lo arregla, que ya alguien lo dijo una vez:“Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege  a los malos cuando son más que los buenos”, y entonces para qué, decía, ¡si ni Dios!


 El Negro Contreras nunca trató de convencer a nadie sobre un tema u otro. Solía escuchar en silencio lo que los demás comentaban, guardándose la opinión que le merecía. Tenía, eso sí, la pasión del fútbol, pero tanto iba al Paladino a ver a Progreso como al Franzini a Defensor. Le alegraban los triunfos de Peñarol y los de Nacional.


 Los manyas no lo querían de hincha y a los bolsilludos los desubicaba.


Una noche lluviosa de invierno venía en un taxi. Sentado atrás para no tener que hablar con el hombre de volante. El taxista, que no conocía el barrio, entró por una calle flechada en contra. El Negro, calculamos, pudo haber avisado con tiempo. También calculamos que por no hablar… el Fiat se dio de frente con un semi-remolque que iba para el Puerto.


El taxista la sacó barata, pero el Negro Contreras se fue sin decir ni ¡ay! Ya lo expliqué antes: el Negro Contreras era un tipo de poca prosa.


Ada Vega -  edición 2012 - 
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Che mozo!


  Hace unos días me encontré con el Bebe Neira, de pura casualidad. Yo venía caminando por Zudáñez hacia 21 de Setiembre y él subía a la inversa, por la misma acera.
 Lo conocí de entrada. Alto, flaco, medio desgarbado y como siempre: distraído. Venía de cabeza gacha pensando, tal vez, en bueyes perdidos vaya a saber dónde.
Al enfrentarnos ni me miró. Si no le hablo y lo tomo de un brazo ni se hubiese enterado. Se sorprendió cuando detuve su paso y lo saludé .—Qué hacés Bebe —le dije. Él también me reconoció.

—Hola, Tito. Se quedó mirándome. —Qué bien que estás —me dijo y me reí. —Bien viejo —le contesté. Lo invité a tomar algo y fuimos conversando hasta el Chez Piñeiro. 
Con el Bebe nos criamos en Punta Carretas, cuando en Punta Carretas había potreros, era considerado un barrio marginal y a mis primos de Pocitos no los dejaban venir a jugar a mi casa porque vivíamos frente a la Penitenciaría. El Bebe tiene unos años más que yo. Me acuerdo que corrían los años cuarenta, el mundo estaba en guerra y él se vestía como un dandy. Y yo, con mis largos recién estrenados, le envidiaba la pinta, la carpeta y aquel andar de rango que tenía al caminar. Entonces era un botija apurado por llegar a los veinte, para ser como él. 
De todos modos me fallaron los cálculos: la noche, y el misterio que encierra su bohemia, nunca la alcancé a vivir. Me casé a los veinte, antes de Maracaná, a las diez de la noche ya estaba roncando. Entraba a las seis de la mañana a la fábrica de vidrios que estaba en la calle Asamblea, entre El Buceo y Malvín. Iba en chiva a laburar. Mi mujer me acompañaba hasta la puerta, redonda la panza, esperando el primer hijo. Y un día, sin darme cuenta, entre pañales y sonajeros, me olvidé de mis sueños de compadrito. Mi vida tomó otro rumbo y aunque seguimos viviendo en el mismo barrio, con el Bebe, nos vemos muy de tanto en tanto.
Ese día en el Chez Piñeiro me habló de su soledad. No le quedaba familia, no tenía amigos. Se quejó de que el barrio ya no era el mismo. De no entender el cambio tan abrupto —según él—, que había tenido la vida en Montevideo. De no encajar en ninguna parte —decía. Extrañaba la vida que vivió en su juventud. Se encontraba perdido. No comprendía a los jóvenes. No soportaba a los viejos. Me di cuenta entonces, que en el intento de recuperar la vida que se fue, estaba dejando su propia existencia. De tanta queja que le oí ese día, pensé si no estaría volviéndose loco. De modo que traté de poner un parate a sus quejas y a su mal humor. Comprendí que el Bebe se había quedado en el tiempo, seguía viviendo en el pasado, en el arrabal de su juventud. Así que apuré mi copa y la cátedra de boliche, ese día, la encaré yo.
—Y bueno Bebe —comencé diciendo—, la historia es así. La vida, a la corta o a la larga, se cobra. Ya no tenés veinte abriles. El arrabal malevo, se fue. Ya no existe. Se fue el arrabal que hablaba de amor, el arrabal amargo, el barrio arrabalero y la luna de arrabal. Me extraña tu desconcierto Y no me vengas con que no te avivaste, que tiempo tuviste de sobra. ¿Que los años se fueron sin darte cuenta? Y a mí también se me fueron. Quién te dijo que los años iban hacer una gambeta para esperarte. La vida es una ráfaga que llega, pasa y al final te lleva. Aunque a su paso, si demostrás interés, te va enseñando a vivir. Con paciencia, sabés, y mano dura ¡eso sí! casi siempre con mano dura. Si pusiste un poco de atención, lo que aprendiste en esos años no se te borra nunca más. Es un catecismo. Con ese único diploma tenés que salir a lucharla. Y no es fácil, si lo sabré yo. Cuando a los veinte años te llevás el mundo por delante, las minas se te regalan, los amigos te sobran y pensás que sos un crack, se te cruza una gurisa que te mira despectiva sobre el hombro y que es, justo, en la que vos te emperrás. Antes de los veintidós ya estás casado y esperando el primer hijo. Ahí se terminó la farra. De ahí en adelante la vida te empieza a exigir cada día más. Si tuviste la suerte de encontrar una buena compañera, vas en bondi para triyar el largo viaje de los cincuenta años que te esperan. Pero la suerte, fijate vos, no siempre cae boca arriba. Por eso a la vida hay que saberla manejar. Tenemos la obligación de administrarla bien si esperamos, al final, contar con algún respiro. En sus idas y venidas la vida nos empuja, nos arrastra, nos vapulea. Y en medio de esa vorágine debemos edificar nuestro propio destino. O por lo menos intentarlo. La vida es un compromiso que no nos queda otra que aceptar. Y vos, Bebe, la viviste tranqui, qué querés inventar ahora. Entiendo que estás solo, abatido, amargado, pero a vos se te olvidó sembrar, tenés que reconocerlo. Creíste que los veinte abriles no se iban a terminar nunca. Barajaste la vida con los comodines a favor y, claro, se te dio siempre la buena. Por miedo a perder nunca arriesgaste. Te supiste ganador y a tu manera lo fuiste. Yo me acuerdo, cuando vivía tu vieja, verte gastar la vereda de tu casa hasta el boliche. Quedarte en la esquina las horas largas “por si pasa la de ayer”, o a la espera de algún datero antes de arrancar para los burros. Así se te fue la vida: entre dados, naipes y tungos. Campaneando a las pibas, pero sin comprometerte. Fuiste un maestro de la jerga rea. Timbero de ley, le escapaste siempre a la cana y eso que en más de una ocasión, después de una timba brava, te supiste batir a cuchillo con más de un perdedor. Eras un ídolo. La muchachada del boliche aquel, te admiraba. Siempre de pinta. Los zapatos relucientes, la camisa remangada impecable; la corbata floja sobre el cuello desprendido, el Borsalino en la nuca y el cigarrillo recién encendido. Sí, fuiste un ganador. Cosechaste amores, ilusiones, desencuentros, en los corazones de las muchachas fabriqueras que veían en vos al galán inalcanzable. Superhéroe que sólo recibió sin dar ni prometer nada. Te conformó siempre el amor al paso. Jamás dejaste un seven eleven por una cita, ni perdiste una tarde maroñense, por un clásico en el Centenario. Y fuiste buen bailarín. Vaya si lo fuiste.Te floreaste en las pistas cuando a Montevideo venían los monstruos aquellos de Buenos Aires: las orquestas famosas, los cantores de la Época de Oro del tango. Nochero viejo: te tomaste la vida de un trago, se te piantó el chamuyo y te quedaste sin letra. Y hoy te asombra encontrarte solo. Extrañado, recién te das cuenta que el barrio malevo no existe. Que las novias no esperan en los zaguanes. Que ya no hay zaguanes. Que los tranvías dejaron de rechinar y que la juventud, aquella, se fue. Mientras vos barajabas, rompías boletos, abrazabas el sabó; tus amigos se casaban, formaban una familia. Vos te distrajiste, perdiste el tren. Te quedaste en la estación. Se durmieron en tus manos las cuarenta del mazo; se mancaron los burros al doblar el codo en la pista de tu vida; los huesitos te echaron barraca. Se ensombreció tu vida en la noche larga de los años y no sabés qué hacer. De tanta mujer que pasó por tu vida, ninguna te sirvió para hacer patria. Y recién te desayunás que los guapos, los malevos y la luna de arrabal, ya fueron. Que los conventillos, las calles empedradas, los buzones esquineros y los carreros de clavel en la oreja, siguen vivos sólo en el corazón de los que somos del treinta. Hoy, los nietos de tus amigos de ayer cantan en inglés, estudian chino y escriben en windows. Si te oyen cantar un tango te miran con lástima. A ellos, que escuchan su música en MP3, cómo les vas a hablar de la victrola Sondor donde, por los años cuarenta, escuchábamos embobados los tangos de Arolas. No podés. Estamos transitando el siglo XXI, entendés. Sí, ya sé que te cuesta entender. Pero aclarame una cosa, donde estuviste todo este tiempo. En qué arrabal, perdido del ayer, te quedaste dormido. Cómo dejaste que la vida te pasara por encima sin, siquiera, despertarte. Y me decís que estás sólo, abatido, amargado… ¡andá…!
 ¡Che, mozo!... serví la vuelta.

Ada Vega - edición 2009