Atardece sobre el pueblo indiano recostado al mar. El sol que
agoniza se hunde lento para morir en rojo. En la media luz de la tarde,
Manuela Velasco recorre airosa las calles que van al puerto. La cabeza altiva, decidido el paso y en el
pecho el corazón alborotado de mariposas.
Manuela es hija de una muchacha del
pueblo y de un marino que llegó un verano en una balandra, de no se sabe dónde, y se quedó a vivir en
la playa con los pescadores. La joven se enamoró del muchacho y con
él vivió un romance de, poco más de un año.
Antes de nacer Manuela, un domingo luminoso de
primavera, el marino juntó sus petates y
se fue en su balandra con la
promesa de volver, pero no volvió. La joven lo esperó días, meses. Durante años
lo esperó. Los vecinos del pueblo la veían
pasar y detenerse en el muelle a escudriñar el horizonte, con
Manuela pequeña en brazos, con Manuela
de pocos años de la mano.
Cuentan que un día subió a una chalana y se fue mar adentro por desconocido derrotero,
y no la volvieron a ver. Desde entonces la niña vivió siempre con el
abuelo quien le contó, en tardes de sol junto a la playa, la historia de amor de sus padres. Quien le rogó
que no se enamorara nunca de un marino, porque el amor del marino, le decía,
pronto se lo lleva el mar. De todos modos, es sabido que el amor no necesita que lo busquen ni lo persigan.
Cuando es menester, él mismo sale al
encuentro de los desprevenidos y les roba el corazón. Eso fue lo que le sucedió
a la pequeña Manuela: ella no buscó su primer
amor, sucedió que lo encontró. Así fue.
Ahora ya tiene veinte años. La gente del pueblo la ve pasar, como otrora
veía a su madre, camino del puerto a esperar a Joao, un marino portugués nacido
en las costas de Estremadura que zarpó
una tarde del puerto de Lisboa en un barco atunero y que, ese atardecer, tendrá que tocar puerto en la ribera del pueblo.
Manuela es hermosa, tiene la
impaciencia de su juventud y la premura de vivir la vida. Necesita amar y ser
amada, no cuatro días cada seis meses sino todos los días y todas las noches, pues su cuerpo está deseoso de sensaciones
que la trasporten a territorios
idílicos y perturbadores, aunque esas
sensaciones sean motivadas por una mala
pasión que no colmará nunca sus ansias de una vida plena.
De todos modos, la joven lleva ideas
claras en su cabeza. Esa mañana se despertó con la
precisa intención de hacer un relevo en su vida. Cuando se
encuentre nuevamente con Joao, tratará de hablar con él muy seriamente. Le
dirá, entre otras cosas, que no soporta
más vivir tan sola. Que necesita un
hombre de tiempo completo. Y aún a
sabiendas de lo que Joao le contestará, le hablará de su
firme deseo de tener un hijo.
Los cuatro días que el barco atunero queda anclado en el
puerto, los utiliza Joao para pasarlos
en la casa de Manuela Velasco reanudando allí los votos, escritos en el agua,
de amor y fidelidad. Se habían conocido cuando ella tenía cumplidos apenas
quince años y vivía en la playa, con su
abuelo.
El estremeño había nacido en el distrito costero de Santarem,
en los aledaños de Lisboa, cinco años antes que ella y con apenas diez años
cumplidos se había hecho a la mar recorriendo, en barcos pesqueros, las costas
del viejo mundo. Tenía veinte años
cuando cruzó el Atlántico por primera
vez. Ese año conoció a Manuela en la playa del pueblo
marinero, donde sabe que la muchacha lo aguarda.
El abuelo, que la crió con mucho amor, murió un invierno, dejándola sola en el mundo, cuando ya había
cumplido dieciocho años. Desde entonces ha vivido esperando a su
novio portugués que viene a verla dos veces al año. Al novio que nunca habló de
quedarse algún día definitivamente con ella, o llevársela con él a su casa que está en la otra vereda del
Atlántico, como le ha dicho más de una vez, y adónde necesita volver tras cada
viaje.
Varias veces le ha comentado la muchacha su deseo de ser madre. Que los años se precipitan, le ha dicho, y no quiere envejecer sola y sin haber siquiera parido un hijo. Sin tener quien la acaricie, ni quien la bese. Ni quien le extienda los brazos y la llame: mamá. Pero el hombre le ha repetido hasta el hartazgo, que hijos no.
Varias veces le ha comentado la muchacha su deseo de ser madre. Que los años se precipitan, le ha dicho, y no quiere envejecer sola y sin haber siquiera parido un hijo. Sin tener quien la acaricie, ni quien la bese. Ni quien le extienda los brazos y la llame: mamá. Pero el hombre le ha repetido hasta el hartazgo, que hijos no.
Esa tarde camina Manuela por las calles del puerto, con una
esperanza nueva que le perturba el alma y un rasguido de guitarra siguiendo sus
pasos, hacia el muelle donde atracan los
barcos pesqueros.
Hace unos años llegó también al pueblo Juan Jiménez un andaluz
que, con el sólo deseo de conocer América, partió un invierno del puerto de
Málaga y se vino a estas tierras,
recorrió la costa, se quedó en el pueblo y abrió un bar en la calle del puerto. Juan es
un hombre muy trabajador, muy sensato y honesto, que en poco tiempo progresó
surtiendo el negocio como almacén y bar.
Más de una vez le ha pedido Juan a Manuela que se case con él. Yo necesito una
mujer a mi lado, le ha dicho, y tú un
hombre todos los días, no cada seis meses, que un hombre cada seis meses no le
sirve a ninguna mujer. Cásate conmigo y tendrás una casa para el resto de tu
vida, y un hombre en tu cama todas las noches.
Y se compró una
guitarra para enamorarla.
Manuela se ha detenido a la
entrada del muelle pesquero. Ve desde allí venir a
Joao. Al llegar junto a ella el
hombre la abraza y juntos caminan las callecitas del puerto hacia la casa donde
ella vive. Va callada Manuela. A su mente ha venido la historia de amor que vivió
su madre, con aquel marino que la abandonó. La historia que, en lejanas
tardes, le contó su abuelo. Manuela no ha de revivirla. Una luz nueva marcará
su destino. Al pasar por la
puerta entreabierta del bar de Juan se detiene y le dice a su compañero:
—Quiero tener un hijo,
Joao. Y Joao le contesta como siempre:
—Ya te he dicho que hijos no, no necesitamos hijos,
¡olvídate!.
Manuela se aparta entonces del hombre entra decidida al bar y
se detiene ante el mostrador donde está Juan
y, como un reto, le dice con mucha seriedad mirándolo a los ojos:
—Quiero tener un hijo, Juan.
—Quiero tener un hijo, Juan.
— ¡Seis, mujer, seis
hijos te haré! ¡Diez, si quieres! ¡Diez!, le contesta con vehemencia el
andaluz. Ella, sin apartarse del
mostrador le habla a Joao que se encuentra en la puerta del bar:
—Vete, Joao, no me esperes, no vuelvas por mí nunca más.
Entra entonces,
decidida, por detrás del mostrador y con la cabeza erguida y en el pecho el
corazón alborotado de mariposas, se
queda desde esa noche y para siempre a la vera del español.
Cuenta la gente del pueblo que ya va para dos
veces que Juan agranda su casa. Que los niños corren llenando de gritos y
risas, la casa, el bar, la vereda.
Cuentan que por las
noches cuando el pueblo duerme, cuando el viento gime entre la arboleda y el
oleaje brama en la costa cercana, se oye a Juan con su guitarra, rasgueando por
malagueñas, con un cante gitano que sólo habla del amor que encontró un día, tan lejos de España, en
nuestra pródiga, generosa, tierra americana.
Ada Vega - 2005
Primera vez que te leo y he quedado anonadado con tu estilo, como te comenté en "Campanilla de recreo", me agrada la elegancia que tienes al narrar.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Luis y bienvenido!Otro!
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