—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin
abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en
aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de pagar la casa. Terminé de vestirme,
descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos, dijeron. Llegó en dos.
Subí al taxi, la
Piaf cantaba
aquel Himno al Amor de cuando éramos jóvenes, estudiantes, la universidad era
un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el amor era Dios, una panacea y el único motivo de vivir.
Parecía una burla,
una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la
Piaf — mientras mi
cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor,
porque tú me amas”.
El conductor me observaba
por el espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que
levantar a alguien.
—Hace tiempo que no
levanto a nadie.
—Mm..., contestó, no se
enoje, no crea que es la
primera mujer que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una
vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó
sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa
paga y en ese mueble antiguo que
está a la entrada, vio, junto a la lámpara le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una
señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la
cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me
pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era
la plata para la feria?
—Porque era de mañana, día de feria, y ella andaba con un bolso de hacer
mandados.
—Usted tiene mucha
imaginación.
—Imaginación no, hace
veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento
recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba ni yo le avisé. Como no
tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras
conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.
—Una vez llevé de ahí a
una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi nerviosa me dio la dirección de su
casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me
contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado
manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara, puesto que en mi vida lo menos que necesitaba en ese momento era un problema nuevo.
La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo,
¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros,
contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba arrepentida!
—Eso también le dije.
¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a
decirme.
—¿Y por qué llora
entonces?
—Porque en el apuro por
salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué
rabia!
—¿Y el revólver? le
pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para
otro lado, le grité.
—No tiene más balas,
contestó, mientras lo
guardaba.
Estaba tan interesante la
conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería
saber más: por qué tantos tiros, quién era
el hombre, qué clase de
relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.
—El hombre que mató era
el novio, hacía tres años que llevaban una relación, lo mató porque se enteró que
era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía
el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería
comprometer más, que tomaría un coche cualquiera que pasara libre. Nunca más la vio ni supo de ella.
—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos
cuadras más adelante.
—Su compañero dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa dejó la dirección y el dinero para el
viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece un buen tipo.
Mientras me bajaba y
saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La
Bohème. Y aquel
amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del
aire en el Montmartre parisino
de cuando “Paris era una fiesta”.
¡Cómo se repite el
amor! Quién no vivió un amor a los veinte años y creyó que era para siempre. Sin
embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se
perdieron por distintas veredas. Luego
pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí, recuerdan aquel amor apasionado de la juventud que los hizo enfrentar
al mundo, por defender lo que estaba destinado a morir. Y volvieron al lugar del amor
en busca de no saben qué. Y
no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo
sobre las ventanas del
atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia!
—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un
abrazo. Sin un adiós.
Ada Vega 2014
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