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miércoles, 30 de noviembre de 2016

Agustina, esposa de Dios

         



          Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo cuando, recién cumplidos los doce años, pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando, paso a paso, cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo, de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más, condenándolos a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original, injusta herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano,  porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.  Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. 

Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. 
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Sólo  la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. 
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle  sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa.
No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y  pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano
Agustina se quedó  veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.


Ada Vega -2012 – 

lunes, 28 de noviembre de 2016

Sergei Radov, primer violín




     Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa Capurro.  Pude ver, con amargura, como cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que, poco a poco, la fue sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas, debido, en parte, a los buques que llegaban a nuestro puerto principal y  vertían los desperdicios en sus aguas. Se sumaron las vertientes contaminadas de los arroyos  Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puerto de Ancap, junto a los deshechos  que  la propia refinería volcaba en la bahía. Yo, como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la playa quedó sola y olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba recorrerla. Con mis zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando había bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al viejo lavadero, y allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del mar, a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez.
 Una tarde, en medio de mi contemplación, me sorprendió un viento repentino y traté de salir lo más rápido posible, pisando las rocas que desaparecían bajo las olas que avanzaban agitadas. Cerca de la orilla, vi a un botija de más o menos mi edad que, con mucha dificultad, trataba de salir de entre las grandes piedras. Al pasar junto a él le ofrecí mi mano y salimos juntos.  No lo conocía. Nos calzamos y cruzamos al parque. Sentados en la verja de ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el barrio. Hacía  unos días se había mudado con sus padres a una casa en Húsares a la altura de Flangini. En ese entonces vivía en  Coraceros, así que éramos vecinos. Como ya  lo habían apuntado en la Escuela Capurro, seríamos también compañeros. Esa tarde, sin más datos, sellamos una amistad para toda la vida.
Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov, pero para mí y los botijas del barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del Cine Capurro.  También lo hicimos hincha del glorioso Fénix, por aquel año con: Pessina, González Plada, Saccone, Montuori y Herol, aunque abajo llevó siempre la camiseta de Nacional. Como a todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con él era difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos en la calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero, porque  el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó en su niñez  lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy evidente, pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo llenaban de goles.
Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. Algunas veces lo oíamos tocar desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando. Por eso los botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá la globa Rusito, chapá el violín. Con el violín disimulás la pata corta! Cuando terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el Rusito tenía una novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella también. Marianela era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por Francisco Gómez y la vía. Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los deberes. En el primer año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al regreso.
 Fue en las vacaciones de julio, cuando estábamos en segundo, que Marianela se enfermó. Cuando veníamos del liceo él entraba en su casa y se  quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos. Leyéndole  a Machado, una tarde, ni se dio cuenta que Marianela... ya no lo oía.
Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo yo sabía de su sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese querido decirle algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin embargo, en esa época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo hacía aislarse de todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín toda la pena que le dejara la pérdida de su amor adolescente. 
Salimos del Bauzá y fuimos al  I.A.V.A. Entramos juntos a la Facultad de Medicina. El Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba hacer Pediatría y dedicarse a los  niños con Poliomelitis. Entonces los problemas políticos del país se fueron agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron las grandes huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le pidió  un día que fuese a sacar el pasaporte y consiguió unas  direcciones en Europa, por las dudas. 
No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. No sabía nada de política pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo llevaron  dos o tres veces. Un día vino muy lastimado. Don Igor no esperó más, le sacó los pasajes, le dio las direcciones, todos sus ahorros y el violín.  Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue
 —Adiós, Rusito.    
 —Voy a volver. 
Y el avión se perdió en el cielo. Adiós.
       No volvió. Vivió en Austria con unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el oficio de sus tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín.
       Ayer don Igor me llamó para mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el Viejo Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el gobierno de su país, el laureado Primer Violín de la Filarmónica de Viena, Sergei Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde ofrecerá varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.”
       Hoy, desde el costado de la Ruta 1, he vuelto a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la moderna vía de hierro y hormigón que atraviesa el viejo parque,  amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo, descansa para siempre mi vieja Playa Capurro.
Gritan las gaviotas molestas con mi presencia.
El Rusito vuelve. El mar susurra. Hay bajante.

Ada Vega, 2004 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

viernes, 25 de noviembre de 2016

El violinista del puente Sarmiento



Ese domingo había amanecido espléndido. Casi de verano. Por la mañana habíamos salimos con Jorge para la feria del Parque Rodó. En esa feria se vende mucha ropa y él quería comprarse un jean bueno, lindo, barato y que le quedara como de medida.


Fuimos caminando por Bulevar Artigas. A las 11 de la mañana el sol caía impiadoso. Al pasar bajo el puente de la calle Sarmiento, sentado en la verja de ladrillos, encontramos a un hombre viejo tocando el violín. Vestía pobremente, pero prolijo: llevaba puesta una camisa blanca con rayas grises remangada hasta el codo que dejaba ver, en el brazo que sostenía el instrumento, una Z y una serie de números tatuados. En el suelo junto a él había una caja de lata, colocada allí, supuse, para recibir alguna moneda.


Al acercarnos oí ejecutar de su violín, con claro virtuosismo, las Zardas de Monti. Detuve mis pasos y le pregunté al violinista si era judío. Me miró con sus ojos menguados y me dijo que no. Soy gitano, agregó, nacido en Granada. Le pedí permiso y me senté a su lado, quise saber qué hacía en Uruguay un violinista gitano nacido en Granada —mi marido se molestó y me hacía señas como diciendo: y a vos qué te importa. Disimulé y miré para otro lado.


El violinista me miró entre sorprendido y desconfiado, después quedó con la mirada fija en la calle como buscando la punta de un recuerdo escondido, para tironear de él. Quedé un momento a la espera. Entonces comenzó a hablar con una voz cascada en un español extraño.


Mi marido también se sentó.


—Llegué a este mundo en Granada, provincia de Andalucía, una tarde de invierno en que lloraba el cielo, del año 1925 de Nuestro Señor, en el barrio gitano de las cuevas del Sacromonte. Allí pasé mi vida toda. Porque después ya no viví.


—Del Sacromonte —pregunté.


—El Sacromonte es el barrio más gitano de Granada —me contestó—, en sus cuevas habita la esencia del flamenco que algunos calé llaman el Duende, porque erotiza el baile y el cante hondo. Se encuentra en lo alto de un monte y hay que subir a él por veredas pedregosas. Tiene calles estrechas y casas cavadas en la roca.


Quedó un momento en silencio que yo aproveché.


—Por qué se llama Sacromonte —quise saber.


—Porque que en tiempos de los musulmanes había sido un cementerio —continuó diciendo—, las cuevas fueron construidas por los judíos y musulmanes que fueron expulsados en el siglo XVI, hacia los barrios marginales, a los que más tarde se les unieron los gitanos.


El sacromontecino hablaba con los ojos entrecerrados, como visualizando cada cosa que iba diciendo. Por momentos callaba y quedaba como extraviado, como si su espíritu lo hubiese abandonado para volver a su España, a Granada, a las cuevas de aquel barrio cavado en la roca.


De pronto volvía y con un dejo melancólico me hablaba de la Alhambra, construida en lo alto de una colina —decía.


Yo lo escuchaba encantada y trataba de no interrumpirlo porque me fascinaba su voz, su modo de hablar como un maestro, como un sabio que me enseñaba rasgos de la historia que yo desconocía. Él, por momentos, se entusiasmaba al recordar cada detalle de aquellas historias de su tierra lejana que, con su voz y su memoria, parecía revivir.


—Desde el Sacromonte se puede ver la Alhambra —decía como si la estuviera visualizando—, uno de los palacios más hermosos construido por los musulmanes hace más de quinientos años a orillas del río Darro, frente a los barrios del Albaicín y de la Alcazaba. Tiene en el centro del palacio, el Patio de los Leones, con una fuente central de mármol blanco que sostienen doce leones que manan agua por la boca y que, según dicen algunos nazaríes, representan los doce toros de la fuente que Salomón mandó hacer en su palacio, y otros opinan que pueden también representar las doce tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea.


El violinista del puente de la calle Sarmiento, me contó que los gitanos habían sido discriminados en España a partir de 1499 por los Reyes Católicos Fernando e Isabel y por la Inquisición española, en nombre de la Iglesia, que buscaba entre los gitanos no conversos, a brujas hechiceras que realizaban maleficios en reuniones nocturnas con el diablo, para quemarlas en la hoguera. Nunca fue cierto —me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes sobrenaturales de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por el Dios de todos los hombres. De todos modos, aún hoy —afirmó—, seguimos siendo discriminados en todo el mundo.


Después de un silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con voz profunda y emocionada. —En mi barrio del Sacromonte me casé a los dieciocho años con una gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos dos hijos pequeños, una niña y un varón, cuando un día los nazis irrumpieron en una fiesta gitana, quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en camiones a las mujeres y a los niños por un lado y a los hombres por otro, dejando un tendal de muertos.


Al oír este relato tan atroz le pedí que no siguiera contando, que le hacía daño, le dije. Él me miró y me contestó: —los muertos, no sufren. Hace años que no vivo. Y continuó. —A los músicos de la fiesta nos llevaron aparte, juntos con los instrumentos. La última vez que vi a mi mujer y a mis hijos fue cuando, a empujones y a golpes, los subieron a un camión. Tal vez tocaba el violín, mientras cenaban los generales de la S.S., cuando eran conducidos a la cámara de gas. Cuando terminó la guerra y los aliados nos liberaron volví a España y a Granada, pero no encontré a mi familia ni a mis amigos.


Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que un día decidí venir a América con una familia que conocí en Rumania. En América recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de allí me volví. Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he recorrido todo el interior. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora pienso quedarme.


Le pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y Portugal no lo hablan bien. Tal vez mezcle un poco los dos idiomas —me dijo.


Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo hablaban de la guerra y los Campos de Concentración de manera que le pregunté qué significaba la Z junto a los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes. Me contestó que la Z significa Zíngaro, gitano en alemán. Estuvimos hablando mucho rato, él se encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le pregunté entonces si el próximo domingo volvería, me aseguró que si. Quedaron a la espera muchas incógnitas.


Durante esa semana fui anotando en mi agenda cada pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al domingo siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba. Lo busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de encontrarlo. Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo donde vivía. Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé. Que sólo fue una ilusión. Un sortilegio.


De todos modos, lo sigo buscando. Algún día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su violín y aquellas Zardas de Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé que volveré a encontrarlo por alguna callecita romántica, escondida, perfumada de jazmines, de este nuestro entrañable Montevideo.






Ada Vega, 2004 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

lunes, 21 de noviembre de 2016

Mis derechos humanos


---Terminala, Daniel. ¡Terminala con los Derechos Humanos, las  clases sociales, los derechos de los trabajadores!

---¿Que decís? ¿Estás loca?
---No, no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace cuarenta años que repetís las mismas letanías.
---Pero y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que  luchan por una vida digna?
---¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo, por ejemplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.
---Marta, vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...
---Daniel, no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que  se ha convertido mi vida?
---No, yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...
---Daniel, a mí la menopausia no me ha afectado. Estoy bien, me siento bien, no tengo por qué ir al médico. Sólo quiero que me escuches. Nunca hablo de mí ¿te habías dado cuenta?
---Pero ¿y que tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi mano.
---¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme.  Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.
---No digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!
---Sí, también soy la madre de tus hijos
---Y ¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra el ala? ¿Es ése el problema? Decí, decí.
---No, Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...
---No, no, no hay otras cosas. No digas pavadas.
---¿Me dejás hablar?
---Sí, sí, dale. Hablá nomás.
---Yo me levanto a las seis de la mañana medio dormida, pechándome con los muebles llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se viste voy a buscar el pan para que lo coma calentito con manteca, cuando se va para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras  hierve el agua ordeno el cuarto de Nico, tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua  en  el termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados, dejo el mate para después.  Mientras voy a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo que me quede para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la cama con el jugo de naranjas.  Vos estás escuchando la radio y mirando la tele. Yo me pongo a cocinar.  A   las doce está pronta la comida. Llega Nico: 
---Mami, me muero de hambre, ¿qué  hiciste? hm... ¡que rico! Salgo corriendo a buscar a Naty. Se  sientan a comer, yo también me siento con ellos y me traigo el mate, pero vos me gritás del baño:
 ---¡Marta, no hay champú! Dejo el mate, voy al saloncito de al lado, traigo el champú. Vos avisás: 
---¡Mirá que ya salgo! Te sirvo la comida, yo almuerzo caminando entre la cocina y el comedor. Y te vas. Es la una y media. Entro al dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las medias adentro y la toalla mojada encima de las sábanas.   Junto, guardo y llevo la ropa para lavar,  tiendo la cama, llevo los vasos, paso un paño en el piso, son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina, paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco:  
-–Naty, vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!  
---Mami, esta cuenta no me sale. ¿Iba, va con hache?  
---Ahora tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico! Son las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once. 
---Viejo ¿querés cenar ya, o tomás unos mates?  
---No, dame la cena.  Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar  de nosotros, de mí. Vos te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto Daniel, pero...vos seguís hablando, y a mí me da sueño. 
---Che, Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo. ¡que te tiró!  
---Estoy cansada
---¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?
--- Si, pero vos trabajás ocho horas.
---¿Y? 
---Y yo ya llevo diecisiete.
---Pero vos estás en casa.
---Si, Daniel, yo estoy en casa pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te pagan un sueldo.
---Y ¿ qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?
--- No, es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.
---Gratis no, tenés la casa y la comida.
---Si, pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.
---Marta, vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos no estás bien, ¡te está fallando algo!
---Daniel, ¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate  y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.
---¿Escribir? ¿A quién le querés escribir? 
---A nadie, quiero contar cosas. ¡tengo tantas cosas que decir!
---La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir para no escribirle a nadie?
--- Pero mirá  que la podemos comprar a crédito.
--- Marta, vos me asustás.  ¿ De veras te sentís bien? ¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico! 
---Yo...
---¡Prometeme!
---Sí, Daniel, ...mañana...  mañana voy a ir al médico. 

Ada Vega, 1998 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

viernes, 18 de noviembre de 2016

De rodillas

    


   No sé si ya conté  cómo conocí a Gerardo, revivo tantas veces  la historia que tuvimos, que nunca  sé cuándo la cuento, la recuerdo o la sueño. Fue un invierno. Eran las nueve de la mañana y yo acababa de entrar al edificio donde trabajaba hacía más de diez años. Él  salía. Nos cruzamos en el hall. Lo vi venir hacia mí y su figura aún la llevo grabada. Vestía de sport con una cuidada desprolijidad. El cabello oscuro, un poco largo, le caía desmayado a un costado sobre la frente. Caminaba mirándome y no dejó de hacerlo cuando nos cruzamos.
 Adiós bombón, me dieron ganas de decirle, pero no quise de entrada jugar el dos de la muestra. Giré mi cabeza para volver a mirarlo y tuve que correr porque se me iba el ascensor. Subí y él subió detrás. Íbamos un poco apretados, a esa hora comienza la actividad en todas las oficinas. Puso la mano sobre la botonera y me miró. Octavo, dije. Bajamos los dos en el octavo, me tomó de un brazo, ¿a qué hora salís? me preguntó.
No era un bombón: era una caja de bombones de licor que, embriagada, me llevaron del cielo al fondo mismo de los círculos concéntricos. Tenía la sensualidad de sus veinte años y  la experiencia de los hombres al llegar a los cuarenta. Era hermoso como un ángel. Taimado como el demonio. Podía ser mi hijo: mi madre me tuvo a los quince. No trabajaba. Estaba cursando una carrera universitaria.
En aquel entonces yo vivía con mi madre en la calle Osorio, a dos cuadras del Zoológico. No podía llevarlo a mi casa. Mi madre, mis vecinos, mis amigos, pensarían que  estaba desquiciada… ¡y estaba desquiciada! Estaba loca, atormentada. Enloquecida por él. Alquilé un departamento escondido en la Ciudad Vieja, en una calle por donde sólo pasaba el viento. Y nos fuimos a vivir juntos. Contaba con un buen sueldo, podíamos vivir bien los dos. Él estudiaba. Estudiaba. No perdía un examen. Tenía apuro por recibirse. Tenía proyectos. Teníamos proyectos.
El trabajo de la oficina era agobiante, al finalizar la jornada en lo único que pensaba era en estar con él. Me moría por estar  con él. Por estar en sus brazos. Besar su rostro, su pecho púber, su vientre plano, su sexo arrogante. Por respirarlo, sentirlo dentro de mí hasta ese grito ahogado del paroxismo final donde no importa morir o seguir viviendo… pero él estaba siempre con la cabeza metida en los libros. Así que al llegar al apartamento me besaba, me acariciaba apenas y seguía enfrascado en sus litigios. De modo que, vencida, me ponía a preparar la cena. Cenábamos y me acostaba a esperarlo. Y me dormía esperándolo. A las mil y quinientas llegaba al fin y se tendía a mi lado reclamándome imperioso. Sentía sus manos recorrerme abusivas, la respiración agitada sobre mi nuca, la boca húmeda mordiendo  mi espalda. Y era el sueño y la noche. Y era el amor. Para ese sólo momento vivíamos los dos. Para ese sólo momento vivía yo. Pasé en aquel apartamento de la Ciudad Vieja los cinco años más plenos de mi vida. Estaba apasionada con Gerardo que nunca dejó de demostrarme su amor.
Pero un día se recibió. Los padres le hicieron una fiesta, y  a mí no me invitaron. Yo no existía para ellos. Nunca me quisieron conocer. No quisieron conocer a  quien  durante cinco años les mantuvo al hijo para que estudiara. Que hacía  cinco años era su mujer. Gerardo me dio una explicación ya conocida: yo era una mujer mayor que me había aprovechado de su juventud y su inexperiencia. No quise llorar frente a él.
Se fue a las nueve de la noche estrenando traje, camisa y corbata. Nunca lo había visto tan seductor, tan sexi. Tan hombre. Sin duda había crecido a mi lado. —En tres horas estoy de vuelta —dijo—,  y  soy todo para vos. Te amo, esperame despierta. A las doce  de la noche dejé un sahumerio en el living, encendí velas en el piso, en las mesas de luz, sobre la cómoda, arriba del ropero y en el baño. Me duché, me perfumé y  estrené el portaligas y el body negro más fascinante que encontré recorriendo galerías. Gerardo volvió —como me lo había dicho—  en cuanto terminó la reunión: a las ocho de la mañana.  Yo me había dormido sentada en el sofá del living. Me despertaron las bocinas y los cánticos de los amigos que lo trajeron. Tuve que ayudarlo a subir. Lo llevé al dormitorio y se tiró en la cama vestido. Antes de cerrar los ojos y quedar completamente dormido me dijo: —mami, se está prendiendo fuego el apartamento.
            Tiré las cenizas del sahumerio, terminé de apagar las velas y las tiré a la basura  y antes de acostarme me paré frente al espejo y a la mujer que me miraba luciendo  un precioso body negro le dije: ¡estúpida! y me acosté.
             Era domingo, me levanté antes del mediodía junté un poco de ropa la metí en un bolso y me fui a llorar a la calle Osorio. Él dormía plácido y feliz. Cuando llegué a mi casa y, entre lágrimas, le conté a mi madre mis vicisitudes, me dijo: —¡Pero m´hija, usted no cambia más! ¿hasta cuándo va a andar corriendo atrás de los muchachos jóvenes?  Usted está grande, m´hija, búsquese un hombre de su edad con un buen pasar, ¡déjese de andar criando entenados! ¿Qué puede tener un muchacho joven que no tenga un hombre mayor, de respeto? ¡Dígame! Dejé de llorar para mirar a mi madre…cómo podría explicarle —pensé.  Subí a mi viejo dormitorio y pasé allí el resto del día. Al llegar la noche estaba cansada, con sueño. Me dormí temprano.  A las tres de la mañana me despertaron el timbre de la casa y los gritos de Gerardo llamándome desde  la vereda. Bajé a pedirle que no hiciera escándalo,    ¡vamos para casa! —dijo. Estaba con la misma ropa con la que fue a la fiesta, con la misma ropa que se acostó a dormir. Entré a buscar un tapado y me fui con él.  Esa noche me juró por la madre, por el padre, las cenizas de los abuelos y los santos sacramentos que jamás me dejaría. De rodillas me juró. Que antes de fin de año estaríamos casados. De rodillas me juró.
      Comencé a guardar la ropa que iba dejando tirada. Recogí el pantalón del piso, lo sacudí, lo alisé y lo coloqué doblado en una percha. Tomé de las solapas el saco tirado a los pies de la cama y mientras lo sacudía,  de uno de los bolsillos internos, un sobre blanco y alargado voló al piso. Lo dejé donde cayó mientras colocaba el saco encima del pantalón  y lo guardaba en el placard. Volví, y mientras me agachaba a tomarlo del suelo miré a Gerardo, desnudo, tirado sobre la cama: la imagen viva de un ángel perverso.  Me puse de pie y, frente a él,  abrí el sobre. Era un pasaje de avión para un viaje de tres meses a Europa, con un grupo de estudiantes de derecho.
 Lo que más bronca me da, es que… ¡de rodillas me juró!           


jueves, 17 de noviembre de 2016

GRACIAS


¡Amigos, el Blog GARÚA, pasó las 600.000 visitas de 92 países! ¡Gracias a todos quienes lo visitaron y quienes dejaros sus comentarios!! Ada

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Para Bellum



                 La Luger, apostada sobre el anaquel de la armería, observaba al hombre que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los pies, lo observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas. Pidió ver rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. Bien dispuesto el vendedor se dirigió hacia una vitrina reservada, de donde retiró dos rifles excepcionales. Tomó uno de ellos con mira telescópica y culata estilo Europeo, lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos le fue explicando. 
—Este es un rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida, montería, espera y hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic, con culata de cerrojo  en madera de nogal seleccionada.
           Lo dejó en las manos del hombre para que le tomara el peso y lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle bajo su brazo derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo mayor  apoyado apenas en la cola del disparador, mientras su mano izquierda recorría lentamente el caño desde la recámara hasta la boca de fuego. Lo tomó luego con sus dos manos, lo observó de ambos lados, apoyó la culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo del arma hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador. Luego, casi morosamente, lo devolvió.
      La Luger, desde el anaquel, continuaba observando al hombre, las manos, le observaba y se estremecía. Percibía sobre su propio cuerpo  las caricias que el  hombre le prodigaba al rifle y una ola de fuego  comenzó a devorarla. Las pasiones más ocultas afloraron y los ardores despertaron sus ansias. Y deseó a aquel hombre con desespero. 
Anhelaba el calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en  la ternura de una caricia.  Pero estaba allí, en aquel estante alejado del mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su mente, el alma acaso. El espíritu de la Luger con su poder diabólico. Si él se fijara en ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese hombre sería suyo, y ella de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los días.
         El vendedor dejó a un lado el rifle y tomó el segundo mientras le explicaba: —Este es también un excelente rifle para caza mayor especialmente para caza de jabalí.  Es un Rémington semiautomático modelo 750 de cerrojo, con mira telescópica  y  calibre 35 whelen.  
         Fíjese —continuó diciendo—, que tiene la culata moldeada con una carrillera elevada para un rápido alineamiento del ojo con el visor. Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.
          Igual que con el rifle anterior, el cazador examinó minuciosamente el Rémington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó luego la culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira telescópica  lo distrajo, por un segundo, un brillo intenso y fugaz surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del mostrador. Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció ver una chispa  de luz. Victoriosa, desde el anaquel, la Luger lo seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro  había logrado entrar en  la mente del cazador.
El segundo rifle, el Rémington semiautomático fue el preferido. El precio le pareció aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un cheque. Antes de retirarse, intrigado, intentó descubrir qué exhibía  el estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al vendedor  quien lo acompañó solícito.
 —Son armas  cortas —le indicó mientras las recorría con la vista— revólveres, pistolas antiguas. Algunas originales. 
—Esa es un Luger alemana  —se interesó el comprador, al reconocer el arma. 
—Sí, está aquí hace unos días —afirmó el vendedor—, perteneció a una familia alemana. El dueño murió y los deudos  quieren deshacerse de ella. Es una Luger Parabellium 9mm, original —y agregó—, la pistola semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren promoción  —continuó diciendo—,  desean que se venda sin dar demasiada información sobre ella.  Si fuese posible a algún comprador que no le interese su pasado bélico.
Tomó entonces el arma en sus  manos y se la pasó al cazador mientras le explicaba su estructura y funcionamiento. Le comentó que el  9mm  Luger, o la Parabellum  9mm,  era un cartucho para pistolas  de uso militar creado en 1902 por el ingeniero austríaco Georg Luger. 
—Actualmente —agregó—,  es el calibre adoptado por la OTAN, y por varios ejércitos del mundo. Y, además, usada también  como  arma  deportiva, se la considera muy adecuada para cierta cacería menor y en algunos casos especiales,  para caza mayor de montaña.
El cazador escuchaba las referencias del vendedor sin apartar la vista de la Luger que tenía en sus manos. Nunca le habían interesado las armas cortas, no entendía entonces por qué sentía una especie de atracción por esa pistola de tan mala fama. Sin aclarar demasiado sus ideas decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a fin de que volviera a colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento de entregarla, cambió de parecer  y resolvió llevársela consigo.  Firmó un nuevo  cheque y  pidió que no se la enviaran a su casa con el rifle pues  —según explicó—,  él mismo la llevaría. 
Un empleado colocó la Luger en su canana y luego en un estuche de cuero. Después de envolverlo con mucho cuidado, como si fuese una joya de gran valor, se lo entregó al cazador. 
Si bien, esa tarde, la venta se había realizado sin tropiezos para la armería que se deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus anteriores dueños;  no sucedió lo mismo con el cazador que subió al auto y en una  acción  imprevista abrió el estuche, retiró la pistola,  la colocó  junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta  y resuelto, hundió a fondo el acelerador. Después de hacer 200 Km sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa de campo, Adriano Sabatini llegó a punto para la cena donde lo esperaban su esposa y sus hijos. 
La familia Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de Edmundo Sabatini, padre de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a mediados del siglo XX con la idea de comprar tierras para sembradío; una vez establecido decidió consultar con sus vecinos linderos, quienes le informaron que era éste un país netamente ganadero, debido a la buena pastura y al agua abundante de sus ríos y arroyos. Por lo tanto, el recién llegado, decidió cambiar su visión y dedicarse a la empresa ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona que luego,  ante los avances científicos y tecnológicos, se convirtió en una moderna estancia ganadera. 
La propiedad constaba de extensas zonas de pastoreo como también de espesos montes cerriles, cruzados de arroyos, donde se albergaban  feroces familias de jabalíes que diezman constantemente las majadas.
 Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún puma que dos por tres se avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se había formado cazador.
Esa noche, después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su familia, Adriano dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola Luger  que comprara en la armería. No habló de ella. No la mencionó. Sí, comentó del rifle y avisó  que lo enviarían en breve.
 De todos modos, esa misma noche antes de retirarse a su dormitorio entró  a su oficina y se detuvo un momento con la Luger en sus manos, acariciándola, mimándola como si hubiese nacido entre ambos el hechizo de un amor prohibido.
Los días y los meses se fueron sucediendo y Adriano  fue poco a poco apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a entender el real motivo de su actitud. En los últimos tiempos solía permanecer largas horas  encerrado solo en su oficina.
 Nina, la esposa de Adriano, percibió el alejamiento de su marido mucho antes de que él mismo se percatara. Trató en varias oportunidades de hablar con él, pero  Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema con su mujer. Nina entendió  que la causa del alejamiento de Adriano debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día, pasaba más tiempo. De modo que, en  la primera oportunidad que se le presentó, se dirigió a la oficina de su esposo. Lo primero que hizo, una vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del escritorio. Y encontró la pistola.  No dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una pistola tan antigua —pensó—Tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a un costado casi con desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina buscaba algo distinto, fino, delicado, perfumado tal vez. Algo que le hablara de otra mujer. Sólo por ese motivo —creía—, su marido dejaría de amarla. Ella  le había dado tres hijos, lo había amado y lo amaba todavía. Si había llegado el fin de aquel amor necesitaba  conocer a su rival. Saber quién era la otra, como era, por quién la estaba dejando. Saber  si era más joven, más inteligente,  más hermosa. 
      —Y esta pistola ordinaria molestando —se dijo—, y  desdeñosa la tiró al fondo del cajón.
La Luger, cegada por el odio, leía los pensamientos de la mujer. Maldita, maldita —pensaba—, y la envidia la corroía. Sabía que con una mujer no podría nunca. Jamás lograría invadir la mente de una mujer. Son fuertes —se decía— ven mucho más allá de lo que ven los hombres. Saben conquistarlos, seducirlos, enamorarlos, poseerlos. Maldita —y dejó de mirarla—: Nina había cerrado el cajón. 
En los días que siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de vida, la situación ya establecida con su pareja se tornaba cada momento más tensa y él no intentaba una solución. Permanente, en su conciencia, la imagen de la Luger le hablaba sin voz y sin palabras. Ordenaba,  decidía por él, su vida y su futuro.
Poco a poco abandonó el trabajo en el campo y últimamente  había delegado en el administrador de la hacienda todo lo concerniente a su heredad, a su patrimonio. Se había despojado de sus bienes y pertenencias que no eran sólo suyos, sino de su esposa y de sus hijos, para que el administrador se encargara de manejarlos. Fue así perdiendo interés en todo lo que lo rodeaba.  Enfocadas las cosas de esa manera Nina pensó intervenir por última vez. Una tarde en que Adriano se encontraba encerrado en su oficina, Nina entró decidida a poner punto final a la historia. 
Adriano se encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja pistola que encontrara ella una tarde en un  cajón de su escritorio.
La sostenía no como se toma un arma para limpiarla o  cometer suicidio. La sostenía como…con afecto.  Casi… ¿con amor...? Adriano le hablaba muy despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a aquel pedazo de fierro viejo?  Intuía que, el hombre, se estaba volviendo loco. No sabía que ya había enloquecido del todo. Decidida se acercó al escritorio.
—Adriano, qué haces con esa arma en la mano. Te haz vuelto loco —le gritó enojada. Y trató de quitársela de entre las manos. Pero él no se lo permitió. — No la toques  —le gritó. Y la apretó junto a su pecho.
—Adriano, haz perdido la razón, te haz enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.
—No es una pistola vieja ni arruinada. Es una  Luger, legítima. De colección. Y es mía y me necesita.
—Ella te necesita. Hazme caso: si no quieres perder  tu casa y tu familia apártate de esa pistola diabólica que te está volviendo loco. Reacciona, por favor.  Desde cuándo las armas tienen sentimientos. No te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento de Satanás, vaya a saber cuándo y por qué.  Tienes que tirarla al mar para que se entierre en la arena y nadie la vuelva a encontrar.
—Nina, tú no entiendes,  no puedo separarme de ella porque  la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.
La esposa de Adriano no quiso esperar más y esa misma tarde se fue con los niños para la capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el divorcio. Volvió a los pocos días a buscar sus  pertenencias y la de los chicos y cargó todo en la camioneta. Antes de partir  se dirigió a la oficina de Adriano. No había nadie. Abrió el cajón y tomó el arma: —No te vas a salir con la tuya pedazo de fierro viejo —le dijo a la Luger—  voy a llevarte conmigo y  voy a tirarte al fondo del mar.
 La Luger la observaba con odio: no podía influirla, ni manipularla no podía entrar en la mente de la mujer. Sintió que el odio la consumía, hubiese querido huir, esconderse, escapar de las manos de la mujer. Llamó al hombre con gritos mudos y desesperados para que la librara de las garras de la mujer. Entonces entró Adriano que al ver a Nina trató de quitarle el arma. La voy a tirar al mar —dijo ella— y se trabaron para ver quién se la quitaba a quién. Se enfrentaron, cara a cara, Adriano y Nina con la Luger en  medio de los dos. Y en el forcejeo sonó un disparo que atravesó el aire y el corazón de Nina.
         La noche vistió de luto la arena y el agua del río. Sólo el rumor de las olas al morir una tras otra,  junto a la orilla. Sobre la rambla los automóviles, con sus luces encendidas, se cruzaban, en un ir y venir de vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad.  Inmutables anónimos de los  dramas que, por las noches, acechan en cada esquina,  en cada rincón. 
        El hombre abandonó su escondrijo. Caminó a tumbos sobre la arena húmeda.  Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que, como luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos alucinados. Qué buscaba el hombre. Hacia donde iba. Intentó cruzar  la calzada y un auto lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó tirado sobre la banquina. Los coches que pasaban  no se detuvieron. El hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del auto y fue hacia el que estaba caído para comprobar que ya no necesitaba auxilio.
 Observó que sobre el pecho del hombre la chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo de un arma de fuego. Se detuvo un momento a observarla. Parece una Luger —se dijo. La  tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin pestañar. —Es una Luger Parabellum, de colección. Qué  hacía este vagabundo con una Luger de colección —se preguntó extrañado. Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta deportiva,  volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.
 Mientras la Luger, arrebujada junto al pecho del hombre, se encaminaba, maligna y victoriosa, hacia un nuevo destino. 

  Ada Vega, 2010 -http://adavega1936.blogspot.com.uy/