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lunes, 24 de abril de 2017

Malena




Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía, con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio, que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no  alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda.  Alguien  una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre.
  Así la conoció la grey noctámbula que, por los setenta, a duras penas  sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad.  Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado.
 Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o  a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró  Malena. Ensopada.
 La vi venir por 18, bajo las marquesinas, y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte.
 Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó, a mi lado, en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a  compartir el último café.
Me calentó el alma.
    Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear  por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van.
  —Por qué cantás temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó:
 —¿Tristes?  — la miré un segundo.
 —Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? Por qué no cantás tangos del cuarenta.  Demoró un poco en contestarme.
 —No tengo voz  —me dijo. Su contestación me dio  entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara.
 —¡Cómo no vas a tener voz! Cantá algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Anibal Troilo.
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, traeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca.  Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo.
      Ceferino terminó de hacer la caja.
 —¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté.
 —Una  historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tenés  tiempo? 
 —Todo el tiempo.
 Era más de media noche. Paró un ropero y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. 
  —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso.
             —Yo conozco la vida de Malena  —comenzó a contar Ceferino—,  porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama  María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se  casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría  sin ningún tipo de contratiempos.
      Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y  soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel  le había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico.
 Al poco tiempo se convirtieron en amantes y  como tales se vieron casi tres años. El muchacho, enamorado de ella, le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos.  Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos.
 Esta postura nunca la  llegó a comprender Ariel que  sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo  se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho,  le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos.  Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y  negándose a escuchar una  explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo.
    María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó.
    Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía,  de su ex  marido supo que se había vuelto a casar y  de Ariel que  continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida  que de lo  ocurrido la culpa había sido  de sus dos hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos  y no quería renunciar a ninguno.
 Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo  en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. 
 Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue  mi amigo, me dijo convencido:
—  Pobre  muchacha, ¡está loca!
 — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy  sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca,  loca no está.
 Todo  esto  me contó Ceferino,  aquella  madrugada  lluviosa  de  invierno,  en The Manchester. Malena  siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez  que la vi fue una madrugada,  estaba cantando en El  Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche.  Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue.
 Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca.  Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni  con  los más íntimos. Podemos, alguna vez,  enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además,  lo  que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a  la mujer le está vedado.
       Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches  montevideanos,  de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de  su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir  desde el fondo de mis recuerdos,  a aquella Malena que una noche  de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que  yo conocí su historia  y  admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella.
Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra  y  tenía  penas de bandoneón.”

Ada  Vega, edición 2007

viernes, 21 de abril de 2017

De boliches y otras yerbas

    

Don Alberto Aquino era un tipo de pocas pulgas. Genioso y mal arreado como he conocido pocos. Tenía el pelo entrecano de tordillo viejo, pero conservaba el cuerpo duro y fornido de sus años mozos. Nunca le gustó  andar averiguando la vida de otros, y de la suya no era dado a hablar. No hacía liga con los gurises que peloteaban frente a su casa, y más de una vez les tajeó la pelota que caía en su jardín destrozando algún almácigo, o alguna rosa temprana. Peleaba por las mañanas con el diariero porque venía muy tarde, y con el panadero, que ataba la jardinera al árbol de su vereda, y el caballo dejaba de estiércol la calle a la miseria. Discutía en el almacén y protestaba en la feria. Con razón o sin ella, vivía enojado.
 El asunto era quejarse, rezongar. Si tenía un genio del diablo, después que enviudó fue peor. Quedó solo, con un par de gatos barcinos y unas batarazas en el fondo. Nunca tuvo perro. Vivía en la casa pegada a la  del Cacho Forlán, que había comprado con su mujer cuando la ley Serrato. No sé si usted se acuerda.
-Más o menos.
-No, más o menos no, se acuerda o no se acuerda.
-No me acuerdo.
-Eran unas casas que se vendían a pagar a largo plazo.
-No, digo que de lo que no me acuerdo, es del Cacho Forlán.
-¡Cómo no se va a acordar! Era el electricista que le hacía arreglos a todo el barrio.
-Ah, un flaco que era guinchero del puerto.
- El mismo, las dos casas las compraron por la ley Serrato.
- De esa ley no me acuerdo.
-Lo instruyo: era una ley muy buena que sacó Serrato, un ingeniero que fue presidente de la República entre el 23 y el 27, y por la cual uno se podía comprar una casa y pagarla en treinta años.
-¿Y qué?, ahora también con el Banco Hipotecario...
-Cállese. No me hable del Banco Hipotecario. Un día que tenga tiempo, le voy a contar lo que me pasó a mí con el Banco Hipotecario.
-Está bien don, ¿y qué fue de don Alberto Aquino? blancazo el hombre ¿no?
-Mire, sinceramente no sé. Tal vez. Nunca supe de su filiación política.
-¿Y qué fue lo que le pasó al hombre?
-Como le iba diciendo, la casa de don Alberto era esa que tiene el sauce al frente.
-Ah, si si.
-Bueno, resulta que el hombre tenía un taller de relojería y allí, entre sus gatos, sus plantas y sus gallinas, mataba el tiempo rumiando solo todo el día. Pero vea usted, que a eso de las nueve de la noche, como algo preestablecido, cerraba el negocito, armaba un cigarro y cruzaba al boliche del gallego Paco. Otro tipo si lo hubo, callado como una tumba. Amargado y triste vivía por no morirse. Obligado. Había llegado a Montevideo muy joven, recién casado, acá lo esperaban unos parientes que le habían conseguido una casa donde vivir y trabajo. Y mire usted lo que  es el destino, al mes de llegar, se le muere la mujer.
 No  quiso volver a España. Un día se compró el boliche de la esquina, y allí pasó el resto de su vida, solo, sin poder ni querer olvidar. Y así, hablaba lo estrictamente necesario, escuchando a los parroquianos como un confesor, quienes a pesar de su parquedad le tenían sincero aprecio. Yo creo que la soledad los hizo unirse y hacerse amigos. El asunto era que a las nueve de la noche, el gallego Paco servía dos cafecitos con coñac, dejaba al Carlitos de mozo en el mostrador, y se llevaba los cafecitos a una de las mesas junto a la ventana. Allí llegaba don Alberto fumando manso y se sentaban los dos.
-¿Y hablaban?
-No mucho. Pero hablaban, sí. A veces del tiempo, del fútbol, o de la guerra en Europa. Y entre un cafecito y otro, se contaban la vida. Y finalmente, creo que las nueve de la noche era, para ellos dos, la hora más importante del día.
-Vivían al cuete.
-No crea, vivieron intensamente la soledad y el dolor.
-Pero vivieron pa’dentro.
-Así somos los seres humanos. Unos viven pa’dentro, como usted dice y otros pa’ fuera. La vida nos va tallando a fuerza de golpes y a según como la enfrentamos es como se nos va formando el carácter. Algunas veces sacamos coraje de donde no hay, pero otras veces nos chicotea tanto, que nos apabulla y nos achica, y se nos van hasta las ganas de seguir tirando. ¿Nunca le pasó?
-Más bien.
-¿Ha visto? Y estos dos seres eran así, vivían pa’ dentro. Hasta que se encontraron. Porque vea usted que la amistad, cuando es sincera, es un bálsamo muy difícil de encontrar en estos tiempos. Y una noche mire lo que sucedió. Serían las diez y media de la noche, llovía agua que Dios manda, como si no hubiese llovido nunca. Don Alberto no atinaba a irse del boliche, esperando a que amainara. Así que en cuanto escampó el aguacero, se apresuró a cruzar hacia su casa. En eso, un camión que pasaba, atropelló a un perro que quedó tirado junto al viejo.
 Don Alberto se acercó al animal que estaba golpeado, pero vivo. Como pudo lo arrastró y se lo llevó a su casa. Era un perro medio viejo, pero cuidado. Pensó que andaría perdido o escapado. Vaya a saber. El golpe había sido en la parte de atrás, estaba como descaderado. El pobre animal no se podía parar. El viejo lo cuidó días y días. Preguntó, no mucho ni muy fuerte, si alguien lo conocía. Nadie lo reclamó. Así que lo llamó Nerón y desde entonces don Alberto tuvo perro. Con el tiempo y los cuidados, Nerón volvió a caminar. Torcido, medio arrastrando las patas de atrás, pero andaba contento y pegado, día y noche, a su nuevo dueño. Como agradecido, vea usted.
-Como el perro no hay.
-Usted lo ha dicho. Desde entonces, fíjese, que  noche a noche, llegaban al boliche del Paco don Alberto y su perro. Allí, bajo la mesa de los amigos, se echaba el animal a dormitar. A eso de las diez y media se desperezaba estirándose, y se iba con su dueño. Y en la casa que compartían, mientras las sombras se desparramaban por las habitaciones, el bicho  dormía echado junto a la cama del viejo.
 Por mucho tiempo los vimos juntos entre bohemios, filósofos y nostálgicos, en las ruedas de boliche del gallego Paco. Una noche se hicieron las nueve, las nueve y media y como no venían, don Paco mandó al Carlitos a ver que le pasaba a don Alberto. Un alboroto de dientes y ladridos no le permitió al muchacho ingresar a la casa. Entonces cruzó don Paco. El perro se le acercó gimiendo y acompañó al gallego hasta donde don Alberto, tendido en su cama, dormía su último sueño.
 Con Nerón se quedaron los muchachos del taller mecánico. Pero a las nueve de la noche lo veíamos entrar al boliche. Allí, mientras don Paco se tomaba un cafecito, él se echaba a sus pies bajo la mesa y esperaba. A eso de las diez y media, arrancaba para el taller. Yo creo que don Alberto la noche esa, antes de morir, le recomendó al perro que acompañara al gallego. Para que no estuviera tan solo, digo yo.  ¡Bicho inteligente el perro!
- Y fiel.
- Y fiel... “Cuanto más conozco a los hombres...
- Más quiero a los perros.”
- ¡Eso mismo! ¿Nos tomamos la penúltima?
-¿Y quién soy yo pa’ decir que no?
- ¡Chacho, otra vueltita, y serví acá al amigo!

Ada Vega -1996

jueves, 20 de abril de 2017

La casa



—Me voy  —dijo—, y se fue.
 Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos,  dijeron. Llegó en dos.
 Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor de cuando éramos jóvenes estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el  amor era Dios,  una panacea y el único motivo de vivir.
 Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor, porque tú  me amas”.
El conductor me observaba por el  espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que levantar a alguien.
—No tengo que levantar a nadie.
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea  que es la primera dama que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo  que está a la entrada, vio, junto a la lámpara, le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era el dinero para la feria?
—Porque era de mañana,  día de feria,  y ella andaba con un bolso de hacer mandados.
—Usted tiene mucha imaginación.
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba, ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.  
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi  nerviosa me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara,  puesto que en mi vida  lo   menos que necesitaba  en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo, ¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba  arrepentida!
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a decirme.
—¿Y por qué llora entonces?
—Porque en el apuro por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia!
—¿Y el revólver? le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo  tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité.
—No tiene más balas, contestó,  mientras lo guardaba.
Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién  era el hombre,  qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.
Y el taxista seguía contando: el hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una  relación, lo mató porque se enteró que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera  que pasara libre. Nunca más la vio ni  supo de ella.
—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras  más adelante.
—Su compañero  dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa  dejó la dirección y el dinero para el viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece  un buen tipo.
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmarte parisino de cuando “Paris era una fiesta”.
 ¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años  y creyó que era para siempre. Sin embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí,  recuerdan aquel amor apasionado  de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a  morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben  qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas  del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia! "La juventus es una flor, y al fin murió"
—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós. 

Ada Vega - 2014   Sígueme: http://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 17 de abril de 2017

Tony y yo



Creo que cuando Tony vino a vivir con nosotros no había cumplido los cuatro años. Fue un invierno muy lluvioso aquel. El arroyo Conventos se había desbordado y las calles estaban anegadas y barrosas. Las lavanderas hacía días que no iban a lavar la ropa y las piletas, junto al arroyo, rebozaban de tanta agua caída. Entonces vivíamos en el barrio “Cuchilla de las Flores”, cerca de la cancha de La Liga de los Barrios, una de las zonas más lindas de Melo.

Recuerdo que al Tony lo trajo una mañana doña Eleonora, una comadrona muy comedida que vivía puerta por medio. César estaba en el trabajo y Estela andaba en la vuelta preparando el almuerzo. Yo estaba medio aburrido y harto de estar tantos días encerrado, me puse a mirar para afuera mientras caía la lluvia. Los sauces se doblaban bajo el peso del agua mansa y continua. Arriba, el cielo de un gris sucio, no tenía miras de abrir.

Los vi venir por el repecho del campito lindero, detrás de un paraguas negro que los cubría a los dos. Golpearon la puerta y cuando Estela fue a abrir se encontró con doña Eleonora y el Tony. Ella cerró el paraguas y entraron en la casa. No me acuerdo muy bien la conversación entre la comadrona y Estela. Pero entendí que le traía al Tony para que viviese con nosotros. Le dijo, apelando a sus sentimientos cristianos, que recibirlo era una obra de caridad.

Al pobre, en la carretera, un auto le había matado a la madre y vivía con unos zafreros en el barrio Mendoza, donde lo maltrataban. Y eso se veía a simple vista. El Tony era chúcaro y tan sucio, que ni el agua caída del cielo, había logrado aclarar su carita. Nos miraba asustado con la cabeza gacha. Estela, que era más buena que el pan, no necesitó más para extenderle los brazos, lo convidó con unos pastelitos que acababa de hornear y lo dejó conmigo para que se fuera aquerenciando.

Contó doña Eleonora que cuando murió la madre, el Tony fue a vivir con los zafreros pero que éstos tenían muchos hijos que alimentar y una boca más ya era demasiado. Por lo tanto comía un día no y otro tampoco. Que verlo en ese abandono le partía el alma, así que fue y se los pidió. ¡Como si fuese un florero, el pobrecito! Parece que los zafreros no la dejaron ni terminar de hablar, se lo dieron más pronto que ligero y, antes que la doña fuera a arrepentirse, le cerraron la puerta en las narices. Así que ese mediodía cuando César llegó a almorzar, se encontró con la novedad de que en casa, ya éramos cuatro. Tony y yo nos hicimos amigos al toque.

Aunque le costó un poco adaptarse a la casa, pues, estaba resabiado, el cariño y el calor del hogar en poco tiempo lo conquistaron. Y yo me acostumbré a él, fuimos inseparables. Para cuando cumplió los seis años, ya Estela y César lo habían adoptado. Lo anotaron en la escuela como Antonio Velázquez Tomé. Yo lo acompañé y lo fui a buscar a la escuela durante los seis años.

Excepto los días que se quedó en casa por un sarampión que se agarró en tercero, o aquella vez que jugando al fútbol en la cancha donde practicaba “El Naranjo”, al pisar una pelota y girar el cuerpo a la vez, se le trancó una pierna y la rodilla se le salió para un costado. Cayó al suelo agarrándose la pierna. Yo salté limpito el alambrado y fui hacia él que se quejaba de dolor. Corrí a casa, me paré en la puerta de la cocina y le ladré con fuerza a Estela. ¿Qué pasa? me dijo ¿dónde está Tony? Le seguí ladrando más fuerte y empecé a correr hacia la cancha. Ella me siguió.

Se lo llevaron en la camioneta de don Genaro, el almacenero. Con él subió Estela y una vecina. Yo también subí por una puerta pero me bajaron por la otra. Así que vine para casa y me senté a esperar. Volvieron casi de noche. El Tony traía la rodilla vendada. Esas fueron unas vacaciones extras, él no podía ir a la escuela así que pasábamos todo el día juntos. Y los inviernos se amontonaron empujando a los veranos agobiantes de nuestro Cerro Largo.

Empezó el liceo en Melo, pero un día decidieron mandarlo a Montevideo a terminar sus estudios. Nunca habíamos vivido tan lejos uno del otro ni pasado tanto tiempo sin vernos. Si hubiese sabido llorar hubiera llorado el día que lo vi subir al ferrocarril y despedirse de mí, con la mano en alto. Esos años viví imaginando su vuelta. A veces iba a la estación a ver pasar los trenes. Esperándolo. Un invierno César nos dejó. Él vino a acompañar a Estela por unos días. Pese al dolor de haberlo perdido, el regreso de Tony me hizo feliz.

Salíamos juntos a recorrer el barrio, a visitar a sus amigos. Algunas noches después de cenar, cuando Estela se dormía, me chiflaba con dos chiflidos cortitos entre dos dedos y salíamos de callados a caminar por el pueblo. Así me chiflaba de gurí cuando se escapaba a la siesta y salíamos los dos a vagabundear. Nos llegábamos hasta los juegos del bosque, él reía, remontaba muy alto en las hamacas y desde la altura me llamaba: ¡Cachila!

Otras veces seguíamos el curso del arroyo por la costanera hasta el puente carretero y allí nos quedábamos viendo pasar los ómnibus y los camiones ¡vaya a saber hacia qué destinos! Cuando al fin terminó sus estudios volvió al pueblo con una novia. En la modorra de la siesta de verano oí su chiflido dos cuadras antes de llegar a casa. Corrí por la mitad de la calle para alcanzarlo. Se alegró de verme, pero esa tarde supe que en el corazón de Tony había otro amor. La noche antes de volverse a Montevideo fuimos hasta el bosque.

Se tiró en el pasto panza arriba a mirar las estrellas. Yo me eché a su lado con la cabeza apoyada en su pecho, él descansó su mano sobre mi lomo y en ese momento sentí que nunca nos habíamos separado. Al año siguiente Estela viajó para su casamiento. Él se casó y se quedó a vivir en la capital, y yo me acostumbré a vivir con su recuerdo.

Está refrescando. El invierno se viene otra vez y yo estoy muy viejo. De todos modos, la imagen de aquel gurisito sucio que vino un día a vivir con nosotros, siempre me acompaña. Ahora estoy solo, la casa está oscura y cerrada. Hoy enterraron a Estela. No quise ir a despedirla. Quiero quedarme aquí, y morirme yo también. El sol se escondió tras los eucaliptos. La noche se va cerrando. Por momentos el coro de las ranas se eleva escandaloso pidiendo agua al cielo. Aquí, bajo el jazmín de Estela, si los recuerdos me dejan, voy a tratar de dormir.

Los focos de un auto iluminan la casa que ha quedado sola y desamparada.

Al principio el doble chiflido de Tony entra en su sueño y lo desconcierta. Y al final aquel llamado que golpea en su corazón: ¡Cachila! ¡Cachila! recién entonces, a paso de perro viejo, se acerca al portón. Sus ojos gastados adivinan a Tony. Aquel su olor, sus manos aprehendidas acariciando su cabeza, y su voz... —Cachila, vine a buscarte viejo, vamos conmigo a Montevideo, vamos subí ¡vas a ver que linda es la capital...!

Ada Vega, 2001
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sábado, 15 de abril de 2017

Blanquita por siempre




Blanquita era una morena de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el dulce de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba los inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a un arroyo Miguelete todavía no contaminado y la calle Islas Canarias se llamaba Ganaderos.

Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana. Blanquita era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre.

Blanquita con olor a canela. Blanquita nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo.

Blanquita era mamama. Así le decía Andrés el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama lo que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.

Por aquellos años vivíamos en el Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente.

Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campito que su padre le dejara como herencia. Allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en el perfume de la dama de noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.

Blanquita vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá para que le diera una mano con mi hermana Elenita recién nacida. Y mamá, que aún no había cumplido los dieciocho años, le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la casa que ella descuidaba.

Para no pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de figurar. De modo que Blanquita nos adoptó a todos. Formó parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue, alrededor de los siete años fuimos cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente para Blanquita que acompañaba a mi madre al London – Paris a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes. Pero fue cuando nació Andrés que Blanquita se hizo imprescindible.

Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con sólo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.

Recuerdo una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y se cayó. Un instante antes de quebrarse la rama Blanquita salió de la cocina corriendo y gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica pero noté algo extraño. La oí gritar y la miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera. Andrés no se lastimó pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que Blanquita lo llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce. Esas cosas, incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos. 

Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y Blanquita se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de despertarse, en él, el llamado de Cristo.

Andrés se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquénn en la República Argentina. Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por unos cinco años. La tarde que vino a despedirse Blanquita le dijo que volverían a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama, me voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría.

Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita ya casi no hablaba. Una noche, en medio de un Ave María, llamaron a la puerta. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: Andrés. Mamá fue corriendo a abrir y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia sólo para despedir a su mamama.

Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la cara mojada de lágrimas de la morena que guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro decirle: 

—Bendición mi niño. 
—Mamama, mamama —le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño Andrés. 
—Ego te absolvo, de los pecados que nunca cometiste y te bendigo, en el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el cielo, mamama, y del Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén.

Ada Vega , 2004

jueves, 13 de abril de 2017

Mis derechos humanos

-Terminala, Daniel. Terminala con los Derechos Humanos.  ¡Las  clases sociales, los derechos de los trabajadores!...

-¿Que decís? ¿Estás loca?
-No, no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace  años que repetís las mismas letanías.
-Pero y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que  luchan por una vida digna?
-¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo, por ejemplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.
-Marta, vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...
-Daniel, no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que  se ha convertido mi vida?
-No, yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...
-Daniel, a mí la menopausia no me ha afectado. Estoy bien, me siento bien, no tengo por qué ir al médico. Sólo quiero que me escuches. Nunca hablo de mí ¿te habías dado cuenta?
-Pero ¿y que tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi mano.
-¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme.  Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.
-No digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!
-Sí, también soy la madre de tus hijos
-Y ¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra el ala? ¿Es ése el problema? Decí, decí.
-No, Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...
-No, no, no hay otras cosas. No digas pavadas.
-¿Me dejás hablar?
-Sí, sí, dale. Hablá nomás.
-Yo me levanto a las seis de la mañana medio dormida, pechándome con los muebles llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se viste voy a buscar el pan para que lo coman calentito con manteca, cuando se va para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras  hierve el agua ordeno el cuarto de Nico, tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua  en  el termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados, dejo el mate para después.  Mientras voy a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo que me quede para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la cama con el jugo de naranjas.  Vos estás escuchando la radio y mirando la tele. Yo me pongo a cocinar.  A   las doce está pronta la comida. Llega Nico: “mami, me muero de hambre, ¿qué  hiciste? hm... ¡que rico!” Salgo corriendo a buscar a Naty. Se  sientan a comer, yo también me siento con ellos y me traigo el mate, pero vos me gritás del baño: -“ Marta, no hay champú” Dejo el mate, voy al saloncito de al lado, traigo el champú. Vos avisás: “mirá que ya salgo”. Te sirvo la comida, yo almuerzo caminando entre la cocina y el comedor. Y te vas. Es la una y media. Entro al dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las medias adentro y la toalla mojada encima de las sábanas.   Junto, guardo y llevo la ropa para lavar,  tiendo la cama, llevo los vasos, paso un paño en el piso, son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina, paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco: “ –Naty, vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!”  “Mami, esta cuenta no me sale. ¿Iba, va con hache?” -“ Ahora tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico!” Son las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once. “-Viejo ¿querés cenar ya, o tomás unos mates?” “ No, dame la cena.”  Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar con vos de nosotros, de mí. Vos te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto. Daniel, pero...vos seguís hablando, y a mí me da sueño.
-Che, Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo. ¡que te tiró! 
-Estoy cansada
-¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?
- Si, pero vos trabajás ocho horas.
-¿Y?
-Y yo ya llevo diecisiete.
-Pero vos estás en casa.
-Si, Daniel, yo estoy en casa pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te pagan un sueldo.
-Y ¿ qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?
- No, es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.
-Gratis no, tenés la casa y la comida.
-Si, pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.
-Marta, vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos no estás bien, ¡te está fallando algo!
-Daniel, ¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate y una silla y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.
- ¿Escribir? ¿ A quién le querés escribir?
- A nadie, quiero contar cosas. ¡ tengo tantas cosas que decir!
-La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir para no escribirle a nadie?
- Pero mirá  que la podemos comprar a crédito.
- Marta, vos me asustás.  ¿ De veras te sentís bien? ¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico!
-Sí, Daniel...mañana...  mañana voy a ir al médico.
Ada Vega, edición1998 - 

martes, 11 de abril de 2017

Madame Colette


         Fue en los años de macetas con malvones, de madreselvas y campanillas azules enredadas en los tejidos de alambre. De casillas de lata, veredas angostas y calles cortadas. Cuando Montevideo paría barrios orilleros que levantaban chimeneas. Y en los frigoríficos y lavaderos, barracas y fábricas, los obreros se turnaban de 6 a 2, de 2 a 10, de 10 a 6.
       En aquel entonces, al oeste de la ciudad y junto a la desembocadura del Miguelete, crecía el Pueblo Victoria. Barrio fundado por el ingles Samuel Lafone en 1842, y que lleva su nombre en honor a la Reina Victoria de Inglaterra. Enquistado en él, habitando unas pocas cuadras, reinaba lo más selecto del hampa montevideana. 
       Tahúres y cafishios, paicas y grelas del más rancio sabalaje, se habían aquerenciado en el barrio. Fueron famosas las casas con luces rojas regentadas por mujeres que hacían la vida más llevadera, prodigándose junto a sus pupilas para servir a su numerosa clientela. Aún hoy, los más veteranos del barrio, recuerdan nombres, rostros y virtudes de aquellas matronas que los iniciaron en el arte del amor. 
       Una de esas casas era gobernada por Colette, una francesa muy bonita de comentada fama, que con poco más de veinte años se vino un día del parisino barrio de Montparnasse.  Desembarcó en nuestro puerto con un  par de baúles, vestida como un figurín, y con el pelo cortado a la garzón. Ya experta en su oficio llegó a  Montevideo atraída por los comentarios en el viejo mundo, de que el oro en la joven América se encontraba tirado en la calle. Pronto se dio cuenta la francesita de que, o bien se había equivocado de puerto, o alguien exageró sobre nuestras uruguayísimas riquezas. 
     De todos modos ya estaba aquí, por lo que sin amedrentarse se dedicó a dictar cátedra de amor incorporando a nuestros conocimientos en la materia, los últimos adelantos en técnicas y afines, directamente importados desde su país de origen.  Recién llegada se instaló en un hotelito de la Ciudad Vieja. Observó el ambiente, recorrió los bares de la Aduana, el bajo del Tajo y la Puñalada y puso sus bellos ojos en el Pueblo Victoria. No obstante, comenzó su actividad en un bar de coperas  por la zona portuaria. 
    Enredada en un castellano afrancesado y  decidida a  conocer mejor nuestra idiosincrasia  pasó allí un período de adaptación. Pero su destino en estas tierras era otro. No había venido desde la lejana Europa para, con su desgaste, enriquecer a un macró latino.  Dueña de un pequeño capital, pretendía abrir su propio negocio. Por la Aduana consideró que no era factible. Demasiada competencia. Así que un día cargó con sus baúles, y se despidió de  la Ciudad Vieja. Alquiló una casa de inquilinato en el Pueblo Victoria y se instaló con una bahiana que conoció en el bajo del puerto y dos sirvientitas con cama cansadas de trabajar gratis para los hombres de la casa. Y al poco tiempo multiplicó su personal y su fama.
        El día que Colette llegó al barrio encandiló a los vecinos con su belleza y conquistó al malevaje que quedó rendido a sus pies pa’ lo que guste mandar. Y aunque algún tahura lo negó, era bien sabido que más de cuatro se hubiesen enfrentado a cuchillo, por ser el primero en la lista de sus hombres. 
      Muchos se equivocaron al conocer a Colette y verla tan frágil y delicada. Sin embargo, no tuvieron que esperar mucho tiempo para descubrir que tras su carita de niña buena, la francesita escondía un temperamento firme y aguerrido. Nunca dudó, para mantener su establecimiento en orden, en sacar a un matón a empellones a la calle o partirle una botella en la cabeza, si se cuadraba, a quien se pasara de listo por más guapo que fuera. 
       Usaba el puñal sin asco y con destreza si era necesario, y tenía por las dudas siempre a mano, una pistola con cachas de nácar que un turista árabe – libanés le obsequiara en sus tiempos por la Ciudad Vieja. Árabe que  zarpó un invierno de Beirut y que al llegar a Uruguay, no bien tocó puerto conoció a la francesa que lo cautivó.  
       Durante años el asiático fue y vino por el mundo tan sólo para estar con ella. A Colette no le era indiferente su amante árabe, bello ejemplar de varón de cabello enrulado y ojos negros y fríos como dagas, a quien ella llamaba: el Jeque. Y fue tal vez el Jeque uno de los hombres que más amó. Pero no el único. 
      En sus años del Pueblo Victoria despertó tremendas pasiones. En ambientes de avería y también entre santos varones no confesos. Rondando el convento y esclavo de la madame, campaneaba el Porteño. Un busca pintún, rubio de ojos claros, que se vino un día disparando de Buenos Aires tras dejar en Almagro terrible prontuario por fullero y batidor. Como tenía la vuelta prohibida entre el bramaje de su ciudad se afincó en Montevideo donde vivió a salto de mata, rebuscándose entre timba y fiolería. 
     Hasta el aciago día en que conoció a la francesita. La muchacha le dio vuelta la cabeza, el corazón y el alma. Y hubiese sido capaz, si ella se lo hubiera pedido, de apartarse del malandrinaje y, haciendo un supremo esfuerzo, hasta de ponerse a trabajar. Claro que para tranquilidad de su conciencia ella nunca le pidió tamaño sacrificio. Pese a que hay que reconocer que Colette miraba con muy buenos ojos al argentino, con quien compartía un pedacito de su apasionado corazón.
        Pero fue un muchacho del Pueblo Victoria, hijo de emigrantes italianos, quien conquistó por entero el corazón de la francesita. Un joven seminarista, que fue su asiduo cliente durante casi todo un año y con el cual  vivió un tórrido romance. Colette hubiese dejado todo por él;  la mitad de su vida habría dado por borrar su pasado y su presente y ser  solamente una simple muchachita para merecerlo. Pero el joven no le pidió ni le ofreció nada. Y un día vino por última vez se despidió de ella y se fue para seguir su carrera sacerdotal.  
       Ese fue un año fatal para la francesa pues también perdió al árabe, al que en el Líbano sentenciaron: se quedaba allí y mantenía a sus esposas, como  mandaba la ley, o corría el riesgo de perder su cabeza. A pesar de amarla desesperadamente, el  Jeque no tuvo opción. Decidió pues conservar su hermosa cabeza sobre sus hombros, y no volvió a aparecer por  la casa de inquilinato.
       De sus amores más arraigados sólo quedaba el Porteño que una noche, por sacar la cara por ella, quedó tendido en la calle en un duelo a cuchillo con un taita matón. La pérdida cruel e injusta de su rubio amor argentino le puso un lacre a su corazón. Durante mucho tiempo otros varones trataron inútilmente de conquistar a Colette, pero la francesita se había cansado de amar. Y fue en esos meses que para asombro del vecindario,  vieron que la madame estaba esperando un hijo.       
       Pasó el tiempo y nunca dijo quien era el padre del varón que nació un diciembre. Tendría el niño unos cuatro años cuando traspasó su negocio y se fue del barrio con su hijo y una valija con dinero suficiente como para iniciar una nueva vida. Atrás quedarían para siempre sus años de madame, dueña de un prostíbulo cuya fama comentaría el hampa por mucho tiempo. Atrás quedaría aquel Pueblo Victoria que la amó y a quién ella amara. Atrás sus trágicos amores, los sueños que trajo un día de allende el mar. Y también Colette, atrás y perdida para siempre.
       Cuando se fue del Pueblo Victoria se instaló en un apartamento en el último piso de un edificio en Reconquista y la Rambla con un enorme ventanal que daba al río. Abrió allí una casa de Alta Costura para las damas de la sociedad, que llegaron a adorarla por su sobriedad y buen gusto. Entonces se llamaba “Marie Stephanie Fournier de Binoche. Viuda de Jules Binoche, que había muerto en París  dejándola sola con un niño de pocos años con quien había venido a Montevideo en busca de olvido y consuelo”.
       Puso a su hijo en el mejor colegio que encontró y vivió con gran decoro. Fue aceptada de inmediato por las damas de la sociedad montevideana y respetada por los hombres. No hacía vida social, concurriendo muy esporádicamente a las galas del Solís o alguna velada en el club Uruguay. Fue allí precisamente que una noche volvió a encontrar al seminarista.
       El club Uruguay lucía espléndido. Las arañas de cristal brillaban como joyas. Las damas ataviadas con finísimos vestidos de fiesta eran escoltadas por caballeros de riguroso smoking. Esa noche Marie Stephanie, que con los años había acentuado su belleza, llegó al Club del brazo de su hijo Guy Binoche Fournier, que acababa de recibir su título de Ingeniero Civil, acompañados ambos de un alto jerarca gubernamental y su señora esposa.
  Junto a los balcones sobre la calle Sarandí, Monseñor Mazzetti conversaba con un diplomático. Al pasar junto a ellos, la señora que la acompañaba se detuvo para saludar al Prelado y a su vez presentarle a Marie Stephanie.
  Los dos se reconocieron. La señora, ajena a la situación, los presentó:
 - Monseñor Mazzetti, la señora Marie Stephanie Fournier de Binoche.
 - Señora.
 - Un placer Monseñor.
 - Y su hijo, Guy Binoche Fournier.
 - Joven...
 - Mucho gusto.
       Monseñor sintió que el corazón se le desbocaba. Había reconocido a Colette. Pero ¿quién era ese joven tan parecido a él? La misma cara, los mismos ojos, el mismo porte. Así era él años atrás, cuando tuvo que elegir entre la dulce Colette y su apostolado. Las fechas coincidían. ¿Podría ser su hijo? Necesitaba hablar con Colette. Preguntarle. Pero ella lo saludó inclinando la cabeza y se fue del brazo de su hijo.
     También para Marie Stephanie el encuentro fue inesperado. Era el pasado que volvía inquisitivo. Los ojos de Monseñor le gritaban una pregunta que ella no quería responder. Era indudable que se había reconocido en el hijo. Se retiró temprano de la recepción y no se volvieron a ver. Dicen que un tiempo después Marie Stephanie cerró la casa de modas y argumentando su deseo de volver a Francia se fue con su hijo. Y nunca volvió.
     Supo sin embargo, antes de irse, que Monseñor trataba de contactarla. De modo que el día que se fue dejó en el Correo una carta para él. Cuando Monseñor la recibió, ella y su hijo ya estaban en París. Monseñor Mazzetti llevaría desde entonces en su pecho, la dulce herida que le dejara la francesita.
    Tembló la hoja en las manos de aquel seminarista, cuando leyó en grandes caracteres una sola palabra que resumía una lejana historia de amor:  SÍ.

Ada Vega,2003