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miércoles, 12 de junio de 2019

Encadenada


      Eunice y Jaime crecieron juntos en Montevideo en una calle hermosa que baja hacia el mar entre el Cementerio del Buceo y la Plaza de los Olímpicos. Una calle que lleva el nombre del Mariscal paraguayo que 
en 1870 murió peleando contra Brasil, Uruguay y Argentina , en la llamada Guerra de la Triple Alianza.
Vivían en la misma cuadra, en un barrio por entonces más despoblado, de casas  arboladas y grandes jardines. Las familias de ambos eran numerosas y amigas, y los niños acostumbraban a jugar juntos todo el día. Desde que Jaime aprendió a caminar vivió prendido a las faldas de Eunice. Y para la niña no comenzaba el día, hasta no verlo atravesar el portón de la entrada de su casa.
            Cuando nació Eunice cada una de las abuelas le regaló una cadena de plata con una medalla. Una de ellas con la imagen de Jesús mostrando su  Sagrado Corazón, y la otra con la  imagen de la  Inmaculada  flotando sobre una nube en su Asunción  a los cielos en cuerpo y alma.
Nunca, mientras se amaron,  las quitó Eunice de su cuello.
La infancia la pasaron  juntos correteando con  los perros, trepando  a los árboles, bajando a la playa. Fueron  juntos a la escuela y en la adolescencia, perdieron juntos la virginidad. Se amaron desde entonces bajo el sol y bajo la luna y no existió para ellos otro universo que el de sus miradas ávidas. El amor los había unido el mismo día en que nacieron. Estaban, por lo tanto,  destinados el uno al otro. Así lo aceptaron siempre los amigos y las familias de los dos.
Sin embargo un día Jaime se compró una moto, se adosó una mochila  y se fue a recorrer el mundo. Y Eunice, deshecha en lágrimas,  se compró  una botella de un vino rojo y dulce, muy rojo y muy dulce, y se emborrachó decidida a dejarse morir ese mismo día, si fuese posible.
 Entre tanto Jaime cruzaba a la Argentina, de la Argentina al Paraguay, del Paraguay  a Bolivia, y en Bolivia se internó en Brasil y en el Mato Groso estuvo perdido cinco años. Reapareció en Venezuela, cruzó a Colombia y de allí a Panamá y a la América Central. Le costó dejar al gran México a su espalda, pero llegando a Matamoros, sobre el Golfo de México, cruzó el Río Grande y entró en los Estados Unidos. Atravesarlos  para entrar a Canadá le llevó  cinco años más. Vivió dos años en Montreal y después de visitar Toronto decidió volver al Uruguay.                      
 Entre la ida  y la venida habían pasado algo más de  veinte años, desde el día que se fue a recorrer el mundo, cuando una  noche estacionó una en una cuatro, al frente  de una mansión en  José Ignacio, donde unos amigos brasileños ofrecían una recepción.
Mientras tanto Eunice, después de emborracharse con aquel vino dulce y rojo y llorar amargamente durante días y días, decidió seguir viviendo porque al fin entendió que tras la tormenta siempre el sol vuelve a salir. Terminó sus estudios y un día conoció a un joven contador que vivía por la playa de los Ingleses, que se enamoró de ella y le propuso matrimonio.
 Jaime hacía diez años que se había ido. No escribió,  ni nadie supo nunca de su vida. No tenía porqué seguir esperando. Lo más seguro era pensar que se habría casado mientras andaba de turista por esos caminos de Dios. De manera que, pese a  no poder olvidar aquel amor  juvenil, aceptó al contador que resultó un hombre de fortuna y un verano se casó dispuesta a ser feliz.
 Eunice conservaba en su cuello las dos cadenas con las medallas que le regalaran las abuelas el día que nació. Nunca se las quitó,  porque a Jaime le excitaba el roce de las medallas sobre su rostro y sobre su pecho cada vez que se amaban. Se las quitó, sin embargo, la misma noche de su boda pues a su marido, según le dijo,  el roce de las medallas y su tintineo lo desconcentraban.
La noche que Jaime  llegó a la fiesta de José Ignacio se encontraba Eunice, que había concurrido con su marido,  conversando con una amiga en uno de los salones. Jaime la vio en cuanto entró. Se dirigió a ella y sin preámbulo le preguntó:
 —Qué pasó con las cadenas y las medallas de plata.
Al reconocerlo, Eunice quedó pensando que aquel hombre que la interpelaba no era el Jaime de su niñez, ni el de su amor primero, ni el que un día la abandonó. Aquel hombre era un extraño. De todos modos, sintió que su corazón se regocijaba.
—A mi esposo lo desconcentran —le contestó.             
Esa noche no tuvieron oportunidad de reanudar la conversación. Sólo supo Jaime que ella estaba casada, tenía dos hijos  y era feliz. Ella  supo de él  que continuaba soltero y sin hijos. Cuando volvió, Eunice puso la casa patas arriba buscando las benditas cadenas, hasta que al fin dio con ellas. A la mañana siguiente su marido la encontró preparando el desayuno con las cadenas al cuello.
—Y esas cadenas —le preguntó. —Son mías —le dijo ella. —¡Pero son viejas! —se quejó el hombre. —Sí, pero volvieron a estar de moda —contestó y cambió de tema. Los dos volvieron a encontrarse, un medio día, en una comida campestre. Jaime, como la vez del reencuentro,  la vio al entrar. Eunice lucía sobre su pecho las cadenas de plata. Fue hacia ella la tomó de una mano y la llevó a un aparte.
—Necesito hablar contigo —le dijo. Caminaron hasta la cuatro por cuatro, subieron y  desaparecieron por la ruta. En el cuarto de un hotel reiniciaron aquel amor de la niñez, la pasión de adolescentes. El amor interrumpido de los veinte años. Jaime volvió sentir sobre su cara y sobre su pecho el roce de las cadenas de plata, el tintinear de las medallas que siempre lo excitaron. Él había vuelto y ella estaba allí. Todo volvería a ser como fue desde un principio. Eunice había sido solamente suya. Ahora volvería a serlo. Siempre supieron ambos que habían nacido el uno para el otro.
            Eunice vuelve feliz a la fiesta. Se ha quitado las cadenas del cuello y las a arrojado por la ventanilla de la cuatro por cuatro. Ha borrado, por fin, de su mente y de su corazón el recuerdo de aquel amor primero. Este Jaime con quien estuvo no es aquel  Jaime de los veinte años que un día la dejó para ir  a recorrer el mundo. Lo que acaba de vivir es un mal dibujo de un pasado que ya no existe y que, equivocada, guardaba todavía en un rincón del corazón. La vida en su trascurrir todo lo altera. Y la memoria no es tan fiel como creemos.
          Sentado al extremo del salón, de charla con amigos está su  esposo. Eunice se acerca y sienta a  su lado. El hombre le pasa un brazo por los hombros y mientras la atrae hacia sí, le pregunta: —No tenías puestas las cadenas cuando vinimos.
—Sí —le contesta ella—, pero me las quité porque ya pasaron de moda.
—Estás segura de que pasaron de moda. ¿Nunca más te veré encadenada?
 —Muy segura —afirma ella. —¡Nunca más! 

Ada Vega, edición 2011

martes, 11 de junio de 2019

El embrujo de Maracaná


En el año 1948 Brasil dio inicio a la construcción del que sería, por lo majestuoso de su arquitectura, el estadio más grande y moderno del mundo. Con capacidad para doscientas mil personas, el coloso debía estar pronto para el inicio de la Copa Mundial de Fútbol de 1950. 

La obra llevó un año, once meses y veintisiete días y se inauguró el 24 de junio de 1950, un día antes de comenzar la competencia. 
Su denominación actual es: Estadio Jornalista Mário Fhilo. De todos modos fue y será siempre conocido como estadio Maracaná, por estar enclavado en el barrio Maracaná de Río de Janeiro. Estadio místico donde lo humano se une a lo sagrado y se manifiesta en los hechos sobrenaturales que acontecen entre sus paredes.
El pueblo futbolero de América del Sur, piensa que se necesita algo más que buen juego para ganar en el estadio de Maracaná. La magia, lo esotérico, el culto del más allá y la superstición han rodeado al coloso de un halo encantado, donde habitan sombras, duendes y aparecidos. Todo surgió a partir el emblemático 16 de julio de 1950, cuando, por la final de la Copa Mundial de Fútbol, se enfrentaron en el campo los equipos de Brasil y Uruguay. 

Desde entonces incontables historias han corrido de boca en boca bajo el Cristo del Corcovado, cada vez que invocando a espíritus errantes se ha intentado conocer el por qué, cuál fue la causa, el motivo, el castigo de aquel resultado adverso que sumiera a un país entero en la tristeza y al cuida palos en el oprobio, hasta el final de sus días.
Sólo Barbosa supo siempre cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nadie nunca se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol.
Sin embargo, en los terreiros de Bahía, durante mucho tiempo los caboclos de las siete líneas de umbanda repitieron por doquier que lo sucedido aquella tarde en Maracaná fue obra del Espíritu Santo con la venia de Oxalá.

Durante los dos años que llevó la arquitectura del monumental, muchos curiosos se acercaron a observar la magnitud de la obra y sus avances. Entre ellos, los obreros solían ver a una joven bahiana recorrer sus galerías, pasadizos y corredores. Como también visitar los grandes espacios donde se instalaron bares, restoranes y ascensores, temiendo, más de una vez, que la joven se perdiera entre el complejo laberinto de su estructura. 
La bahiana llegó a conocer el corazón del recinto tanto como los mismos hombres que realizaron la obra. De todos modos, no alcanzó a ver la fastuosidad del Estadio terminado. Murió unos días antes de su finalización. Pese a esa realidad , conocida por todos, aquellos obreros siempre afirmaron que la joven bahiana habitaba el estadio y seguía, como en vida, recorriendo sus instalaciones. 

También en nuestros días comentan los cariocas que han visto a la bahiana de turbante y vestido blanco recorrer descalza los interiores, las tribunas, los palcos, y los arcos del coloso de cemento.

Aquel año, cuando se da comienzo a la construcción del estadio, Barbosa era considerado el mejor arquero que tuvo en su historia el Vasco da Gama y el número uno de los porteros del Mundial. Tenía 26 años, simpatía, un físico privilegiado y un porvenir en extremo auspicioso. Los hombres lo admiraban como deportista y las mujeres lo amaban y lo acosaban. A nadie le llamó la atención, entonces, que en su camino se cruzara Yanira, una bahiana bellísima que enamorada de él, a la distancia, había llegado de Bahía con el sólo propósito de conocerlo.


Yanira era una Bahiana Mae de Santo de un terreiro umbandista de la línea blanca cuya guía u Oriyhá era Yemanyá, diosa que reina en el mar, dadora de abundancia, protectora de las familias y pescadores y máxima Oriyhá del panteón africano con raíces en Nigeria. Antes de dejar Bahía Yanira había realizado en su terreiro una ceremonia en honor a la Mae Yemanyá, donde con toque de atabaques acostada en el suelo boca abajo y con los brazos estirados en cruz, hizo un pedido a la diosa y prometió dos ofrendas: una, si la Diosa del Mar le cumplía el pedido y otra si no se lo cumplía.

Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país. Se había convertido en el número uno entre los arqueros más calificados del mundo. De continuo su foto aparecía en homenajes, fiestas y banquetes o exhibiendo su físico a bordo de un yate siempre rodeado de mujeres hermosas. Mientras tanto Yanira había logrado acercarse al círculo donde se movía el guardameta. Un empujoncito más y la primera parte de su objetivo estaría cumplida.

Durante una recepción en el barrio Copacabana de la ciudad de Rio de Janeiro, famoso por su bohemia, fue al fin presentada al ídolo. Esa noche, colmado su objetivo, la bahiana no se separó ni un instante del famoso portero. Y fue para él, durante dos años, como para el preso su condena.
Barbosa fue siempre asediado por las mujeres. Mujeres dispuestas a todo por estar cerca suyo. Él, sin embargo, no formalizaba compromisos serios con ninguna. Continuaba casado con Clotilde, con quien se casara a los diecinueve años y siempre trató de mantenerse fiel a su pareja.


La bahiana, enamorada, no hizo otra cosa durante esos años que idear nuevas artimañas con el fin de llegar a convencerlo de abandonar a su esposa para irse a vivir con ella. Detalle que a Barbosa ni en sueños se le había ocurrido y debido a lo cual, unos días antes de la final del Campeonato que se avecinaba, decidió hablar seriamente con Yanira para decirle que no esperara de él más que una simple amistad. Porque entre ellos —le dijo—, nunca sucedería nada más. Que, por favor, volviera Bahía y se olvidara de él.
Para la bahiana fue aquel, el golpe de gracia. Pese a todos sus rezos, peticiones y promesas, Yemanyá no había aceptado su pedido. Se fue sin decir una palabra. Sin despedirse de él ni de nadie. Volvió a su hotel, se vistió con su vestido blanco de Bahiana Mae de Santo y bajó a la playa de Copacabana a cumplir su segunda promesa. Atardecía cuando entró al agua. Quienes la vieron pensaron que entraba a dejar una ofrenda a la Diosa del mar. Cuando dejaron de verla, cuando su cuerpo se perdió entre las olas del océano se dieron cuenta que la ofrendada, era ella misma. Muchos días después unos pescadores encontraron el cuerpo de Yanira, enredado entre unas algas, a varias millas de las costas de Brasil.
El 16 de julio de 1950 fue el día elegido para la gran final. Brasil era el favorito indiscutible, de modo que el equipo brasileño entró al campo acariciando la Copa. Un empate bastaría para constituirse en campeones del mundo por primera vez.
Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez.
—¿Qué pasa? —preguntaba la gente.
—¿Qué reclaman, si no hay nada que reclamar?

Y un viento helado recorrió las tribunas y atravesó la cancha hasta el área norte.

—¿Qué le dice al juez si el juez no le entiende, si el juez sólo habla inglés?
—No miren para arriba —dijo el capitán de los celestes—, el partido se juega acá abajo.
Caía el sol cuando empataron. Y un miedo inesperado y rotundo se fue instalando en las tribunas. Doscientas mil almas presintieron el final y a duras penas lograron sobreponerse para seguir alentando al favorito.

Barbosa en los tres palos mantenía la calma. Seguro como siempre. Firme en su puesto. Se adelantó dos pasos cuando vio venir a Ghiggia con aquel disparo desde la punta derecha y entre el balón y él, la ráfaga de una figura blanca que se cruzaba. Se estiró todo lo que pudo y alcanzó a arañar la pelota que llegaba envenenada como si alguien, al pasar, la hubiera desviado con la mano.

Y creyó que la había mandado al córner.

El mutismo lapidario del Coloso le hizo volver la cabeza para mirar. Allí, con los ojos fijos en él, recostada a la red estaba 
Yanira, la Bahiana Mae de Santo, con el balón a sus pies.


Ada  Vega, edición  2012 

domingo, 9 de junio de 2019

La casa



—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos, dijeron. Llegó en dos.

Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor de cuando éramos jóvenes estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el amor era Dios, una panacea y el único motivo de vivir.

Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor, porque tú me amas”.

El conductor me observaba por el espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que levantar a alguien.
—No tengo que levantar a nadie.
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea que es la primera dama que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo que está a la entrada, vio, junto a la lámpara, le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era el dinero para la feria?
—Porque era de mañana, día de feria, y ella andaba con un bolso de hacer mandados.
—Usted tiene mucha imaginación.
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba, ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi nerviosa me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara, puesto que en mi vida lo menos que necesitaba en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo, ¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba arrepentida!
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a decirme.
—¿Y por qué llora entonces?
—Porque en el apuro por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia!
—¿Y el revólver? le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité.
—No tiene más balas, contestó, mientras lo guardaba.

Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién era el hombre, qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.

Y el taxista seguía contando: el hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una relación, lo mató porque se enteró que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera que pasara libre. Nunca más la vio ni supo de ella.

—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras más adelante.
—Su compañero dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa dejó la dirección y el dinero para el viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece un buen tipo.
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmartre parisino de cuando “París era una fiesta”.


¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años y creyó que era para siempre. Sin embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí, recuerdan aquel amor apasionado de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia! "La juventus es una flor, y al fin murió"

—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós.


Ada Vega, edición 2014

sábado, 8 de junio de 2019

Fue un carnaval

    


Yo siempre quise ser cantor. En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró.

De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos tablados: el Se hizo y el Aurora, muy cerca uno de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas. La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre presentación y retirada, dragoneábamos a las chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi vida.

Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era. Me enamoré de ella aquel carnaval.

Ese febrero fuimos novios de ojito. Por ella me gasté el sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla sólo a ella, una noche casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro. Yo observaba con mucha atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado, cantaba poniendo el alma:

“Barrios uruguayos, barrios de mi vida 
hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción.
Barrios uruguayos lindos barrios nuestros
siempre van prendidos a mi corazón.”

Como ya les dije, yo quería ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía...por lo tanto ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al maestro: “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...” Sólo me faltaba la oportunidad, que se podía dar en cualquier momento; ¿o no?. Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro. Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París.

Aquel Carnaval pasó. María Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo esquives con los horarios de mi trabajo.

Una tarde muy fría, a mediados del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo cuando entraba a la Poupée.

-¿Puedo hablar con usted?
-No, no. Ahora no puedo.
-¿Y cuando?
-El domingo, cuando salga de Misa.

Creí que al domingo lo habían borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar.

Todavía no me había recuperado del efecto causado por su contestación, cuando volví a oír que me decía:

-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée.
Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:
-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine!
Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:
-Tenés que hablar con mi papá.

-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)

Les diré que María Inés era hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con zaguán y cancel. Y auto. Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de mi novia a pedirle su mano al padre.

Cuando estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.

-18 años.
-¿Trabaja?
-En la Ferrosmalt.

Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con futuro, y le dije:

-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento...
No me dejó terminar mi exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:
-¿Cantor? Y ¿qué canta?
-Tangos.

El señor se puso rojo. Se desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.

-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crié a mi hija para que se me case con un cantorcito de tangos!

Como era joven pero no necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval.

Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacía atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me vuelve a la realidad:

-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita?

(No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!

“Barrios uruguayos, barrios de mi vida

Hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción

Barrios uruguayos, lindos barrios nuestros

siempre van prendidos a mi corazón”.

Ada Vega, 1999 

No es fácil!

                          
                                                             Bar Fun Fun


 Aquella tarde estaba sola en casa, había terminado de lavar los platos y me  disponía a tomar un café cuando llegó de visita mi amiga Cristina. Suele venir  seguido a verme, por lo general cuando tiene algo que contar.  No demoró nada.  Antes de sentarse a tomar su café me lo dijo como al pasar.
—¿Qué me contás lo de la madre de Camila?     
—No sé, ¿qué le pasó a la señora?
—Ayer me enteré que la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un 0K que ni te cuento y es como cinco años menor que ella. ¡¿Podrás creer?!
—No te  puedo creer. ¡Con lo destrozada que quedó hace un año, cuando enviudó!   ¿Y ya se volvió a casar?
-— Bueno, destrozada, destrozada que se diga, no quedó.
—Pero Cristina, no digas eso, ¡pobre mujer! Me contaron que en  el velorio del marido, abrazada al cajón, ¡era la viva imagen de La  Dolorosa!
—Eso era porque no podía encontrar la póliza de un Seguro de Vida,  que  el marido había hecho a su nombre, hace un par de años.
—¿No me digas? ¿Vos estás segura de lo que decís?
-—Estoy segura porque yo la vi. Mientras lloraba abrazada al cajón le daba  de puñetazos  y  le decía: ¡desgraciado! ¿Dónde diablos dejaste la póliza del  Seguro de Vida que  no puedo encontrarlo  por ningún lado?
— ¡Que patético! ¿Y al fin la encontró?
—Unos días después del entierro la encontró y empezó a reconstruirse. Se internó en una clínica de estética muy conocida, donde le sacaron las arrugas, treinta quilos y la plata del seguro de vida que le dejó el  marido. Una veinteañera, mirá.  Al plástico se le fue un poco la mano, te digo, parece la hermana más chica de sus propios  hijos. Fue cuando conoció al de la multi.
Yo no  conocía a la mamá de Camila, pero me la imaginé: rubia, alta, delgada. Vestida por Susana  Bernik  y peinada por Julio César Camacho.
De manera que le contesté a mi amiga:
 — ¡Que suerte, la gran siete! ¿Cómo hacen? Decime. ¿Dónde encuentran a  esos monumentos?
—Parece que se cruzaron en una exposición.
—Y sí, la cosa anda por ahí. A mí no se me cruza ni un gato negro. Pero claro, ¿ vos  me imaginás a mí, en una exposición? Desde que me separé de aquel anormal, tengo que lidiar sola con estas fieras. ¡Cómo para exposiciones estoy yo!
— Dicen que es muy buen mozo.
  —Acertó un pleno ¡que lo parió! Falta que me digas que es un morocho alto, de ojos claros, con voz ronca y manos suaves.
—No, fijate que no, creo que es un veterano canoso de ojos verdes.
—¡Canoso! ¡Bendito sea Dios! ¡Con la experiencia que dan las canas...!
  —Y todavía con un alto cargo en una multinacional. Ese no se va a quedar sin trabajo. ¡Ni al Seguro de Paro lo van a mandar!
—Y con ojos  verdes...
—Por eso te digo, Marisa, tenés que salir. No vas a encontrar un compañero entre las ollas y las sartenes. Tenés que cuidar el físico, a los hombres les gustan las flacas. Hacerte un buen corte de pelo y la tinta. La tinta es fundamental. ¡ Tenés que ser rubia! Lucir manos impecables y comprarte ropa,  buena ropa.
—Tendré que  hipotecar la casa. ¿Y qué más querida?
 —Y salir ir al teatro a culturizarte un poco de repente  quién te diga, no encuentres un intelectualoide perdido.  Al Mercado del Puerto, a tomar un medio y medio en Roldós  o a pasear un viernes por Bacacay. Caer por Fun Fun, una noche que haya pique, a tomar una uvita y a escuchar tangos.
—Como quién dice a tirar el anzuelo para que, con suerte, pique un  soltero empedernido  que busca una mujer “que  tenga lugar” para hacerle perder el tiempo, porque él prefiere el amor libre y sin ataduras  pues sabe que el matrimonio es la tumba del amor, que los hijos son un problema y que una sola mujer y para siempre es muy aburrido. Y escuchando esas sandeces tragás el café con edulcorante, mientras descubrís que el tipo es un tránfuga declarado que anda en busca de una mina en declive  dando los últimos manotazos, a fin de conseguir un pinta para meter en su cama antes que talle la parca.
—No, quién sabe, tal vez...
 —Permitime, mina que debe tener, si no no cuaja, una casa o departamento con todos los chiches donde pueda conchabarse, porque la vida, según dice, lo ha golpeado tanto que no tiene prácticamente donde caerse muerto. Aunque él te ofrece en cambio, en propiedad, su cuerpo de varón algo maltrecho, su experiencia de macho redivivo y su amor y su ternura decadente. Como verás me sé todas las letras.
—Bueno, pero hay que ser un poco más optimista. Podríamos empezar a salir las dos, quien te dice  no tengamos suerte y oigamos alguna letra nueva.
—¿Cómo salir las dos? ¿ vos no tenés pareja?
— Sí, pero ando en plan de recambio.
— ¿Qué pasó? ¿No se llevaban tan bien?
—Nos llevamos bien cuando nos vemos, pero él es ambulante. Cuando lo necesito, nunca está.
—Y vos querés un hombre, como el termofón en el baño: amurado en el dormitorio.
—Algo así, por eso creo que un casado con otra, no me sirve, en cambio, tal vez un divorciado...
—Un divorciado...Sí, claro que podés tener más suerte y enganchar un divorciado, un divorciado con hijos,  que no sabe qué hacer con su vida, que no tiene donde ir ni donde estar, porque los amigos ya no lo bancan y la madre se murió; y que le venís como anillo al dedo, para, mientras toman un café contarte su vida, su fracaso, decirte llorando que a su mujer ya no la ama, pero que extraña a sus hijos. Que está muy solo, que necesita una compañera que lo comprenda en quien pueda refugiarse, y de paso, cancheriando, te ruega que pagues  el café, porque justo hoy le llevó la pensión a su ex  y anda limpio y sin cambio chico. Si te sirve andá llevando.
— No sé si reírme de tus deducciones  o aprobarlas. Aunque creo que son un poco exageradas. Yo tengo una vecina que se casó con un viudo y se llevan de maravillas, el hombre es... 
—¡Un viudo!... ¿por qué no? Puede picar un viudo, sí,  un viudo sin compromisos porque sus hijos están casados. Que vive solo en una casita modesta pero propia y que es dueño de un Studebaker de los años cincuenta, que  todavía anda, y en el cual podrían dar la vuelta a la manzana a la luz de la luna, cada muerte de un obispo negro. Viudo él, que nunca antes había pensado en volver a casarse (mirá vos), pero que la soledad no es buena, que necesita una compañera (léase enfermera) con quien compartir sus últimos años.
— Pero vos sabés que hay romances otoñales que valen la pena porque...
—Claro que le dejaría en compensación  cuando se muera  ( son los que tenés que matar de un hachazo  si caés en la trampa) la casita, el Studebaker y la pensión. Casita de la que los hijos te van a sacar a patadas si llegás a enviudar, porque después de cuidarle al padre, mientras ellos la pasaban bomba, se dieron cuenta de que sos una viva y una aprovechada y que te casaste con “pobre papito” por interés.
— ¡Marisa!
-—Mientras, el Studebaker de los cincuenta, ni vendiéndolo como chatarra, ni pagando, te lo lleva un carrito de la puerta de tu casa. Pero eso sí, te quedaría la pensión, que como el viudo era patrón asciende a la suma de $2,50 y un cuarto de yerba. Y mientras el viudo te paga el café te comenta que es operado de próstata y que como su mujer “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”.
  —Marisa, Marisa,  sos tan sarcástica, que me amedrentás, te juro. Mirá que yo soy optimista, ¡pero vos me dejás contra el piso!
—Yo veo la realidad. Si pese a todo lo que digo, vos insistís en salir con la   caña, salimos, pero sin muchas expectativas.

Todavía no hemos salido de pesca con mi amiga, pero hace unos días conocí a la mamá de  Camila. Estábamos con mi amiga Cristina en la puerta del colegio esperando la salida de los chicos.
—Marisa, esa es la mamá de Camila.
—¿Esa?
—Sí.
—¿La que se casó con el...?
—Sí.
Recostada a una columna  conversaba animadamente una gordita retacona de mocasines, vestido floreado y el pelo a la que te criaste. Me desconcertó. ¿Cómo el canoso de ojos verdes se pudo casar con ésta mujer? Muy digna, no lo pongo en dudas. Pero, ¿cómo la gorda logró seducir al alto empleado de la multi?
      —Mirá, ahí viene el marido a buscarla.
—¡Qué cochazo! Era un Cero plateado con una marca ilegible.
Y bajó el susodicho: un gordito petiso y calvo, con una prominente barriga, un diente de oro y anteojos montados al aire. Besó feliz a la gorda y se fueron con los tres niños en el 0 K.
Ahora bien, tengo que reconocer que lo que me contó Cristina aquella tarde, era verdad: la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un OK y es menor que ella. Y se conocieron en una exposición... de la Rural del Prado, un día que la señora llevó a sus hijos a ver los perros de raza.
Lo demás: una mala jugada de mi imaginación. Créanme que los petisos, los gordos y los feos, podemos, si buscamos con cuidado, encontrar la felicidad. ¡Hay que ponerse!
Ada Vega, edición 2005 

viernes, 7 de junio de 2019

Una mujer para recordar


El hombre había tenido una mujer. Una mujer a la que había amado — eso decía. Cuándo. Cuántos años hacía — preguntaban los habitué.
       No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba que, una vez, había tenido una mujer. De ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se aquerenció en un boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros. O tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata  que le daban cierto aire de  distinción.
        Todas las noches venía al café. Tarde, todas las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas, sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de ginebra. 
          De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido. Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
        En la noche furtiva, cuando los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
          Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que lo enloquecían.
           ¿Quién era ella? Qué pasó con ella —los otros querían saber.
  Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
          Volvía entonces a su obstinado silencio, con la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando  el alcohol lo obnubilaba le habían oído contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y entrecierra los ojos  —tenía esposa y tres hijos.
 —Todo lo dejé por ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia?  —todos preguntaban.
 —No sé —decía el hombre—,  nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve  es aquella,  la que maté con mis propias manos. La que sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de amar.
         Había llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.

Ada Vega, 2013 

miércoles, 5 de junio de 2019

El collar de caracoles



Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar sobre la arena erizada. De todos modos en cuanto llegamos salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura.
Los cangrejos, barridos por el agua, se escabullían entre las grietas. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. El océano comenzó a rugir ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno. Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce uno la pequeñez del ser humano frente a la fuerza devastadora del océano.
De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse. Andrés dijo que era hora de almorzar, de modo que volvimos sobre nuestros pasos, pasamos junto a las barcas de los pescadores donde algunos de ellos trabajaban con las redes, y otros calafateaban o ajustaban los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido.
A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. Todos los veranos compraba algo para mí, y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa.
Ese medio día pasamos por allí. Andrés se había adelantado un poco y me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención un collar  de caracoles. Eran seis caracoles nacarados de distintas formas, pero de igual tamaño unidos a una cadena de plata.
En medio de los seis lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para estrenarlo, esa misma noche, en una cena especial que teníamos programada con Andrés.
Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una botella de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados.
Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar aquella noche y que, cuando al día siguiente fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido.
Aquel collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días.
El vínculo amoroso que me unía a Andrés, comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios altibajos. Andrés demostró siempre ser un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros quince reformarla. Llevábamos seis años de casados cuando nació nuestro primer hijo, porque yo decidí un día no esperar más. A los ocho años de casados nació el segundo varón y a los diez años nació Camila. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar sobre nuestras vidas. Ayudarnos, si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita. Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante llamado Atilio con quién mantuvo una relación de varios años. Ella se había enamorado, pero el hombre estaba casado y aunque no habló jamás de separarse de su mujer siempre pensó que la amaba. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba todas las peripecias de su amor prohibido. Al principio la aconsejaba era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba muy enamorada y no aceptaba consejos.
Corrieron los años y para mí la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me contó, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas pertenencias, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. —Un collar —le pregunté. —Sí, —me contestó— un collar que me trajo hace años al volver de unas vacaciones. No me acordaba si me contó o si se lo vi alguna vez. Micaela tenía mucha bisutería que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. Le comenté que me alegraba su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie y le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila.
Esos días previos a la fiesta anduve muy complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar.
El mismo día de la fiesta buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La había visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guardaba planos y proyectos y, semioculto, al fondo de un estante, encontré un estuche azul. Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar.

Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve.

Ada Vega, edición 2004 - 
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